A. EL RACIONALISMO

Racionalismo significa literalmente filosofía de la razón. En concreto se quiere decir que se trabaja, preferentemente con la razón o con la inteligencia (en un principio ambas cosas son lo mismo), con el pensamiento y con conceptos. Sin embargo, no hemos de pensar que se operara sólo con conceptos, que se dedujera todo de ellos y no se consultara la experiencia. También los racionalistas se sirven de los sentidos, pero parten del supuesto —y en esto se distinguen de los empiristas— de que la energía de la inteligencia y de la razón es más que una integración de la actividad de los sentidos, que la inteligencia y la razón representan todavía una energía propia y que por tanto los resultados de las percepciones pueden también leerse, interpretarse y juzgarse conforme a leyes propias, digamos sencillamente apriorísticas. Entre los muchos racionalistas de este período hay tres que descuellan incomparablemente sobre los demás: Descartes, Spinoza y Leibniz.

1. Descartes: Padre de la filosofía moderna

Con Descartes (1596-1650) se inicia definitivamente la filosofía moderna. En muchas cosas pertenece Descartes todavía a la escolástica, y quien no conozca ésta no puede leer inteligentemente a Descartes. Pero algo hay en él absolutamente distinto, realmente nuevo, a saber la duda radical, que es para él el punto de partida de la filosofía.

a) Duda

También la época que precedió a Descartes había sabido pensar críticamente. Pero la crítica había perdonado siempre ciertos conceptos y tesis, que nunca se habían puesto en duda. Descartes comienza con la duda radical o absoluta. ¿Qué hemos de considerar como cierto, pregunta: las opiniones de la vida ordinaria? Pero ya vemos cómo cambian la moda y las creencias según que haya nacido uno en Francia, en Alemania o en China. ¿O serán las doctrinas de la filosofía? Ahora bien, «en la escuela tengo ya aprendido que no podemos imaginarnos nada, por extraño e increíble que parezca, que no lo haya dicho ya algún filósofo». ¿O el conocimiento de nuestros sentidos? Muchos lo creen así. Lo que veo, eso veo, suelen decir. Descartes replica: Lo que una vez nos ha engañado, puede volver a engañarnos. Y así se acabó la confianza. Lo mismo sucede incluso con el pensar puro, por ejemplo, con la deducción, pues el pensar lógico puede también errar. Y aun cuando se opinara que, si bien podemos equivocarnos en casos particulares, no así en que existe la extensión, la magnitud, el número, en que 2 + 3 = 5, en que el cuadrado tiene cuatro lados, ¿no podría suceder, pregunta Descartes, que algún omnipotente dios hubiera dispuesto las cosas de modo que todo esto nos pareciera ser así sin serlo en realidad, que por tanto no existieran tierra, ni cielo, ni cosas extensas, ni figura, magnitud y lugar, que todo esto fuera ilusión? En efecto, ni siquiera estamos seguros de la realidad del mundo exterior, pues la espontaneidad y vivacidad de la representación, en la que suele verse un signo de percepción de la realidad, se da también en sueños. También en éstos pensamos percibir algo real. ¿No podría ser toda la vida un sueño? Pues bien, dice finalmente Descartes:

[…] supondré, no que Dios, que es todo bondad y fuente de la verdad, sino algún espíritu maligno, poderoso y falaz, ha empleado toda su industria en engañarme pensaré que el aire, el cielo, la tierra, las figuras, colores, sonidos y todas las cosas exteriores no son sino ilusiones y sueños, de los que él se ha servido para tender trampas a mi credulidad; me miraré como si no tuviera ni manos, ni ojos, ni carne, ni sangre; como si no tuviera sentidos, como si sólo creyera por error que poseo todo esto.

¿Se habría derrumbado con esto toda filosofía? Sí y no. Se han derrumbado posibles ilusiones. Pero en medio de tales escombros surge una nueva certeza: precisamente en medio de la duda. Descartes descubre una cosa: sobre la duda misma no puedo dudar. Sea todo ilusión, si se quiere; por lo menos el pensamiento está ahí, y con él yo también, que pienso. «Pienso, luego existo» (cogito, ergo sum): así reza el nuevo principio que se ha hecho célebre. Según Descartes es una intuición, no una conclusión, y como tal una verdad absoluta, una verdad cierta. Y sobre esta base lleva adelante su construcción.

