CAPÍTULO III

LA FILOSOFÍA EN LA ÉPOCA HELENÍSTICA Y ROMANA

El helenismo posee ya una rica cultura y una gran tradición científica. Por eso comienza a introducirse la especialización. Tampoco la filosofía abarca ya, como en tiempos de los presocráticos, las ciencias naturales, la medicina, la técnica y la ciencia del ser, sino que se restringe a lo estrictamente filosófico, reconociéndolo en la lógica, en la ética y en la física, pero entendiendo por física sobre todo la metafísica. Una cosa hereda, empero, como resto de una perspectiva más amplia: la solicitud por el bien espiritual del hombre. En un período en que se derrumban las antiguas mitologías y religiones, pasa a ser quehacer de la filosofía cuidar a su manera de la salvación del hombre. Y luego, cuando durante el imperio romano entra en escena el cristianismo, esta tarea pasó a ser cometido de la nueva religión; las escuelas filosóficas languidecen y cierran sus puertas: la última de ellas, la academia de Atenas, lo hizo en 529 por orden de Justiniano. Surge una hostilidad entre filosofía y religión cristiana, que se hace sentir con bastante frecuencia en los albores de la patrística, deja de notarse en la edad media, en que la filosofía estaba bajo la égida de la religión, pero vuelve a encenderse vigorosamente en los comienzos de la edad moderna.

Debemos dejar de lado las pequeñas escuelas filosóficas, el peripato, que recoge la herencia de Aristóteles, la academia, que formaba la escuela de Platón, y los escépticos de diferentes tendencias, así como a los neopitagóricos, para exponer lo esencial de las grandes escuelas, la estoa, el epicureísmo y el neoplatonismo.

1. La estoa: El hombre del realismo

La estoa recibe este nombre del lugar de su escuela, el «pórtico pintado» (stoa poikile) en Atenas. Produjo figuras venerandas: Zenón de Citio, que fundó la escuela hacia el año 300 a. C., Cleantes, su sucesor, y Crisipo de Solos († hacia el 208 a. C.), llamado el segundo fundador de la escuela. Siguen luego Panecio († 110 a. C.), Posidonio († 51 a. C.), Séneca († 65 d. C.), y otros. «Viejos adustos» los llama Boecio, seguramente a causa de su rigor de virtud y de su dura concepción del deber. Otros les achacan una «virtud orgullosa». De todos modos, sus libros se leen siempre con provecho, incluso hoy. Se ha estudiado demasiado poco el influjo que esta filosofía, después de haberse vulgarizado y convertido en filosofía de escuela, ejerció sobre la edad media.

En la lógica inquieren los estoicos los fundamentos mismos del conocimiento humano. Los descubren en la percepción sensible. Según ellos el hombre es una tabula rasa, y las impresiones han de venirle de fuera. Estas impresiones son de índole sensible y siguen siendo representaciones sensibles incluso en el concepto y en el juicio. El estoico es sensualista; no posee aprioris en función de los cuales pueda leer o juzgar lo sensible; está entregado a lo sensible y lo «copia». La teoría de la copia, que se impone en la edad media y pasa por aristotélica, es en realidad pura filosofía estoica. No cuadra en absoluto con Aristóteles, dado que el nous es creador y está por encima de la experiencia sensible, tanto en la lógica como en la ética. Para garantizar la copia, para llegar a poseer representaciones adecuadas, como se solía expresar, es decir, representaciones que reprodujeran las cosas tal como son en realidad (realismo ingenuo), se busca un criterio de verdad. Se halla en la llamada evidencia. Ésta se da cuando nuestros órganos sensitivos funcionan normalmente, la distancia espacial y temporal entre el sujeto y el objeto de la percepción no es demasiado grande, el acto de percepción ha durado bastante y ha procedido con bastante seriedad, cuando no se ha interpuesto ningún obstáculo perturbador entre el sujeto y el objeto y cuando repetidas observaciones propias y ajenas han dado el mismo resultado. Representaciones así garantizadas nos «agarran», son catalépticas. Es imposible negarles el asentimiento. De análoga certeza son para el estoico los conceptos que se le ofrecen espontáneamente, «preconceptos» (prolepseis, notiones communes), que constituyen algo así como conceptos innatos, porque pertenecen al patrimonio de una razón perfectamente formada y representan una especie de participación en el logos del mundo, si bien, dada la doctrina de la tabula rasa, tales conceptos innatos no debieran existir para el estoico. En estos preconceptos se basa el argumento del consentimiento universal (consensus omnium), tan estimado por Cicerón y por la edad media, al que se tuvo como garantía segura de verdad. A pesar de estas tentativas de obtener garantías, no se pasó de un realismo ingenuo, puesto que ninguna de las precauciones está realmente libre de error. Más importante era la lógica de la escuela estoica, principalmente su doctrina sobre las formas del silogismo, cosa en que hoy día vuelve a penetrarse correctamente, sobre todo por parte de la moderna logística.

