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De cómo Kees Popinga cambia de camisa mientras la policía y el azar, despreciando las reglas del juego, organizan una conjura de maldad

No estaba desanimado, no. Ello causaría demasiada alegría a aquellos señores. Pero no podía evitar que cuando desplegaba un periódico o se detenía ante el escaparate de los quioscos, una sonrisa amarga vagara por sus labios. Hubiérase dicho que lo ignoraban por completo, que ni siquiera tenían en cuenta que luchaba solo contra todos, jugando valientemente cuanto tenía, ni que ciertos detalles de la vida cotidiana se complican extraordinariamente en un caso como el suyo. Así, la primera vez que se cambió de camisa en los lavabos de un café —este sitio ocupaba un lugar importante en su vida errante—, salió con la camisa sucia en la mano y de desprendió de ella dejándola caer en un urinario. Pues bien, ¡poco faltó para que le detuvieran! Un agente había visto caer el objeto, y mientras Kees se alejaba, penetró en la vespasiana y Popinga tuvo que echar a correr.

Ahora, que por segunda vez acababa de ponerse una camisa nueva, prefirió arrojar la otra al Sena, pero esto era más complicado de lo que parece, pues había que buscar un lugar donde hacerlo sin ser visto. Siempre en el último momento aparece de improviso un pescador, un vagabundo, unos enamorados o una señora paseando su perro. ¿Quién podía imaginar, pues, estos pormenores de su vida? Los periódicos, por lo menos, no. Les había suministrado no solamente material, sino un artículo gratuito y, ni aun así, ninguno manifestó simpatía hacia él. No pedía que expresaran públicamente vehementes deseos de que él ganase la partida. No pedía tampoco dos columnas, en primera plana, todos los días. Pero él tenía formada una opinión de esas cosas. Hay una manera de presentar tales sucesos que hacen a su protagonista simpático o antipático. Y, en Francia, los héroes de la crónica negra son casi siempre simpáticos.

¿Por qué iba él a ser una excepción de la regla? ¿Había que ver en eso la intervención del comisario Lucas? No había robado a nadie, lo que debía tranquilizar a los burgueses. Si Pamela había muerto, no lo había hecho adrede. Y las dos veces sólo atacó a jóvenes de mala vida, lo que era suficiente para desvanecer los temores de las mujeres honradas. Con una multitud de crímenes sobre su conciencia, Landru, que era feo por añadidura, tenía a su favor la mitad del público.

¿Por qué? ¿Por qué esta hostilidad sorda de los periódicos que, cuando no callaban como un muerto, se limitaban a publicar informaciones sin interés?

El doctor Linze, cuya opinión sobre el caso del holandés habíamos prometido a nuestros lectores, nos ha hecho saber que, a pesar de su vivo deseo de sernos útil, no se cree autorizado a emitir un diagnóstico en un asunto tan grave, sin más elementos que el de una simple carta…

¡El colmo! Se llegaba a pequeñas discusiones al margen de su persona, de su vida y de su libertad. Al día siguiente, el profesor Abram, que sentíase herido por las declaraciones de su compañero respondía:

Se me ha obligado a decir lo que no he dicho con respecto a un asunto que carece de importancia. Ciertamente, en el curso de una conversación, he podido dejar entender que yo consideraba a Kees Popinga como un paranoico vulgar, pero en ningún momento he querido dar a esta opinión provisional el valor de un diagnóstico…

¡Hasta los alienistas parecían abandonarle! El mismo Saladin, el periodista que al principio escribió sobre él los mejores artículos, ahora publicaba sus comentarios sin firmarlos. Popinga no le conocía. Ignoraba si era joven o viejo, alegre o triste, y, sin embargo, este abandono le deprimía.

¿Qué interés había en publicar cosas como estas, con toda su aridez?

Los peritos, que, pese a las fiestas, han estudiado la contabilidad de la casa Julius de Coster, en Zoon, han declarado en su primer informe que su trabajo requerirá muchas semanas. Parece ser, en efecto, que el asunto es más importante de lo que parecía, y que nos hallamos no sólo ante una quiebra estrepitosa, sino también ante una serie de estafas cometidas al amparo de una firma respetable.

