CAPÍTULO II

LA FILOSOFÍA ÁTICA

Con los grandes de la filosofía griega, con Sócrates, Platón y Aristóteles, asume la dirección filosófica la metrópoli, el Ática. En efecto, los presocráticos vivían en su mayoría en las regiones periféricas de Grecia. De los sofistas, sólo una parte, aunque fuera la mayor, había brillado en la metrópoli. Pero en ellos tiene más importancia la ideología política que el pensar filosófico. En cambio, lo que se anuncia en Sócrates, Platón y Aristóteles es ya la verdadera, grande y eterna filosofía.

1. Sócrates: Saber y valor

Lo más importante en Sócrates (hacia 470-399) es la personalidad. No escribió nada, pero lo vivió todo. Lo que de él sabemos lo debemos a Platón y a unas pocas fuentes más. Por ellas nos enteramos de que en Sócrates la filosofía era más práctica que teoría. La búsqueda filosófica del qué y del porqué y en particular de los valores morales y de la virtud, había venido a ser para él una verdadera forma de la existencia.

Dos cosas eran características de esta búsqueda y de sus continuos interrogantes: su mayéutica y su ironía. La mayéutica era la «obstetricia» de Sócrates. Este arte lo ejercía principalmente con jóvenes, a los que enzarzaba en discusiones filosóficas, y consistía en destacar algún dicho de su interlocutor en el que éste expresaba algo que sabía sin saber que lo sabía, mostrándole con sus hábiles interrogaciones que podía saberlo con sólo reflexionar debidamente sobre los problemas. Lo que así practicaba Sócrates era el mejor entrenamiento filosófico. En todo caso hacía sentir a aquellos jóvenes que no debían sentirse prematuramente seguros de sus ideas y de sus juicios. Sócrates no sentía demasiado respeto por las respuestas tradicionales; más bien inducía a tener en poco lo ya conseguido y a seguir hurgando; es decir, preguntaba «irónicamente» si de veras creían haberlo comprendido ya todo correctamente, si habían visto lo que formaba la peculiaridad de esto o de lo otro, si no habían tomado por esencial algo accesorio, si no había razones en contra de la opinión admitida. De sí mismo solía también decir: «Sólo sé que no sé nada». Ésta era, pues, su ironía. Podía excitar, pero ante todo debía incitar. Sócrates es uno de los grandes educadores de la humanidad, no sólo por su método de tratar con la gente joven, sino sobre todo por su arte de inducir a ver y vivir el bien moral.

Junto con el saber, el valor formaba el centro de su trato con las gentes. En efecto, así como los sofistas no se cansaban de hablar de areté, de virtud, si bien bajo este nombre entendían un virtuosismo capaz de todo, así también Sócrates hacía girar su pensamiento en torno a la areté, pero entendida como virtud moral, orientada sin equívocos, en voluntad y entendimiento, hacia el valor moral. Con esto no podía menos de chocar, en parte porque a los políticos avezados era molesta la alusión al sentido de los valores y a la conciencia, al daimonion en el interior del hombre, y en parte porque esta profunda reflexión ética parecía estar en contradicción con la religión popular. Así Sócrates fue perseguido, encarcelado y finalmente hubo de ingerir la cicuta. La bebió con tranquilidad y con una inalterable firmeza de carácter:

¡Compatriotas! Vosotros me sois caros y estimables, pero antes que a vosotros debo obedecer a Dios. Y mientras me queden alientos y fuerzas no cesaré de inquirir la verdad y de amonestaros y abriros los ojos y de hablar a vuestras conciencias en mi forma acostumbrada: ¿Cómo tú, querido, tú, ciudadano de la ciudad más grande y más culta, no te avergüenzas de ocuparte en llenar lo más posible tu bolsa y de ambicionar fama y honores, mientras que nada se te da del juicio moral, de la verdad y de la mejora de tu alma?

Así Sócrates es también uno de los grandes moralistas de la historia.

Es cierto que su terminología y su teoría ética no alcanzaron el nivel de esta realidad existencial del bien. Tampoco logró poner teoréticamente en claro con toda precisión la verdadera esencia de lo moral. Por el contrario, se sirvió de una serie de conceptos que más bien pertenecían a la esfera de la oportunidad y de la utilidad del mero pensar «técnico» y que, desde el punto de vista de la pura teoría, sugieren cierto utilitarismo y eudemonismo, es decir, una moral de la utilidad y del bienestar, que en realidad le era muy ajena. Así, por ejemplo, explica el bien moral remitiendo al concepto de un buen instrumento. Ahora bien, el hombre no es un instrumento. Si lo llamamos bueno moralmente, entendemos por «bueno» algo muy distinto. Además, a veces parecía que para Sócrates todo el mundo moral se reducía a saber y poder; es lo que se ha llamado el intelectualismo socrático, y que le ha dado cierta aparente afinidad con los sofistas; pero sólo aparente, pues de hecho su moral nada tenía de intelectualismo o de habilidad técnica. Era fuerza de voluntad y entereza de carácter. La dificultad estaba en los conceptos, que eran hijos de su tiempo y no respondían a su verdadera intención. Mas precisamente este retraso de la reflexión filosófica respecto a la realidad existencial fue lo que más poderosamente incitó a su gran discípulo Platón a situar la verdadera realidad ética en el centro de su reflexión filosófica y a investigar la propia y verdadera esencia del bien moral, de lo ideal.

No obstante el predominio, en su pensamiento, del mundo de los valores, Sócrates posee también una especial importancia para la pura teoría filosófica, gracias a un logro que casi se podría llamar un invento. Nos referimos a su método de formación de los conceptos. Aristóteles dice acerca de Sócrates: «Dos cosas hay que atribuir con razón a Sócrates, por una parte su empeño en destacar el concepto universal y luego el haber pensado la realidad en función de tales conceptos universales». En sus diálogos de juventud, Platón presentó con numerosos ejemplos este procedimiento de Sócrates. Así, Sócrates pregunta qué es la areté (virtud). Se le responde que tenemos la areté ante los ojos cuando vemos que un gobernante sabe mandar, puede hacer bien a sus amigos y perjudicar a sus enemigos, cuando uno es valiente, reflexivo, prudente, etc. Sócrates replica siempre de la misma manera: Todos éstos son sólo ejemplos de areté, son virtudes particulares concretas, pero no la virtud a secas; si observáis estas virtudes particulares en su estructura, veréis que en estos casos particulares late siempre algo idéntico, una forma (eidos) común; esto es lo principal, lo esencial. Esto era también lo universal de Sócrates y mediante ello había, según él, que pensar todas las virtudes particulares; entonces este pensar sería saber y ciencia y no sólo una representación adherida a lo particular, pues en este caso aparece la ley y la necesidad, que difiere de lo casual y accidental. En esto consiste la importancia de Sócrates en el campo de la filosofía especulativa.

Esto se observa inmediatamente en su gran discípulo Platón, para quien esta forma universal, el eidos o esencia de las cosas, viene a ser el fundamento de todo un sistema filosófico.

2. Platón: El mundo en la idea

En Sócrates había filosofado el hombre del pueblo. Platón (427-347) pertenece a la alta nobleza de Atenas. Sin embargo, también su filosofía se interesa por la vida cotidiana, puesto que pone la mira en el hombre auténtico y en el Estado auténtico. Pero ahora tiende a esta meta por medio de una teoría conscientemente desarrollada y elaborada en forma genial, la célebre doctrina platónica de las ideas.

a) Teoría de las ideas

La filosofía platónica comienza allí donde termina Sócrates, en la cuestión relativa a la propia y verdadera esencia del bien o de los valores morales. Sócrates había sido la encarnación viva de estos valores. Pero ¿cuál es su esencia, y cómo deben explicarse teóricamente? Platón responde a esta cuestión con su teoría de las ideas. El camino que le condujo a esta teoría, fue la Ética.