En física o, mejor dicho, en la doctrina del ser o metafísica, los estoicos eran materialistas. Ser o realidad es para ellos idéntico con corporeidad. Lo realmente verdadero es a la postre lo que se puede percibir con los sentidos. Es el sensualismo, que forma siempre parte del materialismo. La vida misma se interpreta en forma materialista. Es cierto que se habla todavía de fuerza vital como de algo especial, se la llama pneuma (hálito), calor vital y fuego, pero este pneuma es sólo materia. Toda evolución se explica asimismo en forma materialista. Aquí se habla de algo aparentemente distinto, de la razón o logos del mundo, de ley del mundo y de providencia, de Zeus y sus disposiciones, del destino (fatum, heimarmene); pero todo esto no es sino la infinita serie de causas dadas en la materia y en la legalidad material. Si se habla de que esta evolución presupone ideas (logoi), las llamadas razones germinales (rationes seminales), tampoco son éstas en realidad ideas, sino una vez más las legalidades del nexo causal y de su necesidad. Y si se habla de una energía primordial, de un fuego primordial, al que se llama divino y se designa como Zeus, no es esto tampoco otra cosa que la materia y su legalidad material. Pero todo esto se vive, se venera y se ensalza con ardor religioso. Sólo que el universo mismo era lo divino. El materialismo se había convertido en panteísmo.

La ética de los estoicos es grandiosa. Lo que Marco Aurelio escribió en sus meditaciones o Epicteto en su pequeño manual (Enquiridion) es una nobilísima filosofía de la vida. La ética estoica era dura. Constantemente se habla en ella del deber. Las pasiones deben dominarse e incluso extinguirse. Hay que lograr la insensibilidad respecto a las pasiones interiores y a los accidentes externos. Hay que «abstenerse y soportar». Sólo la razón debe dominar, mediante el imperativo del deber que habla por ella. El hombre formado en estos ideales es un hombre de voluntad, que se sacrifica por los intereses públicos y se mantiene firme en su puesto suceda lo que suceda. El padre de la Iglesia san Ambrosio se entusiasmó por esta ética, como más tarde el rey Federico II de Prusia. Pero sobre todo aprendió de ella la ética medieval. Su doctrina de la ley moral natural y de la ley eterna la tomó directamente de san Agustín, pero en último término proviene de la estoa. En efecto, en esta escuela se había tomado como principio moral la conformidad con la naturaleza, conformidad que se había elevado a la categoría de fin de la vida (telos, finis). No en vano se leía con predilección el De officiis y el De finibus bonorum et malorum de Cicerón, como hacía en otro tiempo asan Ambrosio. Mucho antes de la recepción de Aristóteles se hablaba ya de la recta razón (recta ratio), que, así como la inteligencia, la sabiduría y la ley moral natural, había pasado por este conducto a la edad media. También el derecho natural de la edad media se surtió de esta fuente y desembocó luego en la ética y en la filosofía del derecho de los tiempos modernos. Y como ya el imperio romano, así también en todos los tiempos posteriores este ideal ha ejercido su influjo benéfico y liberador en la comunidad humana.

Es cierto que la ética estoica se halla en irremediable conflicto con su metafísica. La ética habla constantemente de un «tú debes», presuponiendo por tanto la libertad. En cambio, según la metafísica de la Estoa la libertad no existe, sino que todo en la vida es fatalidad. Si ello es así, todos los ideales han de ser vanos. El estoico necesita olvidar su metafísica si quiere pensar y vivir éticamente.