Por otra parte, ha resultado inútil el dragado que durante varios días se ha realizado en el Canal Wilhelmine. El cuerpo de Julius Coster no ha podido ser hallado, y no parece posible que haya sido arrastrado por un barco.

Prevalece la opinión de que nos hallamos ante un falso suicidio y de que el armador ha cruzado la frontera.

¿Qué podía importar eso a Popinga? En cambio, se publicaban con cierto deleite malicioso notas como esta:

El comisario Lucas se trasladó ayer a Lyon, declarando que iba a efectuar una investigación, pero se negó a decir si estaba relacionada con el asunto Popinga o si se trataba de traficantes de estupefacientes, algunos de los cuales han sido ya detenidos.

¿Por qué a Lyon? ¿Y por qué se recordaba con insistencia este asunto de estupefacientes que no interesaba a nadie? ¿Por qué sucedía todo como si un jefe invisible se ingeniase en falsear el juego? El jefe no podía ser otro que el comisario Lucas. De una manera o de otra, era él quien impedía a los reporteros llevar adelante sus investigaciones como tienen por costumbre. Puesto que, por lo general, cada periódico emprende una investigación por su cuenta, cada uno tiene su teoría, su pista, interroga a las gentes y publica lo que sabe. Sin embargo, a nadie se le había ocurrido entrevistar a Jeanne Rozier. Ni una palabra sobre su estado. Era imposible saber si se había restablecido y vuelto a su trabajo en el Picratt’s. Ni tampoco una palabra acerca de Louis, de cuyo regreso de Marsella no se había hecho mención.

¿No tenía esto todas las apariencias de una mezquina persecución? ¿Cómo suponer que nadie se hubiese presentado a la policía declarando que se había encontrado con Popinga? Y en tal caso, ¿por qué callarlo? Sin duda para ponerle fuera de sí. Lo había comprendido. Se encogía de hombros y suspiraba con desprecio, dándose cuenta de que se quería hacer el vacío a su alrededor. Pero ello no era obstáculo para que él se observara a sí mismo. Cuando se paseaba por las calles, evitaba mirar a los transeúntes con aire interrogante o irónico. Acababa de llevar a cabo una nueva experiencia. La casualidad le había conducido a Javel, a un hotel mediocre. Había creído hábil cambiar así de género de establecimiento. Había cometido un error. No estaba acostumbrado a hospedarse en hoteles tan miserables y había notado que todo el mundo le miraba con asombro. No había que caer demasiado bajo ni subir demasiado alto. Por otra parte, le quedaban mil doscientos francos y en pocos días tendría que agenciarse dinero de nuevo. Comenzaba a pensar. Disponía todavía de tiempo, pero podía ya examinar el asunto.

La noche del Javel, era la noche del 7 al 8 de enero. Popinga, después de haber arrojado su camisa al Sena, prefirió cambiar de barrio e instalarse en algún sitio para leer los periódicos. Llovía. Para los demás esto no era más que un leve contratiempo. Para él, que debía pasar una gran parte del día en la calle y que no podía cambiar de ropa, adquiría mucha importancia y venía a ser como una crueldad de la naturaleza.

Fue junto a la Madeleine, en una confortable cervecería, donde soltó la carcajada al leer en el periódico en el que precisamente trabajaba Saladin:

La policía pone en libertad a un ladrón de autos.

Lo más curioso es que desde hacía algunos días esperaba algo semejante. No se engañaba al pensar que había gato encerrado. Pero en cuanto a pensar…

Ayer, a las cinco de la tarde, la casualidad nos hizo asistir, en la Policía Judicial, a la puesta en libertad de uno de los ladrones de autos detenidos la semana pasada.

