12

De por qué no es lo mismo meter un alfil negro dentro de una taza de té que dentro de una jarra de cerveza

¡Allá ellos! En cuanto a él, no pestañeaba mientras, cubierto con su abrigo, marchaba por los andenes de la estación del Este entre dos filas de curiosos que se empujaban intercambiando bromas. Popinga iba muy digno, indiferente a esta baja curiosidad y, en el despacho del comisario de la estación, sin despojarse de su calma, desdeñó contestar a las preguntas y se contentó sólo con mirar a sus interlocutores como si hubieran sido objetos más o menos desconocidos. Desde el momento en que era evidente, de una vez por todas, que ellos no comprenderían nunca…

Debió dormir, sobre una especie de canapé estrecho y duro. Luego le despertaron para que se vistiera con la ropa de un revisor, un traje demasiado estrecho del cual no se podía abrochar la chaqueta, cosa que le daba igual. Era casi de día cuando le trajeron un par de pantuflas de fieltro y suela de cuero, pues no habían encontrado zapatos de su medida. Y eran los demás los que seguían estando impresionados. Él los miraba con una especie de respeto temeroso, como si hubiese adquirido el poder de echarles una maldición.

—¿No quiere decididamente decirnos quién es usted?

¡Pues claro que no! No valía la pena. Se limitó a encogerse de hombros. Le metieron en un taxi para llevarlo al Palacio de Justicia. Una visión de un patio y luego una celda bastante clara, con una cama. Más tarde, luego de que hubo dormido, un hombrecillo muy agitado, con una perilla gris, empezó a hacerle un montón de preguntas. Popinga no contestaba. Pero no sabía nada aún. Fue necesario que oyera a alguien gritar por los pasillos:

—¡Profesor Abram! Llaman al profesor Abram al teléfono…

Así que era el inventor del paranoico el que salía cerrando cuidadosamente la puerta para ir a atender a la llamada. ¿Y qué podía importarle a Popinga el estar en la Enfermería especial, en el Depósito o en cualquier otra parte? Todo lo que hubiera podido desear era un poco de tranquilidad pues se sentía capaz de dormir dos días, tres días seguidos, y quizás hasta cuatro, de dormir en cualquier sitio, sobre un banco o en el suelo.

Desde el momento en que todo había terminado…

Ya no tenía reloj ni nada. Le habían hecho beber leche caliente. En espera de que el profesor volviera, se tumbó de nuevo y durmió otra vez, quizás un buen rato, pues dormía cuando le volvieron a despertar. Pero no era Abram sino un tipo cualquiera quien, vestido de civil, le puso las esposas y le llevó a través de un laberinto de corredores y de escaleras hasta un despacho que olía a pipa.

—Puede usted dejarnos.

Por la ventana se veía el Sena, amarillento. Un hombre banal, un poco gordo, estaba sentado y hacía una seña a Popinga para que se sentara también. Y Popinga, dócil, obediente, se dejaba mirar, palpar, sin manifestar la menor impaciencia.

—¡Sí!… -gruñó su interlocutor observándole de lejos y, luego, de cerca, mirándole a los ojos.

Y de repente, añadió:

—¿Qué idea le ha pasado a usted por la cabeza, señor Popinga?

Él no pestañeó. Poco le importaba saber si el hombre era o no el famoso comisario Lucas. Poco le importaba también que la puerta se abriese y que una mujer con un abrigo de petigrís entrara y, parándose en seco, dijera con voz jadeante:

—¡Es él! ¡Pero cómo ha cambiado!…

¿Y después? ¿A quién le tocaba el turno?

Los otros hacían su trabajo ante él, sin preocuparse. Lucas redactaba un atestado que luego Jeanne Rozier firmaba lanzando miradas ansiosas a Popinga. ¿Y después? ¿Es que Louis, Goin y los otros, Rose incluida, iban a desfilar también? ¡Si sólo le dejaran dormir! ¿Y qué podía esto importarles a ellos, si podrían contemplarlo igual, e incluso palparle?

Se quedó solo. Luego vino más gente y después le dejaron solo de nuevo. Al fin le devolvieron a su celda y pudo acostarse.

¡Como si fuese a ser lo bastante idiota, ahora, para declarar que no estaba loco! Desde el momento que la partida estaba jugada…

Quizás hubieran podido evitar el hacerle recorrer dos o tres veces al día todos los pasillos y todas las escaleras del Palacio de Justicia para llevarlo al despacho del comisario Lucas, donde, en la sombra, había siempre distintas personas a las que preguntaban:

—¿Le reconoce usted?

—No… No es él… Era más bajo…

Le presentaron también sus cartas.

—¿Reconoce que es esta su carta?

—Yo no sé -prefirió gruñir.

