¿Qué iba a importar a los periódicos publicar algunas palabras más? Por lo general, daban mucha información, revelando que la policía piensa esto y lo otro, que ha tendido tal o cual trampa, y reproducían una foto muy clara de los que estaban encargados de acosar al criminal.
Pero Popinga había observado que ni un solo periódico publicaba el retrato del comisario Lucas. Esto, claro está, no tenía una importancia capital. El comisario no corría por las calles como un sabueso a la busca de Kees; pero a él le hubiera gustado conocer los rasgos de su adversario, nada más que para formarse una opinión.
No era el silencio de la prensa lo que más le impresionaba, sino las consignas que ello suponía. Por ejemplo, el periódico que había publicado la extensa carta de Popinga, añadía a continuación las frases siguientes:
El comisario Lucas, después de haber leído, sonriéndose, este documento, nos lo devolvió y se encogió de hombros.
—¿Qué piensa usted? —le preguntamos.
Y el comisario murmuró, sin añadir más:
—¡Como una cabra!
Para Popinga eso no quería decir nada y de nada le servía. Lo que le interesaba era saber, entre otras cosas, si la joven cuyo nombre ignoraba, con la que había dormido en un hotel de Montmartre y que le compró la maquinilla de afeitar, le había reconocido después y si lo declaró a la policía.
Esto era importante, pues si se enteraban de que tenía la maquinilla de afeitar y una brocha en el bolsillo y que además no solía pasar la noche solo, sería rápidamente localizado.
Pero dormir solo le resultaba muy penoso. Lo había hecho en el Hotel Beauséjour, de la calle Brey, donde había recibido sus dos cartas que le permitían presentarse en Lista de Correos con el nombre de Smitson.
Al día siguiente durmió en un hotel del barrio de Vaugirar y a medianoche estuvo a punto de levantarse para ir a buscar compañía. Le sucedía una cosa curiosa. Cuando tenía una mujer a su lado se dormía en seguida y no se despertaba hasta la mañana. En cambio, si estaba solo se ponía a pensar, primero lentamente, lo mismo que un coche que se desliza por una pendiente; luego, más de prisa, siempre más de prisa y siempre también en cosas distintas a la vez. Cosas desagradables, hasta el punto de que, al fin, prefería sentarse en la cama y encender la luz.
Si esto lo hubiese contado a alguien, hubiera dicho que sentía remordimientos, lo que no era cierto. La prueba es que jamás pensaba en Pamela, que había muerto, mientras veía con frecuencia a Jeanne Rozier, que apenas si fue herida y que no le habría denunciado. También se le aparecía la arisca Rose. ¿Por qué en todas esas pesadillas se convertía ella en el hada mala? ¿Y por qué siempre soñaba que Jeanne Rozier, después de haberle mirado mucho tiempo con sus ojos verdes, con tierna ironía, posaba sus labios en sus pupilas y su fresca mano sobre la suya?
¿Acaso era preferible pasar esas noches agitadas a arriesgarse a ser reconocido por una compañera de ocasión? ¿Tendría que haber un periodista que se apiadara de él, u otro lo bastante estúpido para escribir: «La policía sabe esto y aquello… Vigila tal zona…»?
¿No vigilaba todas las cervecerías por el solo hecho de haber escrito sus cartas en varias de ellas, incluso la dirigida por correo urgente al comisario Lucas? Aunque así no fuera, el peligro era el mismo, pues los camareros del café, sin duda por su oficio, suelen ser observadores. Además, leen periódicos y entre idas y venidas les sobra tiempo para reparar en los detalles de sus clientes.
¿Por qué los periódicos no decían francamente: «Sólo en el día de ayer, cinco extranjeros que pedían el recado de escribir en los cafés del centro, han sido denunciados a la policía y conducidos a distintas comisarías a fin de identificarlos…»?
A falta de esto, Popinga se veía obligado a tomar muchas más precauciones, y, esa noche en particular, sentíase presa de cierta indecisión.
