8

De la dificultad para deshacerse de los periódicos viejos y de la utilidad de una estilográfica y un reloj

Aquella mañana no tuvo apenas nada que escribir en su libretita roja: «Se llama realmente Zulma. Le he dado veinte francos y no se ha atrevido a protestar. Ha suspirado mientras yo me vestía: “Seguro que prefieres las gordas. Si me lo hubieras dicho, hubiera traído a mi amiga”. Tiene los pies sucios».

Anotó también la necesidad de comprarse un reloj, pues si en la calle se aprovechaba de los relojes públicos y de los de los cafés, le fastidiaba, por la mañana, no saber la hora. No dejó de asombrarle el encontrarse fuera a las ocho, confundido por la actividad ruidosa de un barrio madrugador. Mientras Zulma se alejaba con su abrigo verdoso, demasiado ancho de hombros, Popinga se acercó a un quiosco y sintió un ligero choque en el corazón. ¡En todos los periódicos se hablaba de él, en dos de ellos a tres columnas y en primera página! Si no se publicaba su fotografía, por no tener otra distinta a la ya publicada, si aparecía la de Jeanne Rozier y la de su casa.

Tuvo que contentarse para no comprar todos los periódicos de la mañana a la vez y para no precipitarse a un café para leerlos. Era difícil conservar la sangre fría ante tantas columnas y columnas que hablaban de él, exponiendo opiniones, todas diferentes. La gente pasaba, tomaba su periódico, uno solo, y se precipitaba hacia la boca del metro. Eligió primero tres diarios, los tres más importantes, y se fue a sentar en un bar de la plaza de la Bastilla. Nadie sospechó qué tempestades interiores le agitaban mientras tomaba un café y leía febril, tan maravillado como ulcerado.

¿Qué debía hacer desde el punto de vista práctico?

Estaba decidido a conservar aquellos artículos; pero no podía pasearse con docenas de periódicos bajo el brazo. Reflexionó y acabó bajando a los lavabos, donde, con la hoja de afeitar, recortó todo lo que le concernía. No tenía más que desembarazarse de las hojas así mutiladas y creyó que la solución era echarlas en el retrete, lo que supuso media hora de trabajo, pues la masa de papel no pasaba. Tuvo que tirar varias veces de la cadena, esperando cada vez a que el depósito se hubiera llenado de nuevo. Tanto tardó que al subir al bar creyeron que se había puesto enfermo.

Así que necesitaba cambiar de táctica y es lo que hizo con la otra veintena de periódicos que fue comprando a lo largo del día, siempre en grupos de tres, para no llamar la atención. Leyó los tres primeros en una taberna situada en la esquina del bulevar Henri IV con los muelles y luego arrojó al Sena las hojas recortadas. Para los otros periódicos se fue a otro café, en el muelle de Austerlitz, y fue siguiendo así el río, etapa por etapa, hasta llegar al final al muelle de Bercy.

Como no había establecimientos confortables en los parajes, por la tarde fue hasta los alrededores de la estación de Lyon, donde encontró el tipo de cervecería que le gustaba. Allí, durante dos horas, en un rincón abrigado por la estufa, se puso al trabajo tras haber comprado una estilográfica, pues la suya se había quedado en Groninguen. Si había hecho gastos para un reloj y una pluma —ochenta por el reloj y treinta y dos francos por la estilográfica—, es porque debía trabajar seriamente y la experiencia le había demostrado que no se puede escribir con las plumas puestas a disposición de los clientes en los cafés.

Se contentó, pues, con pedir papel. Luego comenzó a trazar su pequeña escritura regular, pues sabía que tenía para mucho rato y no quería cansarse la muñeca:

Señor Redactor Jefe:

Esta carta la dirigía al diario principal de París, el que le había consagrado casi tres columnas enteras y cuyo enviado especial se había quedado dos días en Holanda. Si Kees lo escogía no era solamente por su difusión sino porque era el único en haber publicado un titular inteligente: «El asesino de Pamela se burla de la policía advirtiéndola de una nueva hazaña, que de lo contrario siempre hubiera ignorado».

Tenía tiempo ante sí. Podía buscar sus frases. La estufa roncaba como la de Groninguen y las mesas estaban ocupados por apacibles clientes que esperaban la salida de sus trenes.