Y sobre esta base sigue aún construyendo la filosofía moderna. Esto le da su semblante característico. La nueva verdad es una verdad de conciencia. Con ella nos mantenemos dentro del ámbito del espíritu (inmanencia) sin pronunciarnos sobre el mundo exterior. Descartes trata de llegar al mundo exterior por un camino nuevo. Pero muchos no le siguen en su marcha, sino que se quedan a mitad de camino, con la mera verdad de conciencia. De ahí resulta la llamada filosofía de la inmanencia con su subjetivismo. Toda la filosofía moderna está en cierto modo inficionada de esto.

b) Método

La verdad nuevamente descubierta: «Yo pienso» era para Descartes una «idea clara y distinta». Lo cual quiere decir que esta representación estaba presente y manifiesta a la mirada atenta, en su identidad y en su diversidad de todo lo demás. De ello hace Descartes un axioma: Es verdad todo lo que veo clara y distintamente; y a la vez un método: Toda la filosofía debe operar sólo con representaciones claras y distintas, no con otras. Sólo así será una ciencia segura. En ella se debe proceder como en la geometría, en la que encontramos también magnitudes últimas y sencillas, que se pueden combinar, calcular y expresar en ecuaciones matemáticas. Todo depende de esto, de que el espíritu posea tales representaciones o ideas últimas, sencillas, claras y netas. Descartes opina que el espíritu las posee. Son las ideas innatas. Las tres más importantes son la de la substancia infinita, es decir, del ser perfecto, que existe por sí mismo y se llama Dios; luego las de las otras dos substancias, a saber, la idea de la extensión o del cuerpo y la idea de lo no extenso, de la substancia pensante o de la conciencia. Pero existen también otras muchas ideas innatas: número, tiempo, lugar, movimiento, figura, en una palabra, todo lo que se puede captar matemáticamente y se puede reducir a últimos elementos «sencillos» o simples. De ahí el optimismo cognoscitivo de Descartes: todas las percepciones sensibles que mediante extensión, figura y número encierran algo captable matemáticamente y son a la vez claras y distintas, son cualidades sensibles primarias. Donde no se cumple esto, como, por ejemplo, en las percepciones de colores, sonidos, de lo dulce y de lo amargo, del frío y del calor, nos hallamos ante representaciones secundarias. No son falsas, pues también a ellas responde «algo verdadero», pero no nos reproducen cosas tal como son en sí; sólo son subjetivas, al paso que las cualidades primarias son objetivas. ¿Cómo así, objetivas? ¿Nos hallamos de nuevo en camino hacia el mundo exterior?

c) Dios y el mundo exterior

Ciertamente, estamos en camino, pero antes hemos de dar un pequeño rodeo, a saber, hemos de pasar por la idea de Dios. Descartes comenzó por descubrir a Dios como idea innata. Si sólo fuera esto, Dios no sería más que un pensamiento en nosotros, un pensamiento calificado, pero al fin y al cabo sólo un contenido subjetivo de pensamiento. Pero Descartes halla el modo de escapar a esta subjetividad. Se pregunta: ¿De dónde vienen las ideas innatas? Las ideas sólo pueden venir de fuera o estar hechas por nosotros mismos, continúa. Ahora bien, todavía no poseemos un «fuera». ¿Son, por tanto, elaboradas por nosotros mismos? Esto no se aplica a la idea que en primer lugar interesa a Descartes, la idea de Dios. En cuanto idea del ser perfectísimo contiene una realidad tan infinita, que no puede ser obra de nosotros mismos, que a fin de cuentas somos seres finitos, puesto que la causa de algo —tal es el principio de Descartes, tomado de la vieja filosofía— ha de tener por lo menos tanta realidad como el efecto. Aplicándolo a nuestro caso: La causa de la idea de Dios debe poseer por lo menos tanta realidad efectiva («formal») como la realidad que pensamos en la idea de Dios (realidad «objetiva» representada). Con esto ha abierto Descartes una brecha en el subjetivismo solipsista en que había caído con su duda. Ahora ya no existe sólo el sujeto pensante del cogito ergo sum, sino también alguna otra cosa que no puede ser sólo pensamiento, antes es realidad efectiva: Dios mismo. Y ahora, una vez que hemos asegurado a Dios y al mismo tiempo lo conocemos como el ser perfectísimo, no podemos suponer que nos engañe. Si tenemos, pues, ideas claras y distintas que nos dan noticia de algo extenso, podemos estar seguros de que son verdaderas. Y cuando actúan conjuntamente diversas cualidades primarias representan incluso las cosas tal como son en sí. Con esto vuelve a aparecer en Descartes el mundo exterior. La duda ha quedado vencida. Por lo demás, tampoco la había concebido como algo definitivo. Era sólo una duda metódica que había de conducir a una certeza absoluta.

