CAPÍTULO I

LA PATRÍSTICA

1. El cristianismo naciente y la filosofía antigua

En un principio los padres de la Iglesia no quisieron saber nada de la filosofía. Estaban todavía bajo la impresión de la nueva vivencia de su fe. Se citaba a san Pablo: «Destruiré la sabiduría de los sabios y desbarataré la prudencia de los prudentes […]. ¿No ha tenido Dios por insensatez la sabiduría del mundo […]? A los que han sido llamados anunciarnos a Cristo como fuerza de Dios y sabiduría de Dios». Pero también se podía leer en san Pablo que existe un conocimiento natural de Dios, que también poseen los gentiles (Rom. 1, 19) y se podía ver cómo él mismo, en su discurso del Areópago, había citado a filósofos griegos en abono de su doctrina cristiana. Y surgieron voces en pro y en contra. Tertuliano se declaraba enérgicamente en contra, el mártir san Justino se declaraba en pro, y hasta se le da el apelativo de «el filósofo». Finalmente, sobre todo gracias a san Agustín, se impuso un sí positivo a la filosofía. Nosotros querernos, dice san Agustín, hablar no sólo con la autoridad de las sagradas Escrituras, sino también basados en la universal razón humana (ratio), y esto «en atención a los incrédulos». Si los filósofos han dicho algo que es exacto, ¿por qué no lo hemos de aceptar?, pregunta el santo. A fin de cuentas, puede incluso servir para razonar la fe y para comprenderla mejor.

Y así se comenzó a leer y explotar los textos filosóficos, principalmente los platónicos y neoplatónicos, a los que san Agustín tanto debe y de los que dice: «Nadie está tan cerca de nosotros como éstos». Pero también se utiliza a los estoicos, con frecuencia a través de Cicerón, luego a Filón y a los neopitagóricos. Aún mayor papel desempeña Aristóteles, pero ninguno los epicúreos. Los que más partido sacan de los filósofos son los apologistas, como Minucio Félix, Arístides, Atenágoras, Lactancio, luego los tres capadocios: san Gregorio Nacianzeno, san Gregorio Niseno y su hermano san Basilio el Grande; pero sobre todo Orígenes, Clemente de Alejandría y, reiteradamente, san Agustín.

2. Los temas capitales de la filosofía patrística

Hay toda una serie de problemas centrales que se mantienen durante todo este período. Uno de ellos era el problema de la fe y la ciencia. En un principio se vio el antagonismo, pero al fin se produjo entre ambos conceptos una tensión en la que predominaba el elemento positivo. Son dos caminos que conducen a la misma meta, se dice. La fe es quizás el camino real, pero también el saber viene de Dios y guía a Dios. Y así no se excluyen mutuamente, como sucederá en los tiempos modernos. Otro problema central es la cuestión de la existencia de Dios. Que hay un Dios se sabía en primer lugar por la predicación de la fe, pero pronto se sintió la necesidad de demostrar la existencia de Dios «por la naturaleza», principalmente basándose en Rom. 1, 19, donde se dice que se puede conocer a Dios por sus obras mediante un espíritu que no es todavía espíritu de fe. Igualmente interesa la cuestión de la esencia de Dios. ¿Es Dios algo material, luz o algo parecido? Tertuliano y san Agustín hallan en un principio algunas dificultades, pero pronto se impone lo que luego será doctrina corriente: Dios es espíritu, frente al mundo es trascendente, es único, absoluto, inconmensurable, omnipotente. Su obra es la creación, una creación de la nada. Éste es un concepto especialmente típico de la filosofía cristiana, que ya no se perderá. Inmediatamente se comienza también a explicarlo en sentido del cuándo y del cómo. Un concepto favorito es el de una creación simultánea, que ocurre fuera del tiempo, ya que tiempo sólo se da a partir de la creación. Gran papel juega en esto, y también más allá de esta esfera, la doctrina del logos. Los pensadores toman a manos llenas de la filosofía de Filón y de los neoplatónicos, enriqueciéndolo todo con lo que la Biblia refiere sobre el logos y la sabiduría divina. También sobre el hombre y su alma se sabe ahora más y con mucha más precisión de lo que se permitía decir la antigua filosofía. Todo hombre es libre. Ahora se proclama, como nunca se había hecho antes: «Por la naturaleza, en la que Dios creó al principio al hombre, nadie es esclavo de otro o del pecado»; así, por ejemplo, lo dice claramente y sin ambages san Agustín (De civitate Dei 19, 15). El alma es una sustancia, es inmaterial e inmortal. Y el cuerpo no es ya su cárcel, como lo era en el orfismo y en el platonismo. La doctrina de la creación da también al cuerpo un valor positivo. Sólo sobre el origen del alma hubo una larga discusión: ¿Preexiste el alma o es transmitida por los padres o creada inmediatamente por Dios? Afín a la doctrina del alma es la doctrina moral. En ninguna parte se logró más rápidamente la síntesis entre helenismo y cristianismo, entre filosofía y religión, que en la esfera de la ética, en la que el platonismo y la Estoa habían preparado el terreno para la moral cristiana. Se adopta también la doctrina de las ideas, del logos y de la ley natural, aunque haciendo observar que esta recta razón no es sino el logos divino, que se hizo carne; él es la ley natural, no una naturaleza de carne y de sangre; él es el camino, la verdad y la vida; él muestra lo que es la verdadera naturaleza. Ahora, teniendo ante los ojos la imagen concreta del logos en la revelación, se tiene también una ética más concreta y más determinada que en el pasado. Y no en último lugar en la doctrina de la conciencia, donde también la antigüedad había desbrozado el camino en diversas formas y con diversos conceptos, desde Sócrates hasta Séneca, pero sin que la conciencia fuera tan marcadamente como en el cristianismo la sede de la decisión propia, libre y autónoma de la persona moral. Precisamente en función de la conciencia, que liga al hombre, hace el cristianismo al hombre libre y «señor de sus actos», porque ya no son hombres los que le dictan su decisión, sino que él mismo puede decidirse en vista de una norma superior.

