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De cómo Kees Popinga cambia de camisa mientras la policía y el azar, despreciando las reglas del juego, organizan una conjura de maldad

Era quizás más irritante pensar que caminar. Sobre todo cuando Popinga había decidido hacerlo seriamente, ir al fondo de las cosas, considerarlas desde la A a la Z, pasar revista a todo cuanto de cerca o de lejos le concernía. ¿Que un despreciable comisario Lucas y un Louis cualquiera no habían decidido que él no pensaría más en paz y que un carterista jovial no le había quitado hasta la posibilidad de sentarse?

¡Porque para sentarse, en París, hace falta dinero! Kees se había visto reducido, hacia las cinco de la tarde, a meterse en una iglesia para poder pensar, entre cantidad de bujías ardiendo al pie de un santo al que no conocía. Después, ya no sabía qué había hecho. Pero esto no tenía ninguna importancia. Lo que contaba es que él pensaba y que de repente se había parado en el curso de sus pensamientos porque un paseante le miró; él, sobresaltándose, estuvo a punto de huir, teniendo que hacer un gran esfuerzo para reanudar luego sus pensamientos.

Era un pensamiento insignificante que se insertaba entre los demás y, sin motivo alguno, cobraba tal importancia que le desviaba de la idea principal. El número de horas que había estado andando no le importaba a nadie y sentía tanta menos necesidad de ser compadecido ya que él no se compadecía a sí mismo. Lo cierto es que ni siquiera podía dejar de andar. Con sus veinte francos, no podía instalarse en el hotel. En cuanto a las tabernas que permanecían abiertas parte de la noche, eran los lugares donde más fácilmente podrían agarrarle.

¡Y si al menos estuviera vestido de andrajos! Hubiera podido abrigarse contra el pilar de un puente. Pero un clochard con una ropa tan confortable como la suya, habría resultado sospechoso.

¡Caminaba! Nadie desconfía de alguien que anda y parece ir a alguna parte, pero de vez en cuando se paraba en un portal, cuando tenía la seguridad de estar solo en alguna calle. ¿Dónde estaban sus pensamientos? Algo le distraía de nuevo, un pensamiento o, más bien, una sensación. ¡Algo que se parecía al nacimiento de Frida! ¿Por qué? No hubiera sabido decirlo. Seguía bordeando el Sena, lejos, tal vez muy lejos ya de París. En las orillas había fábricas inmensas, con todos los cristales iluminados y las chimeneas iluminando el cielo con un halo de fuego.

Llovía, una lluvia que caía en diagonal. Quizás era esto, pues en el nacimiento de su hija también llovía así. Fue en verano, pero la lluvia formaba las mismas estrías. Debía ser poco más o menos la misma hora. No, porque entonces estaban en verano y el sol se levantaba antes. ¡No importaba! No era aún de día y Popinga había ido a pasearse ante la casa, bajo la lluvia, con la cabeza descubierta, las manos en los bolsillos, mirando las ventanas del primer piso. En el barrio obrero, más allá del puente, otras ventanas se habían iluminado y él se imaginaba a personas apenas despiertas que se lavaban… ¿Qué podía importarle todo esto? Debía tomar una decisión capital y se dejaba distraer por estas cosas, se paraba incluso para mirar el río, el cual parecía dividirse en dos donde se formaba un canal.

Después, la orilla aparecía desierta. Más allá había unas casas altas y tristes cuyas ventanas se iluminaban y una taberna donde un patrón friolero encendía la cafetera. Se encogió de hombros. ¡Era siempre igual! Desde luego, podía entrar, acercarse al mostrador como si nada, acogotar el hombre en cuanto se volviera y huir con la caja. Pero, para hacer esto, uno no tenía necesidad de ser Kees Popinga.

¡No! No valía la pena pensar en estas cosas. Las había ido examinando una a una durante toda la tarde, había estudiado todo lo que podía hacer y ahora estaba como una pizarra que ha sido borrada con una esponja húmeda. Era demasiado tarde. ¡Siempre había sido demasiado tarde, puesto que había empezado mal!

Era más inteligente que Landru y que todos los demás de los que se había hablado para alabar sus proezas, pero los otros se habían preparado, habían tomado sus disposiciones en consecuencia, cosa que él hubiera sido capaz de hacer si le hubiera dado la gana. Pero, con todo, no era culpa suya. Si Pamela no se hubiera reído con aquella risa histérica… Aparte de esto, estaba convencido de no haber cometido ningún error y algún día los demás tendrían que reconocerlo.