Descartes dio todavía otra motivación de la existencia de Dios, su conocido argumento ontológico. Lo que acabamos de oír era una combinación de la idea innata platónica con la prueba escolástica de la causalidad. El argumento ontológico es a su vez un realismo ideal. La existencia de Dios se sigue, dice Descartes, de la idea de Dios en cuanto ser perfectísimo. Kant lo critica arguyendo que los conceptos son algo meramente lógico, que no dicen nada sobre la existencia: es imposible el paso de lo lógico a lo ontológico. Descartes hubiera podido replicar: El concepto de Dios no es como un concepto cualquiera; con él no entiendo algo meramente lógico, sino toda esa realidad óntica que es la base de todo lo real, porque todo lo que existe tiene participación en este todo de la realidad. Aquí se expresa el antiguo realismo ideal que no llegó ya a comprender Kant.

En Dios nos encontramos con el concepto de substancia, tan importante para Descartes y para los tiempos sucesivos. La definición de substancia reza así en Descartes: «Una cosa que existe de tal manera que para existir no necesita de nada exterior a ella». Como, también según la filosofía de Descartes, todas las cosas, excepto Dios, dependen de algo, según esta definición sólo existiría una única substancia, la substancia divina. Así la definición que da Descartes de la substancia infinita se distingue sólo en su mayor detalle; en cuanto a la cosa en sí, coincide con la definición genérica de substancia. De esta concepción podría seguirse que no existe ya nada autónomo, ni causalidad autónoma propia, ni libertad ni autonomía alguna de la persona humana. Y de hecho los ocasionalistas y Spinoza dedujeron esta conclusión. La intención del propio Descartes no era ésta, por lo cual volvió a restringir su concepto de substancia diciendo que sólo la substancia divina existe totalmente por sí misma, pero que todas las demás, el cuerpo y la conciencia, dependen de Dios como del ser perfectísimo. En cuanto, fuera de esto, no dependen ya de nada, son en realidad substancias, aunque imperfectas y finitas.

d) Cuerpo y alma

Al hacer Descartes al cuerpo y alma substancias en el sentido indicado dio un paso de las mayores consecuencias. Si la substancia es algo autónomo que no necesita nada fuera de sí mismo, entonces el cuerpo y el alma existen con total independencia y no hay acción recíproca entre ellos. Así pues, ¿cómo podrán los órganos sensitivos corpóreos aportar algo al pensamiento del alma? Influido por la realidad de los hechos aceptó forzadamente Descartes, aunque en contradicción con su concepción fundamental, dicha acción recíproca. Pero la filosofía de la substancia se mantuvo en pie, y así desde Descartes se llegó consecuentemente a la conclusión de que sólo podía existir el alma en cuanto conciencia, no ya como forma del cuerpo, y de que los animales no tenían alma, antes eran meros cuerpos que, naturalmente, no podían tampoco tener sensaciones. No ven, dice Descartes, sino hacen sólo movimientos visivos; no oyen, sino sólo hacen movimientos auditivos. Los animales son autómatas. Su vida es, como toda vida, no ya un estrato propio del ser con categorías propias, sino simple movimiento mecánico del cuerpo. Aunque Descartes defiende lo anímico contra todo materialismo como algo propio que no se puede descartar, acaba concibiendo la vida en sentido puramente físico. Mas para la filosofía del mundo corpóreo su concepto de substancia representa el mecanismo perfecto. Perfecto, porque es un mecanismo geométrico; en efecto, el cuerpo es para él mera extensión, el movimiento se ha de entender funcionalmente, en el fondo como movimiento matemático, aun cuando no siempre se puedan hallar y expresar sus fórmulas. Ahora toda la naturaleza queda cuantificada y mecanizada. Desaparece la antigua doctrina de las formas. Los materialistas —a quienes Descartes no abona en absoluto, puesto que para él, como dice ya en la segunda meditación, el espíritu es antes que el cuerpo— pudieron, sin embargo, tomar de él algunos préstamos. Descartes completó desde un punto de partida muy distinto el atomismo de Gassendi y, a través de Mersenne, va en línea directa hasta Tomás Hobbes.

El que quiera enfrentarse críticamente con Descartes lo mejor que puede hacer es estudiar el pensamiento de Pascal (1623-1662). Cartesiano en sus primeros tiempos, cifraba todas sus esperanzas en el método matemático. Pero luego, con característica sagacidad, descubrió el punto flaco de Descartes: su falta de sentido de lo concreto y singular por oposición a lo universal, así como su poca disposición para la fe por oposición al racionalismo de la razón. Pascal era un hombre de la observación fenomenológica y detallista (el espíritu de finesse) a la vez que uno de los primeros genios religiosos de todos los tiempos, un genio que inmediatamente se dio cuenta de que el Dios de la religión es más que el Dios de los filósofos.