La culpa era de los preparativos que se hacían para despedir al año. En la mayor parte de los cafés no podía uno sentarse porque se preparaba la sala para la cena, y los camareros, de pie sobre las mesas, colgaban en el techo ramas de muérdago y guirnaldas de papel Popinga recordaba su cena navideña, ocho días antes, en el bar de la calle Douai, donde Jeanne se había reunido dos veces con él. ¡Dos veces se había interesado por él, aun hallándose en compañía de Louis y de sus amigos! Después, se acordaba de aquella extraña carrera en el auto robado, de la llegada a Juvisy, de la nieve en la estación, de todos los trenes, del jadear de las locomotoras de aquellos intermitentes ruidos, sordos como martillazos…
Andaba… Había andado mucho los dos últimos días por desconfiar de los camareros de café, y cuando se había detenido lo había hecho en cafetines que no se sabía de qué vivían, pues jamás se veía a nadie en ellos.
No se sentía con ánimos para ir a dormir. Se preguntaba dónde cenaría el comisario Lucas. ¿Dónde podría cenar esta noche un comisario de la Policía Judicial?
Se sentía un poco cansado. Pero el cansancio desaparecería después de las fiestas, cuando ya no reinara en París esa atmósfera enervante, cuando nadie sintiera la necesidad de divertirse a la fuerza.
Para alejar la tentación de ir a ver si la vendedora de flores estaba todavía en la calle Douai, eligió esa noche un barrio casi opuesto, el de los Gobelins, un barrio que le parecía de los más tristes de París, con sus casas monótonas como cuarteles y sus cafés llenos de una multitud ni rica ni pobre.
Entró en uno de esos establecimientos, en una cervecería que hacía esquina, donde se anunciaba la cena de fin de año a cuarenta francos, champaña incluido.
—¿Va usted solo? —preguntó extrañado el camarero.
No solamente iba solo, sino que era uno de los primeros.
Tuvo tiempo de observar todos los detalles, de ver cómo llegaban los cinco músicos uno detrás de otro, los cuales se contaban sus pequeñas historias mientras afinaban los instrumentos. Entretanto, los camareros colocaban ramitas de muérdago delante de los cubiertos y doblaban las servilletas en forma de abanico, como en una boda pueblerina.
Luego llegaron los que iban a cenar. Aquello se parecía cada vez más a una boda, hasta el punto de que Popinga pensó si no resultaría más discreto retirarse.
Todo el mundo, en efecto, se conocía, y se ponían las mesas unas juntos a otras, dando la impresión de que iba a celebrarse un banquete. Sólo había allí familias parecidas a las que ocupaban los palcos del Cinéma Saint-Paul, sin duda comerciantes del barrio, pulcramente aseados, perfumados y vestidos con lo mejor que tenían. Casi todas las mujeres lucían trajes nuevos.
Bastó un cuarto de hora para que la sala, glacial cuando entró Popinga, se llenara de charlas apasionadas, risas, música, el ruido producido por tenedores y cuchillos y el entrechocar de los vasos.
Además, todos los que estaban allí daban fácilmente rienda suelta a la alegría, porque su propósito era divertirse. La alegría era comunicativa, particularmente entre las mujeres maduras y, sobre todo, las más gordas.
Kees cenaba como los demás, sin pensar demasiado. El ambiente le recordaba, Dios sabe por qué, la historia del azúcar en la sopa de rabo de buey, cuando su amigo había sido nombrado profesor. ¿Por qué los periódicos esperaban que hiciese todavía algo semejante a lo que hizo con Pamela?
Hallábase en un rincón. No lejos de él, una larga mesa ocupada por varias familias era presidida por un hombre macizo, imponente, embutido en un smoking un poco estrecho, con una cadena dé reloj y unos bigotes que parecían barnizados. Por la conversación adivinó Popinga que debía de ser concejal o algo por el estilo.
Su mujer no era menos llamativa, enfundada en un vestido de seda negra en el que exponía, como en un escaparate, un montón de diamantes auténticos o falsos.
A la izquierda del padre estaba su hija, que se parecía a los dos y que, sin embargo no era fea. Sin duda alguna llegaría a ser igual que su madre; pero entretanto era de una lozanía juvenil, de un sonrosado artificial en un vestido de raso azul. Aún no era gruesa, a decir verdad; pero tenía una carne fofa, y llevaba el corsé tan apretado, que a veces se le notaba que respiraba con dificultad.
¿Qué podía importar todo aquello a Popinga? Él comía y escuchaba vagamente la música. Cuando las parejas, entre plato y plato, se pusieron a bailar, no pensó ni por un instante en que podría dar vueltas como los otros entre las mesas.
Sin embargo, eso se produjo tontamente. Pensando en otra cosa, estaba mirando a la joven de raso azul en el preciso momento en que empezaba un nuevo vals, y tal vez ella interpretó su mirada como una invitación, pues sonrió y esbozó un gesto que significaba:
—¿Quiere usted?