3. San Agustín: Maestro de Occidente

San Agustín (354-430) es la patrística. En él se compendia todo. Él también lo transmite todo al tiempo que sigue. Es el maestro de Occidente. Su producción es grandiosa. Vamos a destacar sus principales tesis filosóficas.

a) Verdad

En encendidas controversias con los escépticos hizo triunfar san Agustín la posibilidad de conocer la verdad. Los escépticos dicen: «No existe verdad; de todo se puede dudar». Agustín replica: «Se podrá dudar todo lo que se quiera; de lo que no se puede dudar es de esta misma duda». Existe, pues, verdad, con lo cual queda refutado el escepticismo. Siglos más tarde operará Descartes en forma análoga frente a la duda absoluta; y todavía nos acordamos de Descartes cuando san Agustín busca el prototipo de la verdad en las verdades matemáticas, cuando dice, por ejemplo, que la proposición 7 + 3 = 10 es una proposición de vigencia universal para quienquiera que tenga sencilla mente razón. También Platón había usado un ejemplo análogo, y Kant volverá a presentarlo. Con ello queda señalada la esfera en que se ha de buscar propiamente la verdad, que no son los sentidos y el mundo sensible, donde todo está en flujo, sino el espíritu: «No busques fuera, vuelve a ti mismo; en el interior del hombre reside la verdad». Aquí, donde se ve que 7 + 3 tiene que ser igual a 10, halla Agustín lo que también en otros casos debe ser verdad para todo espíritu racional, a saber, las «reglas», «ideas» y «normas» conforme a las cuales registramos y leemos lo sensible y al mismo tiempo lo estimamos y rectificamos. Estas reglas son algo apriorístico, en lo cual el hombre, frente al mundo y su «experiencia», se demuestra superior, libre, autónomo. No rechaza esta experiencia, pero sólo la utiliza como material, del que dispone según su propia responsabilidad y frente al cual no es un siervo dócil. Agustín hace remontar esta fuente interior de verdad a una iluminación (teoría de la iluminación). El término no significa un hecho de gracia, no es algo teológico, sino que indica sencillamente la índole naturalmente a priori del espíritu. Solamente, al hablar de iluminación desde arriba, se sugiere que el hombre no ha de creer que todo esto se lo deba sólo a sí mismo. No era así como quería Agustín que se entendiese la autonomía. Por encima del hombre está todavía el ser, el bien y Dios.