Pasaban grupos de hombres que se dirigían a la gran fábrica y Popinga se veía obligado a ser cuidadoso para no llamar la atención, pues ahora no tenía ya el derecho de hacerse aprehender. Tenía un trabajo que cumplir… Después, la cosa iría más aprisa… Pero mientras debía aguantar, evitar a toda costa el traicionarse.

Pero es difícil para un hombre que camina bajo la lluvia desde hace diez horas, el no llamar la atención. Era preferible continuar caminando, atravesar Ivry y luego Alfortville. Empezó a clarear cuando se encontró en una especie de campo, a orillas del Sena, donde se veían unas bitas de amarse.

El agua estaba amarillenta, la corriente era rápida y se veían flotar ramas y despojos. Cien metros más lejos, se alzaba una casa baja cuya planta estaba iluminada. Popinga pudo leer la enseña que campeaba sobre la puerta: A la Carpe Hilare. Primero no entendió. Luego, cuando reflexionando hubo comprendido, se encogió de hombros. ¡Era una solemne tontería llamar reidora a una carpa, un pez que precisamente tiene la boca muy pequeña!

La casa estaba rodeada de emparrados o, más bien, de montantes de hierro que, en verano, debían sustentar los emparrados. Una docena de barcas aparecían varadas en la orilla. Popinga pasó primero una vez por delante, fingiendo no mirar, pero viendo a una mujer que atizaba la estufa en una sala de café bastante amplia. Un hombre, sin duda el patrón, comía en una mesa cubierta con un hule pardo.

Se decidió y, con un aire casi jovial, entró diciendo:

—Qué tiempo más feo, ¿verdad?

La mujer se sobresaltó y él tuvo la seguridad de que había tenido miedo, que sin duda había temido una agresión. En efecto, siguió mirándole con desconfianza mientras él iba a sentarse junto a la estufa y decía:

—¿Se puede tomar una taza de café?

—Desde luego que se puede.

Un gato estaba acurrucado sobre una silla, hecho una bola.

—¿Podría tomar también un poco de pan y mantequilla?

Aquella gente no sabía con quién se la estaba jugando y sólo que sospecharan un poco que al día siguiente…

Popinga comió, aunque no tenía hambre. Luego, mientras empezaba a hacerse de día y apagaban la electricidad, preguntó si podían proporcionarle papel para escribir.

Finalmente se encontró instalado frente a un mal papel cuadriculado, como el que se vende en los colmados de los pueblos, y después de haber mirado por la ventana el pedazo de río desapacible, escribió:

Señor redactor jefe:

Como su periódico anunció ayer, un tal comisario Lucas, que repite desde hace quince días que mi detención no es más que cuestión de horas, ha soltado a unos malhechores comunes y a unos expresidiarios para lanzarlos en mi búsqueda.

¿Querrá usted tener la bondad de publicar esta carta, que pondrá fin a una caza inútil y a una situación sin gloria ni prestigio?

Es la última vez que le escribo y la última también en que se oirá hablar de mí. He hallado, en efecto, la forma de realizar el fin que me proponía al abandonar Groninguen, quebrantando las reglas usuales.

Cuando usted reciba esta carta, ya no me llamaré Kees Popinga ni seré el criminal que huye de la policía. Tendré un nombre honorable, un estado civil indiscutible y formaré parte de esa clase social que puede permitírselo todo porque tiene dinero y cinismo.

Excúseme si no le digo si es en Londres, en América, o simplemente en París, donde ejerceré mis actividades, pero usted comprenderá que la discreción me es indispensable. Bástele saber, sin embargo, que me dedicaré a los grandes negocios y que en vez de acercarme a las Pamelas o a las Jeanne Rozier, escogeré mis queridas oficiales entre las estrellas del teatro o del cine.

Esto es, señor director, cuanto puedo decirle y si le he reservado las primicias de esta información es por su colaborador Saladin, a quien no he tragado durante cierto tiempo; pero que me ha sido muy útil con su artículo de ayer.

Déjeme repetirle —¡y sé lo que me digo!—, que cuando usted reciba esta carta, yo seré rigurosamente inatacable y que el comisario Lucas no tendrá más remedio que archivar su encuesta, que tan brillante y tan elegantemente ha llevado…

Demostraré así que con la sola ayuda de su inteligencia, un hombre, un simple empleado mientras respetó las reglas del juego, puede aspirar a gozar de cualquier situación en cuanto recupera su voluntad.