También le hubieran podido comprar un traje a medida y unos calcetines, pues seguía estando sin calcetines. Y toda aquella gente que en un local muy raro, arriba del todo, le tomaron fotografías y sus huellas, hubieran podido también no dejarle desnudo durante un cuarto de hora en una especie de antecámara.

Pero, de cualquier modo…

Popinga se había acostumbrado tan bien que el día de la lección no pestañeó. Y eso que no se lo esperaba. No le habían advertido. Le habían llevado a una pequeña habitación donde había dos o tres tipos, manifiestamente locos, que esperaban. De vez en cuando venían a buscar a uno de ellos, más o menos cada cuarto de hora, y ya no volvían. ¡Cada cual a su vez!

Popinga había quedado el último. Al fin vinieron a buscarle a él también y se encontró de pronto sobre un estrado donde había una gran pizarra y frente a la cual se agitaba el profesor Abram. Al pie del estrado, en una sala no muy iluminada, una treintena de personas tomaban notas, estudiantes y también gente no tan joven como para ser confundida con estudiantes.

—Adelántese usted, amigo mío… No tenga miedo… Querría que respondiera simplemente a algunas preguntas que voy a hacerle.

Kees estaba decidido a no responder. ¡Ni siquiera escuchaba! Oía al profesor Abram hablar de él en unos términos mucho más complicados aún que paranoico, mientras los otros escribían febrilmente. Algunos señores se acercaron, para mirarle desde más cerca y, uno de ellos, con un instrumento, le tomó las medidas craneanas.

Y que más… ¡Todos estos eran también una cuadrilla de imbéciles!

Tuvieron también la idea de llevarle al locutorio y, a través de una reja, le pusieron bruscamente en presencia de mamá, que había creído necesario vestirse toda de negro, como una viuda.

—¡Kees! -exclamó juntando las manos-. ¡Kees!… ¿Es que no me reconoces?

Sin duda porque él la miraba tranquilamente, ella lanzó un grito y se desvaneció… ¿Qué podían inventar todavía? ¿Qué contarían los periódicos? ¡Poco importaba ya, puesto que Popinga no los leía!

Otras personas, que debían ser alienistas, fueron también a verle y él terminó por reconocerlos puesto que le hacían siempre las mismas preguntas. Pero él había encontrado un truco. Les miraba a los ojos, aparentando preguntarse por qué ellos se agitaban así, de forma que acababan por no insistir demasiado.

¡Dormir!… Comer después y volver a dormir, y soñar cosas no demasiado claras, pero que a menudo eran agradables…

Un día le trajeron un traje nuevo; mamá había debido ocuparse de ello, pues era casi de su medida. Al día siguiente le subieron a un coche celular que se detuvo ante una estación. Luego, con dos señores de paisano, tomó asiento en un tren.

Los dos señores parecían inquietos mientras Kees, al contrario, encontraba el cambio divertido. Habían bajado las cortinillas, pero por las junturas veía pasar a la gente que cruzaba por el pasillo con la esperanza de verle.

—¿Cree que podremos regresar esta noche?

—No lo sé. Eso dependerá de los que vengan a hacerse cargo de él.

Sus dos compañeros acabaron por jugar a las cartas y le ofrecieron cigarrillos que le ponían entre los labios con gesto negligente, como si él no fuera capaz de hacerlo por sí mismo. Todo el mundo, por los periódicos, debía saber qué ocurría, salvo él, pero esto le era indiferente.

Sonrió cuando pasaron la aduana belga, y la holandesa después, porque bastó una palabra de los dos hombres a los aduaneros para que no se visitara el compartimiento. Después de la aduana holandesa, un gendarme tomó asiento en la cabina, pero como no hablaba francés, fue leyendo todo el rato los periódicos.

Después, hubo muchas idas y venidas, con fotógrafos emboscados en los andenes de la estación y en los pasillos del Palacio de Justicia de Amsterdam. Popinga seguía tranquilo y se contentaba con sonreír o con responder a las preguntas con un:

—Yo no sé.

Hubo también un Abram holandés, mucho más joven que el de París, y que le tomó una muestra de sangre, le pasó por los rayos X, le auscultó durante más de una hora hablando él solo, de tal forma que Popinga tenía que hacer esfuerzos para aguantarse la risa.

Tras esto, la cosa debía haber terminado. La gente de afuera lo sabía, pero no él. Debían haberle considerado como definitivamente loco, puesto que no le daban abogado ni le hablaban del tribunal de apelación.

Fue instalado en una gran casa de ladrillo, en las afueras de Amsterdam. Por las ventanas enrejadas veía un campo de fútbol donde jugaban todos los jueves y domingos. La comida era buena. Le dejaban dormir casi tanto como él quería. Le hacía hacer ejercicios y él se esforzaba en hacerlos lo mejor que podía.