b) Dios

El mismo Agustín, que busca la verdad en el interior del hombre, dice a la vez con no menor énfasis: Dios es la verdad. Llega a esta convicción por un camino que había señalado ya Platón en el Convivio. Al modo que, según Platón, el Eros se inflama en lo bello singular, capta luego lo bello en forma más y más pura para acabar por reconocerlo en su grandeza infinita como lo bello primordial, la fuente de belleza en que tiene participación todo lo bello singular, así también Agustín se eleva de lo verdadero singular a la verdad una, gracias a la que todo lo verdadero es verdadero por tener participación en ella. Considera esta ascensión como prueba de que existe Dios y al mismo tiempo indicación de lo que Dios mismo es: el todo de lo verdadero, el ser bueno de todo lo bueno, el ser de todo ser. Así Dios es todo, pero a la vez no es nada de todo, pues sobrepuja a todo. Ninguna categoría se le puede aplicar, como dice san Agustín con palabras de Plotino. Sin embargo, sabemos de Dios, pues el mundo entero es su imagen y ejemplar. Es la sede de todos los arquetipos o ejemplares. Conforme a estas ideas fue creado el mundo y precisamente por esto es imagen y símil de Dios (ejemplarismo). Es éste un pensamiento de la mayor fecundidad para la mística posterior y su simbolismo.

c) Creación

El concepto de creación no es filosófico, sino teológico. Por tanto, cuando san Agustín trata de pensarlo, se le ofrecen inmediatamente dificultades filosóficas. ¿Será la creación, por ejemplo, emanación? En este caso, piensa Agustín, habría que admitir también en Dios lo mutable. Como se desprende de esta observación, los padres de la Iglesia propendían a interpretar a Plotino en sentido panteísta. Por otra parte, la creación proviene de un acto libre de la voluntad de Dios y no es, por tanto, una procesión necesaria, como con frecuencia se repitió contra la teoría de la emanación. ¿Cuándo ocurrió, pues? Evidentemente fuera del tiempo, ya que el tiempo no surge sino con la creación. Ahora bien, si todavía no hay sucesión temporal, la creación debió sin duda tener lugar de una vez (creación simultánea). En realidad san Agustín no expone literalmente, sino como un símil, el relato bíblico de la obra de los seis días. Pero, si la creación acaeció fuera del tiempo, ¿será, pues, el mundo eterno? Para san Agustín ciertamente no. La decisión divina puede ser eterna, pero ¿qué decir de la realización? No pudo tampoco verificarse en el tiempo, ya que con ella comienza el tiempo. San Agustín deja por fin la cuestión en suspenso. Ve que no se puede resolver con nuestros conceptos espaciales y temporales. Los años y los días de Dios no son nuestro tiempo, dice. Busca otros modos de pensar y de hablar, pero no los halla. Sólo cuando trata expresamente del tiempo en cuanto tal, cosa sobre la que reflexionó mucho, sobre todo en las Confesiones, se le descubre una nueva dimensión, que deja tras sí la representación tradicional de las cosas y en la que casi se puede entrever algo trascendental, un modo del espíritu subjetivo, con el que el hombre enfoca el mundo. En efecto, ¿no es el tiempo, pregunta san Agustín, algo así como un extenderse espiritualmente, un prolongarse el espíritu mirando hacia adelante? Con esto ve a la vez Agustín que la eternidad es algo muy distinto del tiempo. El ser eterno se posee a sí mismo simultáneamente y de una vez; el ser temporal está fraccionado, primero tiene que recomponerse, y devenir. Con análogas dificultades se topa en el concepto de materia. En simpatía con el platonismo, preferiría Agustín entender la materia como sombra, sólo que el concepto cristiano de la creación no permite atentar gravemente contra ella. También la materia fue creada. Sin embargo, Agustín la considera todavía «próxima a la nada». Sólo los arquetipos eternos son ser verdadero y pleno. Y estos arquetipos, las formas eternas ponen ahora en plena marcha el pensar de Agustín sobre la creación. Gracias a ellas está todo «ordenado según medida, número y peso». Sobre este orden escribió todo un libro y con él se inicia la ideología medieval como concepción de un orden. Ahora se dan ya razones germinales en la materia y en virtud de estos logoi es posible una evolución, que parece provenir sólo de la materia, pero que luego se revela llena de sentido, puesto que la materia misma había sido formada con un sentido.