Cuando el llamado Louis salía del despacho del comisario Lucas, procuramos obtener informes de fuente oficial, pero tropezamos con un mutismo feroz. No podemos, pues, dar aquí sino los resultados de nuestra investigación personal y emitir suposiciones. Señalemos primero que ningún comunicado fue dado a la prensa cuando, en la noche del 1 al 2 de enero, el comisario Lucas, que por lo general no se ocupa de tales asuntos, se encargó personalmente de la detención de una banda de ladrones de autos.

¿Por qué esta discreción? ¿Y por qué desde entonces no ha trascendido el asunto, que es de suma importancia, puesto que cuatro hombres y una mujer están ya detenidos? Creemos poder responder a esta pregunta porque conocemos la identidad de la pandilla conocida con el nombre de “banda Juvisy”, pues es en dicha localidad donde los coches robados eran “camuflados” la misma noche, antes de ser enviados a provincias.

El jefe de la banda no es otro que un tal Louis antiguo traficante de cocaína y amante de Jeanne Rozier.

Y no hay que olvidar que esta…

Kees Popinga hubiera podido escribir la continuación del artículo mucho mejor que su amigo Saladin. Jamás su sonrisa reflejó como ahora tanto desprecio hacia los periódicos y hacia la humanidad entera.

… Queda explicada, por tanto, la intervención personal del comisario Lucas en el asunto de Juvisy. La banda fue detenida, inclusive una tal Rose, hermana del mecánico Goin. Los interrogatorios fueron llevados a cabo sin informar a la prensa acerca de ellos. ¿Habría que creer ahora que Louis ha sido puesto en libertad porque su inocencia ha sido probada? No es esta nuestra opinión. Confesamos que, a falta de información dada por el Quai des Orfèvres hemos interrogado a ciertos individuos que viven en un ambiente especial y que conocen particularmente a Louis y esta clase de asuntos.

—Si Louis ha sido puesto en libertad —nos han dicho—, es porque le ha sido encomendado un trabajo. ¿Comprenden ustedes?

Parece confirmar tal aserto el hecho de que el tal Louis desde ayer por la noche recorre ciertos bares donde da a sus amigos consignas misteriosas. Diremos para no extendernos demasiado, que desde ahora parece ser que Kees Popinga, agresor de Jeanne Rozier, no es buscado solamente por la policía, sino también por el milieu, el cual está decidido a darle caza.

Lo que equivale a decir, a nuestro juicio, que su detención es cuestión de horas. A menos que un accidente…

Esta vez, Popinga, mirándose al espejo que se hallaba frente de él, al otro lado del salón, advirtió que estaba pálido y que sus labios eran incapaces de esbozar una sonrisa ni siquiera sarcástica.

Los acontecimientos confirmaban sus temores, y a no ser por Saladin, por quien ahora sentía menos rencor, no hubiera sabido nada y hubiese continuado vagando de un punto a otro sin sospechar lo que se tramaba contra él. ¡Y sin embargo, era sencillo! El golpe de Juvisy había tenido éxito y la banda había sido detenida, pero Lucas, en vez de proclamarlo a los cuatro vientos, habíase burlado de los periódicos haciendo referencia a historias de morfina y de heroína. Lucas debió de mostrar a Louis la carta denunciadora de Popinga. Y no vaciló, esto era un hecho comprobado, en proponerle un innoble pacto. ¡He aquí lo que sucedía! La policía negociaba con Louis. La policía ponía en libertad a aquel para que terminase con Popinga. Dicho de otro modo, ¡ella sola era incapaz de echarle mano!

No era solamente desprecio y odio lo que sentía Popinga en su alma, sino un inmenso y profundo asco. Pidió papel, sacó su pluma, pero al disponerse a escribir se encogió de hombros, cansado. ¿Escribir a quién? ¿A Saladin? ¿Para confirmar los términos de su artículo? ¿Al comisario Lucas para felicitarle irónicamente? ¿A quién, entonces, y para qué?

Porque Louis se disponía a cazarle, creían la partida ganada y pregonaban su triunfo. Desde aquel momento todas las mujerzuelas de París, todos los vagabundos, todos los dueños de bares equívocos y de hoteles de paso estarían ojo avizor y dispuestos a avisar a la policía. Si la policía no le había visto nunca, Louis si le conocía.