Estaba solo en una pequeña habitación blanca, apenas amueblada, y lo más fastidioso era tenerlo que comer todo con cuchara, pues no le daban ni cuchillo ni tenedor. ¿Pero qué podía importarle esto? ¡Era más bien divertido! ¡Y todos le tomaban por loco! Lo que era siniestro, en cambio, eran algunos gritos que estallaban de noche, en otras habitaciones, y a los que seguían ruidos confusos. En cuanto a él, no gritaba nunca. No era tan tonto como para gritar.

El doctor debía tener poco más o menos su misma edad y llevaba, él también, trajes grises y gafas con montura de oro. Venía a verle una vez al día, muy orondo y cordial.

—Bueno, amigo, ¿ha pasado buena noche? ¿Aburrido? Pero ya verá cómo todo se arregla. Tiene usted una salud de hierro y remontará esto rápidamente. Déjeme tomarle el pulso…

Popinga tendía dócilmente la muñeca.

—¡Perfecto! ¡Perfecto!… Le queda aún un poco de mala voluntad, pero esto pasará… He visto otros casos…

Tuvo finalmente en el locutorio, y con la presencia de un enfermero, la visita de su mujer. En París ella no había podido decir nada porque se había deshecho en lágrimas, después de que se hubiera desmayado. Al venir aquí debía haber hecho una buena provisión de energías.

Llevaba un vestido que se ponía tiempo antes para ir a su obra de ayuda maternal, un vestido oscuro y muy sencillo, sin escote.

—¿Me oyes, Kees? ¿Puedo hablarte?…

Él le hizo una seña afirmativa, más por piedad hacia ella que por otra cosa.

—No podré venir a verte más que los primeros martes de cada mes… Dime primero que no te falta nada…

Él hizo una seña que no.

—Eres muy desgraciado, ¿verdad?… Pero nosotros lo somos también… No sé si comprendes, si imaginas todo lo que ha podido pasar… Yo he sido la primera en venir a Amsterdam y he encontrado un empleo en la pastelería de Jonghe… No gano mucho, pero estoy bien considerada…

Kees tuvo la fuerza de no sonreír, pese a que pensara que la pastelería de Jonghe distribuía también cromos para pegar en los álbumes, cosa que tanto encantaba a su mujer.

—He sacado a Frida de la escuela y la chica ni siquiera ha llorado. Ahora aprende mecanografía y entrará también en la casa Jonghe en cuanto tenga su diploma. ¡No me dices nada, Kees!

—¡Encuentro que está muy bien!

De golpe, al oír su voz, empezó a llorar con pequeños sollozos, secándose la nariz colorada con el pañuelo.

—En cuanto a Carl, no sé aún lo que voy a hacer. Él quiere entrar en la escuela náutica de Delfzijl. Quizás yo pudiera conseguir una beca…

¡Todo se arreglaba, pues!

Ella venía los primeros martes del mes. No hablaba nunca de las cosas pasadas. Decía:

—Carl ha obtenido una beca gracias a tu antiguo amigo de Greef. Él ha sido muy amable…

O bien:

—Hemos cambiado de casa porque la nuestra era demasiado cara. Estamos con una señora muy educada, viuda de un oficial, que tiene una habitación de sobra y que…

Perfecto, ¿no? Él dormía mucho. Hacía sus ejercicios y paseaba por el prado. El doctor, de quien no conocía el nombre, se interesaba por él.

—¿Hay algo que le guste? -le preguntó un día.

Y, como aún era demasiado pronto, Popinga respondió:

—Un cuaderno y un lápiz.

Sí, era demasiado pronto. La prueba es que escribió, en la cabecera del cuaderno, con una letra voluntariamente solemne:

La verdad sobre el caso de Kees Popinga

Tenía un montón de ideas al respecto. Se prometía llenar todo el cuaderno y pedir otros a fin de poder dejar un estudio completo y verídico sobre su caso.

Había tenido tiempo de pensar. El primer día, bajo el título, no trazó más que unos arabescos, como bajo los títulos de la época romántica. Luego, puso el cuaderno bajo el colchón y, al día siguiente, lo miró largo rato, pero volvió a ponerlo en su sitio.

No podía contar el tiempo más que en primeros martes de mes, pues no había calendario en su habitación.

—¿Qué te parece a ti, Kees? A Frida le ofrecen un empleo en casa de un periodista… Yo me pregunto si…

¡Desde luego! Él se lo preguntaba también… Pero ¿por qué no?

—No tiene más que aceptarlo.

—¿Tú crees?

¿No era gracioso que vinieran a pedirle su opinión en la casa de los locos? Tomaron la costumbre de pedirle su opinión sobre todo, sobre detalles sin importancia, sobre aquellas cosas que en Groninguen eran objeto de largos debates familiares.