2. El epicureísmo: Filosofía de la vida en la antigüedad

Lo que generalmente sugiere el término de epicureísmo, es una filosofía del placer. Es exactamente lo contrario de la Estoa. Mientras el estoico quiere renunciar, el epicúreo quiere gozar. Su principio ético es el placer, el placer en todas las formas, gozar sencillamente por gozar. «Toda elección y todo empeño tiende en realidad al bien del cuerpo y a la paz del alma; éste es, en efecto, el fin de una vida feliz. Y todo lo que hacemos, lo hacemos para esquivar el desplacer y hallar la paz del alma», se lee en una carta de Epicuro (314-270). Otros se han expresado en forma más burda y repulsiva. Pero la circunstancia de que el placer sea más fino a más vulgar no altera en absoluto el principio, como reconoce Kant: el aspecto no cambia porque se trate de un placer más espiritual o más corporal, puesto que lo que interesaba al epicureísmo era el placer en cuanto a tal; en esto fue Epicuro un pensador consecuente, si bien su doctrina no era ya ética, sino sencillamente esto, doctrina del placer, pues si sólo se pregunta «cuánto gusto da una cosa», no existen ya leyes morales, sino —así dice Kant— meras reglas subjetivas y relativas del gusto.

Lo que también dio a conocer el epicureísmo fue el atomismo de Demócrito resucitado en el poema didáctico de Lucrecio Caro (96-55) sobre la naturaleza. También para Epicuro existe sólo el espacio vacío, los átomos y el movimiento eterno. Lo nuevo que él añade es el concepto de azar: al azar se debe que los átomos se hayan desviado de su caída vertical (declinatio), por lo cual pudo originarse el mundo, pues los átomos de Demócrito, cayendo eternamente en dirección vertical, hubieran debido seguir cayendo así eternamente y no hubiera podido producirse nada nuevo. Los epicúreos esperaban además otra cosa de su concepto del azar: la liberación de la necesidad eterna e inconmovible del hado estoico. Los adeptos del placer necesitan libertad. Pero era un concepto de la libertad puramente negativo, un estar libre de algo. Mas con esto no se agota el concepto de libertad. La libertad es un quehacer positivo. Pero el epicúreo no solía embarazarse con problemas de mayor profundidad. Es en filosofía lo que en el teatro la musa ligera. De todos modos, Lucrecio, con su poema didáctico, tendió un puente entre el antiguo atomismo y el de los tiempos modernos, pues en él buscó inspiración Gassendi, uno de los fundadores de la física moderna.

3. El neoplatonismo: Filosofía y religión

El neoplatonismo no es sólo filosofía, sino también religión. Esto no debe sorprendernos. El espíritu griego había sido siempre accesible al pensar religioso. La órfica tenía algo de mística; Empédocles era filósofo, sacerdote y profeta; Platón escribe sobre la piedad y la cuenta entre las virtudes cardinales; Aristóteles escribe sobre la oración, Teofrasto y Eudemo sobre Dios y su culto. Ante la colina del templo de Agrigento se comprende que, aun en el apogeo de su poder, este pueblo fue un pueblo religioso.

El impulso religioso en el pensar filosófico del período helenístico fue especialmente reanimado por Filón de Alejandría, en una época que se puede considerar como la preparación del neoplatonismo. Filón es judío y parte de los escritos revelados de su pueblo, que interpreta en el espíritu de la filosofía griega. Sin embargo, el contenido conceptual de la revelación se mantiene todavía lo bastante fuerte no sólo para no dejarse falsear, sino, más todavía, para transmitir al pensar filosófico representaciones e ideas que a través del neoplatonismo, de la patrística, de la filosofía árabe y judía, siguen influyendo en la edad media y en el renacimiento y hasta en épocas posteriores.