Reciba, señor director, los saludos cordiales de quien firma por última vez,

Kees Popinga.

Estuvo tentado de añadir la palabra «paranoico», como ironía. Luego, viendo cómo el patrón estaba de pie ante la puerta mirando caer la lluvia, y como Popinga viese desde su sitio las pequeñas barcas pintadas de verde, experimentó la necesidad de decir:

—¡Yo también tengo un barquito!

—¡Ah! —replicó el del bar, educadamente.

—Solo que es un modelo diferente. No creo que ustedes lo conozcan, en Francia…

Le explicó cómo era su embarcación y cómo estaba construida, mientras el patrón acarreaba dos grandes cubos disponiéndose a hacer la limpieza. Lo más extraordinario es que, hablando así del Zeeteufel, sintió de repente un cosquilleo en los párpados y tuvo que desviar la cabeza. Veía su barco, pimpante como un juguete, en la orilla del canal y…

—¿Cuánto le debo? —preguntó de repente—. A propósito, ¿cómo puedo regresar a París?

—Tiene usted el tranvía, a quinientos metros de aquí.

—Y Juvisy, ¿está lejos?

—Tiene usted que tomar el tren en Alfortville o si no pasar por París y tomar el autobús…

Le costaba irse. Miraba la mesa donde acababa de escribir, la estufa y el gato harto de calor sobre la silla de paja, la vieja que se ponía de rodillas para fregar el suelo y el hombre que fumaba una pipa curvada y llevaba un jersey azul como los marineros.

«La Carpe Hilare», se repetía Popinga.

Hubiera querido decir alguna cosa, darles a entender que acababan de asistir, sin ellos saberlo, a un acontecimiento capital, recomendarles que leyeran con atención los periódicos de mañana. Seguía entreteniéndose. Le apetecía una copa de alcohol, pero debía cuidar de sus veintes francos.

—Me voy… —suspiró.

Y la gente no esperaba más que esto, pues lo encontraban raro.

Su idea, al principio, era algo distinta. Había proyectado llegar a Juvisy a pie, siguiendo el Sena, sin apresurarse, pues tenía todo el día por delante. Pero, y era esto lo que demostraba su sangre fría, es que acababa de pensar, mientras escribía la carta, que si esta llevaba el sello de una localidad próxima a Juvisy, se establecería una relación y entonces la carta no serviría de nada. Era preferible regresar a París. Tomó el tranvía y las sacudidas le dieron un dolor en el pecho, cosa que le pasaba siempre que estaba cansado. Cerca del Louvre compró un sello y echó la carta al buzón, después de haberla tenido un buen rato suspendida en el aire, sin decidirse.

Desde ahora ya no había que pensar. Era suficiente con realizar lo que había decidido, punto por punto, sin cometer faltas. Seguía lloviendo. París estaba gris, sucio y confuso como una pesadilla poblada de personas que no debían saber dónde iban, lleno de calles, en los alrededores de Les Halles, donde se resbalaba sobre los desechos de verduras, y lleno de escaparates atestados de zapatos. Era la primera vez que reparaba en el número considerable de tiendas de zapatos, con cientos de pares en los estantes.

Quizás hubiera podido decir en su carta que… ¡Pero no! Para que le creyeran, no había que poner demasiado. Además, ya era demasiado tarde. ¡Demasiado tarde para todo! ¡Ni siquiera había tenido el valor de coger la ropa del hombre! Porque necesitaba ropa, costara lo que costara. Y de noche, en alguna parte, cerca de un puente del metro, había encontrado a un borracho dormido en un banco. Le hubiese bastado con aturdirlo de un golpe en la cabeza y desnudarlo. ¿Qué podía esto importarle? El hombre había vomitado. Una botella vacía yacía a sus pies.

Popinga estaba seguro de que él no sentía piedad. No era esto. Él sólo podía comprenderlo: eso era todo. Aún si lo hubiera hecho desde el principio, sabía ahora que no podía dar resultado. Un periódico había dado en la clave de la cuestión y, leyéndolo, Kees no lo había advertido, se había metido este periódico en el bolsillo, con los otros. «Es evidente —decía el redactor que firmaba con el nombre de Charles Bélières—, que nos encontramos en presencia de un aficionado…».