En seguida se levantó, sacudió su vestido para desarrugarlo y avanzó hacia Popinga, el cual se encontró así en medio de las parejas. Su bailarina tenía las manos húmedas y despedía un olor especial, pero no desagradable. Bailaba apoyándose con todo su cuerpo en su compañero, apretando el pecho contra el de Popinga, mientras los padres les miraban con evidente satisfacción.
Popinga, a decir verdad, aún no había salido de su asombro. Al verse en el espejo en semejante postura, se interrogaba si era él, y llegó a hacer una mueca sardónica. ¿Qué hubiera dicho la joven si hubiera sabido que…?
La orquesta dejó bruscamente de tocar; la batería armó un estrépito infernal y la multitud prorrumpió en un escándalo espantoso. Todos gritaban, reían, se besaban. Kees vio el blando rostro elevarse hacia el suyo y recibió dos besos en las mejillas.
¡Eran las doce! Iban unos en busca de otros. Se reían, se amenazaban jocosamente y se besaban. Y como él se quedaba allí algo desamparado después de recibir los dos besos de la joven, recibió dos del padre y luego otro de una mujer que estaba en su mesa y que debía de ser verdulera. Las serpentinas arrancaban desde todos los rincones a la vez, y saltaron también multicolores bolitas de algodón que los camareros distribuían rápidamente. La orquesta reanudó el baile y Popinga, sin quererlo, volvió a encontrarse con la joven vestida de azul en sus brazos.
—No mire a la izquierda —le susurró ella.
Y mientras la danza continuaba cada vez más endiablada, ella le decía:
—No sé lo que hará. Lléveme hacia la derecha del salón. Temo que arme un escándalo…
—¿Quién?
—No mire, pues notaría que hablamos de él. Le verá en seguida. Un joven de smoking, que está solo… Muy moreno, con raya a un lado… Estábamos casi comprometidos, pero ya no le quiero, porque he sabido ciertas cosas desagradables acerca de él.
Sin duda alguna las copas de champaña que había bebido le infundían esta confianza. También es verdad que el ambiente era propicio a la confidencia, a la naturalidad y a la fraternidad. ¿No se había besado toda la gente?
—Le digo esto porque vale más prevenirle.
—Sí… —dijo Kees.
—Es preferible que no vuelva a invitarme a bailar. Le conozco y es capaz de todo. Además, me ha advertido que jamás seré la novia de otro…
Por fortuna, el baile había terminado. La joven volvió a su sitio, mientras la madre dirigía a Popinga una sonrisa agradecida, como si hubiera hecho algo por toda la familia.
Kees, desde su rincón, buscaba al hombre de quien le habían hablado. En seguida le reconoció, pues era el único, que en efecto, peinaba raya a un lado de la cabeza, lo cual acentuaba la asimetría de su rostro, aumentaba por una nariz completamente torcida.
Estaba furioso. No hacía falta mirarle mucho tiempo para comprobarlo. Estaba pálido. Clavaba en la joven de raso azul unos ojos terribles, y sus labios temblaban.
¿Por qué a Popinga le parecía todo aquello un cuadro de aficionado, donde los tonos son demasiado crudos y los personajes están dibujados con todos sus detalles? Las cosas cobraban un relieve inesperado, y los cinco músicos bastaban par llenar el salón de un ruido horrendo.
La gente reía como atacada de histerismo. Reía por cualquier nadería, por una serpentina, por una bolita de algodón colorada que un caballero recibía en el cuello o en la nariz. Todo el mundo rezumaba bondad, una beatitud casi inhumana, excepto el joven de la nariz torcida que parecía desempeñar el papel de traidor en un melodrama.
En resumen, Popinga había hecho mal en no beber champaña como los demás. Quizás hubiera estado a tono y se habría divertido pasando así la noche en un ambiente violentamente familiar y vulgar.
De vez en cuando la joven le dirigía una mirada de complicidad, como para decirle:
—Hace usted bien. Vale más que no me invite. Usted mismo se da cuenta de que su actitud es amenazadora.
¿Quién podía ser aquel muchacho? ¿Un empleado de banco? Más bien un dependiente de unos grandes almacenes, a juzgar por su elegancia rebuscada. En todo caso, un joven apasionado, que representaba para él solo una novela, una tragedia y que había elegido como colaboradora a la rubia hija del concejal.