Una convicción inquebrantable había sacado Platón de la experiencia moral que la vida de Sócrates supuso: Los valores, por ejemplo, las cuatro virtudes cardinales, prudencia, justicia, fortaleza y templanza, como también las demás virtudes, son algo absoluto, intangible, inmutable, eterno. Su conocimiento y realización pueden, sí, ser deficientes y estar mezclados con errores, pueden significar una desviación de su propia esencia e incluso una desfiguración de la misma. Puede incluso haber gentes que nada sepan de ello, que estén ciegas para los valores. La concepción de los valores puede ser relativa a tiempos, pueblos, culturas, individuos; sólo en este sentido tenían razón los sofistas al enseñar que lo bueno y lo justo es diferente en todas partes. No la tenían, en cambio, con respecto a la cosa en sí, a la esencia misma, interna y objetiva, de los valores. En ellos se nos revela algo que es independiente de la voluntad del hombre, de sus deseos y necesidades, de las inclinaciones e intenciones subjetivas, algo que se manifiesta como absoluto. Habrá valores que dependan de la oferta y de la demanda, los valores del mercado, cuya calidad valiosa depende de la utilidad individual, como, por ejemplo, los valores materiales. Mas por encima de esto, en la actividad moral del hombre, la que afecta al hombre propiamente dicho, a su carácter y sentimientos, observamos una cualidad de valor completamente distinta de la utilidad material y subjetiva, es decir, una realidad de orden ideal, objetiva, que se impone a todos. Platón la llama sencillamente virtud, areté. Que la virtud posee algo de universal, Sócrates no había cesado de predicarlo frente a los sofistas. Esto había llegado a ser evidente para Platón, como en una visión de la esencia. Como quiera que sea, ahí están sus palabras y escritos, por los que conocemos el carácter e intenciones de Sócrates.

Pero ¿cómo se han de concebir y comprender los valores que resumimos en la palabra bien o virtud? Es evidente que no se trata de un simple saber y poder, como tampoco de perfeccionamiento en sentido técnico; esto quedó claro una y otra vez en la controversia con la sofística. En efecto, el concepto de perfeccionamiento en cuanto tal no dice todavía una cualidad de valor claramente moral. También un ladrón o un embustero puede ser perfecto. Tampoco es suficiente el concepto de fin u objetivo, que en el fondo está en conexión con esto. Aún hoy se afirma a veces que la cualidad moral de un hombre se puede deducir de los objetivos y finalidades de su vida. Pero a los fines se puede aplicar lo mismo que al saber, a la capacidad y a la perfección: se dan también fines malos, como se da saber malo y perfeccionamiento malo. Así pues, la idea del fin en cuanto tal no es un principio posible de ética. Debe tratarse siempre del debido saber, la debida capacidad, el debido perfeccionamiento y el debido fin. Ahora bien, ¿en qué consiste lo «debido» en el hombre? Aquí aparece lo específico de la filosofía platónica. Ésta opera con el concepto del ser. Lo debido, responde Platón, está elevado a una esfera de entidades ideales, a una esfera de ser ideal. Existen el hombre en sí, la justicia en sí, el bien en sí, lo bello en sí. En la tierra, en el espacio y en el tiempo, no existen justicia perfecta ni bien perfecto. Sin embargo, los hombres no cesan de aspirar a mejorar sus leyes y se oponen constantemente a reconocer como justicia en sí algo relativo, sea el mero juicio o la mera voluntad de poder. Buscan algo que sea debido de modo absoluto. Con este patrón juzga el hombre la vida en los otros y en sí mismo, conforme a su debida rectitud y conforme a su valor. Este absoluto no puede cogerse con la mano, como se tiene en la mano una escuadra. De lo contrario cesarían toda vida y toda historia, pues cesaría la aspiración hacia lo infinito. Y, sin embargo, el hombre tiene noticia de estos valores ideales en sí. Es un saber que es tanto saber como no saber, un saber de otra índole que el de las cifras de la historia y de las magnitudes espaciales. Al aspirar a él lo poseemos, y al buscarlo nos guía. Pero también el ser de estos valores en sí es de otra índole que el ser que conocemos de los objetos en el espacio y en el tiempo. Este ser no se puede tocar con las manos; no es material, sino sólo temporal; no es un mero juicio, o poder, placer o gusto. Es un ser que vemos y no vemos, que nos guía y está oculto, que es eterno y penetra en el tiempo, inespacial y que aparece en el espacio, inmutable y, sin embargo, nunca rígido e inmóvil. Platón lo llama el ser de las ideas, el ser «ideal», su mundo de las ideas (kosmos noetos). Se le reveló en conexión con la experiencia del daimonion de Sócrates, en el saber de los valores, en la conciencia. Y esto era el absoluto que ambos buscaban.

Si se examina más de cerca, este curioso ser de las ideas no debiera llamarse ser, o al menos si por ser se entiende, como suele hacerlo el mundo moderno, el ser de las cosas de la naturaleza, el de los minerales, plantas y animales, en contraposición con el hombre, que por encima de las cosas naturales posee también espíritu, que es lo específico de él. Este espíritu es el que al percibir los valores conoce esos contenidos ideales que Platón llama ideas. Pero también el espíritu es el único que conoce algo así como la idea. Se puede, pues, decir que las ideas son un ser espiritual que con su condición especial se nos revela en el hombre, que como persona es un ser libre moral. Ahora vemos que éste es un concepto de ser distinto del que se rige para el ser de las cosas naturales. Sabiduría, justicia, moderación, fidelidad, veracidad, etc., tienen un ser distinto del de un trozo de hierro, una planta o un animal. Pero como también estas cosas existentes tienen ser, resulta que el concepto de ser de la filosofía griega es mucho más amplio que el de la moderna. Trata incluso de abarcar el ser de Dios.

Un segundo camino hacia la teoría de las ideas pasaba igualmente por la persona humana como ser dotado de espíritu, pero ya no tanto por el espíritu en cuanto percibe los valores, sino en cuanto piensa las verdades. Este aspecto del espíritu apareció a Platón y después de él a otros muchos filósofos principalmente en el pensar matemático. La tangente toca al círculo sólo en un punto. Esto no lo ha visto todavía nadie y, sin embargo, lo sabemos; ahora bien, como los sentidos no proporcionan este conocimiento, lo hace otra facultad cognoscitiva, el pensamiento. En el mundo perceptible a los sentidos, concluye todavía Platón, no existe ninguna recta propiamente dicha, ningún verdadero círculo, nada realmente igual. Todos éstos son conceptos que en su pureza sólo existen en el pensamiento. Los puntos que vemos en este mundo espacial y temporal son siempre extensos, mientras que el punto matemático es inextenso. Los círculos que nosotros trazamos no son nunca perfectamente redondos. En este mundo sensible, dirá más tarde el Cusano, no hay nada que no pudiera ser todavía más exacto. Así pues, sólo el círculo pensado es un verdadero círculo. En nuestro mundo sensible, dice Platón en el Fedón, no hay dos leños perfectamente iguales. En un mundo espacial y temporal, que está en flujo constante, todo se halla también en constante cambio, por pequeño que éste sea. Así todo es distinto a cada momento. Por tanto, de este mundo sensible no hubiéramos podido obtener nunca el concepto de la igualdad. Incluso un valor medio habría de diferir siempre. Tales conceptos proceden del espíritu, en cuanto éste es puro pensamiento.

Nuestros conceptos no son del todo independientes de la experiencia sensible. De hecho no surgen en nosotros sino en el comercio con el mundo sensible. Pero la pureza y verdad de los conceptos en cuanto tales provienen sólo del espíritu. Son, como solemos decir hoy, a priori. En este razonamiento se sirvió Platón de la imagen de la anamnesis, la rememoración: en una existencia anterior habríamos visto estas entidades o ideas en los dioses. Pero este modo de hablar es sólo una imagen. Lo que quiere decir Platón, la visión racional por el espíritu de lo que debe ser verdad siempre y en cualquier circunstancia, lo muestra el Menón, donde un esclavo que no aprendió nunca geometría sabe por sí mismo, sólo en virtud del espíritu, qué longitud debe tener el lado de un cuadrado que es el doble de un cuadrado con una dada longitud de lado. Para ello no se mide un cierto número de cuadrados para establecer como resultado experimental que los lados tenían tal longitud, sino que ésta es calculada con anterioridad a toda experiencia. Pero los conceptos apriorísticos que preceden a toda experiencia no se componen sólo de unos pocos conceptos fundamentales, constantemente repetidos en nuestro pensamiento, como, por ejemplo, la igualdad, la identidad, la diversidad, el contraste, la unidad, la multiplicidad, la semejanza, la belleza, la bondad, la justicia, sino que Platón supone tales ideas de todas las cosas que tienen «entidad». Por eso existen absolutamente ideas de todas las cosas: de los hombres, de los animales, de las plantas, de las materias, como también de los productos humanos: mesa, silla, flauta, etc. Su conjunto forma el llamado mundo de las ideas (kosmos noetos). El mundo de las ideas contiene los arquetipos de las cosas visibles. Al tenor de estos arquetipos surgieron, como copias, las cosas de este nuestro mundo, y como tales tienen participación en aquéllos. Esta participación de las formas visibles de nuestro mundo espacial y temporal en arquetipos invisibles, únicamente pensables, es para Platón el quid esencial de todas las cosas y significa una causalidad más fuerte que cualquier presión o impulso dinámico, puesto que éste se refiere sólo al movimiento y cambio espacial y temporal, mientras que aquella participación funda en el arquetipo la esencialidad del ser total. Así pues, la explicación del mundo por Platón procede de arriba abajo. Como un retrato sólo se reconoce y comprende partiendo del retratado, mientras que sin esto permanecería mudo e inexpresivo, así interpreta Platón todas las cosas como copias de arquetipos eternos, entendiendo así lo temporal en función de lo eterno. Este mundo de los arquetipos eternos es para él el mundo del verdadero saber y de la verdadera ciencia. Es a la vez el mundo del verdadero ser.