2. Spinoza: Filosofía de la identidad

Descartes halla su consumación, aunque en forma unilateral, en Spinoza (1632-1677). Su obra principal se llama Ética, pero en realidad es una filosofía del ser y de la naturaleza, del conocimiento y del espíritu. Sin embargo, el título de Ética no carece de motivo. En efecto, la filosofía del ser de Spinoza tiene como último fin algo ético, la felicidad del hombre, la cual se logra si se llega a ser verdadero hombre, es decir, sabio. Y se logra este fin si se alcanza la unión con el ser y con Dios en el amor espiritual: «Una vez me enserió la experiencia que todo lo que constituye la materia del vivir cotidiano es vanidad y nadería […], me decidí por fin a investigar si acaso existe algo que sea un bien verdadero y comunicable». Ahora bien, el sumo bien consiste para Spinoza en hallar el camino que lleva a la verdadera naturaleza humana. «Y cuál sea esta naturaleza lo mostraremos en su lugar, donde diremos que consiste en el conocimiento de la unidad del espíritu con la naturaleza toda». La filosofía de Spinoza es filosofía de la identidad. ¿Qué unidad es ésta, cómo se llega a ella y qué consecuencias tiene? De esto vamos a ocuparnos ahora.

a) Dios - Naturaleza - Substancia

En un escrito de los primeros tiempos de Spinoza, el llamado Tratado breve, al que se puede llamar la Ética primitiva, se halla una reflexión que conduce al centro de su pensar: La nada no tiene atributos. Por tanto sólo se hallan atributos en el algo. En el algo finito se hallan atributos finitos. En lo infinito, o en la naturaleza divina, se hallan atributos infinitos. Así pues, Dios es todo algo, es decir, es todos los algos o todas las cosas, y todas las cosas son Dios. Y como todos los algos son el ser o la naturaleza, se puede también decir: «Dios o la naturaleza o la substancia». Así surgió esta célebre fórmula. Que Spinoza llame al ser «substancia», lo debe a Descartes y a la primera forma de su concepto de substancia. Allí había sólo un ser, el de la substancia. Todas las cosas particulares no eran un ser propio, sino algo en el ser y del ser de la substancia única. Descartes había vuelto a rectificar, pero Spinoza se quedó en este estadio, a saber, que no existe ningún ser propio, independiente. La substancia lo es todo, independientemente de lo que pueda existir, cuerpo y espíritu, cuerpo humano y alma, partes y todo, individual y universal. Lo único que interesa es este uno, la substancia. Y la substancia es todo porque todo lo que nos aparece como ser resulta de ella; más exactamente: ella misma es, y ninguna otra cosa más. Spinoza dio de esto un ejemplo de lo más tajante: Como de la naturaleza del triángulo se sigue desde la eternidad hasta la eternidad que sus tres ángulos equivalen a dos rectos, así proceden las cosas de Dios, con la misma necesidad y de la misma manera. Como se ve, esto es sencillamente identidad, pues lo que se sigue de la naturaleza del triángulo no es otra cosa sino el triángulo mismo. La llamada consecuencia no es ninguna consecuencia, sino una afirmación de identidad.

Ahora bien, ya en la antigüedad y en la filosofía cristiana se había dicho siempre que Dios es todo en todas las cosas, que todas las cosas están en Dios y Dios en todas. Pero aquí hay una diferencia. Al decir que Dios es todo en todo se añadía inmediatamente que no es nada de todo. Con esto se salvaguardaba su trascendencia. En Spinoza no hay nada de esto, a no ser el pensamiento del ser fundamental, pero frente al cual el ser que se sigue, como lo muestra el ejemplo del triángulo, difícilmente se reconoce como algo «otro». Por eso se ha criticado siempre a Spinoza por haber suprimido la diferencia entre Dios y el mundo, y por haber hecho al mundo Dios o a Dios mundo, es decir, por haber profesado cierto panteísmo. Al leer a Spinoza parece leerse un tratado neoplatónico, pero siempre falta en él algo que está siempre presente en el neoplatonismo: el análisis consciente y marcado de los diferentes modos del ser. El «es» que la filosofía neoplatónica afirma de la materia muerta, de la vida, de la sensibilidad, de la inteligencia, de la razón finita y de la razón infinita, varía en cada caso. Esto es en los neoplatónicos francamente un tópico, una manera fija de pensar y de hablar. Spinoza dice siempre indistintamente «es». Leibniz subrayó con razón acerca de Spinoza: Spinoza no es exacto, sus conceptos son ambiguos y más que ambiguos, y sólo así puede llegar a exponer una filosofía presuntamente coherente, homogénea. Esta coherencia se basa en realidad en sofismas.

b) Individualidad - Libertad - ¿Fin?