Este bailó con su mujer, después con su hija y así sucesivamente con todas las señoras de su mesa, saltando, bromeando, divirtiendo al público con su cabeza cubierta con un casco de cartón parecido al de un bombero.
Se habían distribuido los regalos para el cotillón. Popinga recibió el suyo, una gorra de oficial de marina, que se abstuvo de encasquetarse.
La madre de la joven se volvió dos veces hacia él con una sonrisa animosa, que significaba:
—¿No baila usted?
Y seguramente que ella había dicho a su marido:
—¡Ese señor tiene un aire tan distinguido!…
Mientras, un joven que había salido de algún rincón y al que hasta aquel entonces Popinga no había visto, bailaba con la muchacha de raso azul. Kees, de pronto, se dio cuenta de que el peligro no era imaginario, que la mirada del enamorado de la nariz torcida rayaba verdaderamente en lo trágico.
Diez veces durante el baile advirtió que estaba a punto de levantarse; y a Popinga no le gustaba verle siempre con la mano derecha metida en el bolsillo.
—¡Camarero!
—En seguida, señor.
Acababa de intuir algo. Presentía que iba a suceder algo y quería marcharse a toda prisa. Los demás se divertían sin sospechar nada; mas para él era ya como si el hombre de la nariz torcida hubiere provocado el escándalo.
—¡Eh, camarero!
—¡Sí, señor! Usted no se marcha, ¿verdad? Todavía no es la una…
—¿Qué le debo?
—Como usted quiera. Es lo que suponía… Cuarenta y ocho… y siete… cincuenta y cinco francos.
La intuición de Popinga rondaba el pánico. Le parecía que era peligroso perder aunque sólo fuesen unos segundos. Estaba impaciente esperando el abrigo y el sombrero, espiando constantemente al traidor que ya no podía estarse quieto, mientras la joven de raso azul bailaba y cada vez que lo hacía sonreía vagamente a Kees.
—Gracias…
Se levantó tan precipitadamente que estuvo a punto de volcar la mesa. La mujer del concejal le dirigió una mirada de reproche.
—¡Ya! —como si quisiera hacerle comprender: «¡Usted ni siquiera me ha invitado!».
Por fin llegó a la puerta. Tenía aún el sombrero en la mano. Había cruzado el primer umbral…
El disparo sonó muy claro, a pesar del ruido de la orquesta, y siguióse luego un silencio de estupor. Kees estuvo a punto de volver la cabeza, pero comprendió que era preciso, costase lo que costase, resistir la tentación. Sabía también que estaba en peligro y que no tenía más que el tiempo justo para alejarse de aquel café tan burgués y familiar donde se acababa de desarrollar un drama de amor.
Torció a la izquierda, luego a la derecha, yendo por calles que no conocía. Caminaba aprisa, preguntándose si la joven de raso azul habría muerto y qué efecto produciría verla tendida en el suelo, como una muñeca, como una muñeca gorda en medio de las serpentinas y de las bolitas de algodón.
Hallábase ya muy lejos cuando vio pasar un coche lleno de agentes que marchaba a toda velocidad en dirección al barrio de los Gobelins. Popinga no se detuvo hasta pasado un cuarto de hora, cuando repentinamente reconoció el bulevar Saint-Michel, donde a la izquierda se hallaba el café en el que había jugado al ajedrez con el japonés.
El miedo lo sintió después. Se dio cuenta del riesgo que acababa de correr. Se secó la cara y notó que le temblaban las rodillas. ¿No hubiera sido estúpido, cuando luchaba científicamente, por decirlo así, contra el comisario Lucas y contra todo el mundo, incluso contra los periodistas, dejarse apresar porque un joven celoso disparaba un tiro?
Desde ahora tenía que desconfiar de la multitud, pues entre ella siempre sucede algo, un drama, un accidente… Y si le pidieran la documentación…
Tampoco debía quedarse en el bulevar Saint-Michel, pues le parecía, con razón o sin ella, que era uno de los lugares donde se le podía buscar. Tampoco en Montmartre. Ni en Montparnasse. Sería preferible volver a un barrio como el de los Gobelins, escoger cuidadosamente un hotel tranquilo… Además ¿no tenía que trabajar? Desde la víspera no había puesto al día su libreta de notas. Es verdad que, aparte del tiro, no hubo grandes cosas que anotar. Pero había tomado otra decisión. Como podía sucederle algo y esa agenda no bastaba, pues nadie podría comprender lo escrito en ella, resolvió, puesto que disponía de tiempo, emprender la redacción de sus verdaderas memorias.