Para que sea posible esta interpretación del mundo, el hombre, en su comercio con la multiplicidad de las cosas que aparecen a la experiencia sensible, debe poder saber por sí mismo qué es en ellas lo eternamente verdadero. En efecto, también esto lo supuso Platón, y tal es el sentido de sus llamadas ideas innatas o, más propiamente, de la capacidad apriorística de saber lo que debe ser. Platón no renuncia a la experiencia sensible, sino que según él ésta es dominada, es decir, regulada y avalorada por una instancia superior, que es el espíritu.

Con esto resulta clara la doctrina platónica del ser, o sea su metafísica. El ser que concibe Platón es: 1) un ser que el hombre, en virtud de su naturaleza espiritual, da a conocer, o mejor, selecciona, un ser que en el fondo no deja de ser espíritu y un ente personal; 2) un ser que precisamente por eso comienza por incrementarnos a nosotros y está en constante devenir, aunque hablemos de la verdad eterna; 3) un ser que, no obstante la universalidad de las ideas, es siempre también concreto, dado que los arquetipos sólo nos aparecen en las copias, que se refieren siempre implícitamente a aquéllos, como aquéllos se refieren a éstas. En Platón no existe khorismos, separación de idea y realidad, en sentido de una duplicación del mundo «real» por un mundo de las ideas. El uno reclama al otro; pero uno de los aspectos, el arquetipo, es más consistente que la copia, por lo cual el hombre, en el que están conservados los arquetipos, no crea ciertamente el mundo, pero, no obstante, es siempre algo más que sólo mundo, de modo que para nosotros sólo hay mundo por medio del hombre, y por ello el hombre no puede ser nunca esclavo del mundo.

b) El hombre

Si el hombre configura su vida conforme a los arquetipos eternos, viene a dar con su mejor yo, y halla lo debido y lo bueno. De ahí se deduce también lo que sea el hombre. Platón lo representó en su mito de la caverna, en el libro VII de la República. Nos ocurre a los hombres, dice, como a unos prisioneros que se hallaran en una caverna subterránea y desde su nacimiento estuvieran amarrados a un banco, de modo que nunca pudieran volverse y sólo vieran las sombras que se proyectan en la pared de enfrente cuando se hacen desfilar por detrás copias de las cosas que existen en este mundo debajo del sol. Ese mundo de sombras proyectado en la pared les parecerá ser la única y verdadera realidad. Si luego salieran de la caverna a la luz del sol, se les haría difícil creer que fuera éste el mundo verdadero. Ahora bien, para Platón nuestro mundo espacial y temporal es la caverna, y lo que él pide a los hombres es que se decidan a ir más allá de estas apariencias y tras ellas, o por mejor decir en ellas, miren el verdadero ser, las ideas, los arquetipos. Tal es, según él, el verdadero quehacer de la educación, ya sea autoeducación o educación por otros. Así pues, en definitiva toda educación debe ser un modo filosófico de vivir: contemplación de la esencia de las cosas. Esta contemplación es una tarea que no tiene fin, puesto que las realidades se apoyan siempre en formas superiores de ser, se entrelazan más y más unas con otras, y así es imposible ver de una vez todos sus trasfondos y sus profundas conexiones, es decir, toda la verdad de la idea. Platón da a esta tarea el nombre de dialéctica. Quien no la posea no llegará a las verdaderas conexiones del ser, se quedará adherido a la hermosa apariencia y será tan superficial como los modistos y los cocineros. No éstos, sino el médico y el profesor de gimnasia saben lo que realmente conviene para la formación física del hombre, y que no es sólo estímulo o satisfacción del gusto y de los deseos, es decir, de la bella apariencia. El hombre propiamente dicho lo es por el alma. Frente a ésta, el cuerpo no es sino manifestación, sombra, restricción de sus mucho mayores posibilidades; en una palabra, el cuerpo es una cárcel del alma. El alma es más, es algo intermedio entre el mundo de las ideas y el mundo visible. Es inmaterial, indivisible y por tanto inmortal. Un alma fuerte es capaz de configurar el cuerpo, puesto que todo lo que es elevado puede dar nueva forma a lo inferior, haciéndolo más y más semejante a lo superior. Por eso la educación no debe perderse en puerilidades y juegos de niños, como tampoco en la satisfacción de tendencias irracionales, sino que debe sacarnos de la caverna a la esfera del verdadero ser en el mundo de las ideas. La verdad y los valores son el alimento del alma. Aquí, en esta esfera del espíritu, es el hombre libre y será tanto más libre cuanto más espíritu sea. En el mito de la transmigración de las almas y de la elección de destino mostró Platón que el hombre es de suyo libre. Las almas que por primera vez descienden de su estrella a esta tierra, son todas iguales en cuanto a sus posibilidades. Pueden elegir cualquier destino en la vida. Pero si eligen mal, seducidas por los apetitos y por apariencias engañosas, pueden enzarzarse más y más en el mundo terrestre y descender cada vez más en la escala del ser. Su placer se les convierte en su carga y viene a ser su castigo. Cierto que el eros o amor del bien no morirá, pero a la razón le resultará cada vez más difícil sujetar al potro de la pasión. Por eso debe el hombre armarse con el conocimiento de lo verdadero y de los valores eternos, siguiendo así un camino a través del mundo espacial y temporal. No debe hacer lo que le sugieren la inclinación, el gusto o el capricho, sino «hacer lo suyo», lo que la razón reconoce como la verdadera esencia del hombre. En su más alto perfeccionamiento, tal vida es un «asemejarse a Dios en cuanto nos es posible, es decir, ser santos y justos a base de inteligencia y de sabiduría» (Teeteto, 176).

c) El Estado

El Estado es para Platón la gran organización del hombre en su marcha hacia el bien. El cuidado de las cosas materiales, del trabajo, de la economía, del orden social, del poder exterior e interior, todo esto es cosa natural, pero no es un fin en sí, antes está al servicio del ser racional que es el hombre. Esto halla su mejor expresión en el voto de pobreza y celibato que hacen los guardianes y los reyes filósofos. No renuncian éstos a la propiedad para que todos posean los mismos bienes, puesto que cada cual quiere poseer lo más posible, sin ceder en esto a nadie, sino porque deben consagrarse totalmente al servicio de los valores espirituales y porque así las cosas materiales no son para ellos objeto de codicia, sino únicamente medios necesarios de existencia, por los que debe velar el tercer estado, el estado de los labradores. El segundo estado, el de los guardianes, o guerreros, tiene por fin la seguridad del Estado. Las funciones de los guardianes pueden también ser desempeñadas por mujeres, siempre que sean aptas para ello. La educación de los guardianes se orienta totalmente hacia el bien común. El alimento del alma es la justicia y la verdad; no es ya un mero arte lucrativo, como en los labradores. El que destaca entre los guardianes viene a ser paso a paso uno de los pocos escogidos que han salido totalmente de la caverna, dominan plenamente la ciencia y la dialéctica, contemplan las verdades eternas y partiendo de estos valores dirigen los asuntos humanos. Así se entra a formar parte de la categoría de los reyes filósofos.

Desde este punto de vista halló Platón sus formas del Estado. Si un Estado es dirigido por los mejores espiritual y moralmente, nos hallamos ante una aristocracia; si el gobernante es sólo uno de estos mejores, entonces tenemos una monarquía. Si ya no gobiernan los que son realmente mejores, sino los ambiciosos, que se creen superiores por su valor y resolución, por ser buenos cazadores, deportistas y soldados, hombres prácticos de acción, duchos en la táctica o arrivistas ingeniosos, entonces se trata de una timocracia. Estos hombres tienen ya propiedad privada y se enriquecen ocultamente. Sirven menos al común y al bien objetivo que a su propia ansia de hacerse valer. Si el enriquecimiento personal se agrava todavía y el poder cae en manos de un pequeño grupo de ricos, sin otra meta que la potencia económica y la propia ventaja, dispuestos siempre a supeditar a estas cosas los superiores valores humanos, entonces tenemos una oligarquía. De los tres sectores del alma: razón (aristocracia), ánimo (timocracia) y apetitos del alma, este último ha logrado ahora pasar al primer término. Pero si este sector se apodera completamente del campo, de modo que cada ciudadano, «sin reconocer orden ni sujeción al deber, pasa la vida conforme a su gusto y su capricho, llamando a esto vida amable, libre y beata» (República, 561), entonces nos hallamos con la democracia. Aquí se ha perdido absolutamente el criterio de la mayor o menor aproximación al ideal del orden y del derecho, opina Platón, pues no se cree ya en la verdad y en el derecho en sí, sino sólo se conocen los propios apetitos subjetivos, con vistas a los cuales se gobierna la sociedad. De ahí que todos sean iguales. En apariencia se tiene una constitución ideal, abigarrada, sin nadie que mande, sin coerciones, donde lo igual se reparte igualmente entre iguales y desiguales (República, 558). Pero la extrema degeneración consiste en la tiranía. Cuando la libertad ha llegado hasta el desenfreno total, entonces se vuelven las tornas.