—¡Mozo! ¿Qué le debo?

Pagó la consumición, pero no salió. ¿Por qué? No lo sabía. Sentía repentinamente toda la fatiga acumulada de tanto caminar por las calles de París. Permaneció sentado en la banqueta de hule mirando vagamente la calle por donde desfilaban los paraguas. La verdad es que daban preferencia oficialmente a un ladrón de autos, a un expresidiario, que además vivía de la prostitución. ¡Porque era así! Y si Louis triunfaba, sin duda harían la vista gorda ante las actividades de la banda de Juvisy.

—¡Camarero!

Tenía sed. ¡Qué más daba! Necesitaba reflexionar, y un vaso de alcohol le ayudaría a ello. En el fondo, después del asunto de Jeanne Rozier, había cometido el error de quedarse quieto, de no continuar. ¡Ahora veía las cosas con claridad! Comenzaba a comprender el mecanismo de la opinión pública. Hubiera sido preciso que al día siguiente se pudiera leer en los periódicos:

Kees Popinga ataca a una joven en un tren…

Y así, sucesivamente, ininterrumpidamente, de modo que el público permaneciera ansioso y él se convirtiera en un ser legendario. ¿Se habrían apasionado por la suerte de Landru si este se hubiera limitado a matar una o dos mujeres?

Quizás había hecho mal en escribir todo lo que pensaba, en lugar de mentir. Si, por ejemplo, él les hubiese dado a entender que en Groninguen, donde todo el mundo le tenía por un ciudadano modelo, se entregaba ya a agresiones misteriosas…

Releyó el artículo de Saladin y le confirmó en su idea. El héroe de la aventura no era ya él, Popinga, sino que era Louis, quien se convertía en el personaje principal. Y mañana, el amante de Jeanne sería el personaje simpático. La gente se apasionaría por esta caza del hombre en el submundo de París, capitaneada por un delincuente con el asentimiento tácito de la policía.

Desanimado, no. No quería estarlo ni lo estaría a ningún precio. Tenía derecho a estar fatigado un momento y a medir la injusticia de la cual había sido la víctima. ¿Cuántos iban tras sus talones ahora? ¡Centenares! ¡Miles!

Pero esta perspectiva no le impedía beber su vasito de coñac y permanecer impasible mirando caer la lluvia. ¡Qué le busquen! ¡Qué miren las narices de los transeúntes! Un hombre siempre es más fuerte que una multitud, si conserva su sangre fría. ¡Y Popinga conservaba la suya!

No había cometido más que un error: el de no haber considerado, desde el principio, a todo el mundo como enemigo. Pese a que ya no se le tomara en serio. Ya no le tenían miedo. ¡Todo lo más lo trataban como a un personaje grotesco!

¡Paranoico!

¿Y qué? ¿Qué demostraba esto? ¿Es que esto le impedía burlarse de todo París, sentado bien calentito en una cervecería ante un segundo vaso de coñac? ¿Es que esto le impedía hacer lo que quisiera, lo que decidiera, lo que iba a decidir el mismo día, algo enorme, algo que les haría temblar a todos, incluidos los ladrones de coches, las putas y los compinches de Louis?

No sabía aún qué haría. Tenía tiempo. Era mejor no apresurarse, esperar una inspiración y continuar mirando a la gente pasar por la calle, en fila india, como un rebaño estúpido. ¡Había incluso quien corría, como si con ello adelantara algo! Y un guardia con esclavina que, grave como un papa, se creía indispensable mientras jugaba con su silbato y su porra blanca. ¿No hubiera sido más inteligente, en lugar de pavonearse así, ir y pedirle los papeles a Popinga?

De golpe, esto habría terminado. Ya no habría caso Popinga. ¡Ya no se necesitaría de Louis ni de los otros ni de ese comisario Lucas que debía creerse el más sutil de los hombres!

Y la prueba de que no era tan sutil es que Kees, sin medios de información, había visto venir el golpe desde varios días antes y había tenido el valor de dormir solo.