Sin embargo, de la filosofía de Spinoza resultaron diversos conceptos y doctrinas de la mayor importancia para la historia de la filosofía. Ante todo el concepto de la necesidad absoluta de las leyes de la naturaleza. En ella creyó sobre todo el siglo XIX. Esta necesidad no se ha demostrado nunca ni puede tampoco demostrarse. Es un teorema que no significa otra cosa sino la suposición de nuestro filósofo. Quería ver así la naturaleza. Por eso su concepto de naturaleza es sólo una tentativa, y nada más que esto. En este punto han sido los ingleses más fieles a la realidad. Decían que las leyes de la naturaleza no se podían demostrar como leyes estrictas, que eran más bien probabilidades. No obstante, Spinoza contribuyó con esto en forma decisiva a la creencia en la determinación causal, según la cual no sólo todo acontecer es causado, como se había admitido siempre, sino además las causas particulares no son en realidad autónomas, sino que su existencia y su realidad están fijadas o determinadas en sentido inequívoco por algo precedente. Esto equivalía a suprimir el libre albedrío. Kant sintió la necesidad de reintroducir contra esta doctrina el concepto de libertad. También él empezó por introducirlo sólo negativamente, negando la omnímoda determinación causal y afirmando que existe también una causalidad que procede de la libertad, es decir, la inauguración autónoma de una serie de causas. Tal autonomía e independencia no podía darse en Spinoza, ya que la substancia lo hace todo. Aquí se suspende efectivamente toda individualidad. «Y una divinidad hablaba, cuando creía hablar yo mismo, y creí que hablaba una divinidad cuando yo mismo hablaba», dice una vez Goethe en el sentido de esta doctrina de la «omniunidad» o unidad del todo. Por esto mismo no existen ya fines en la filosofía de Spinoza, no existen fines humanos subjetivos ni fines naturales objetivos. Los fines presuponen la libertad. Ahora bien, para Spinoza no hay libertad, puesto que todo es necesidad, y todo es necesario porque desde un principio, por una decisión preconcebida, quería instituir una filosofía de la necesidad. También en este punto le contradijo Kant. Éste vio que la idea de la finalidad es imprescindible, si se quiere comprender el acontecer en el mundo; ni siquiera una hierbecilla, dice, podemos concebirla como nacida por pura determinación mecánica causal. Pero Spinoza no tenía el menor sentido de las variabilidades del ser, de sus estratos, analogías y modalidades. Su filosofía es violenta, uniforme, estrecha y rígida. Sólo en forma geométrica se ha de ver y comprender el ser total, como reza el subtítulo de su obra principal.

3. Leibniz: Filosofía intemporal

«He observado que las más de las sectas tienen razón en gran parte de lo que afirman positivamente, pero no tienen tanta en lo que niegan». Este dicho es sumamente característico de Leibniz (1646-1716). Era un espíritu en extremo positivo. No le interesaban la negación y la polémica. Amaba lo positivo y buscaba la verdad dondequiera que se hallase. Un genio enciclopédico de gran envergadura, que dominaba todas las ciencias imaginables, las matemáticas, la física, la historia, la teología, y buscaba también en la filosofía el todo sin olvidar lo individual. La fórmula de esto se llama mónada.

a) La mónada y el ser

¿Cómo llega a formarse el concepto de mónada? Reflexionemos sobre esto: La física moderna, regida por las matemáticas, operaba sólo con factores cuantitativos. En su consideración del ser conocía propiamente sólo una categoría, la de la cantidad. Pero surge la pregunta: ¿No son, pues, ya los números mismos cualidades? Lo contado, el uno, tomado dos veces, tres, etc., son cantidades. Pero lo contante, el dos, el tres y en general cualquier número, ¿no son una cualidad, algo con un determinado modo de ser (quale) a diferencia de otro? ¿No son una forma, sencillamente como configuración? ¿No hay que completar la consideración cuantitativa del ser con una consideración cualitativa? Leibniz se dio cuenta inmediatamente de esto. En un principio había seguido incondicionalmente la moderna consideración mecánica y cuantitativa de la naturaleza; pero luego,

[…] cuando quise buscar las últimas razones del mecanicismo y de las leyes mismas del movimiento, tuve la gran sorpresa de ver que era imposible hallarlas en las matemáticas, y que era preciso volver a la metafísica. Esto me condujo a las entelequias, es decir, me hizo volver de lo material a lo formal, y me hizo al fin comprender, después de muchas correcciones y pasos adelante en mis ideas, que las mónadas o substancias simples son las únicas substancias verdaderas, y que las cosas materiales no son más que fenómenos, aunque bien fundados y coordinados.