Señor Redactor Jefe:

Quiero en primer lugar que excuse mi francés, pero durante los últimos años, en Holanda, no he tenido mucha práctica.

Supóngase que en todos ¡os periódicos la gente que no le conoce escribiera que usted es esto y lo otro, cuando no es verdad, cuando usted es de forma muy distinta. Estoy seguro de que eso le disgustaría y que sentiría deseos de decir la verdad.

Su redactor ha ido a Groninguen y ha preguntado a la gente; pero la gente no puede saber o miente, cuando no hace las dos cosas a la vez. Quiero rectificar, pues, y lo hago por el principio, pues espero que usted publicará este documento, que es verídico, y que demostrará cómo uno puede ser víctima de lo que dicen los demás.

Primero, el artículo habla de mi familia. Y habla de acuerdo con mi mujer, que ha declarado a su reportero: «No puedo comprender que ha sucedido, ya que nada podía hacerlo prever. Kees pertenece a una excelente familia y ha recibido una buena educación. Cuando nos casamos era un joven tranquilo y reflexivo que sólo soñaba con establecer un hogar. Desde entonces, y durante dieciséis años, ha sido un buen esposo y un buen padre. Tenía una salud magnífica, pero debo decir que, el mes pasado, una tarde resbaló y cayó de cabeza sobre el hielo. ¿No será esto lo que ha provocado sus trastornos en el cerebro y la amnesia? Desde luego no ha hecho lo que ha hecho con la cabeza consciente y por ello es irresponsable…».

Kees pidió un segundo café y estuvo a punto de pedir un puro, pero recordó su decisión y, con un suspiro, llenó la pipa. Releyó algunas líneas y comenzó a refutarlas.

He aquí, señor redactor jefe, lo que debo contestar al respecto:

1.º Yo no procedo de una excelente familia. Pero usted comprenderá que mi mujer, cuyo padre era burgomaestre, tenga interés en contar estas cosas a los periodistas. Mi madre era comadrona y mi padre arquitecto. Sólo que era mi madre la que atendía a los gastos del hogar. Mi padre, en efecto, cuando visitaba a los clientes, no hacía más que charlar, beber con ellos, pues su naturaleza era así, alegre y amena. Luego se olvidaba de hacer el presupuesto de una obra, los detalles de un proyecto de trabajo o lo que fuera; pero el caso es que siempre tenía disgustos. Sin embargo, no se desanimaba por eso y sólo suspiraba: «¡Es que soy demasiado bueno!». Pero mi madre no lo entendía así y no he conocido un solo día en que no hubiera escenas en casa, escenas que eran más particularmente violentas cuando mi padre había bebido más que de costumbre y mi madre nos gritaba, a mi hermana y a mí: «¡Mirad, mirad a este hombre y procurad no pareceros a él jamás! ¡Me llevará a la tumba!».

2.º Vea usted, señor redactor jefe, cómo mi mujer no ha dicho la verdad. Ni tampoco en lo que se refiere a mi educación, pues si bien asistí a la escuela de náutica, no tenía dinero y no podía divertirme con mis compañeros, lo cual hizo que acabara convirtiéndome en un ser agrio y solapado.

En fin, en casa reinaba la miseria, aunque se ocultaba celosamente. Por ejemplo, los días en que no teníamos más que pan para cenar, mi madre ponía dos o tres cacerolas al fuego, por si alguien entraba de improviso y así podía hacer creer que preparaba una cena magnífica.

Conocí a mi mujer justo al terminar mis estudios. Ella pretende ahora, porque es más conveniente así, que nosotros hicimos un matrimonio por amor. No es verdad. Mi mujer vivía en un pueblecito donde su padre era burgomaestre y ella quería vivir en una ciudad como Groninguen. Yo me sentía halagado de poder casarme con la hija de un hombre rico y considerado, con una mujer que había estado hasta los dieciocho años en un pensionado. De no ser por ella, yo hubiera navegado. Pero ella decretó: «¡No me casaré nunca con un marino, porque son hombres que beben y van con mujeres!».

Sacó el artículo del bolsillo y, aunque se lo sabía casi de memoria, lo volvió a leer.