d) Alma

Lo que Agustín escribe sobre el alma, su fina intuición, su arte de ver y de denominar las cosas, su penetrante análisis y otras diversas cualidades lo revelan como psicólogo de primer orden. Para convencerse de ello basta con leer las Confesiones. El alma tenía además para él especial interés. «A Dios y al alma deseo conocer». El alma tiene, en efecto, el primado frente al cuerpo. Cierto que Agustín no es ya pesimista acerca del cuerpo: el espíritu del cristianismo y su doctrina de la creación no lo permiten. No obstante, para Agustín el hombre es propiamente el alma. Y así seguirá pensándose, aun después de que en la alta edad media prospere la fórmula aristotélica de la unidad del cuerpo y del alma. Lo mismo que antes, el hombre seguirá siendo alma, «un alma que tiene a su disposición un cuerpo mortal». De hecho todavía hoy se piensa así, aun cuando se haya llegado a mitigar un tanto la terminología. Todo esto comienza en san Agustín. Así también dio a la idea de la sustancialidad del alma el puesto que hoy día ocupa en la filosofía cristiana. Agustín reconoce la sustancialidad —y en ello procede una vez más como psicólogo— en el hecho de que nuestra conciencia del yo contiene tres elementos: la realidad, la autonomía y la permanencia del yo. El yo no es meramente la suma de sus actos, sino que tiene actos como algo real, autónomo y permanente. Ahora bien, en esto consiste la sustancialidad según la opinión de la escuela. En manera análoga trató san Agustín de demostrar la inmaterialidad y la inmortalidad del alma. Todo esto forma todavía hoy parte del patrimonio de la psicología cristiana.

e) El bien

Cuando Agustín habla en lenguaje religioso, el bien no es para él otra cosa que la voluntad de Dios. Pero cuando trata de descubrir los fundamentos más profundos, dice: «El bien se da con la “ley eterna” (lex aeterna)». Son las ideas eternas en la mente de Dios, que, como para los platónicos, también aquí constituyen el fundamento del conocer, del ser y del bien. Son un orden eterno. No sólo el hombre es bueno; también los seres son buenos y el conocimiento es verdadero, con tal que se oriente conforme a este orden eterno. Esto nos es posible porque en nosotros llevamos impresa la ley eterna. Sus tendencias son también las tendencias fundamentales de nuestro espíritu. No en vano es el hombre imagen fiel de Dios. De esta doctrina de san Agustín se nutre la edad media cuando a la «ley natural» (lex naturalis) la llama «participación del espíritu humano en la luz divina» y ve en ello la honda razón metafísica de la conciencia humana. No obstante, la ley eterna no se concibe ya intelectualmente como en otro tiempo el mundo platónico de las ideas. Agustín ve en ello a la vez la voluntad de Dios, cosa importante para la tardía edad media, que, en contraste con santo Tomás de Aquino, tiende a voluntarizar el orden moral, a veces hasta el extremo de que Dios viene a ser más voluntad que razón y sabiduría, e incluso puede ser un Dios místico de la omnipotencia y de la cólera, al que hay que someterse con fe, pero con el que no se puede contar según leyes de la razón. Éste fue el camino tomado por la tendencia moderna que sacrificó la ciencia para hacer sitio para la fe. En san Agustín no se daba tal contraste, no existía en general ni existía en particular en su concepto de la ley eterna; ésta es, en efecto, no menos razón que voluntad: la voluntad es razonable y a lo razonable se aplica la voluntad.

No sólo en la doctrina de los principios éticos, sino también en la moralidad vivida en concreto hace intervenir Agustín la voluntad y el sentimiento. De la misma manera que en Plotino, el alma no sólo piensa, sino que también quiere, ama, en el Eros suspira por el bien, tiene un sentido —casi se podría decir una especie de instinto— del bien. Toda la ética antigua arranca del concepto de la felicidad (eudemonia). Hay quienes temen que esto sea una subjetivación del bien moral, dado lo variado que parece ser el sentimiento de felicidad. Agustín conoce esta variedad, pero sabe también que todo errar y afanarse ocurrre sobre el fondo de un concepto objetivo, y universalmente vigente, de la felicidad, que no es innato, que parte de este fondo oculto y tiene al hombre desasosegado hasta que llega a dominar este afán y errabundeo y alcanza la verdadera felicidad. El corazón humano tiene su «lugar natural». Hacia él gravita, hacia el Uno, que es la verdad y el bien: en una palabra, gravita hacia Dios. «Nos has creado para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». El amor del hombre, si es lo suficientemente profundo, halla el verdadero camino. También el corazón tiene su lógica. Estas ideas forman parte de las más profundas y duraderas convicciones del gran doctor de la Iglesia.