La exageración y el forzar la marcha de las cosas, suele traer por consecuencia y como reacción el cambio en sus contrarios; tal en el estado de la atmósfera, en el crecimiento de las plantas y de los cuerpos y no menos también en las constituciones políticas.

El pueblo necesita un jefe para dirimir los conflictos internos que origina el deseo de poseer más y más. Y como tiene por costumbre «encumbrar siempre a uno con preferencia sobre los otros, y a ése mima y hace omnipotente», puede resultar que tal líder popular, una vez que ha gustado el placer del mando, caiga en el delirio de poder y de grandeza, y todo lo subordine a su permanencia en el poder. Abolirá todo derecho, entregará el pueblo a sus servidores y a éstos los entregará a otros hasta que «finalmente comprenda el pueblo qué monstruo ha engendrado y criado». Entonces se ve lo que es la tiranía: una esclavitud bajo esclavos. No sólo el pueblo es esclavo, sino que también lo son sus déspotas y finalmente el tirano mismo. Es esclavo de sus propias pasiones; para el filósofo de una humanidad basada en la razón y la verdad, en la libertad y el querer moral, tal forma de gobierno es la mayor de las abominaciones.

d) Dios

El análisis de las formas del Estado hace ver que el hombre puede constituirse en medida de todas las cosas. Tal era el conocido lema sofista. Así Platón apenas distingue entre sofística, democracia y tiranía. Él prefiere la tesis opuesta: «Dios es la medida de todas las cosas» (Leyes, 716).

La existencia de Dios es para Platón una convicción que dimana de su teoría de las ideas. En ocasiones habla en el lenguaje de la religión popular, es decir, del politeísmo; pero cuando habla totalmente por su cuenta no reconoce sino un solo Dios. Para él coincide sin duda con la idea del bien en sí, por lo cual es la razón de todas las razones, la forma de todas las formas, la cúspide de la pirámide de ideas que se eleva en la dialéctica. La dialéctica de las ideas es para Platón el verdadero camino hacia Dios. Esta dialéctica producirá ya lo que en Aristóteles se llama el «motor inmóvil». Ahora bien, para Platón el comienzo de un movimiento corpóreo ha de ser algo no material, puesto que lo anímico, como pensar, querer y proyectar, es «anterior en la existencia a la longitud, latitud y profundidad, y a la energía de los cuerpos» (Leyes, 896). Lógicamente es anterior a los actos de pensar y de querer lo que se puede pensar, el contenido del mundo de las ideas. Platón explica siempre de arriba abajo.

Platón es todo lo contrario de un materialista. Alma y espíritu no son productos de la materia; al contrario, la materia no puede existir si no establecemos primero alma y espíritu. Desde luego, lo anímicoespiritual sólo lógicamente es anterior a la materia, puesto que el demiurgo platónico no produce el mundo de la nada, como el Dios creador del cristianismo, sino que se encuentra ya con una materia eterna. La teoría de la formación del mundo, que desarrolla extensamente el Timeo, influyó durante largo tiempo en el pensar occidental hasta los tiempos de Galileo. También la edad media leyó y elaboró este diálogo, entendiendo en general al formador del mundo como creador del mundo. Pero esto era una reinterpretación.

El pensamiento de Platón sobre el ser de Dios se debe deducir de su teoría de las ideas. Breve y sencillamente podemos decir: Dios es la verdad. En este sentido se puede leer, además, lo que dice en las Leyes como justificación de Dios frente al mal en el mundo y a propósito de su providencia (899-905). Platón conoció también una invocación de Dios. La breve oración que se halla al final del Fedro es uno de los textos más significativos de este filósofo:

¡Oh amado Pan y demás dioses de este lugar! Haced que yo sea bueno y hermoso en mi interior. Que los bienes exteriores que poseo estén en armonía con mi ser. Parézcame rico el sabio. Concededme sólo el peso de oro que puede soportar un hombre prudente y sobrio.

3. Aristóteles: La idea en el mundo

Aristóteles (384-322) tuvo para la escuela de occidente todavía mayor importancia que Platón. Éste fue creador, aquél maestro de filosofía. Aristóteles había sido durante veinte años discípulo de Platón hasta que por fin un día —con cierta ostentación— abandonó la Academia. Más de una vez criticó a su maestro. «Platón es mi amigo, pero todavía más la verdad». El contraste entre los dos grandes maestros fue luego exagerado a menudo ya en sus respectivas escuelas, la Academia y el Peripato, después en la edad media y hasta en los tiempos modernos. Hoy día la investigación va descubriendo que lo que unía a los dos filósofos es más que lo que los separaba.

a) El lógico

La lógica es la ciencia del pensar y del hablar (logos, en griego, de legein = hablar). El hombre había poseído ya durante mucho tiempo lenguaje y pensamiento sin darse cuenta de los elementos y reglas que en ellos entran en juego, así como camina por praderas y bosques, ve y conoce plantas y animales, sin tener idea de cómo el botánico y el zoólogo pueden ordenar esta variedad en sistemas científicos. Algo parecido hizo Aristóteles con el pensar y el hablar humanos. Mostró que este mundo sin fronteras del espíritu pensante utiliza siempre tres elementos fundamentales sumamente sencillos: el concepto, el juicio y el raciocinio.

El concepto es la varilla mágica del espíritu. El ojo gira de una parte a otra, debe ver cada cosa en particular, debe mirar una infinidad de cosas; en cambio, el concepto piensa innumerables cosas a la vez. Debemos ver las casas una por una, pero el concepto de «casa» implica todas las casas sin distinción. El concepto es por tanto un enorme alivio para el espíritu humano. Las cosas mismas se mudan, a cada momento son distintas, dado que existen en el tiempo y van deslizándose con él; en efecto, en este mundo espacial y temporal nada se mantiene siempre del todo idéntico consigo mismo. En cambio, el concepto piensa de un golpe y a la vez a este mundo, aunque esté en continuo flujo. Para ello destaca lo universal, lo que es igualmente propio de todos los individuos y seres concretos dentro de un género o de una especie. Claro que esto no es ya exactamente la cosa individual, singular, sino sólo una parte de ella, pero una parte que le es esencial o que al menos aparece al hombre como esencial. Sócrates había puesto ya en práctica el pensar por conceptos; Platón lo había elevado a sistema filosófico, puesto que sus ideas habían nacido de los conceptos socráticos. Aristóteles no le acompaña en este vuelo audaz. En cambio, viene a ser el científico especialista del concepto y de sus funciones en el pensar humano, y con ello el fundador de la Lógica.

Aristóteles descubre que el concepto se puede reducir a ciertos tipos, a las llamadas categorías. Categoría quiere decir literalmente forma de enunciación. En un análisis de nuestro hablar —tomemos un modelo tan sencillo del pensar y hablar humano como: Sócrates es pálido— aparecen ya a Aristóteles dos clases de elementos: en primer lugar tenemos algo sobre lo que emitimos enunciados, el sujeto o sustancia (ousía), lo que late en todos los enunciados y que no se puede enunciar de otro, por ejemplo, Sócrates mismo; en segundo lugar tenemos predicados, que se adhieren a este sujeto, que acaecen en él, los llamados accidentes. Son modalidades, que pueden ser cualidad, cantidad o relación, o designaciones de lugar, de tiempo o de situación, o un modo de haberse, una acción o una pasión. Por ejemplo: Sócrates es pequeño (cantidad), es pálido (cualidad), es marido de Jantipa (relación), etc.

A la historia del espíritu pasó también lo que prescribió la Lógica aristotélica para la correcta formación de un concepto, sus reglas de la llamada definición: Se determina el género inmediatamente superior de un concepto y se restringe por adición de la diferencia específica, mediante la cual se distingue la especie de este concepto de las otras especies que están comprendidas en el mismo género. Para el hombre, por ejemplo, el género inmediatamente superior, o género próximo, es «animal». La diferencia específica que lo distingue de los otros animales es la «razón». En efecto, por la razón se distingue de todas las demás especies comprendidas en el género «animal», como son las bestias brutas. Por eso la definición del hombre reza: «animal racional».