Esta coordinación es lo que interesa ahora a Leibniz. Todo, en efecto, debe existir así, los átomos, los cuerpos particulares, la vida y sus fenómenos. Mediante el mecanicismo y el atomismo se había disociado todo. Pero Leibniz exige la conexión mutua de todo el mundo. Por eso creó su célebre concepto de la armonía preestablecida. Éste se aplica, en primer lugar, a la conexión entre cuerpo y alma, pero a la postre se refiere a la conexión mutua del conjunto del mundo y de todas sus partes. Con la definición cartesiana de la substancia —la substancia es totalmente autónoma y vive sólo por sí y para sí— el cuerpo y el alma habían quedado disociados. Y sin embargo, cuando un órgano sensitivo del cuerpo recibe un estímulo, el alma ha de tener noticia de ello. ¿Cómo vuelven a reunirse los dos reinos? Ya en el ocasionalismo había surgido la idea de que una potencia espiritual superior que tiene una visión del conjunto ordena las cosas entre sí como un relojero dos relojes. Si los regula bien, los dos indican la misma hora sin que ninguno influya sobre el otro. Esta idea la extiende Leibniz a las últimas partículas del mundo, los átomos y los cuerpos simples en general. La mente divina las ha armonizado entre sí de antemano. Esto es lo que quiere decir su concepto de «armonía preestablecida»: infinito número de relojes, los átomos, cuerpos, vidas, almas, espíritus, van de acuerdo a priori porque un demiurgo divino así lo ha dispuesto.

Pero hasta aquí tenemos una imagen popular, que no llega a calar en lo más profundo del pensamiento de Leibniz. Éste aparece solamente con su concepto de las mónadas: la mónada es alma, representación, pensamiento y a la vez —en cuanto alma— energía, realidad capaz de obrar. «Las mónadas son, pues, los verdaderos átomos de la naturaleza y, en una palabra, los elementos de las cosas». Como alma, la mónada representa al universo entero; y como toda mónada lo hace, todo está en conexión mutua; una vez más todo está en todo, como en Anaxágoras, en Platón, en Plotino y en el Cusano; la mónada es autónoma y, sin embargo, un todo. Por eso se puede mantener el mecanicismo, pues las mónadas son energías, son los verdaderos «átomos». Sólo que toda energía está sujeta a la representación, de la que recibe una conformación superior. Y en esto reside ahora la armonía del todo. Ya no necesita ser preestablecida artificialmente: la mutua representación de todas las mónadas es eo ipso armonía.

Que Leibniz concibiera la mónada precisamente como alma, resultó de un estudio sobre la naturaleza de la energía. Las nuevas ciencias de la naturaleza habían contado sólo con energías. Es un proceder acertado, sobre todo para la técnica. Pero todavía cabe preguntarse qué es en sí esta energía. Y sólo queda una salida, a saber, interpretarla partiendo de una vivencia de la energía que ocurre en los actos del alma, principalmente en el acto de la voluntad. Esto es ahora ya más que un cálculo de la energía, es una «comprensión» de la energía en su propia naturaleza. Si no se sigue este camino, opina Leibniz, no se llega en absoluto a una substancia. Substancia es lo autónomo, lo activo de por sí, lo operante. Si se la concibe sólo, como siguiendo a Descartes hacen las nuevas ciencias, como lo extenso, entonces es siempre ulteriormente divisible, en un proceso sin fin. Ahora bien, cada cuerpo, como unidad de acción, es siempre una suma de energías. Si la suma ha de ser real, lo han de ser también los sumandos. Pero si estos sumandos son a su vez algo extenso, como átomos corpóreos, no llegamos nunca al fin ni hallamos un primer punto de partida del que realmente pueda dimanar energía. Sólo algo anímico, algo indivisible y efectivamente operante, como lo observamos en nosotros mismos, puede ser a la vez substancia. Por eso el concepto de substancia de Leibniz reza así: «Un ser capaz de acción» (un être capable d’action). A esto llama Leibniz mónada. Si se quiere entender a Leibniz, hay que tratar primero de penetrar en su concepto del alma. El hombre moderno se inclina a concebir el cuerpo como una extensión muerta que actúa mecánicamente. Para él la realidad es lo materialmente extenso. Esto es estrechez de espíritu. Existe ciertamente este modo de realidad, pero se dan aún muchas otras especies de seres, como, por ejemplo, lo anímico y el ser espiritual. Y este ser es incluso más ser, y en sentido más fuerte, que la materia, puesto que la domina. Abrirnos los ojos para ver este más y esto otro en el ser, es una de las primeras misiones de la filosofía. Esta misión la cumplió Leibniz.