f) La ciudad de Dios

En la comunidad, en los Estados y en las iglesias, así como en toda la historia universal, sucede poco más o menos lo que en la vida de los particulares: también en estas esferas se dan el buscar y el afanarse, se dan el error y la verdad, el mal y el bien. En efecto, según san Agustín los hombres y los pueblos son voluntad, pero deberían ser y tratar de ser voluntad ideal. Un mero Estado de poder, que ha renunciado a la justicia, no se distingue por tanto de una partida de bandoleros. En general, desde el punto de vista del orden ideal y del desorden de los apetitos se pueden dividir las creaciones sociales humanas en Ciudad de Dios y Ciudad terrena. Con esta distinción no se entiende por una parte el Estado secular y por otra la Iglesia, sino aquí el Estado ideal, que se adapta al orden eterno de Dios y ve en definitiva en Dios el fin de todas sus obras (por eso es Ciudad de Dios) y allá el Estado no ideal, que no quiere «usar» (uti) del mundo para llegar a Dios, sino que trata de «gozarlo» (frui) con avidez y desorden, porque sólo en este mundo ve su lugar de permanencia y a la postre el mundo y los hombres son ya para él su Dios; por eso es sólo Estado del mundo. Siempre tendrá lugar en la historia del mundo esta lucha entre la luz y las tinieblas, entre lo eterno y lo temporal, entre lo suprasensible y lo sensible, entre lo divino y lo antidivino. En su gran obra sobre el Estado o Ciudad de Dios (De civitate Dei) san Agustín, basándose en los ejemplos conocidos de la historia del Antiguo Testamento, de los imperios griego y romano, muestra cómo los poderes del bien tienen que luchar constantemente con los poderes del mal. Toda la obra tiene el aspecto de una gran filosofía de la historia. Su sentido definitivo es el triunfo del bien sobre el mal. Así lo exige el espíritu del cristianismo y de su concepto de Dios. Pero así lo exige también la filosofía de los platónicos, para quienes lo perfecto es siempre lo más fuerte, lo verdadero y lo que permanece eternamente, mientras que lo imperfecto vive sólo de lo perfecto y es pura decadencia, privación o negación, que en el fondo carece de sustancia por mucho que se las eche de ocupado y por mucho que trate de ofuscar. En el centro del corazón del malo tiene ya su asiento el reproche del bueno, y su rostro está marcado con los surcos de la tristeza por la pérdida de la verdadera felicidad.

4. Boecio: El último romano

En importancia para la edad media, Boecio (480-524) sigue inmediatamente a san Agustín. Tiene importancia sobre todo para la escuela y la enseñanza, ya que por él penetraron en la edad media toda una serie de conceptos de la filosofía antigua. De la filosofía platónica transmite el concepto de Dios, la idea de la felicidad, de la participación, la concepción a priori del universal, como también las ideas principales del Timeo platónico sobre la formación del mundo. De la Estoa transmite el concepto de naturaleza, las reflexiones sobre la ley natural, sobre la serie de causas, el concepto del destino y de la providencia, pero sobre todo el concepto de realidad: realidad es el mundo exterior corpóreo. Especial importancia tuvo para la escolástica el que Boecio tradujera y comentara importantes escritos lógicos de Aristóteles. Por él tuvo Aristóteles por primera vez acceso a la edad media, aunque sólo como lógico. Los escritos de Boecio sobre lógica, aritmética y música se usaron como libros de texto en la enseñanza de las llamadas siete artes liberales.