3.º Parece, según la señora Popinga, que durante dieciséis años he sido un buen esposo y un buen padre. Pero esto es tan verdadero como todo lo demás. Si nunca he engañado a mi mujer, ha sido porque en Groninguen estas cosas se saben y, por lo tanto, ella me hubiera hecho la vida imposible. No hubiera gritado, como mi madre. Hubiera hecho lo que hacía cuando, a veces, yo compraba algo que a ella no le gustaba o cuando fumaba demasiados cigarros. Hubiera dicho: «¡Está bien!».

Luego habría estado dos o tres días sin hablarme, vagando por la casa con el aire de ser la más desgraciada de las mujeres, y si los chicos se hubieran asombrado, ella habría suspirado: «Vuestro padre me hace sufrir… ¡No me comprende!».

Como mi carácter es más bien alegre, he preferido evitar tales escenas y lo he logrado durante dieciséis años, a condición de contentarme con salir una noche por semana para jugar al ajedrez o al billar de vez en cuando.

En casa de mi madre yo soñaba con tener dinero, como los otros, para divertirme con los amigos; soñaba también con poder ir bien vestido y no llevar una ropa cortada de los trajes viejos de mi padre. En mi casa, o mejor dicho, en casa de mi mujer, he envidiado durante dieciséis años a la gente que salía de noche sin tener que decir adónde iban, a los que se les ve pasar del brazo de una mujer bonita, a los que toman trenes y se van lejos…

En cuanto a ser un buen padre, yo no lo creo. Nunca he detestado a mis hijos. Cuando ellos nacieron, dije que eran guapos, por dar gusto a mamá; pero yo los encontraba espantosos y desde entonces no he cambiado mucho de opinión. Se pretende que mi hija es inteligente porque no habla nunca, pero yo sé que si no habla es porque no tiene nada que decir. Y, encima, es pretenciosa, muy orgullosa de mostrar a sus amigas que vive en una hermosa casa. Una vez oí está conversación:

«—¿Qué hace tu padre?

»—Es director de la casa de Coster y también socio…».

¡Lo que es falso! ¿Comprende usted? En cuanto al chico, no tiene ninguno de los defectos de los chicos de su edad, lo que me inclina a pensar que no hará nada bueno en la vida.

Se equivocan también los que dicen que soy buen padre porque les invento juegos a mis hijos cuando, por las tardes, me aburro. He comprado una villa, no porque yo tuviera ganas de vivir en una villa, sino porque cuando era muy joven tenía compañeros que vivían en una villa. He comprado la misma estufa que tenían en casa del más rico de mis amigos. Y el mismo escritorio que tenían en casa de… Pero esto nos llevaría demasiado lejos. Nunca he sido un hijo de buena familia, ni bien educado ni buen esposo ni buen padre. Y si mi mujer lo pretende así, es para convencerse ella misma de que es una buena esposa, una buena madre y todo lo demás.

Acababan de dar las tres. Le sobraba tiempo para reflexionar y lo hizo mirando sin interés la tibia atmósfera del café, que se hacía tanto más densa a medida que declinaba la tarde.

Leo también en el artículo de su periódico que Basinger, mi contable en casa de Coster, ha declarado: «El señor Popinga estaba de tal modo ligado a la casa que la consideraba un poco como suya; el anuncio de la quiebra ha podido producirle un golpe terrible y hasta trastornar su cerebro».

Le aseguro, señor redactor jefe, que estas son cosas que duele leerlas. Supóngase usted que le diga, alguien, que durante todo el resto de su vida no comerá usted más que pan negro y salchichón. ¿Acaso no intentará usted convencerse de que el pan negro y el salchichón son cosas excelentes? Pues bien, yo me he persuadido, durante dieciséis años, de que la casa de Coster era la más sólida y la más seria de Holanda.

Luego, una noche, en el Petit Saint-Georges (usted no puede saber qué significa esto, pero no importa), he sabido que Julius de Coster era un bribón y otras verdades más de esa clase. Ha sido una torpeza escribir bribón. Pues en realidad lo que Julius de Coster había hecho siempre, sin proclamarlo a los cuatro vientos, era lo que yo hubiera deseado hacer. Tenía una querida, esa Pamela que…

Ya voy llegando… Figúrese usted que por primera vez en mi vida, me pregunté, mirándome en el espejo: «¿Qué razón hay para que continúes viviendo así?».