No hay que olvidar, empero, que a su vez existen muchos grados de lo anímico, es decir, muchos modos de las mónadas. Hay mónadas cuya fuerza de representación es casi nula, por ejemplo, en la materia muerta; las hay que dormitan inconscientes en la oscuridad, como en las plantas; otras, conscientes, como en los animales, pero reducidas a mera sensación; hay finalmente mónadas que «piensan», es decir, que pueden formar conceptos más o menos claros y distintos, como sucede en el caso del alma humana. Por encima de todas se halla la mónada que es puro pensar y pura actividad, la mónada divina. La naturaleza surge gracias a la actividad que va menguando de arriba abajo, desde la mónada divina hasta la materia, desde la capacidad de representación de la pura espiritualidad hasta el límite del punto cero de la materia. Cierto que todo es alma, y así se puede hablar de cierto panpsiquismo, pero hay también cuerpos, dado que el espíritu, que de arriba abajo se va petrificando, crea espacio para el acaecer mecánico.

Gracias a este principio monadológico logra Leibniz una serie de soluciones de problemas filosóficos, que sin esto no son sino aporías. Mediante la gradación de lo anímico de arriba abajo se dan no sólo almas, sino también cuerpos; queda zanjado todo el problema de la acción recíproca suscitado por Descartes; aparece la concepción mecánico-cuantitativa de la naturaleza, no menos llena de sentido que la organológico-espiritualista. Hay finalmente libertad y necesidad, individualidad y totalidad, porque —a diferencia de Spinoza, cuya filosofía llama Leibniz mezquina, por su carencia de libertad individual— la substancia es tan libre y autónoma que Leibniz llega a decir: «La mónada no tiene ventanas». Y, sin embargo, existen las leyes del ser, porque todos los seres saben unos de otros, cada uno hace del otro su propio ser, como también él mismo es el ser del otro.

En particular logra Leibniz, con ser tan moderno, resolver el problema de Dios de acuerdo con la tradición metafísica de Occidente. Esta divina mónada espiritual es propiamente el ser mismo, dado que todas las otras mónadas sólo son ser parcialmente y por participación, porque todas ellas, si bien aspiran a la pureza del ser, todavía no la logran. Así, también en Leibniz, todo lo que es tiende a Dios, y en este sentido Dios es la ratio sufficiens, la razón suficiente del mundo, como la idea lo es de los ideados en Platón, al que Leibniz nombra siempre con veneración y en cuyo espíritu quiere siempre pensar. Por eso hallamos también en Leibniz las viejas «vías» que conducen a Dios. El breve resumen de su «Demostración de un Dios único, de su perfección y del origen de las cosas» en la Teodicea (I, 7) hubiera podido hallarse sin dificultad en santo Tomás de Aquino. También se halla en Leibniz, como en todos los pensadores platonizantes, el argumento ontológico. Una de las características de la filosofía de Leibniz es su optimista aceptación del mundo, que tampoco falta en los antiguos y en la filosofía medieval. Su Teodicea, que es una justificación de Dios en vista del mal en el mundo, culmina en la tesis de que este mundo es el mejor. Este supuesto optimismo no trata de negar la existencia del mal en el mundo, y más bien dice, por el contrario, que el mal está implícito en el mejor de los mundos. Pero dado que este mundo procede de un puro ser, en el fondo es también de esta índole, y el mal es sólo privación, defección; y para quien tenga ojos para ver, el bien es lo más fuerte y auténtico, el verdadero mundo. El hombre debe ser sólo espíritu, debe elevarse de las tinieblas de lo sensible a la claridad de la razón, y así podrá ver el verdadero semblante del mundo, lo eternamente bueno y divino.

b) La mónada y el espíritu

Al decir que la mónada es representación, hemos adelantado algo de la doctrina de Leibniz sobre el espíritu. Todavía nos queda por destacar lo más importante, lo relativo a la verdad, al derecho y a lo santo.

