A. LA ESCOLÁSTICA INCIPIENTE

1. Los comienzos

Los comienzos de la Escolástica los forman las escuelas de Carlomagno. Aquí nos encontramos con nombres como Alcuino, en la escuela cortesana de Aquisgrán; Rabano Mauro, en Fulda; Pascasio Radberto, en el convento de Corbie en el Somme. Uno de los más importantes fue Juan Escoto Eriúgena. En él volvemos a hallar inmediatamente el espíritu del neoplatonismo tan significativo de la antigua escolástica. Eriúgena analiza el ser conforme a sus distintos modos, planos, fondos y trasfondos. De él procede una «división de la naturaleza», que volvemos a hallar más tarde en forma modificada en Spinoza. Al principio, como fundamento de todos los fundamentos, se halla Dios, la «naturaleza creante increada». Al contemplarse Dios surgen desde toda la eternidad las ideas, los fundamentos primordiales y arquetípicos de las cosas existentes, la llamada «naturaleza creada y creante». Por ella se llega a nuestro mundo material espacial y temporal, la «naturaleza creada y no creante». También aquí los seres, por razón de su constitución interna, en el sentido de todo su devenir, vuelven a orientarse hacia su origen y regresan a su perfección, «la naturaleza no creada ni creante», el poso eterno en el Señor, Dios. Se ha tratado de ver ya en Eriúgena uno de los precursores de Hegel. Aquí hay algo de exageración. Nosotros preferimos ver en él todavía un ejemplo del arte de los platónicos, de analizar lo que existe y de superar la apariencia en dirección de un ser cada vez más profundo y más puro, que existe de la misma manera que existe una voluntad y un bien cada vez más puros.

Menos significativos eran en esta época los dialécticos y sus adversarios, los antidialécticos. Sólo uno de los últimos es digno de mención, Pedro Damiano, no tanto porque fuera especialmente célebre cuanto porque de él procede la conocida designación de la filosofía como ancilla theologiae, sierva de la teología.

2. San Anselmo de Cantorbery

A san Anselmo de Cantorbery (1033-1109) se da el nombre de padre de la escolástica porque de él proviene el lema escolástico de penetrar la doctrina de la fe conforme a puntos de vista racionales y lógicos: fidens quearens intellectum, es decir, la fe que trata de comprender. Esto no quiere decir que la fe se resuelva en pura razón, algo así como en Kant; no es otra cosa que el espíritu de san Agustín, al que en definitiva se remonta la idea, quien desde un principio había hablado en favor de una síntesis de fe y saber, puesto que la fe no puede nunca prescindir del saber ni el saber de la fe, si uno y otra han de ser humanos, y porque el saber y la fe son dos caminos diferentes que llevan a un mismo término.

Todavía es más célebre san Anselmo por la llamada prueba ontológica de Dios, que desarrolló en su Proslogion. Se suele decir, considerando todo el problema en función de Kant y de Descartes, que la prueba ontológica de Dios deduce la existencia de Dios del concepto de Dios. Ahora bien, el concepto de Dios dice únicamente que Dios es el ser perfectísimo. Pero a un ser realmente perfecto corresponde también la existencia. Por tanto, del concepto de Dios se puede deducir necesariamente la existencia de Dios. Si se procede así, se dice, nos hallaremos de hecho ante un sofisma, pues con el concepto nos hallamos sólo en la esfera lógica y no podemos pasar sin más a la esfera de la realidad. En efecto, en todos los conceptos que nos formamos surge la cuestión de si lo que con ellos se piensa es también algo realmente existente. Pero san Anselmo no lo entendía así. Lo que entiende por esencia o ser de Dios no es un mero concepto. Dios es para él el todo de la realidad, la totalidad del ser, el ser mismo, en el que todo tiene participación. No necesita, pues, deducir del concepto la realidad, sino que la idea de Dios significa precisamente la realidad misma. Y si la «idea» de Dios incluye ya por sí misma la realidad, no necesita ya deducirla. San Anselmo fue un hombre totalmente orientado en la dirección de san Agustín y de los platónicos. En todas las verdades ve la verdad una, y en la verdad a su vez ve el ser y a Dios, dado que todo lo imperfecto presupone lo perfecto, de lo cual vive. Por esto pensadores en algún modo platonizantes aceptaron también por lo regular su prueba de la existencia de Dios, hasta llegar a Leibniz y Hegel; otros no pudieron ya entenderla, entre ellos santo Tomás de Aquino y Kant.

3. Pedro Abelardo: Subjetivismo medieval

Pedro Abelardo (1079-1142) produjo cierto revuelo entre los escolásticos, gente en general morigerada; primero por la extravagancia de su vida y luego por dos teorías también un tanto discordantes, su teoría del conocimiento con ribetes nominalistas y su ética subjetivista.

En la cuestión de la naturaleza del conocimiento humano se hallaba Abelardo ante dos opiniones. El ultrarrealismo veía en los llamados universales (la casa, la humanidad en general) algo general o universal que existe «en sí» en esta forma de universalidad, y esto aun antes de que existan cosas singulares, concretas e individuales (casas, hombres), y afirmaba que este universal formaba ya por sí solo el todo de las cosas concretas, de modo que lo individual no añadía nada especial. La doctrina opuesta, el nominalismo, pretendía que el universal no significaba en absoluto nada y sólo consideraba como reales las cosas concretas e individuales. Aplicada esta teoría a la Trinidad significaba: sólo las personas particulares son reales, mientras que su naturaleza común, la divinidad, no es ya nada, sino a lo sumo un nombre. Esto parecía peligroso, no sólo para la teología, sino también, y sobre todo, para la metafísica. Abelardo jugó con este fuego y de hecho se presiente en él una primera duda sobre lo que la antigua tradición había reconocido como la realidad de lo real, la «íntima naturaleza de las cosas», como solía decir Boecio, la verdad una por la que todo es verdadero, como decía san Anselmo. En efecto, Abelardo enseñaba que estos universales son únicamente opiniones, que no representan un saber cierto y que el decidir sobre lo que es esencial y no esencial dependía totalmente de nuestra atención. Con esto se hería al espíritu de la edad media en uno de sus puntos sensibles.