¿Quién sabe? Ahora, quizás ya no dormiría más solo. Pero, en todo caso, sus compañeras no irían a contarlo…

Se le había subido la sangre a la cabeza. Una vez más, se miró en el espejo preguntándose si había verdaderamente pensado lo que acababa de pensar. ¿Por qué no? ¿Quién se lo impediría?

Volvió la cabeza porque alguien se dirigía a él, en inglés, un personaje que, desde hacía unos minutos, escribía en una mesa vecina.

—Perdón, señor —preguntaba sonriendo—, ¿no hablará usted inglés, por casualidad?

—Sí.

—¿Es usted inglés?

—Sí.

—En ese caso, excúseme si le pido un favor. Acabo de llegar a París. Vengo de América. Quiero preguntarle al camarero cuántos sellos hay que poner en esta carta, pero él no acaba de comprenderme.

Popinga llamó al camarero, tradujo, miró a su vecino que se confundía en gracias, a la vez que timbraba una carta dirigida a Nueva Orleáns.

—¡Tiene usted suerte de hablar francés! —suspiraba el desconocido cerrando su cartera de mano—. Yo, desde mi llegada, me siento muy desdichado. La gente aquí no comprende siquiera cuando les pregunto el camino en la calle. ¿Conoce usted París?

—Un poco, sí.

A Popinga le divertía pensar que en ocho días él había tenido tiempo para recorrer todos los barrios de la capital.

—Unos amigos me han dado una buena dirección, la de un bar regido por un americano, donde se reúnen todos los americanos de París… ¿Lo conoce usted?

El hombre no era nada joven. Tenía los cabellos grises, las mejillas abultadas y una nariz roja que revelaba su inclinación por los licores fuertes.

—Parece ser que está cerca de la Ópera, pero yo lo he buscado durante media hora sin encontrarlo.

Sacó un pequeño papel del bolsillo de su amplio abrigo:

—Rue… espere… rue de la Michodière…

—La conozco, sí.

—¿Está lejos de aquí?

—A cinco minutos, yendo a pie.

El otro pareció vacilar y murmuró finalmente:

—¿No aceptaría venir a tomar allí el aperitivo conmigo? Desde hace dos días que no puedo hablar con nadie…

¡Y Popinga también! A él hacía ocho días, ocho, que esto le sucedía.

Cinco minutos más tarde, los dos hombres seguían los grandes bulevares y un buhonero, oyéndoles hablar, les presentó unas tarjetas postales transparentes.

—¿Qué es eso? —preguntó el yanki.

Y Kees, poniéndose colorado, explicó:

—No es nada. Cosas que hacen para los extranjeros…

—¿Hace tiempo que vive usted en París?

—Bastante tiempo, sí.

—Yo me quedaré sólo ocho días, luego me voy a Italia y después regreso ya a Nueva Orleáns. ¿La conoce usted?

—No.

Algunas personas se volvían. Eran dos extranjeros típicos, de esos que recorren los bulevares con aire seguro, hablando en voz alta como si nadie pudiera entenderlos.

—Es en esa calle… —indicó Popinga.

Era lo bastante prudente para pensar que no diría nada comprometedor a ese hombre. Aun suponiendo que perteneciera a la policía o a la banda de Louis, no iba a sacar nada en claro.

Empujó la puerta del bar que no conocía y se quedó impresionado por el decorado y por la atmósfera. Era algo nuevo para él. Ya no se estaba en Francia sino en los Estados Unidos. Alrededor de un alto mostrador de caoba, hombres altos y fuertes hablaban en voz alta, fumaban y bebían mientras dos barmans, uno de los cuales era chino, se afanaban sirviendo whiskies y los inmensos vasos de cerveza. Le sorprendió también ver cómo en los espejos había montones de inscripciones trazadas con tiza.

—Un whisky, ¿verdad?

—Gracias.