Junto con este aparato científico, de índole más bien técnica, suministró Boecio a la edad media toda una serie de importantes filosofemas, que no sólo eran indicadores del camino, sino que al mismo tiempo servían de nuevos estímulos para el pensamiento. Mencionemos sólo algunos de ellos: Dios es para Boecio «el sumo Bien en absoluto, que contiene en sí todo bien, un bien al lado del cual no se puede concebir nada mayor». Con esto sirve Boecio de trámite de Platón, a través de san Agustín, hasta san Anselmo y Descartes. El hombre es un individuo, es decir, algo peculiar, con impronta propia e irrepetible. En él se halla la substancia concreta individual por oposición a lo universal de los conceptos y de las comunidades. Por eso define la persona como rationalis naturae, individua substantia. El espíritu unitario de la edad media, pese a la universalidad, reconoció muy pronto los derechos del individuo y no los abandonó ya nunca. Boecio habla también inmediatamente de la libertad. El hombre es libre, no obstante el orden unitario. Sólo lo infrahumano cae bajo la coacción del orden; el hombre, en cambio, lo percibe como un deber y en este sentido como algo obligatorio, pero aun entonces sigue siendo libre. Además la libertad es algo no sólo negativo, sino también positivo: cuanto más espíritu, tanto mayor libertad, es decir, cuanto más se eleva el hombre por encima de lo no espiritual, de la materia, la naturaleza y los apetitos, cuanto más se acerca al Uno, al Verdadero, al Bueno, tanto más libre es. En esto halla también su felicidad. La obra principal de Boecio es De consolatione philosophiae. Escribió el libro en la mayor desolación, en la cárcel y en la perspectiva de la muerte. Sin embargo, se dice Boecio: «El bueno es el más fuerte y es el más dichoso; en su razón tiene su fuerza y su felicidad; el malo, a pesar de su fuerza física, es el más débil y el más desgraciado; su sinrazón le hace débil y le priva de la paz». En esto veía Boecio la justificación de Dios —el libro de la consolación es una pequeña teodicea— y la salvación del hombre en presencia del mal en el mundo. El mal ha sido superado en virtud del idealismo con el que platónicos y estoicos, partiendo del espíritu y de la buena voluntad, supieron dar al mundo un nuevo semblante, un semblante que no sólo mostraba todos los rasgos de la apariencia y del fenómenos, sino que procedía de la verdadera esencia del ser.

5. El Pseudo-Dionisio Areopagita: Final de la patrística

Con el Pseudo-Dionisio (principios del siglo VI) vuelve a manifestarse con todo detalle y vigor el platonismo de los padres. Dios es, en el lenguaje de Proclo, el super-uno, el super-bien, el super-perfecto, el superser. Su ser distinto se acentúa hasta el extremo en el sentido de la teología negativa; pero no para separar definitivamente a Dios del mundo, sino para dar a conocer al ser verdadero, perfecto y propiamente dicho como el ser anterior, del que procede el ser finito e imperfecto y al que no deja de remitir constantemente en razón de su procedencia. Según su proximidad al super-uno se ordena luego el ser en planos jerárquicos: el más bajo es el ser de la materia muerta, que únicamente «es»; le sigue en orden ascendente el plano de ser de la vida; luego el del alma y todavía más arriba el del espíritu. Cuanto más nos elevamos en la escala, tanto más se destaca un ser que es el corazón de todas las cosas y, sin embargo, se halla por encima de todas ellas, es «más excelente» y por tanto «más poderoso», como lo era en Platón, para quien la idea del bien en sí lo rebasa todo «en dignidad y poder», está «más allá» de toda entidad y, sin embargo, está también presente y por ello hace posible el ser, la esencia y el conocimiento. Es el ser infinito, que «es» por sí mismo, mientras que todo lo demás tiene participación en él y por eso no es ser, sino que solamente «tiene» ser. El Pseudo-Dionisio es uno de los grandes platónicos que trató de abrir los ojos a la humanidad para que viera no sólo la multiplicidad del ser, sino el ser mismo y sus secretas profundidades.

Los escritos del Pseudo-Dionisio fueron muy estimados y leídos en la edad media. Es indispensable conocer su doctrina para comprender la metafísica medieval, que de aquélla recibió su impronta y su herencia básica. Por ejemplo, tratar de comprender a santo Tomás sólo en función de Aristóteles, como lo sugiere el término de filosofía aristotélico-tomista, equivaldría a pasar por alto aspectos esenciales de su filosofía.

El Pseudo-Dionisio está al final de la patrística. A esta altura surgen todavía otros muchos nombres: Casiodoro, san Isidoro de Sevilla, Beda el Venerable, san Juan Damasceno, etc. Todos ellos fueron leídos diligentemente por las escuelas de la edad media y constituyen puentes entre la antigüedad y la patrística por una parte y, por otra, los hombres y las escuelas de un tiempo nuevo, ansiosos de saber.