El concepto, con ser tan precioso en la vida humana del espíritu, tiene también sus peligros. Cabe que el mundo conceptual de ciencias enteras, y aun de culturas enteras, se petrifique, se anquilose y se cubra de polvo, se haga ajeno a la realidad. En efecto, el concepto extrae algo de la realidad. Pero lo que nosotros extraemos depende en gran manera del sujeto que conoce, de sus intereses, de su horizonte amplio o restringido, del tiempo en que uno vive y, no en menor grado, de cierta voluntad de poder del hombre. Son muchos los que no se hacen cargo de estos peligros. El mundo conceptual en que han crecido o les ha sido sugerido de uno u otro modo, les parece representar sencillamente el mundo. Existe una superstición científica que adopta una actitud crítica frente a tal o cual creencia religiosa, y que al mismo tiempo acepta sin el menor asomo de crítica su propio complejo de conceptos.

Aristóteles mismo reconoció este peligro. Se observa en su doctrina sobre el juicio. El juicio —así lo define— es una asociación de conceptos para emitir un enunciado sobre la realidad. Los juicios han de ser verdaderos. Pero mientras en Platón la verdad acompañaba ya al ser mismo, se daba con las ideas mismas (verdad ontológica), para Aristóteles es sólo una propiedad del juicio (verdad lógica); pero lo que decide acerca de esta propiedad del juicio es también, según Aristóteles, la situación de hecho. Según ésta debe orientarse nuestro juicio: «La verdad consiste en decir que lo que es, es, y lo que no es, no es». El concepto de la verdad ha sufrido muchas variaciones en la historia de la filosofía. Ha sido aplicado a todas las cosas posibles e imaginables. Aristóteles estableció con su definición una norma de que ya no se puede prescindir. Lo mismo puede decirse de otro punto de su doctrina sobre el juicio: Observó que el juicio científico se distingue radicalmente del juicio corriente y cotidiano. Este último se refiere sólo a un ser particular, por ejemplo, a Sócrates o a Calias; en cambio, el juicio científico tiene por sujeto algo universal, el hombre en general, la vida en general, el carbono en general. Sobre esto se profieren luego enunciados de vigencia universal, se establecen leyes, como diríamos hoy. Con esta sencilla tesis lógica sobre el sujeto del juicio preparó Aristóteles el terreno para el moderno concepto de ciencia. Aunque Platón había ya enseñado que la ciencia tiene su lugar en lo universal, en las entidades del kosmos noetos.

La tercera parte de la Lógica aristotélica se refiere al raciocinio (silogismo). Cuando hoy pronunciamos la fórmula corriente de silogismo: «Todos los hombres son mortales, Sócrates es hombre, luego Sócrates es mortal», hablamos en el lenguaje de Aristóteles. Nuestro filósofo comprendió que en esta forma se contiene un esquema fundamental del pensar humano. Pero no sólo descubrió esta articulación de nuestro pensar, sino que notó y describió también en su forma característica las variaciones típicas de este esquema. Halló tres, las llamadas figuras del silogismo. Cada una de estas tres figuras tiene a su vez cuatro modos o formas. Los detalles se pueden leer en cualquier manual de Lógica, donde todavía hoy se enseña esta doctrina según las líneas generales trazadas por Aristóteles.

El silogismo es una especie de mecanismo conceptual. Tres conceptos (término mayor, medio y menor) se encadenan entre sí. Como Sócrates es un hombre y como todos los hombres son mortales, también Sócrates es necesariamente mortal. De esta manera se puede demostrar y refutar, puesto que este mecanismo dice en forma perentoria: tal cosa es por necesidad, o tal cosa no puede ser. Esto es de gran valor, pero a su vez tiene también sus peligros. El mecanismo puede convertirse en acrobacia dialéctica, jugándose con palabras en lugar de atender a las cosas mismas, sobre todo cuando uno se somete a la reglamentación verbal de ciertas escuelas y se pretende así resolver problemas.

Aristóteles mismo hubiera sido el último en aprobar tales abusos. Sabe muy bien que nuestras palabras expresan conceptos que implican un estado objetivo de cosas. Esto se manifestaba ya en su doctrina sobre la verdad del juicio. Pero esto lo expresó además en otro contexto, a saber, en su teoría sobre el origen de nuestras ideas. Según él, éstas tienen sus raíces en el mundo sensible real y experimentable. El saber del hombre no es posesión innata del espíritu. Si ello fuera así, dice Aristóteles criticando la doctrina de Platón, debería notarse en cierto modo. El alma es más bien una tabla rasa en la que no hay nada escrito. Mediante los sentidos se le imprimen imágenes de fuera. Aristóteles se muestra más positivo que Platón acerca del conocimiento sensible. Los sentidos tienen la función de transmitirnos las formas de los seres que laten en los objetos individuales concretos constituyendo sus formas estructurales. Las percepciones sensibles se distinguen en cada caso individualmente, pero de ellas se puede extraer una imagen universal, si se dejan de lado las diferencias individuales secundarias, algo así como la forma de un sello es siempre la misma, si bien, por razón de la materia en que se imprime el sello, la impresión es distinta cada vez. Esta extracción de la forma universal es lo que Aristóteles llama abstracción. Este término desempeña también aquí un papel significativo, lo mismo que en la filosofía moderna, con la diferencia de que la abstracción de la filosofía antigua es algo esencialmente distinto de la de los empiristas ingleses. En efecto, en la formación de las ideas interviene según Aristóteles una potencia espiritual, llamada más tarde «intelecto agente» (nous poietikos), mediante el cual en las percepciones sensibles se hacen visibles las formas internas, así como los colores sólo resultan visibles mediante la luz. Dado que este intelecto activo despliega una actividad espontánea, la percepción sensible es para nuestro conocimiento —según Aristóteles— una causa material más bien que eficiente, con lo cual en el fondo vuelve nuestro filósofo a la concepción de Platón. Es empírico, pero no empirista. Ambos pueden también decir lo que más tarde dirá Kant: que nuestro conocimiento se inicia en los sentidos, pero no consta de pura percepción sensible. El «intelecto» es todavía algo propio, más que mera sensibilidad.

b) El metafísico

¿Qué es, en definitiva, «metafísica»? Como la lógica estudia la mente, sus elementos y sus funciones, así la metafísica inquiere el ser en cuanto tal y lo que le corresponde esencialmente. Esta definición delinea algo completamente nuevo y específico. En efecto, no existen sólo seres de una especie determinada y concreta, como, por ejemplo, seres de la forma de los minerales, del mundo vegetal y animal, del hombre o de determinadas cualidades, como los valores vitales, morales, estéticos o religiosos, sino que existe también un significado generalísimo de ser, en el que participan esos casos especiales, un ser que forma la base de todos ellos y que éstos manifiestan en su forma peculiar. Ahora bien, Aristóteles se dice: Así como lo que es puede en determinados segmentos ser objeto del saber, por ejemplo en la medicina, en la biología o en la física, así también se puede considerar científicamente el ser generalísimo en cuanto tal. Esto lo emprende Aristóteles en la obra que más tarde recibió el nombre de metafísica. Así pues, «metafísica» no significa propiamente en Aristóteles la ciencia de lo que hay «detrás» de las cosas, como con frecuencia se oye decir, sino que, como se ha demostrado últimamente, quiere decir la ciencia que se ha de estudiar después (detrás) de la física (ciencia de la naturaleza en general), y esto porque la metafísica penetra más profundamente que la física. La física se ocupa sólo de un caso especial de ser: el que se manifiesta a los sentidos; la metafísica, en cambio, se ocupa de ese ser más profundo, que precede al otro y se da a conocer en la manifestación. Es como el fundamento de este otro ser, que viene a ser su consecuencia. Así, no andaba del todo descaminada la antigua interpretación de la metafísica; «detrás de las cosas» podía significar «detrás de las manifestaciones», de los fenómenos, pero en el sentido de aquello en que se fundan éstos. No significaba, pues, un «trasmundo» inaccesible, que no tiene nada que ver con este nuestro mundo espacial y temporal, sino que trataba de poner en claro los fundamentos internos del ser que se nos presenta a nosotros, ponerlos en claro como algo que constituye el núcleo esencial de estos fenómenos. Como estos fundamentos internos son lo primero y primordial en los seres, lo que hace posibles o «salva» los fenómenos, por eso se da también a la metafísica el nombre de «filosofía primera». Y como los fundamentos mismos están también fundados, a la postre y en definitiva, en un fundamento de todos los fundamentos, del que procede absolutamente el ser, al que luego se llama Dios, por eso da Aristóteles a esta ciencia también el nombre de «teología». Es lo que más tarde se llamará doctrina natural de Dios, teología natural o teodicea.