Lo que le dio esa idea fue el periódico que había publicado su carta con este título:
Extrañas confidencias de un asesino.
Y debajo del artículo, este comentario:
Como se ve, hemos podido ofrecer a nuestros lectores un documento humano de primer orden, de los que sólo hay raros especímenes en los archivos criminales.
¿Es sincero Kees Popinga? ¿Representa una comedia? ¿Se la representa a sí mismo? En fin, si está loco o cuerdo no es de nuestra incumbencia averiguarlo.
Por eso hemos sometido esta carta a dos de nuestros más reputados psiquiatras y esperamos publicar pasado mañana sus opiniones, persuadidos de que prestamos así un gran servicio a la policía.
Había releído su carta y no estaba satisfecho de ella. Las palabras, las frases, no producían el mismo efecto en el periódico que en el papel de la cervecería. Había muchas cosas mal explicadas y otras que no lo estaban del todo. Hasta el punto de que sentía la necesidad de escribir a los dos psiquiatras para rogarles que esperasen un poco antes de emitir su dictamen.
Por ejemplo, lo que había dicho de su padre podría hacer creer a la gente que él era un caso de atavismo alcohólico, cuando en realidad su padre no empezó a beber en demasía hasta después de algunos años de que él naciera. Tampoco había explicado bien que, si había sido siempre un solitario, ya desde los bancos del colegio, era porque presentía que no le darían el lugar a que tenía derecho.
Debía empezar desde el principio, es decir, desde su nacimiento. Y decir, entre otras cosas, que habría podido ser el primero en todo, lo que era verdad, pues de niño ya había demostrado ser el mejor en todos los juegos. Cuando veía a alguno hacer un ejercicio, decía: «Eso no es nada». Y sin ninguna preparación, improvisando, triunfaba al primer intento.
En cuanto a los años de la vida familiar, era quizás lo único donde el lector podía llamarse más a engaño, pues no pudo explicar con precisión la realidad. Se le acusaba, por ejemplo, de no haber querido nunca a su mujer y a sus hijos, lo que era absolutamente falso. Los quería. Esa era la palabra. Es decir, hacía lo que debía hacer; él era lo que se llama un buen padre y en este aspecto no se le podía reprochar nada. En el fondo siempre hizo todo cuanto pudo, procurando ser un hombre como los demás, un hombre útil, correcto y honorable. Y en ello no había escatimado tiempo ni trabajo.
Sus hijos habían sido bien alimentados, bien vestidos y bien alojados. Cada uno tenía su habitación en la casa, un cuarto de baño para ellos dos, lo que no existe en todas las familias. No reparaba en los gastos del hogar. Por lo tanto…
Ahora bien, se puede hacer todo eso y permanecer solo en un rincón, con la impresión confusa de que eso no es bastante para llenar una vida y que quizá se habría podido hacer otra cosa.
He aquí lo que era necesario que los demás comprendieran. Por la noche, cuando Frida —¡qué extraño resultaba ahora pronunciar su nombre!—, cuando Frida hacía «sus deberes», pegaba sus cromos en el álbum y él giraba el botón de la radio, fumando su cigarro, no podía impedir una intensa sensación de aislamiento.
También cuando el silbido del tren se dejaba oír a menos de trescientos metros de la casa…
Mientras reflexionaba sobre todo eso, caminaba ora por calles sombrías, ora por calles demasiado iluminadas. A veces se cruzaba con grupos de personas que saltaban cogidas del brazo y que llevaban sombreros de papel como el concejal.
Tropezaba también con hombres que andaban lentamente y recogían las colillas a lo largo de las aceras, deteniéndose delante de los cafés como si esperasen algo. Pasaba por al lado de los agentes de uniforme, que celebraban la fiesta de Fin de Año de pie, en la esquina de una calle, ejerciendo sin ninguna convicción sus funciones de vigilancia. La prueba es que ninguno de ellos había pensado siquiera en mirarlo de pies a cabeza.
Escribiría sus memorias. En realidad lo había intentado aquella misma mañana, pero no pudo porque no quería hacerlo hasta que no estuviera completamente solo, en su habitación del hotel.
Ahora bien, desde que se hallaba solo, las ideas huían o, mejor dicho, sus pensamientos tomaban otros derroteros y sentía deseos de ir a mirarse al espejo para ver si su rostro había cambiado.