Comencemos por la idea de Dios. El Dios de Filón es mucho más viviente que el Dios filosófico de los griegos. Es absolutamente trascendente, es lo completamente otro, es mejor que bueno, más perfecto que perfecto; este Dios es, además, un Dios personal. Otro concepto importante es el de creación. Nunca se le había ocurrido a la filosofía griega que el mundo hubiera podido ser creado de la nada. El demiurgo era sólo formador, no ya creador del mundo. Ahora bien, la Biblia habla de creación de la nada. Es cierto que Filón la interpreta como creación a partir de una materia eterna en sentido de la filosofía griega. La palabra creación se había pronunciado y no cesará ya de repetirse, lo cual no dejará de tener las mayores consecuencias. El tercer pensamiento central de Filón es su doctrina del logos. Para él es el logos la idea de las ideas, la fuerza de las fuerzas, el ángel supremo, el vicario y enviado de Dios, el Hijo unigénito de Dios, el segundo Dios; es la sabiduría y razón de Dios por la que el mundo es creado, y es el alma del mundo que todo lo anima. Como se ve, se tiende un puente entre Dios y el mundo, introduciéndose seres intermedios que han de servir de mediadores entre el mundo y el completamente otro, que no se puede en absoluto captar con los conceptos de esta temporalidad. Y con ello nos hallamos ante un motivo fundamental de todo el neoplatonismo, motivo también fundamental de la teología posterior, una «teología negativa» que separa a Dios del mundo, lo cual no le impide proferir algunos enunciados positivos acerca de Él, viéndose así obligada a seguir un camino intermedio entre la trascendencia y la inmanencia, algo así como un logos del hombre, que en cuanto pensamiento es puro espíritu y no tiene nada que ver con el cuerpo, pero que luego en cuanto sonido y palabra puede aparecer en lo sensible y asumir carne.

También en Plotino (204-266), fundador del neoplatonismo, comienza la filosofía por una separación especialmente marcada de Dios y del mundo. Dios es el superser. Estrictamente no se le puede aplicar ninguna categoría. Sólo «el Uno» quiere llamarle Plotino, el Uno en sentido de la negación de lo múltiple y por tanto de «esto» concreto, y el Uno en sentido del Primero de todo. Pero también cree poder llamar a Dios el Bien, sin más. El más allá de Dios se acentuará especialmente en el pensar posterior, llegándose a menudo a una separación a secas, sin que se reconozca ya el modo especial de separación que iba implicado en el concepto del chorismós. Plotino reflexionó, no obstante, sobre esto; establece, en efecto, una diferencia en la separación, al hacer que el mundo emane también del Dios trascendente, volviendo así a asociar de nuevo a Dios y al mundo, pero bajo un aspecto especial y con una modalidad especial, llegando así a una inmanencia de la trascendencia. En esto se puede reconocer el verdadero mérito del neoplatonismo.

El concepto que ha de realizar la inmanencia de la trascendencia es la emanación. Todo lo que es, fluye del Uno, pues este Uno, siendo el sumamente perfecto, debe necesariamente desbordarse. Así lo exige la naturaleza del Bien. El bien se expande, afirma un dicho de época posterior. Plotino se sirve de muchas imágenes para expresar este hecho. Lo que es, procede del Uno, dice, como el agua de la fuente, como el árbol de la raíz, como la luz del sol, como el arco del centro, como lo imperfecto de lo perfecto, como la copia del arquetipo. Estos dos últimos símiles son sin duda los que mejor reproducen el pensamiento de Plotino, pues con ellos aparece con especial claridad cómo para Plotino la explicación del ser procede de arriba abajo, descendiendo de un Primero, Supremo, Perfecto a lo que proviene de él, estaba contenido en él y ahora, a consecuencia del «por él» y «de él», viene no obstante a ser otro, aunque por el hecho de ser otro no puede negar su ser primordial, puesto que para poder pensar este «ser otro» hay que pensar implícitamente el ser primordial, para poder pensar lo imperfecto hay necesariamente que pensar antes lo perfecto, y porque no se puede comprender la copia si no se comprende primero en ella el arquetipo. Aquí tenemos, pues, otra vez juntamente los dos:

[…] el Uno es todo y no es nada de todo […]; lo múltiple es semejante al Uno, pero no el Uno a lo múltiple […]; lo Primero debe ser algo simple, anterior a todas las cosas […] no confundido con nada que proceda de él y, sin embargo, capaz en otra manera de inhabitar en todas las cosas.