Sí, ¿cuál? Y quizás usted vaya a plantearse la misma pregunta y con usted muchos lectores también. ¿Qué razón? ¡Ninguna! Eso es lo que he descubierto reflexionando simplemente, fríamente, sobre unas cosas que siempre se consideran desde un punto de vista equivocado.

Resumiendo, que yo era apoderado por costumbre, marido de mi mujer y padre de mis hijos por costumbre, porque yo no sé quién decidió que fuese así y no de otra forma. Pero ¿y si yo quisiera que fuese de otra forma? Usted no puede imaginarse hasta qué punto, cuando se ha tomado esta decisión, llega a ser todo de sencillo. Uno no tiene que ocuparse de lo que piensa fulano o mengano, de lo que está permitido o de lo que está prohibido, de lo que es conveniente o no lo es, de lo correcto o de lo incorrecto.

Así, en mi casa, cuando alguna vez salía para una ciudad vecina, era necesario preparar las maletas, telefonear para reservar una habitación de hotel… Y yo me he ido tranquilamente a la estación, y he pedido un billete para Amsterdam, ¡un billete para siempre!

Luego, como Julius de Coster me había hablado de Pamela y como yo la había mirado durante dos años como la mujer más deseable de la tierra, la fui a ver. ¿No es todo muy sencillo? Ella me preguntó qué quería. Le dije todo, como ahora se lo escribo a usted, sin ampulosidad, y en lugar de encontrar esto natural, estalló en una risa idiota e insultante.

Y yo le pregunto a usted, ¿qué podía importarle a ella uno más, puesto que era su oficio? Yo, desde el momento en que decidí tener a Pamela, no podía quitármela de la cabeza. Supe al día siguiente que había apretado la toalla demasiado. Pero habría que saber si Pamela no tendría además una enfermedad de corazón, pues yo no creo que se renuncie a la vida con una facilidad tan desconcertante.

Aquí también, su redactor se ha equivocado absolutamente. ¿Qué cuenta? ¡Que yo huí de Groninguen como un loco! ¡Qué los viajeros notaron mi agitación! ¡Qué el camarero del barco vio claramente que yo no estaba en mi estado normal!… ¿Pero es que nadie comprende que era «antes» cuando yo no estaba en mi estado normal? «Antes», si yo tenía sed, no me atrevía a decirlo. Si tenía hambre y me ofrecían de comer, en casa de alguna persona, yo murmuraba por educación: «No, gracias». Si estaba en el tren me creía obligado a aparentar leer o mirar el paisaje, siempre con los guantes puestos, pues es más educado, aunque a uno le aprieten en los dedos.

Y su redactor escribe aún:

«El criminal ha cometido aquí un error que debía dar origen a todos los demás. En su espanto, olvidó su cartera en la habitación de la víctima…».

¡No es verdad! ¡No he cometido ningún error! ¡No estaba asustado! Esa cartera la había llevado conmigo por costumbre y ya no tenía ninguna necesidad de ella. ¡Tanto daba dejarla allí como en cualquier otro sitio! Y al saber que Pamela estaba muerta, yo habría escrito a la policía para decirle que había sido yo. La prueba es que, ayer mismo sin ir más lejos, he sido yo el que ha enviado un neumático al comisario Lucas para decirle que había cometido un nuevo atentado en la persona de Jeanne Rozier.

El titular que ha puesto usted es ciertamente halagador. Pretende que yo he querido burlar a la policía francesa y esto es tan falso como lo demás. Yo no quiero burlar a nadie. Y tampoco soy un maníaco y no es por vicio que he atacado a Jeanne Rozier. Es difícil hacerle comprender qué ha pasado, aunque esto se parezca a la historia de Pamela. Dos días antes, tuve a mi disposición a Jeanne Rozier y fui yo el que no estuve tentado. Luego, una vez solo, pensé en ella y me di cuenta de que me interesaba. Fui a verla para decírselo. Y fue ella, sin razón, la que entonces se negó.