Esto cambiaba a Popinga de las cervecerías de los últimos días, cuyos decorados ya conocía demasiado: la bola niquelada con el pie de hierro fundido, para colgar los paños, el mueblecito con los listines, la cajera en su silla de patas altas, los camareros con delantal blanco…

Aquí, el ambiente hacía pensar en otra cosa. En un largo viaje, en una escala en algún país lejano. Kees tendió la oreja y se enteró de que la mayor parte de los clientes discutía de las carreras de la tarde, mientras que el más gordo, uno que tenía cuatro papadas y llevaba un abrigo a grandes cuadros marrones, como en las caricaturas, tomaba las apuestas.

—¿Usted también está en el comercio? —preguntó a Popinga su nuevo amigo.

—Sí… Estoy en el de harinas…

Decía esto porque conocía el negocio de harinas, pues formaba parte de la actividad de casa de Coster.

—Yo estoy en el cuero. ¿Una salchicha? ¡Pues claro! Debe usted tomar una salchicha. Estoy seguro de que son excelentes, pues aquí estamos en América y América hace excelentes salchichas…

Gente que entraba y gente que salía. Una humareda espesa llenaba el bar. Los muros estaban llenos de fotografías de campeones del deporte americano, la mayor parte con dedicatorias al patrón.

—Es verdaderamente simpático, ¿verdad? El amigo que me dio la dirección me dijo que es el rincón más simpático de París. ¡Dos whiskies, barman!

Luego, sin transición, con una sonrisa húmeda, encadenaba:

—¿Es cierto que las francesas son tan amables con los extranjeros? Yo todavía no he tenido tiempo de ir a ver el alegre Montmartre. Confieso que me da un poco de miedo…

—¿Miedo de qué?

—En mi país se cuenta que aquí hay muy mala gente, más astutos que nuestros gangsters, y que los extranjeros se arriesgan a ser robados. ¿A usted aún no le han robado?

—A mí nunca me han robado. Y eso que voy a menudo a Montmartre.

—¿Ha conocido mujeres?

—Sí.

—¿Y no tenían un cómplice escondido en la habitación?

Popinga se olvidó un poco de las perfidias del comisario Lucas. Aquí, él era el viejo, el que sabía y daba consejos a un novato. Cuanto más miraba a su compañero, más ingenuo lo encontraba, más ingenuo incluso que un holandés.

—Sus amigos no están en la habitación, pero las esperan fuera.

—¿Para qué?

—Para nada. Por esperarlas. No debe usted tener miedo.

—¿Tiene usted revólver?

—No.

—En Nueva York, cuando yo voy por negocios, llevo siempre un revólver…

—Aquí estamos en París.

Las salchichas eran buenas. Popinga vació su vaso y volvió a encontrárselo lleno otra vez.

—¿Está usted en un buen hotel?

—Muy bueno.

—Yo —dijo el extranjero—, me alojo en el Gran Hotel. Está muy bien.

Le tendió su cigarrera y Kees se sirvió sin vergüenza porque, por una vez al cabo de tantos días y sobre todo en aquel ambiente, podía permitirse el lujo de fumarse un puro.

—¿No sabe usted dónde se venden los periódicos americanos? Quisiera conocer la cotización de la Bolsa…

—En todos los quioscos. Hay uno a cincuenta metros de aquí, en la esquina de la calle.

—¿Me permite usted un momento? Vuelvo en seguida. Pida usted otras dos salchichas, ¿quiere?

No había ya mucha gente, pues era la una y la mayoría de los clientes se habían ido a comer. Popinga esperó cinco minutos y se sorprendió al no ver venir a su compañero. Luego, pensó en otra cosa y cuando volvió a mirar el reloj era la una y cuarto. No se había fijado hasta entonces en que el barman le observaba con atención y que se volvía para decirle algo en voz baja al chino.

El whisky le había sentado bien. Se sentía lleno de aplomo. Estaba en plena forma para replicar a todos los Lucas y a todos los Louis que se ofrecieran y, aquella misma tarde, se prometía trazar un plan que los asombraría y que forzaría a los periódicos a hablar de él en otro tono.

¿Por qué el americano no volvía? Sin embargo, no podía haberse perdido. Popinga abrió la puerta del bar, miró a lo largo de la acera, hasta el quiosco que se alzaba en la esquina, pero no vio a su compañero.