¿Cómo podemos representarnos este ser común y generalísimo, y cuáles son los atributos que le competen en cuanto tal? ¿No resulta todo esto en exceso vago y difícil de captar? No obstante, nuestro filósofo enuncia sobre este particular tesis muy precisas. Éstas son las que siguen:

Al comienzo de la metafísica aristotélica se halla un principio que va dirigido contra Platón: Ser, en sentido primigenio, no es la idea, sino la cosa singular concreta, perceptible por los sentidos, la llamada «sustancia primera» (substancia prima); por ejemplo, Sócrates o cualquier otro «esto» de la naturaleza viva o muerta, como también de la esfera técnica y artística. La idea platónica es algo general, suprasensible, espiritual que se ofrece a dar la razón de este nuestro mundo sensible, espacial y temporal, de modo que nuestro mundo real haya de vivir por gracia de la idea. Aristóteles piensa en sentido contrario: Primero existe este mundo espacial y temporal, y existe como un mundo de cosas singulares. Esto es lo que forma la realidad propiamente dicha, y la idea vive sólo por gracia de esta realidad espacial y temporal. Lo que Platón consideró como verdadero ser es, según Aristóteles, un puro pensamiento, idea, lo que más tarde se llamará el universal (concepto universal), que Platón halló como mero duplicado de este nuestro mundo terrestre. Así pues, esto concreto, y nada más que esto, significa «ser» en sentido propio. Y esto es para Aristóteles la realidad. Para Platón la realidad era la idea.

Esta decisión de Aristóteles ha tenido para la filosofía occidental incalculables consecuencias. Desde entonces se enfrentan el idealismo y el realismo con sus afirmaciones acerca de lo que es el verdadero ser. Únicamente cuando Aristóteles trate de desarrollar lo que corresponde al ser en cuanto tal, los llamados atributos del ser, entre los cuales son los más importantes los «principios del ser» (arkhai), aparecerá que el contraste con su maestro no es de hecho tan grave como pudiera parecer. Estos principios son cuatro: forma, materia, movimiento (energía), fin.

La substancia singular es para Aristóteles algo primero, pero no lo primero de todo. En efecto, también ella tiene los fundamentos que la explican, y que en este caso se llaman materia y forma.

La forma es para Aristóteles uno de los más importantes principios del ser. Si en la naturaleza nos encontramos con especies, géneros, en una palabra, con formas típicas o sujetas a normas constantes, esto se debe a que el ser es articulado por un principio que es forma y crea formas. «El hombre engendra al hombre», reza un conocido axioma aristotélico. Esto quiere decir que el material de que se construye el mundo, llámeselo como se quiera, está gobernado por un principio que hace que se produzcan constantemente las mismas formas. Esta forma no flota fuera de las cosas, ni existe en absoluto por sí sola, sino que se halla siempre en las cosas, en el material básico del mundo, ya en el plano más inferior tan luego la materia comienza a diferenciarse. Pero tampoco es un puro concepto, una idea extraída por abstracción, sino que es algo activo, eficiente. Que Sócrates pueda ser hombre sólo se explica porque junto con la materia básica de su cuerpo existe algo que nosotros llamamos «humanidad» y que hace que el material corpóreo básico tome la forma de hombre y no la de otra cosa cualquiera. Por eso se llama también substancia, pero ahora substancia segunda, pues es como la entidad universal que late tras la substancia concreta singular. Así la forma se acerca de nuevo a la idea platónica. Desde luego, Aristóteles dice que la forma no actúa puramente como tal en su universalidad, sino cada vez en su concreta realización dentro del espacio y del tiempo, en el caso de Sócrates en la realización que la humanidad había hallado en el hombre individual que fue el padre de Sócrates. Pero incluso en este caso es la forma algo más que puro concepto, algo real y eficiente; de lo contrario, no sería principio precisamente la forma universal, sino alguna otra cosa, un agente único e irrepetible, material y mecánico, que explicaría el «esto», pero no al hombre en Sócrates. En efecto, el «esto» en Sócrates se explica por la materia, que para Aristóteles no es menos principio del ser que la forma. Al incorporarse las formas universales a la materia, quedan individualizadas. También en el hombre es la materia principio de individuación. En efecto, la materia es para Aristóteles algo así como la cinta sin fin del continuo espacial y temporal, en la que se inscriben las formas eternas, recibiendo así un valor de posición único e irrepetible y quedando individualizadas. De suyo todo lo existente es materia, incluso lo que ha recibido ya alguna forma, y que luego puede ser modelado por otra. Pero este concepto de materia significa sólo una materia relativa (segunda). El concepto propio y absoluto de materia, la materia primera (materia prima) de Aristóteles significa «lo que no se puede designar como sustancia o cantidad o como cualquiera otra de las categorías». La materia primera es por tanto lo absolutamente indeterminado. Esta materia primera, al igual que la forma, no existe por sí sola. Sin embargo, más tarde fue a menudo entendida como una especie de materia común del mundo, de la que las formas hacen lo que las cosas son en cada caso. Cuando luego, en los umbrales de los tiempos modernos, se descubrieron los elementos y se reconoció en ellos algo irreducible, se atacó violentamente el concepto de materia presentado como aristotélico, como también a la filosofía de la naturaleza del mismo Aristóteles. Sin embargo, el concepto de materia de Aristóteles no era tanto un concepto cosmológico o de filosofía de la naturaleza cuanto un concepto metafísico. Quiere decir que por principio en todo conocimiento del mundo mediante formas, conceptos, leyes y números queda siempre algo que se forma, se piensa y se expresa en relaciones matemáticas, que, por tanto, no todo es sólo número o sólo concepto, ni siquiera cuando, al progresar la diferenciación de los conceptos, de las leyes y de los números, la realidad del mundo se va trasladando más y más al lado de la forma. Aún entonces queda un resto. Y como nosotros no podemos comprender el mundo de otra manera, sino que debemos, por decirlo así, pensarlo como el sustrato de nuestros enunciados, como el sujeto último de todos los predicados, que es inagotable en su capacidad de recibir indefinidas formas de ser y de pensar, por eso vio Aristóteles un principio en la materia primera. Dada su conexión esencial con el pensar humano y con su comprensión primitiva del ser, se la podría también llamar principio lógico. Es significativo que para Aristóteles no sólo la materia primera se llame hypokeímenon (lo subyacente), sino también el sujeto del juicio, que es más y más determinado por los predicados. Si se tiene esto presente, la metafísica de la materia y de la forma, el llamado hilemorfismo, es mucho más que una mera teoría de la estructura de la materia: es filosofía del ser y tiende a una prioridad de la forma frente a la materia, sin por ello convertir el pensar en el todo y en el ser mismo.

El tercer principio es el comienzo del movimiento. Es un filosofema específicamente aristotélico, con una tendencia clara contra Platón, cuya filosofía había visto sólo lo ideal en el ser, pero no lo dinámico. Con ideas solas no se construyen casas, dice ahora Aristóteles. Por eso en el mundo hay que considerar también el movimiento, o más exactamente su procedencia. Sin tal principio no podrían ser concebidos el devenir, la mutación y el movimiento en cuanto tales. Aquí se trata siempre de un paso de la potencia al acto, de la posibilidad a la realidad, de la realización, por tanto, de algo posible. La idea, dice, es sólo posibilidad, mientras que la causa que la realiza es otra cosa, es algo más que la idea y más fuerte que ella. De ahí brota un axioma, a saber, el principio aristotélico de causalidad: «El acto es anterior a la potencia». Con esto fundó incluso Aristóteles su idea de Dios: Dios es para él la causa de todas las causas, la realidad de todas las realidades, el principio absoluto del movimiento, que no tiene necesidad de otro acto, que es anterior a toda posibilidad porque Él precisamente es el acto puro, es decir, que es sola y exclusivamente acto. Cuando Aristóteles quiere concebir y describir él movimiento, sólo puede hacerlo —es cierto— con factores de forma. Cuando define el movimiento como paso de la potencia al acto, a lo cual se reduce en definitiva toda mutación, siempre hay al principio, como también al fin, una forma, pero el paso mismo en cuanto tal no puede hacerse visible sino remitiendo al cambio de formas. Sólo esto queda, por lo cual Aristóteles, a fin de cuentas, no llegó a superar los principios eidéticos de Platón. Esto aparece más claro en su cuarto principio, la idea del fin.