Así lo trascendente es trascendente y al mismo tiempo inmanente a todas las cosas: inmanente «en otra manera». En torno a esta manera o modalidad de la identidad y de la no identidad gira todo el empeño de la filosofía de Plotino.

Frente a esto, la célebre doctrina de las tres hipóstasis (formas de ser), a saber, el Uno, el Espíritu y el Alma, es sólo una declaración detallada del proceso de emanación. El Uno es Dios; las otras dos hipóstasis son extradivinas, aun cuando con frecuencia se llama divino al Espíritu, pues en estos casos «divino» significa sólo semejante a Dios. En efecto, el Uno no pierde nada de su sustancia. Es siempre igual a sí mismo. En realidad los símiles de la irradiación (sol, fuente) pueden inducir a error.

Lo primero que el Uno hace proceder de sí es el Espíritu o el nous. Se le llama hijo de Dios, es la copia del Uno primordial, la mirada con que el Uno se mira a sí mismo y se pone como otro, idea que más tarde se utilizará en la exposición cristiana de la Trinidad. El Espíritu es también kosmos noetós, es decir, el conjunto de todas las ideas, de que ya había hablado Platón. A su vez constituyen éstas la armazón espiritual del mundo, y el Espíritu resulta también así ser el Demiurgo. Por él surge ahora el mundo. Es cierto que primero se desgaja del Espíritu la tercera hipóstasis, el Alma, que es algo análogo al Espíritu y está situada entre el Espíritu y el Mundo, ya se trate del alma del mundo o del alma singular. Con el Alma comienza el gusto de venir a ser, lo múltiple, lo extenso, el tiempo, en una palabra, la naturaleza. Al alejarse la emanación todavía más de su principio cesa todo movimiento propio —éste tenía la mayor fuerza todavía en el Espíritu, en el alma acababa ya por debilitarse— y nos hallamos con la materia muerta.

Pero incluso en la última emanación vive todavía el recuerdo del origen, que hace que el que ha venido a ser otro tenga conciencia de su enajenamiento y vuelve a atraerlo hacia el Uno. Este retorno (epistrophé) hacia el Uno no es la vuelta atrás de la emanación, que, por decirlo así, ocurre posteriormente en el tiempo, como el regreso después de una peregrinación. Es sólo el reverso de la emanación, la conciencia de lo originario en el otro, la posición en la negación, conciencia de la identidad en la no identidad. Esto, si hablamos ontológicamente. Traducido éticamente, se trata del conocimiento de la patria anímica y espiritual del hombre, de su verdadero ser y de su mejor yo; es el conocimiento de lo perfecto, que desde arriba nos atrae a sí, en el Eras y en la voluntad del Bien, como lo había descrito ya el Convivio de Platón y muchos neoplatónicos no cesan de repetirlo al hablar de la ascensión hacia lo inteligible, desde Porfirio hasta san Agustín y ulteriormente hasta Descartes. Todos ellos saben de la centella divina en el hombre (scintilla animae), que es el recuerdo del Uno y que nos impele a la interiorización, es decir, a «apartarnos» de lo múltiple y «unificarnos» con el arquetipo, el Uno primordial. El camino hacia esta meta presupone por tanto en primer lugar la purificación (via purgativa), y con ello hace que la centella divina brille mejor en la iluminación (via illuminativa) y conduce finalmente al retorno al Uno en la unión (via unitiva). Su forma más elevada sería el éxtasis. Según se dice, Plotino debió experimentarlo en diversas maneras.

El neoplatonismo ha tenido muchas escuelas. Se acostumbra distinguirlas así: la escuela del mismo Plotino, con Porfirio y otros; la escuela siria de Jámblico († 330); la escuela de Pérgamo, a la que pertenecía el emperador Juliano el Apóstata; la escuela de Atenas, en la que enseñaba Proclo (411-485); la escuela alejandrina, con los grandes comentadores de Platón y Aristóteles; el neoplatonismo del occidente latino, con Macrobio, Calcidio, Boecio y otros.

El neoplatonismo ejerció poderoso influjo en la edad media a través de san Agustín, de Boecio, el Pseudo-Dionisio y Juan Escoto Eriúgena. Este influjo tuvo lugar principalmente por medio de la Elementatio Theologica de Proclo y el Liber de Causis inspirado en ella.