¿Por qué? ¿Y por qué entonces no iba yo a valerme cíe mi fuerza? Lo hice con precaución, pues es una mujer encantadora y yo no hubiera querido que le ocurriera ningún daño. ¡Lo mismo que con Pamela! Lo de Pamela fue un accidente. Yo era un novato…

¿Comienza usted a comprender por qué me siento ofendido por los artículos publicados hoy? No escribiré a todos los periódicos, pues sería demasiado trabajo, pero he querido hacer esta aclaración. Así pues, yo no soy ni un loco ni un maníaco. Sólo que, a los cuarenta años, he decidido vivir como me gusta, sin preocuparme de las costumbres ni de las leyes, porque he descubierto, un poco tarde, que nadie las observa y que hasta este momento me he estado dejando tomar el pelo.

No sé lo que haré ni si se producirán otros acontecimientos por los cuales la policía tenga que ocuparse de mí. Esto dependerá de mis deseos.

A despecho de lo que pueda creerse, yo soy un hombre apacible. Si mañana encontrase una mujer que valiera la pena, sería capaz de casarme con ella y nunca más volvería a hablarse de mí. Pero si, por contra, se me acosara y me divirtiera luchar hasta la muerte, creo que nada me detendría.

Durante cuarenta años me he aburrido. Durante cuarenta años he visto pasar la vida como un pobre que tiene la nariz pegada al cristal del escaparate de una pastelería y que mira a los otros comerse los dulces. Ahora sé que los pasteles son de aquellos que se toman la molestia de cogerlos.

Continúe usted imprimiendo que estoy loco, si eso le gusta. Usted demostrará así, señor redactor jefe, que usted es quien es, como yo era antes del Petit Saint-Georges.

No reclamo, por la inserción de esta carta, el derecho a respuesta porque sin duda tal exigencia haría sonreír. Sin embargo, todos cuantos se rían serán unos imbéciles. ¿Quién con más derecho que un hombre que se juega su pellejo, en efecto, puede reclamar pertinentemente el derecho de rectificar los errores que sobre él se escriben?

A la espera de leerme en su periódico, de usted muy atento (esto no es verdad, pero es una fórmula),

Kees Popinga.

Le dolía la muñeca de tanto escribir, pero hacía mucho tiempo que no había pasado momentos tan agradables como estos. Hasta el punto que no se resignaba a dar por finalizada su correspondencia. Las lámparas se habían ya encendido. El reloj de la estación, enfrente, marcaba las cuatro y media. Y el camarero encontraba del todo natural ver a un cliente despachar su correspondencia.

Señor redactor jefe:

Esta vez se dirigía a un periódico que, en gruesos caracteres, escribió como titular: «El loco de Holanda». Popinga empezó a contestarle:

Su redactor se cree sin duda muy ingenioso y debe estar más acostumbrado a escribir eslóganes para publicidad que reportajes serios.

Ante todo, no veo lo que Holanda tenga que ver en todo este asunto, dado que yo he leído muchas veces en los periódicos historias más terroríficas cuyos protagonistas eran excelentes franceses. Luego, es muy cómodo tratar de locos a las personas a las que no se es capaz de comprender.

Si es así como usted acostumbra a informar a sus lectores, difícil me es enviarle mi felicitación.

Kees Popinga.

¡Y ya eran dos!

Por un instante, pensó en volver al bulevar Saint-Michel, donde encontraría un compañero para jugar al ajedrez. Pero la víspera había decidido no aparecer dos veces en el mismo lugar y quería ser fiel a sí mismo. Además, un vendedor de periódicos iba de mesa en mesa con los diarios de la tarde. Los compró y se puso a leer.

La detención de Kees Popinga, el sátiro de Amsterdam, según la opinión unánime, es sólo cuestión de horas. Le es imposible, en efecto, atravesar las mallas de la red que el activo comisario Lucas, de la Policía Judicial, ha tendido a su alrededor. Nos excusamos de no poder decir más, pero se comprenderán nuestros escrúpulos pensando que sería hacerle el juego al criminal si reveláramos las medidas tomadas.

Diremos solamente que según Jeanne Rozier, cuyo estado es satisfactorio, el holandés no posee más que una pequeña suma de dinero, de forma que no podrá resistir mucho tiempo. Informamos también que Popinga es fácilmente reconocible gracias a algunas manías de las cuales no puede prescindir.