Prefirió escribir en una cervecería, allí donde se huele la vida de los demás y se siente cruzar por el aire los efluvios de la estufa. Y no le era posible pedir recado de escribir, pues posiblemente el camarero arquearía las cejas, iría a la cabina telefónica y llamaría a la policía.
¿Qué era, en definitiva, lo que podía hacer aún? No lo sabía exactamente, puesto que el comisario Lucas no declaraba nada a la prensa, o conseguía que se callara.
Tomar un tren le estaba prohibido. ¡Elemental! Era imposible que en cada estación no hubiera un policía que examinara detenidamente a los viajeros al pasar, teniendo en la cabeza la filiación de Kees Popinga.
En rigor, lo que necesitaba era una mujer como Jeanne Rozier que le hubiera comprendido y ayudado, pues tenía la suficiente inteligencia para ello. Además, estaba convencido de que ella también lo había notado, que había adivinado que él era un hombre distinto de su amigo Louis, ducho solamente en robar autos, y venderlos en provincias; es decir, los rudimentos del arte. La prueba es que Popinga había tenido éxito la primera vez sin ni siquiera el menor estremecimiento.
¿Vigilaba la policía el garaje de Juvisy como él mismo se lo había recomendado? ¿Quién sabe? Él no había obrado así por casualidad. Con Louis entre rejas, donde permanecería sin duda algunos años con Goin y los otros, Jeanne Rozier quedaría sola. Y llegado ese momento…
Entretanto, necesitaba dormir en alguna parte, y el problema empezaba a ser apremiante a fuerza de plantearse todas las noches los riesgos que entrañaba. Kees no sabía dónde se hallaba. Tuvo que mirar el nombre de dos calles y descubrir una estación de «metro» para saber que era el bulevar Pasteur, un barrio que no conocía todavía y que no le parecía más alegre que el de los Gobelins. Aún había luz en algunos pisos. Se veían salir algunas personas que habían cenado en casa de sus amigos y que iban en busca de un taxi. Un hombre y una mujer caminaban y discutían de tal modo que, al pasar, oyó que ella decía:
—¡Por ser Año Nuevo no tenías necesidad de invitarla a bailar tan a menudo!
¡Pícara vida! ¡Extraña noche! Un viejo dormía sobre un banco. Dos policías se paseaban lentamente charlando de sus cosas, sin duda cuestiones relacionadas con los sueldos.
Siguió caminando. Distinguió desde lejos la estación de Montparnasse, pero no quiso acercarse, porque juzgaba que aquel lugar era peligroso.
Media hora después no había encontrado a nadie; y de mal humor, las piernas deshechas, entró en un hotel, con la esperanza de ser recibido por una camarera. Pero fue un viejo guarda de noche tan malhumorado como él quien salió a su encuentro, y que, al verle sin equipaje, le exigió pagar por adelantado y le entregó la llave.
Para mayor desdicha, el reloj de Popinga se había parado y no supo a que hora se acostaba ni sabía tampoco a qué hora se despertaría, pues hallábase en una alcoba que daba a un patio y no podía calcularlo por el movimiento de la calle.
Hasta que estuvo fuera no se dio cuenta de que era muy temprano. La ciudad aparecía vacía, triste, como después de todas las fiestas. Sólo se veía gente endomingada de los suburbios, que salían de las estaciones y venían a traer sus felicitaciones. Como era una mañana gris y, por añadidura, una brisa helada azotaba las calles, más parecía el día de Todos los Santos que el de Año Nuevo.
Por lo menos encontraría en los periódicos la opinión de los dos psiquiatras, y mientras andaba por una calle que conducía a la Escuela Militar, comenzó a hojear las páginas.
El profesor Abram, que a pesar de las fiestas tuvo la amabilidad de recibirnos anoche, no ha hecho sino leer apresuradamente la carta de Kees Popinga e, ínterin hace un estudio más detenido, ha resumido en pocas palabras su primera impresión. Según él, el holandés es un paranoico que, impelido por el orgullo, puede llegar a ser un individuo extremadamente peligroso, tanto más cuanto que las personas de esta naturaleza conservan en todas las circunstancias una notable sangre fría.
El profesor Linze, ausente de París durante dos días, nos dará su opinión en cuanto regrese.