El fin es para Aristóteles aquello por lo cual sucede algo. Opina que en el mundo todo sucede con miras a algún fin. No sólo el hombre tiene fines y sabe de ellos, puesto que sabe lo que quiere. También los tiene la naturaleza. En este sentido no estableció diferencia entre el arte y la naturaleza. Si una casa surgiera en medio de la naturaleza, surgiría en la forma en que la construye hoy el artesano; y si lo que produce la naturaleza hubiera de realizarlo la técnica, no podría producirse de otra manera. Esta armonía entre la naturaleza y la actividad libre, finalista del hombre resulta para Aristóteles del hecho de que no puede concebir ningún movimiento que no esté regulado por un fin: «Todo devenir procede de algo hacia algo […], de un primer motor, que tiene ya una forma determinada, nuevamente hacia una forma o un telos semejante».

Hasta tal punto es teleológica la concepción aristotélica del ser, que en el mismo concepto de una cosa está ya incluido el fin. La entidad (physis = lo venido a ser) de una cosa es un venir a ser en orden a algo, por lo cual implica ya en sí misma el fin, a lo que Aristóteles llama «entelequia» (en-eauto-telos-ekhon). La entelequia aristotélica existe no sólo en la esfera de lo vivo, sino que todo lo que es, incluso en la esfera inorgánica, es concebido a modo de entelequia. Por eso pudo Aristóteles formular en forma paradójica: Lo acabado no está al fin, sino al principio. En los procesos espaciales y temporales el acabamiento sobreviene, naturalmente, al fin en el tiempo, pero en el pensar lógico-ontológico del ser lo acabado, como sentido de lo que es, se halla al principio y «por naturaleza es anterior». Y así de nuevo vuelve a aparecer la herencia platónica, pues sólo un ser ideal puede, frente a lo real, preceder como algo acabado y hallarse, por tanto, al principio. Al decir Aristóteles que en todo devenir la materia suspira por la forma, tiene, pues, la mira puesta en lo acabado, o sea en esas formas ideales que había visto primero Platón, contra las que Aristóteles polemizó sin poder esquivarlas. En la fundamental concepción idealista de esta filosofía del ser se halla también la justificación de este concepto del fin. Se da ya con el concepto de forma. Por esto no hay que explicar los fines como términos planteados sólo dentro de lo que es y deviene, como en la filosofía natural de Demócrito o de David Hume, en la que por principio todo está separado y disperso sin orden ni concierto. A las cosas naturales de Aristóteles son inmanentes las formas, y todas las formas se hallan entre sí en alguna relación (por antagónica que ésta sea), de modo que la realidad entera es un único cosmos de formas, un cosmos cuya cohesión había estudiado Platón en su dialéctica y Aristóteles en su doctrina del orden de las formas y de los fines.

Con ayuda de los cuatro principios del ser organiza Aristóteles su metafísica especial, la doctrina del alma, del mundo y de Dios.

Para Aristóteles, como para los griegos en general, tiene alma todo lo que posee vida (automovimiento), y así no sólo el hombre, sino también el animal y la planta. El fundamento o la razón de este automovimiento está a su vez en una forma especial, por lo que la definición del alma reza así: «primera entelequia de un cuerpo físico orgánico». El alma es, pues, principio de vida, lo que muestra que forma significa aquí algo más que un contorno con figura, que es más bien algo dinámico, originariamente una fuerza, un être capable d’action, como dirá más tarde Leibniz. Pero el alma no representa un quantum mecánico de energía, sino un quantum orgánico, una totalidad de sentido, en la que, en virtud del logos del conjunto, todas las partes reciben ser y operación, se armonizan entre sí y son configuradas en el sentido del conjunto. Según los diferentes planos de la vida se dan también diferentes almas: el alma vegetativa o alma del desarrollo, que se halla ya en las plantas y constituye el principio del crecimiento, de la nutrición y de la reproducción; el alma sensitiva, que además de las facultades del alma vegetativa posee la capacidad de recibir sensaciones, la facultad apetitiva y la del movimiento local espontáneo, y aparece por primera vez en el animal; y el alma racional, que constituye propiamente el alma del hombre. Por razón de su alma es el hombre un «animal dotado de razón» (animal rationale). Como animal posee las facultades de las almas vegetativa y sensitiva. Respecto a ésta enumera Aristóteles las potencias sensitivas que todavía hoy se designan en la concepción popular como los cinco sentidos del hombre: vista, oído, olfato, gusto y tacto. Confluyen todos en el sentido común, y sus percepciones se almacenan en la imaginación y en la memoria. Al alma sensitiva corresponden también los «apetitos naturales» del instinto, que inclinan a la ingestión de alimentos y al ejercicio de la función sexual, como también excitaciones o «movimientos naturales» tales como ambición, valor, combatividad, deseo de venganza, rebelión, desprecio, insubordinación, afirmación de sí y deseo de dominar. El alma superior y propiamente humana es un alma espiritual y como tal está dotada de inteligencia, razón y voluntad libre. La inteligencia es pensar discursivo, que se ejerce en conceptos, juicios y raciocinios. La razón contempla los principios supremos y eternos de lo verdadero y de lo bueno y en este sentido es «algo divino». Por eso puede ser «creadora» (intellectus agens), es decir, que el alma, aunque sea una tabula rasa que depende de las informaciones de la experiencia sensible, puede por sí misma leer en las cosas verdades y valores intemporales, en juicios apriorísticos de estas «experiencias» en virtud de una espontánea intuición y de un juicio propio. Mientras que el alma inferior se transmite del padre al hijo con la generación, el alma espiritual «entra por las puertas», es decir, es alga sobrehumano; éste es sin duda el sentido de esta expresión de Aristóteles. Tampoco perece con el hombre, sino que es inmortal, aunque no en su individualidad, sino sencillamente como espíritu.

El mundo es la sede de la mutación y del movimiento. Demócrito había concebido el movimiento en forma puramente mecánica, como presión e impulso. Aristóteles no lo ignora, pero en él todo lo mecánicamente cuantitativo es realzado con una dirección eidéticamente cuantitativa por parte de las formas. Los hechos funcionales de orden cuantitativo a los que las ciencias modernas dan una formulación matemática, como las leyes de la gravedad de Galileo, los habría afirmado incondicionalmente el Aristóteles histórico, aunque los hubiera designado como configuraciones resultantes de formas. Por eso existen también, comprendidos cualitativamente, los cuatro elementos: agua, fuego, aire y tierra, existe también un «lugar natural» de todas las cosas, implicado por su esencia cualitativa: el fuego tiende hacia arriba, la piedra hacia abajo, hacia su propia «forma». Como quinto elemento (quinta essentia) aparece el éter, del que están formados los astros, que son imperecederos y sólo conocen el puro movimiento local. En atención a esto se reparte el mundo en dos mitades, el mundo bajo la luna o mundo sublunar, en el que vivimos los hombres y que es mutable, y el mundo supralunar, el llamado más allá, el mundo de las estrellas eternas. El mundo es sólo uno, puesto que todo lo que en algún modo está en movimiento es movido por el primer motor inmóvil. Tiene forma esférica. En su centro está la tierra, que se concibe en reposo. Está rodeada por 56 esferas, que giran en torno a su propio eje, pero dependientemente del movimiento de la esfera superior, la de las estrellas fijas, el llamado primer cielo. Éste a su vez debe su movimiento al primer motor inmóvil. En definitiva se explica el movimiento como un suspirar de la materia por la forma. El movimiento es eterno, como también el tiempo carece para Aristóteles de principio y de fin. Y así tiene que ser, ya que el tiempo es «la medida del movimiento con respecto al antes y al después». La generación y la corrupción afectan sólo a los seres particulares. Las especies mismas son eternas. No se engendran como las especies de Darwin, sino que son eternas como las ideas de Platón. Por eso ha habido siempre hombres, aun cuando de vez en cuando sean diezmados por grandes catástrofes.