Ahora, lo había comprendido. ¡Lo había comprendido cuando el camarero le dijo que le habían aligerado de su cartera! ¡Él era un aficionado! Y esa era la razón por la que el comisario Lucas le trataba con desprecio. Por eso los periodistas no se lo tomaban en serio, por eso Louis alertaba al milieu contra él. ¡Un aficionado!… Hubiera podido ser otra cosa, pero para eso hubiera sido preciso empezar antes y, sobre todo, de otra forma…

¿Por qué se obstinaba en seguir pensando si ya había llegado al final? No hacía falta. Pensar le alteraba el ánimo, se lo revolvía de la misma forma que ya tenía revuelto el estómago, pero no debía olvidar la ropa. Y para solucionar esto debía encontrar una calle, una calle estrecha, detrás del Crédit Municipal, donde vendían un montón de cosas de ocasión.

Vagaba por un barrio extraño. Cruzó la calle de los Rosiers y su nombre le recordó a Jeanne —¿qué diría ella?—. Luego, por un momento, pensó en la conveniencia de vender su reloj. ¿Para qué? ¿Cuánto iban a darle por un reloj que le había costado ochenta francos? Y no debía ponerse sentimental y poner los ojos en blanco delante de las tabernas, como a un niño al que se le niega un caramelo. ¡El alcohol no cambiaría nada! Lo que contaba era su carta. Y repitiéndose sus frases, decidió que a fin de cuentas no lo había hecho mal del todo, pese a que hubiera olvidado varios detalles.

¿Qué título iban a ponerle? ¿Qué comentarios la seguirían? Sobre todo, no debía continuar mirándose en los espejos de los escaparates. Era ridículo. Podía llamar la atención. Y, sobre todo, que acabaría dándose pena de sí mismo. Tenía que caminar… ¡Eso es! Ahora estaba en la calle de los Blancs-Manteaux y era aquella pequeña tienda a la derecha la que había visto la semana pasada. Lo importante era comportarse con naturalidad, lograr sonreír.

—Perdón, señora…

Porque era una anciana la que se movía al fondo de la tienda entre los montones de trapos.

—Quisiera saber… Había pensado, para un baile de disfraces, vestirme de clochard… Es divertido, ¿verdad?

Un espejo le devolvía su imagen, pálida, quizás por la fatiga.

—¿Qué vale un traje viejo como este?

Era un traje gris más gastado aún que aquellos que mamá, en Groninguen, reservaba para un viejo pobre que pasaba todos los años por Pascua.

—Se lo dejaré a cincuenta francos, mire… Observe lo bueno que está aún… El forro ha sido cambiado…

Fue uno de los grandes acontecimientos de su vida. Nunca había podido imaginar que un viejo traje pudiese costar tan caro. Y encima le pedían veinte francos más por un par de zapatos informes.

—Gracias… Lo pensaré… Volveré…

La vieja le alcanzó en la calle para lanzarle:

—¡Venga! Se lo dejaré todo en sesenta francos, por ser usted… ¡Y encima le daré una gorra gratis!…

Popinga huía, encorvado. No tenía tampoco sesenta francos, ni cincuenta. ¡Allá penas! Se arreglaría de otra forma. Tenía ya hecho su plan y al recordarlo sus labios se le fruncían en una sonrisa sarcástica porque esta vez, por culpa de la suerte, los acontecimientos iban a superar a su imaginación.

Iría hasta el fin. ¡Hasta el fin de su plan y de la lógica!

—Tanto peor para…

Se callaba a tiempo. No tenía derecho a hablar solo en la calle. En el punto en que estaba, era estúpido el hacerse prender.

Caminó… Entró otra vez en una iglesia, pero se celebraba una boda y prefirió irse.

—¿No puede andar con cuidado, imbécil?

¡El imbécil era él, que había estado a punto de dejarse atropellar por un coche! ¡Ni siquiera se volvió!

De nada hubiera servido si se dejaba coger, si rehusaba la ayuda de un abogado, que se levantaría pausadamente en pleno juicio, con aire tranquilo, abriría un dossier y comenzaría a declamar con voz engolada: «Todos han creído que…».

¡Demasiado tarde! Debía evitar también volverse a mirar atrás a cada instante. Esa misma noche, el periódico estaría en posesión de su carta y su primer cuidado sería transmitida al comisario Lucas.