Al decir que la mónada no tiene ventanas queda ya dicho cómo se representa Leibniz el conocimiento humano: como un proceso apriorístico, por lo menos en lo esencial. Por eso existen también en Leibniz, como en Platón y Descartes, las ideas innatas. El espíritu no es una tabula rasa, sino que es como el mármol, que contiene ya en sí «elementos primitivos», «disposiciones», «capacidades» para la obra de arte que ha de salir de él. Por ello, según Leibniz, habló Platón de las ideas puras y dijo que todo ser tiene que ver con lo eterno y que las esencias eternas tienen una realidad superior a la de las cosas particulares. «Los sentidos nos proporcionan más error que verdad; sólo en el conocimiento puro de las verdades eternas se abstrae el espíritu de la materia y así se consuma». Tales ideas innatas son conceptos como el uno, lo mismo, la causa, la percepción y otra cantidad de cosas que no pueden suministrar los sentidos. Sin embargo, la percepción sensible no es superflua. Nosotros usamos de los sentidos, pero éstos sólo nos proporcionan material para el examen racional. Con esto surge la conocida distinción de Leibniz entre verdades de razón y verdades de hecho. Al mismo tiempo se ilustra lo que quiere decir al hablar de ideas innatas. Si sólo dispusiéramos de las percepciones sensibles, sólo podríamos conocer lo que de hecho es así en el lugar y en el momento presente concreto, pero no sabríamos lo que debe ser así siempre y en todas partes. Esto sólo lo proporciona la razón, que tiene una capacidad peculiar, la de captar conexiones necesarias de la esencia. Éstas son precisamente las verdades de razón. Euclides no contó ni midió exhaustivamente lo que es así, sino que mostró lo que debe ser así. Ofreció verdades de razón, como hace todo conocimiento matemático. Cómo suceda esto, es algo que no se puede en definitiva explicar. Es precisamente lo típico del hombre. El hombre es más que el animal. Los animales ven sólo hechos, por lo cual «las consecuencias que sacan los animales se hallan al mismo nivel que las de los puros empíricos», como dice Leibniz en el prólogo a los nuevos estudios sobre la razón humana. Así pues, la discusión entre el empirismo y el racionalismo no está en si sólo se usan los sentidos o también conceptos, sino en cómo se usan los sentidos, si sólo proporcionan materiales o son ellos solos los que deciden. Esto último lo negó siempre Leibniz resueltamente. Para él contaban las verdades de razón, las verdades eternas, como había sido siempre la tradición filosófica en Occidente.

Con las verdades eternas nos hallamos ante el hombre eterno, que es más que el animal, que es semejante a Dios precisamente por ser espíritu. Leibniz cree en un reino de los espíritus.

Los espíritus pueden entrar en una especie de comunidad con Dios, y Dios respecto de ellos no es solamente lo que un inventor respecto de su máquina (como lo es Dios respecto de las otras criaturas), sino además lo que es un príncipe para con sus súbditos y hasta lo que un padre para con sus hijos.

Por eso, cuanto más espíritu se posee, mayor semejanza se tiene con Dios. Y en esto consiste la perfección de la naturaleza humana: «Perfección llamo yo a toda elevación del ser». Cuanto más perfectos somos, tanto más somos substancia, energía original, libertad, individualidad, como a su vez también armonía con el todo.

En toda fuerza, cuanto más grande es, tanto más se manifiesta en ella lo múltiple emanado de lo uno y en lo uno, siendo lo uno como rector de lo múltiple fuera de sí y su modelo dentro de sí. Ahora bien, la unidad en la multiplicidad no es otra cosa que la conformidad, y como unas cosas se conforman más a esto que a aquello, de ahí fluye el orden, del que toda belleza procede, y la belleza despierta amor […]. Por ahí se verá también cómo felicidad, placer, amor, perfección, ser, fuerza, libertad, armonía, orden y belleza son cosas ligadas entre sí, lo que pocos advierten como es debido.

Sólo esta esfera de la verdad y de la perfección es también para Leibniz la esfera del derecho. El derecho necesita también el poder, pero el derecho no es el poder. Sobre el fondo del derecho deben aparecer la verdad y la claridad del ser, así como la sabiduría y la bondad de Dios y de su orden eterno del mundo. En marcada oposición con Hobbes —lo cual es también una polémica con algunos escolásticos tardíos— explica Leibniz: Si se quisiera hacer depender la justicia de Dios sólo de su poder, se haría de Dios un tirano que procede según el principio: Así lo mando; mi voluntad hace de razón. No tendría entonces sentido alabar a Dios por su justicia. Ésta no sería ya cosa propia de Dios. De hecho no habría diferencia entre Dios y el demonio, puesto que si éste fuera el señor del mundo, habría también que reverenciarlo —aunque gobernara el mundo diabólicamente— por la simple razón de poseer el poder. Si el derecho fuera poder, un tribunal supremo no podría nunca dictar una sentencia injusta. Con esto perdería el derecho todo su sentido. Pero la misma religión sería una quimera, si lo santo se redujera también al poder. En efecto, en Hobbes la religión no es otra cosa que la sumisión al Estado. Leibniz lo parodia con la misma broma grosera con que el emperador Claudio había parodiado los excesos de la democracia. Si todo ha de ser libre, decía éste, ¿por qué no han de serlo también las cosas inconvenientes, como, por ejemplo, un eructo y cosas semejantes? Y Leibniz: Si todo procede de la fuerza, lo mismo el derecho que la idea de Dios, ¿por qué no habría el Estado, si se: daba el caso, de erigir en dioses a eructos y cosas parecidas?

Cada vez que en política el poder se convierte en el orden total, se hecha de ver que las reflexiones de Leibniz eran algo más que mera teoría.