No obstante, este mundo eterno tiene un fundamento o razón, el motor inmóvil, el Dios aristotélico. Los razonamientos que indujeron a Aristóteles a aceptar su existencia pasaron a la historia de la filosofía como prueba del movimiento de la existencia de Dios. Son los siguientes: Si todo lo que está en movimiento es movido por otro, ello puede suceder de dos maneras. Este otro puede ser movido por otro, y éste por otro, y así sucesivamente; o no es ya movido por otro, y entonces nos hallamos con un «primer motor», con lo cual habríamos ya llegado a Dios. Pero aun cuando sea movido ininterrumpidamente por otro y continuamente debamos remontarnos más arriba, tenemos que admitir la existencia de Dios, puesto que no es posible remontarnos hasta el infinito. Esto significaría volver las espaldas a la realidad, que es siempre determinada y en la serie causal tiene algo que es lo último y, por tanto, debe también tener algo que sea lo primero. Con lo cual nos hallamos ante algo que no depende ya de otro, sino que es totalmente por sí mismo (ens a se), que no tiene ya potencialidad alguna que haya que superar para pasar a la existencia, sino que es más bien pura actualidad o realidad (actus purus) y por esta razón existe también necesaria y eternamente. La naturaleza de Dios la describe Aristóteles como puro ser, como espíritu y vida. «Vida» significa que uno se mueve por sí mismo. La forma suprema de este ser por sí mismo es el espíritu, que constantemente piensa y se piensa a sí mismo, dado que es lo más perfecto y no tiene necesidad de nada fuera de sí. Mas todo otro ser fuera de este ser perfectísimo necesita de este ens a se; es ser por razón de otro (ens ab alio), viene del perfectísimo, tiene en él su fundamento y es causado por él. Aristóteles se expresa así: Dios es el ser, la realidad, la substancia sin más; todo lo demás es sólo «algo que es», es decir, que ha recibido ser, tiene participación en el ser mismo, lo reproduce, lo despliega, pero siempre sólo fragmentariamente y limitado en formas singulares. Dios, en cambio, es el ser de lo que es, la realidad de lo real, la forma de las formas. Platón había dicho de las cosas que tienen participación en la idea: Quieren ser como la idea. Aristóteles dice que en las cosas la materia suspira por la forma. Y de Dios dice que mueve al mundo como lo amado. No lo mueve mecánicamente, sino como el fin ideal de toda posible generación de formas. Por eso incluso frente a un mundo eterno puede ser lógica y ontológicamente «anterior», como lo sumamente perfecto, que de antemano dirige secretamente todo el acaecer, dando así al mundo su ser y su sentido. «De tal principio penden el cielo y la naturafeza» (Metafísica, 1072 b 13).

c) El ético

El hombre que trata de escudriñar lo verdadero y el ser, se interesa también igualmente por el bien. Se entiende en primer lugar el bien del que hablan los hombres cuando se alaban o se censuran, cuando imparten estima o desprecio, y a esto se llama generalmente buenas costumbres o moralidad. Esto lo reduce Aristóteles a unas pocas reglas, que por lo demás son típicamente griegas. ¿Cuándo es uno bueno? Aristóteles responde: Cuando procede como hombre inteligente. ¿Y cómo procede éste? Como lo exige la recta razón. Pero ¿qué es la recta razón? Respuesta: Ésta se halla presente siempre que nuestro proceder es «bello», el cual es bello cuando observa el justo medio entre lo demasiado y lo demasiado poco. Valentía, por ejemplo, es el justo medio entre demasiado valor (temeridad) y demasiado poco valor (cobardía); economía es el justo medio entre prodigalidad y avaricia. Para tal proceder se requiere naturalmente una vista de conjunto de diversas virtudes humanas, algo así como una tabla de valores. Aristóteles dio también en la Ética a Nicómaco una orientación de este género, enumerando y describiendo en detalle las virtudes humanas esenciales, que son sabiduría, prudencia, valor, justicia, dominio de sí, generosidad, magnanimidad, grandeza de alma, pundonor, mansedumbre, veracidad, cortesía, amistad. En su conjunto encarnan estos valores el tipo ideal del hombre, su propio y mejor yo. No se derivan de él, sino que se nos presentan por sí mismas inmediatamente en una como visión de los valores y de las esencias, como algo debido, bello, recto y razonable. Son algo previamente dado. Por ellas se nos revela la verdadera naturaleza humana. Considerada ontológicamente, esta naturaleza humana es algo anterior. Es principio moral y constituye el fundamento metafísico en que radican estos valores. Con esto responde al mismo tiempo Aristóteles a la pregunta de qué es la eudemonía. De este concepto arranca toda ética griega. Y desde entonces no ha cesado la ética de preguntar: ¿Qué es la felicidad? (Suele traducirse eudemonia por «felicidad»; la palabra significa «posesión de un espíritu bueno»). Aristóteles responde: La felicidad no reside en el placer o en el goce, ni en las posesiones materiales, como tampoco en el prestigio y en la influencia política, sino en la obra típica del hombre, en la perfecta actuación de la naturaleza esencial del hombre. En qué consiste esto se expresa en la doctrina de las virtudes. Con ello no se excluyen los bienes exteriores, el prestigio e incluso el placer. Pero no son principio, no constituyen lo propio del bien moral. Lo propio es la recta naturaleza humana, la recta razón, el «espíritu» recto. Si esto existe, todo lo demás se añade de por sí. También aquí domina la forma sobre la materia. El hombre moralmente recto no hace el bien porque le proporcione placer o ventaja, sino por el bien en sí mismo. Entonces sobreviene la felicidad como algo «añadido».

Conste, pues, que a cada uno le cabe tanto de felicidad cuanto posee de virtud e inteligencia, y en cuanto proceda conforme a ellas. Como prueba invoco por testigo a Dios, que es feliz y bienaventurado, pero no gracias a ningún bien exterior, sino por sí mismo y por su propia naturaleza.

Y así, por el camino de la ética ha llegado una vez más Aristóteles al principio del que penden el cielo y la naturaleza entera. El tipo ideal del hombre moralmente perfecto es el sabio. Ahora bien, la sabiduría sin restricción se halla en Dios, que en cuanto espíritu es pensamiento del pensamiento, que se piensa a sí mismo porque es la perfección suma. Platón había dicho: Debemos asemejarnos a Dios en cuanto nos es posible. Aristóteles dice: Debemos ser sabios, mas la sabiduría absoluta es Dios. También en ética es Dios el que todo lo mueve, «como lo amado».

La consumación de la moralidad terrestre debiera ser el Estado. Aristóteles no tiene idea de la moderna antinomia entre política y moral. El bien en gran escala sólo puede organizarse en la comunidad. Con ley es el hombre el ser más noble, sin ley, la fiera más salvaje. Así pues, quien por primera vez estableció el Estado, fue creador de los más grandes valores. El Estado sirve naturalmente también a las necesidades de la existencia física, de la economía y de la potencia exterior e interior, por razón de la seguridad de la existencia, pero su verdadero quehacer es la vida «buena» y «perfecta», es decir, la noble humanidad cultivada moral y espiritualmente. El Estado surge por razón de la vida, pero existe por razón de la eudemonía, es decir, de una grandeza moral. Nosotros trabajamos, reza un principio de Aristóteles, no por razón del trabajo y del dinero, sino por razón del ocio, y hacemos guerra por razón de la paz.

Así el primer puesto corresponde a lo bello y lo bueno, no a la salvaje animalidad. Un lobo o cualquier otra bestia no puede sostener un bello combate, sino sólo el hombre de espíritu culto y fino. Y los que en la educación de sus hijos dan excesiva importancia a los ejercicios físicos y a la formación militar, para dejarlos sin cultura en lo esencial, hacen de ellos hombres vulgares.

Por eso puede también decir Aristóteles que el Estado es antes que el individuo. Genéticamente, considerados en el espacio y en el tiempo, son antes el individuo y la familia; de una multitud de éstos se forman la comunidad y el Estado. Pero al hacerlo no se reúnen arbitrariamente para convertir en ley lo que les viene en talante, como opinaba Tomás Hobbes, antes realizan una tendencia inherente al ser mismo del hombre. «El hombre es por naturaleza un ser sociable», escribe Aristóteles en el primer libro de su Política. Así pues, por razón de esta naturaleza el Estado está ya previsto con sus principios decisivos, y en este sentido es el Estado anterior al individuo y a la familia, «dado que el todo debe ser anterior a la parte». Los derechos fundamentales y de libertad del individuo no se establecen por una decisión de la mayoría, sino que existen ya con la naturaleza del hombre; un acuerdo estatal puede a lo sumo profesarlos, proclamarlos e interpretarlos. Lo que Aristóteles puede decir sobre los ideales de la política interior y exterior, así como respecto a las diferentes formas del Estado (monarquía, aristocracia; república, oligarquía, democracia) es una, vez más una prueba de su sabiduría, de su experiencia de la vida y sobre todo de su extenso conocimiento de las formas políticas y del derecho público en el mundo antiguo; pero también en algunas cosas es prueba de que este gran filósofo era hijo de su tiempo, por ejemplo, cuando defiende la esclavitud como existente «por naturaleza» y tiene por lícito destruir la vida en germen, exponer a los niños y cosas semejantes. Con frecuencia polemiza Aristóteles contra la utopía platónica del Estado, en algunos casos legítimamente, en otros superfluamente, y en ocasiones se limita a dar vueltas alrededor de la palabra. Pero su sentido ético del derecho, de la verdad y de la moralidad incluso en el Estado es, en el fondo, de la mejor tradición platónica.