—A veces pienso que si tuviéramos un apartamento con cocina… Desde luego, esto cuesta más de alquiler, pero por otro lado…

¡Desde luego! ¡Desde luego! Él lo aprobaba. Aportaba su grano de sal. Y mamá era más mamá que nunca, tanto que en lugar de pegar cromos en el álbum, pegaba Dios sabe qué en casa de Jonghe.

—Me dejan las galletas al cincuenta por ciento…

—Estupendo, ¿no?

Puesto que nadie podía comprender, ¿no iba todo bien así? Popinga se portaba tan bien que finalmente le permitieron pasar dos o tres horas con dos locos. Uno de ellos sólo se volvía loco a la caída de la noche, mientras que el otro era el hombre más razonable del mundo con tal de que no se le contrariara.

—¡Cuidado, Kees! -le había dicho el doctor-. A la menor tontería, estarás solo otra vez.

¿Pero por qué iba él a contrariar a aquella pobre gente? Él les dejaba hablar. Luego, cuando se callaban, a veces comenzaba:

—Yo, cuando estaba en París…

Pero, en seguida, cortaba:

—Vosotros no podéis entenderme. Y además esto no tiene importancia. Si al menos supierais jugar al ajedrez…

Se fabricó un juego, en papel, con páginas de cuaderno, para jugar él solo. No porque se aburriera, porque no se aburría nunca, sino más bien por una especie de sentimentalismo hacia el pasado.

¿Qué podía eso importar ahora? No se enfadaba siquiera cuando pensaba en el comisario Lucas. Lo volvía a ver, dando vueltas a su alrededor, preguntándole y palpándole, y él sabía que había sido él, Popinga, quien había ganado la partida. ¿Y entonces?

¡No! Él no era hombre que iba a contrariar a sus compañeros, ni a mamá, que no había cambiado, ni a nadie. Llegaba a no contar el tiempo que iba pasando y tan bien lo hacía que un día sonrió, cuando mamá le anunció:

—Estoy muy aturdida… No sé lo que debo hacer… El sobrino de los Jonghe está enamorado de Frida y…

Por su emoción, él reconocía que ella no tenía la experiencia de un Kees Popinga. Hacía de aquello una razón de Estado, como si la suerte del mundo dependiera de su decisión.

—¿Cómo es él?

—No está mal… Muy bien educado… Quizá no es muy vigoroso… Ha tenido que pasar parte de su infancia en Suiza…

¡Era gracioso! ¡Esa era la palabra!

—¿Frida está enamorada?

—Ella me ha dicho que si no se casa con él, no se casará nunca.

¡La famosa Frida cuyos ojos no expresaban nada! ¡Vamos! La vida era aún divertida.

—Diles que se casen.

—Sólo que, los padres del chico…

¡Vacilaban, desde luego, en dejar casar a su hijo con la hija de un loco!

¡Que los chicos se espabilen! Él no podía hacer nada más. E incluso hacía demasiado puesto que un día el doctor, viéndole absorto ante un problema de ajedrez, se quedó más de un cuarto de hora tras él esperando la solución.

—¿Quiere que juguemos una partida, de vez en cuando, a la hora del té? Veo que está usted muy bien preparado -dijo el doctor al fin.

—Oh, es fácil, ¿no?

Pero no pudo evitar que cuando se encontró con el doctor frente a frente, ante un juego verdadero, con figuras de boj y otras en madera clara, le hiciera una broma.

Ya no estaba en el club de Groninguen ni en el bulevar Saint-Michel, en París. En la mesa no había más que dos tazas de té y sin embargo, viendo a un alfil que le amenazaba, Popinga no pudo hacer sino escamotearlo y, en el momento en que manejaba otra pieza, lo dejó caer en su té.

El doctor se quedó turbado un instante, vio la pieza en la taza, se pasó la mano por la frente y murmuró al levantarse:

—Discúlpeme… Había olvidado una cita.

¡Caramba! ¿Y si Popinga lo hubiese hecho queriendo, qué? Si esto le divertía, a él, en recuerdo de ciertas cosas…

—Yo también le pido perdón -dijo-. Es una vieja historia que no puedo explicarle. Y además, usted no la comprendería.

¡Allá penas! Era más seguro así. Y la prueba es que al doctor se le ocurrió pedirle el cuaderno que le había confiado para escribir sus memorias y sobre el cual no podía leerse más que:

La verdad sobre el caso de Kees Popinga

El doctor alzó unos ojos asombrados, con aire de preguntarse por qué si paciente no había escrito más. Y Popinga, conteniendo una sonrisa, se creyó en la obligación de murmurar:

—No hay verdad, ¿no?