¡Extraña fatiga que se parecía a la resaca! Pero al mismo tiempo, estaba lúcido sin estarlo. Así, no veía a los transeúntes más que como sombras y llegaba a tropezar con ellos y a tartamudear unas excusas mientras se apresuraba de nuevo; pero no olvidaba ningún detalle de lo que había decidido y encontró perfectamente el camino de la puerta de Italia. Allí se informó sobre la hora y el precio de los autobuses para Juvisy.

Tras sacar su billete, le quedaban ocho francos y medio y se preguntó si era mejor comer o beber. Optó por hacer las dos cosas, se comió dos croissants con café y luego tomó una copa de alcohol, tras lo cual ya no podía ser cuestión el volverse atrás, ni beber, ni comer otra vez.

Nadie sospechaba de él. El camarero le servía como a un hombre normal e incluso alguien le pidió fuego. En el autobús, hacia las cinco de la tarde, estaba sentado entre personas que no se daban cuenta de nada.

Pero, si le hubiera dado la gana, algunos días antes, cuando aún tenía dinero, hubiera podido instalarse en un autobús con una bomba y hacer saltar el vehículo con todo lo de dentro. ¡Hubiera podido hacer descarrilar un tren, cosa que no era difícil!

Si estaba allí, ahora, era a su plena voluntad, porque consideraba que era demasiado tarde y porque en el fondo había encontrado una solución que aún era mejor. ¡Todo el mundo rabiaría! En cuanto a Jeanne Rozier… ¿Quién sabe? Siempre había pensado que estaba enamorada de él, sin saberlo… En adelante, ella lo estaría mucho más y Louis se le aparecía a sus ojos con un individuo ruin…

Reconoció la pendiente pronunciada, las primeras casas de Juvisy. Bajó del autobús y sintió las piernas tan flojas que se quedó un momento parado, sin atreverse a andar.

Un detalle le desorientaba. Distinguía el garaje Goin y Boret y veía luz en la habitación del primer piso. ¿Acaso también habían soltado a Goin? Era improbable. Los periódicos hubieran hablado de ello. Por otra parte, si Goin estaba allí, habría luz en el garaje.

¡No! Era Rose, sin duda. Le debían haber puesto en libertad provisional. Este pensamiento estuvo a punto de echarlo todo a rodar, pues Popinga tuvo que resistirse al deseo de entrar, de asustarla y quizás…

Pero si lo hacía así, todo lo demás no existía, ni la carta ni nada. Por eso no tenía ya derecho a entrar en el cafetín donde había jugado con la máquina tragaperras y donde veía, detrás de los cristales empañados, a hombres vestidos de ferroviarios.

Quizá no había hecho bien en comer, aunque fuera aquella tontería. Pero se le había revuelto el estómago. Caminó a lo largo de las calles desiertas, contorneó la estación por el paso a nivel y vio, de lejos, le ventana iluminada que había sido la suya y por la cual se había fugado.

Si no se daba prisa, corría el riesgo de que le faltara valor en el último minuto. La hora poco importaba ya, puesto que era oscuro. Lo que debía encontrar ante todo era el Sena. Y Popinga advertía que se había hecho una falsa idea de los parajes, porque pese a caminar a lo largo de las vías no veía trazas del río.

Cruzaba descampados, huertos, un arenal donde estuvo a punto de caer en un foso. ¿Era tal vez a causa de la fatiga que el camino le parecía tan largo? Pero no lo era tanto porque veía luces de aldeas o urbanizaciones y podía medir así la distancia recorrida.

Pasaron unos trenes. Cada vez se sobresaltaba y miraba a otro lado. Luego murmuraba, a media voz:

—No es nada.

Después se secaba la cara con la excusa de que llovía, pero sabía de sobras que eran gotas amargas las que llegaban hasta la comisura de sus labios.

Se cruzó con una tartana tirada por un caballo trotón. De lejos, no se veía más que una linterna. De cerca, distinguió, bajo una gruesa manta, a dos seres, un hombre y una mujer, acurrucados el uno contra el otro, e imaginó que a él también le llegaba el calor de los dos cuerpos cadera contra cadera…

—No es nada, ¿verdad?

Pero esto no impedía que por sesenta francos hubiera tenido un traje. Descubrió el fin el Sena no lejos de un puente que cruzaba las vías del ferrocarril y tuvo la impresión de haber recorrido varios kilómetros.

Una vez más, su reloj se había parado. Era un reloj malo, pero esto tampoco tenía importancia.