En la Policía Judicial, nada nuevo. El comisario Lucas tuvo que ocuparse en el día de ayer de un asunto de estupefacientes que no le ha dejado tiempo libre, pero sus colaboradores no pierden de vista el caso Popinga.
Según lo que hemos creído comprender, existe un elemento nuevo, acerca del cual se guarda una reserva absoluta en el Quai des Orfèvres.
Esto es todo cuanto podemos decir, pero parece que Popinga no estará mucho tiempo en libertad.
Hablaba solo. Sí, ¿por qué no estaría mucho tiempo en libertad? ¿Y por qué no se daban detalles? ¿Y por qué lo trataban de paranoico?
Había oído ya la palabra. Suponía vagamente lo que quería decir. Pero ¿no habrían podido ser un poco más explícitos? ¿Si pudiera consultar un diccionario? ¿Dónde lo encontraría? En las bibliotecas públicas de Groninguen era preciso firmar un registro antes de entrar. Debía ocurrir lo mismo en París. Y los cafés donde se consulta el Anuario de Comercio y la guía de ferrocarriles no suelen poner diccionarios a disposición del público.
¡Era odioso! Todo eso cobraba el carácter de una conjuración, de una maldad gratuita, como esa alusión a un elemento nuevo sobre el cual había necesidad de guardar silencio.
¿Acaso Jeanne Rozier, que le conocía, no había calificado al comisario Lucas de bestia? Popinga empezaba a tener la impresión de que el policía no hacía nada, no buscaba nada, persuadido de que su víctima se haría prender ella misma.
¿No era esto lo que se desprendía de sus actitudes descritas por la prensa y de algunas frases ambiguas que se había dignado pronunciar?
Saltaba a los ojos que incurría en un error, pues Popinga no estaba resuelto a arrojarse a ciegas en una trampa. Era, al menos, tan inteligente como ese caballero y como el otro, el alienista que en un tono superior sólo había sido capaz de decir la palabra ¡paranoico!
¡Como los demás le habían llamado loco! ¡Como se le había tildado de vicioso! ¡Como la mujer de los suburbios de Montmartre le había dicho que era un triste! ¡Como la flacucha de la calle Birague, decretando que a él sólo le gustaban las gordas!
Su superioridad sobre todos ellos ¿no consistía precisamente en que él, por lo menos, se conocía a sí mismo?
Releyó el artículo —demasiado breve— tomando un café con leche y comiendo un croissant en un pequeño bar de paredes cubiertas de cerámica al estilo de 1900. Después se acordó de la joven vestida de raso azul. Buscó en las páginas y, al fin, encontró unas líneas entre varios sucesos:
Esta noche, durante una cena en un café del barrio de los Gobelins, un enamorado desairado, Jean R… disparó su revólver contra Germaine H… hija de un comerciante de vinos, quien es al mismo tiempo uno de nuestros simpáticos concejales. La bala, por fortuna, sólo ha causado una herida leve a un bailarín, llamado Germain V…, el cual ha podido regresar a su domicilio después de la primera cura. Jean R… ha sido llevado a la comisaría.
Popinga rio sin saber por qué. Un drama que terminaba así o que tal vez concluiría en matrimonio. Pues Popinga no estaba seguro de que Germaine H… no lo hubiese hecho adrede.
Quedaba por saber lo que Julius de Coster el Joven había respondido a su anuncio, suponiendo que no se hubiera olvidado de leer todos los días el Morning Post. Popinga tomó un autobús, pues tenía que recorrer casi la mitad de París para llegar a Lista de Correos de la calle Berry. Se presentó sin titubear en la oficina y exhibió sus dos sobres con el nombre de Smitson.
Sin ninguna dificultad buscaron en un montón de la letra «S», y le entregaron un sobre cuya dirección estaba escrita a máquina.
Retiróse a un rincón para abrirlo. Notaba algo dentro de la carta. Y sacó cuatro billetes de una libra y luego un papel que llevaba algunas líneas escritas igualmente a máquina.
Me disculpo de no poder enviar más, porque los comienzos son siempre duros y es todo lo que tengo en el bolsillo. Tenedme al corriente, y si es necesario haré lo imposible.
J.
Esto era todo. Resultaba inconcebible que Julius de Coster no se hubiera asombrado de lo que Popinga había hecho. Inconcebible también que nadie se asombrara tampoco y que para juzgar su caso bastara una palabra que no quería decir nada:
¡Paranoico!
¡Bien es verdad que mamá había encontrado la palabra «amnesia»!