Entonces se rio ante la idea de que se había dejado tomar el pelo, que le había dejado allí para que fuera él quien pagara la cuenta. ¡Una guarrada más! Pero comenzaba a estar acostumbrado.

—¡Deme otro whisky!

Podía embriagarse. Estaba seguro de que, pasara lo que pasara, conservaría su sangre fría para no traicionarse y para…

Para pasar el rato, hizo funcionar una máquina automática que distribuía bolas de chicle. Luego pidió un nuevo cigarro, pues se le había caído el suyo. El bar se había vaciado por completo. El chino comía, solo, en el fondo de la sala, mientras que el otro barman ordenaba su material.

¡Qué granujada haber representado esa comedia para hacerle pagar cuatro salchichas y algunos whiskies! Y él no era rico, por cierto. Tenía más que nadie necesidad de su dinero, porque, para él, era todo, por decirlo así, una cuestión de vida o muerte. Un simple detalle era elocuente: cuando una camisa estaba sucia, él no podía hacerla lavar sino que debía comprar otra y tirar la sucia al Sena, una camisa nueva que sólo había llevado unos días.

¿Y por qué no pedir otra salchicha, pues ello le permitiría pasarse sin comer? Se le ocurrió la idea de pasar también la tarde en las carreras, lo que le haría bien, pues era irritante rondar siempre entre los mismos decorados.

Iba a abrir la boca. El barman la abrió al mismo tiempo, como por casualidad, y Popinga le dejó hablar primero.

—Perdóneme por preguntarle esto. ¿Conoce usted al caballero que estaba con usted?

¿Qué debía responder? ¿Que sí o que no?

—Le conozco… un poco… sí, un poco…

El barman, incómodo, continuaba:

—¿Sabe usted a qué se dedica?

—Trabaja en cueros…

El chino, desde su sitio al fondo de la sala tendía la oreja y Popinga comprendió que pasaba algo raro. Por un instante pensó en salir y alejarse aprisa.

—Entonces, se la ha jugado.

—¿Qué quiere usted decir?

—Yo no me atrevía a advertirle, primero porque había gente y luego porque no sabía si usted era uno de sus amigos…

Y el barman, cambiando de sitio una botella de gin, suspiró:

—Aunque, en esta historia, voy a ser yo también el perjudicado.

—No le comprendo.

—Ya lo sé… Pero lo comprenderá en seguida… ¿Llevaba usted mucho dinero encima?

—¡Bastante!

—Busque su cartera. Yo no sé en qué bolsillo tiene usted costumbre de llevarla, pero me apuesto cualquier cosa a que ya no la tiene.

Popinga se palpó y sintió su garganta anudarse. Como el barman le anunciaba, su cartera ya no estaba en su bolsillo.

—¿No se ha dado usted cuenta de que mientras le hablaba le daba palmadas? Es un especialista. Hace diez años que le conozco. Y la policía también. Es uno de los más hábiles carteristas de Europa…

Durante un segundo, Kees había cerrado los ojos. Y durante ese segundo, su mano buscaba algo en el bolsillo de su abrigo…

Como si el robo de todo su dinero no fuera bastante, como si su sólo medio de lucha no bastara, ¡el americano le había robado también su maquinilla de afeitar, engañado sin duda por la forma de la caja, que debía haber tomado por un estuche de joyas!

Miles de personas en París, ese mismo día, podían ser víctimas de un carterista. Para la mayor parte, sino para todas, esto no supondría más que una pérdida de dinero más o menos importante.

Pero había un ser, uno solo, para quien los mil doscientos francos y la maquinilla eran, por así decirlo, su única salvación: ¡Kees Popinga! Y este hombre, más que ningún otro, estaba a la defensiva. Desde la mañana, la suerte le había mostrado, bajo los titulares de un artículo de periódico, una mueca amenazadora.

Luego había creído que se producía una pausa, una especie de descanso. Había aceptado los whiskies y las salchichas, aquella conversación que cambiaba su sempiterno soliloquio.