¡Y pensar que él no sabía exactamente el sentido de la palabra paranoico!

Hacía frío. ¡Otra crueldad del destino! Y estaba del todo obligado a quitarse los zapatos, pues llevaban la marca de un fabricante de Groninguen. Y también sus calcetines, para que así su mujer pudiera reconocerlos. Lo hizo sobre un talud donde crecían unos arbustos espinosos. Luego se quitó la chaqueta, el chaleco, el pantalón, y se echó a temblar.

Todo lo que podía conservar, porque lo había comprado en París, era la camisa, pero le pareció que era ridículo y se la quitó también.

Se puso el abrigo encima y se quedó un largo momento inmóvil, mirando como el agua corría a algunos metros de él.

Hacía verdaderamente frío. Sobre todo porque sus pies desnudos estaban sobre un charco de agua. Era mejor acabar de una vez y, con gestos torpes, se acercó al río y arrojó a él su ropa.

En seguida, volvió a subir por el talud, con los labios temblando, y en el momento en que alcanzaba las vías, no lejos de una luz verde cuyo significado ignoraba, pasó algo extraordinario.

Mientras que hasta ese momento había sido impulsado por una especie de fiebre interior, de pronto, se quedó tranquilo, bruscamente, con una calma tal que nunca la había sentido parecida.

Al mismo tiempo, mirando a su alrededor, se preguntaba qué hacía allí, desnudo del todo bajo un abrigo azul, haciendo equilibrios sobre las traviesas para no herirse con las piedras.

Sus cabellos estaban mojados, su cara estaba mojada. Temblequeaba y miraba con rabia al río que se llevaba su ropa, buena ropa que le pertenecía a él, ¡a Kees Popinga!

Si no hubiera estado lejos, habría intentado quizás entrar en su casa, sin ruido, pasando por la ventana de la cocina, y al día siguiente hubiera murmurado:

—No es nada, ¿verdad?

¿Qué había hecho él, en definitiva? Sólo había querido…

¡No! No tenía que pensar ya, no necesitaba reflexionar ya sobre esas cosas puesto que la carta ya estaba echada.

¡Allá penas! ¡Todo había terminado! Había dejado escapar un tren, sobre una vía, y no debía fallar el otro porque algún empleado podría descubrirle, pues había observado que a veces los empleados se paseaban a lo largo de las vías con una linterna.

Pero esto no impedía que la cosa fuese de lo más idiota… Y él no podía hacer nada… Era idiota, sí, pero se tumbó atravesado en la vía de la derecha, con la mejilla apoyada en el rail…

El rail estaba helado y Popinga empezó a llorar suavemente acechando la oscuridad, el final de la oscuridad, donde vería en seguida aparecer una pequeña luz…

Después, ya no habría más Popinga… ¡Nadie lo sabría nunca, porque ni siquiera tendría cabeza!… Y todo el mundo creería, puesto que así lo había escrito, que él…

Estuvo a punto de incorporarse de un salto pues oyó un jadeo y tenía demasiado frío. Sentía el tren que iba a aparecer por la curva y…

Se había prometido a sí mismo que cerraría los ojos. Pero el tren aparecía ya y él los conservaba abiertos, encogía las piernas, agrandaba sus pupilas, cortado el aliento aunque tuviera la boca abierta.

La luz se acercó con el estruendo y, de repente, el estrépito se hizo más fuerte de lo que él había oído hasta entonces, hasta el punto que pensó que tal vez ya estuviera muerto.

Sin embargo, oyó unas voces. Luego, nada más. Y fue solamente entonces que se dio cuenta de que un tren se había detenido en la otra vía, que dos hombres saltaban de la máquina, que se bajaban unos cristales.

Se levantó. No sabía cómo. No supo tampoco cómo corría, pero oyó claramente a uno de los maquinistas que gritaba:

—¡Cuidado! ¡Se escapa!

No era verdad. Ya no podía andar. Se había arrojado detrás de un matorral, pero otras personas marchaban a su alrededor y alguien le saltó bruscamente encima, como sobre un animal del que se tiene miedo, y le retorció ambas muñecas.

—¡Cuidado con el tren descendente!

Para él, había terminado. No se daba cuenta de que un expreso pasaba al fin por la vía que él escogiera ni que le llevaban a un compartimento de segunda clase, en compañía de un hombre, de una mujer y del jefe del tren.

¡Tanto peor para ellos! ¡A él ya no le incumbía!