De modo análogo procedió con la ética. También aquí se conocían hasta entonces realidades, normas, verdades y valores seguros. La ley moral natural era para la escolástica, para decirlo con el lenguaje de Kant, una ley obligatoria para todo espíritu dotado de razón. Para Abelardo es sólo una opinión. Todo depende de la intención subjetiva. La obra, buena o mala, carece de importancia. El pecado no tiene substancia, solía decir. Con ello reinterpretaba en forma peligrosa un dicho de san Agustín. San Agustín quería decir únicamente que el pecado no tiene verdadero ser, sino que sólo representa una privación, o sea una deficiencia. Abelardo, en cambio, hablaba tan sólo de la actitud interior. Ésta es, desde luego, algo esencial en el obrar moral, pero no se reduce todo a ella. Y como la edad media pensaba objetivamente, tenía que excitarse paralelamente contra Abelardo. Sin embargo, es un indicio de la libertad de pensar que entonces existía por principio, el que su prestigio como «maestro» siguiera siendo grande y que entre sus discípulos se contaran hombres destacados de la edad media, como los futuros papas Alejandro III y Celestino II y el autor del libro de texto de teología corriente entre los escolásticos, Pedro Lombardo.

4. La escuela de Chartres: Humanismo medieval

Chartres es célebre no sólo por su catedral, sino también por su escuela. Su apogeo coincide con la época en que se construyó su catedral, el siglo XII. Estamos ya a las puertas de la alta escolástica. Afluyen nuevas corrientes de ideas, se estudia la literatura antigua, se utiliza por primera vez, a lo que parece, la llamada nueva lógica, es decir, los escritos lógicos de Aristóteles (los dos Analíticos, los Tópicos, los Elencos) ignorados hasta entonces, parece que se conocen también sus escritos físicos, se leen las obras de medicina de Hipócrates y de Galeno, así como también escritos árabes y judíos sobre ciencias naturales. La escuela está en general fuertemente orientada hacia las ciencias de la naturaleza. Su actitud filosófica fundamental es platonizante. Bernardo de Chartres, que sobresale en el apogeo de la escuela, pasa por ser «el primero de los platónicos de nuestro siglo», como dice Juan de Salisbury, que también pertenecía a la escuela. El hermano de Bernardo, Thierry de Chartres, forma parte de la larga serie de filósofos que desde Platón hasta el Cusano se esforzaron por hacer derivar del Uno todo lo existente, como derivan los números de la unidad. Otros nombres célebres de la escuela son Clarembaldo de Arras, Gilberto de Poitiers, Guillermo de Conches, Otón, obispo de Freising.

5. La mística

A la escolástica pertenece también la mística. No le es algo ajeno, sino más bien su consumación. Lo puramente técnico y de escuela se presupone, pero ya no se cultiva; en cambio, aparece lo que es la meta de toda labor de escuela; la vida religiosa en altas y elevadísimas culminaciones, aunque ocasionalmente también en exageraciones que llegan muy cerca de los límites de lo posible, como por ejemplo en Joaquín de Fiore. Sin duda el nombre más célebre es aquí el de san Bernardo de Claraval, cisterciense, acérrimo adversario de Abelardo y ardiente predicador de la cruzada. Entre otros muchos es san Bernardo un testimonio de que la antigua filosofía ni superó el espíritu del cristianismo ni tampoco se distanció de él. Como los padres decían que la verdadera naturaleza del hombre se hizo visible en el Logos hecho carne, así afirma también san Bernardo que la verdadera filosofía es el amor de Cristo crucificado. Pero esto no es pura mística y teología. En efecto, este místico analiza el mundo y al hombre conforme a normas superiores; sabe distinguir todavía en el «alma torcida» la «inmortal grandeza del hombre», que pende del Uno y del infinitamente perfecto, que suspira por él y quiere perderse en él como una gota en el mar; sabe mostrar que la humildad es grande y la soberbia pequeña, que la dialéctica puede ser palabraría huera y la verdad puede ser escueta y sencilla. Ahora bien, todo esto es auténtica filosofía del ser y de los valores, y depara al místico Bernardo un puesto entre los filósofos.

Algo parecido se puede decir de los dos sabios maestros del convento de san Víctor en París, Hugo y Ricardo de san Víctor. El primero nos dejó un breve pero excelente escrito sobre la doctrina de la virtud y de los valores (Los frutos de la carne y del espíritu); el segundo fue uno de los que predicaron la doctrina de la centella del alma. Muy al sur, en Calabria, vivió Joaquín de Fiore. Profesó una de las muchas filosofías de la historia que, bajo el signo del progreso, creen que los tiempos avanzan rápidamente hacia un nuevo paraíso. Tras un período de servidumbre a los principios y de una época intermedia entre la carne y el espíritu, adviene finalmente la plenitud de los tiempos, la época de la libertad y del espíritu, el evangelio eterno, en que todos los hombres habrán hallado a Dios, en que ya no habrá necesidad de una Iglesia jurídica visible y cada cual en libertad y en amor sabrá hallar por sí mismo lo que es justo. El buen abad de San Giovanni, a fuerza de idealismo, no supo apreciar en lo justo la realidad. Fue sencillamente un iluso, pues a veces en la vieja lo mejor es enemigo de lo bueno.