—Estuve a punto de advertirle. Pero usted no me miraba y, además, como le he dicho, yo podía suponer que usted era uno de sus amigos, quizás un asociado…

Popinga sonrió suavemente al barman que se excusaba.

—¿Ha perdido usted mucho?

—No… No mucho… —articuló Kees conservándola misma sonrisa casi angelical.

¡Porque no había perdido ni mucho ni poco! ¡Lo había perdido todo! Todo lo que un hombre puede perder, tontamente, por azar; sí, por culpa de ese azar que se ponía a hacer trampas con él, de la misma forma que la policía y Louis le hacían trampa.

No se decidía a irse. Bajaba la cabeza porque sentía un picoteo en sus párpados y tenía miedo de dejar escapar dos lágrimas.

¡Era demasiado! ¡Demasiado estúpido! ¡Demasiado gratuito!

—¿Vive usted lejos?

Sonrió. Sonrió verdaderamente. Tuvo la fuerza necesaria para hacerlo.

—Bastante lejos, sí…

—Escuche. Tengo confianza en usted. Voy a adelantarle veinte francos para su taxi. No sé si usted va a denunciarlo pero le aseguro que si al fin detuvieran a ese granuja, sería una buena cosa para todos…

Dijo que sí con la cabeza. Hubiera querido sentarse, pensar, cogerse la cabeza entre las manos, estallar quizás en una carcajada, o estallar en sollozos. No era solamente estúpido: era repugnante, y tenía conciencia de no haberlo merecido.

¿Qué había hecho él? ¿Sí, qué había hecho? Aparte de…

Aparte de una cosita, evidentemente, pero que él la había considerado como legítima. Por otra parte, él no había reflexionado entonces. Era por odio hacia esa Rose. Un odio instintivo, puesto que él no tenía nada preciso que reprocharle… Y él había escrito al comisario Lucas para denunciar a la banda…

¿Y qué es lo que merecía él, como revancha?

Cogió los veinte francos que el barman le tendía. Alzó los ojos y vio su cara en el espejo, cortada por las inscripciones en blanco de España, una cara que no expresaba nada, ni pena ni desesperación, nada de nada; una cara que se parecía a otra cara que había visto un día, diez años antes, en Groninguen, la de un hombre que había sido atropellado por un tranvía y cuyas dos piernas habían sido cortadas limpiamente… El herido no lo sabía aún. El dolor no había tenido tiempo de hacerse sentir. Y mientras la gente se desvanecía a su alrededor, él las miraba con un asombro inconmensurable, preguntándose qué les sucedía, qué le había ocurrido a él, por qué estaba allí, en el suelo, en medio de una multitud que gritaba.

—Le pido perdón… —balbució—. Gracias…

Abrió la puerta… Comenzó a andar, pero no se daba cuenta ni de la dirección que tomaba ni de las gentes que le rozaban, ni del hecho de que hablaba solo…

¡Hacían trampa! ¡Esta era la única verdad luminosa! ¡Jugaban sucio con él! Jugaban sucio porque él era demasiado fuerte, porque no podían vencerle de otra forma, sólo haciéndole trampas, pero no jugando limpiamente.

El comisario Lucas, que no se atrevía a dejar publicar su retrato, era el primer tramposo y no se avergonzaba de soltar unos malos faroles de póker y hacerle creer a la gente que estaba en Lyon y que no sabía nada de los ladrones de coches…

Louis hacía trampa también y negociaba con la policía… Jeanne Rozier también…

De ella, Popinga no lo hubiera creído. Si la actitud de los otros no provocaba más que su asco y su indignación, la de ella le apenaba porque él había creído sentir que había algo entre los dos.

¡Y la prueba es que él no la había matado!

Ahora, el azar hacía trampa también, le enviaba a aquel americano vulgar que no era capaz más que de vaciar los bolsillos de su compañero…

¡Y que no sacaría ningún provecho de una maquinilla de afeitar de dieciséis francos!

¡Era demasiado idiota, sí!

Era inmundo…