Sólo hay una cosa que temer: que Popinga, sintiéndose acosado, cometa un nuevo atentado. Pero ya se han tomado precauciones en este sentido. Tal como nos lo decía el comisario Lucas hace un rato, con su calma habitual, felizmente estamos en presencia de un caso bastante raro en los anales del crimen, un caso de los que sin embargo, y principalmente en Inglaterra y Alemania, hay algunos precedentes.

Los maníacos de esta especie, generalmente tarados, conscientes de su inconsciencia, gozan de una sangre fría que, engañosa, les empuja a imprudencias fatales.

Pongamos que, si no cuestión de horas, será sólo cuestión de días. Desde este momento se siguen varias pistas. Esta mañana, en la estación del Este, siguiendo las indicaciones de una honorable viajera, se ha detenido a un personaje que correspondía a la descripción de Popinga, pero, después de la verificación correspondiente se ha comprobado que el detenido es un respetable representante de comercio de la región de Estrasburgo.

Un detalle, empero, complica un poco la tarea de los investigadores: Kees Popinga habla fluidamente cuatro lenguas, lo cual le permite hacerse pasar perfectamente tanto por inglés como por alemán u holandés.

El interrogatorio de Jeanne Rozier, que en el primer momento no había querido denunciar el atentado del que fue víctima, ha permitido establecer una filiación detallada que será de gran utilidad a la policía.

El público, pues, puede estar tranquilo: Kees Popinga no irá lejos.

Cosa curiosa, este artículo le infundió más bien optimismo. Bajó a los lavabos con el solo objeto de mirarse al espejo. No había adelgazado. Su aspecto era excelente. Por un instante, había pensado en teñirse el pelo o dejarse crecer la barba, pero se dijo que se le buscaría menos por su aspecto natural que bajo un disfraz cualquiera. Lo mismo podía decirse respecto a su traje gris, del todo corriente. Lo único que valía la pena, era cambiar su abrigo por uno azul.

Pagó sus consumiciones, echó sus cartas en el buzón de la estación y se dirigió hacia un almacén de confección que había visto por la mañana cerca de la Bastilla.

—Quisiera un abrigo azul… Azul marino…

Y mientras decía esto a un vendedor, en el primer piso de la tienda, se daba cuenta de un nuevo peligro, de un nuevo tic: advertía la costumbre de mirar a la gente con una cierta ironía, como si le dijera: «¿Qué piensas tú de mí? ¿No has leído los periódicos? ¿Es que no te das cuenta de que estás sirviendo al famoso Popinga, el loco de Holanda?…».

Se probó muchos abrigos y todos le venían demasiado pequeños o demasiado estrechos. Acabó por encontrar uno que casi le iba pero cuya calidad era lamentable.

—Me lo quedo —decidió.

—¿Se lo enviamos?

—No. Si me hace un paquete, me lo llevaré.

Eran esos detalles los peligrosos. Y peligroso también pasearse con un abrigo nuevo y un paquete en las manos con el otro. Menos mal que ya era oscuro, que el Sena estaba cerca y que podría desembarazarse del viejo sin apuros.

Pese a las estupideces que los periodistas contaban sobre él, los gacetilleros tenían de bueno que, en este sentido, le proporcionaban datos sobre los pensamientos del comisario Lucas. A menos… A menos, desde luego, que Lucas hiciese imprimir tal o cual cosa sólo para engañarlo a él. ¡Era divertido! No se conocían, el comisario y él. Y eran como dos jugadores, dos jugadores de ajedrez, jugando su partida sin ver el juego del contrario. ¿De qué medidas se hablaba en el periódico? ¿Por qué parecían suponer que él iba a cometer un nuevo atentado?

«¡Provocación!», se dijo para sus adentros. ¡Caramba! Se le imaginaba sensible a toda sugestión. Se le tomaba, si no por un loco, al menos por un enfermo. Se le empujaba hacia nuevos delitos a fin de que él se traicionara antes. ¿Qué podía Jeanne Rozier haber dicho, a modo de descripción? ¿Qué vestía de gris? ¡Todo el mundo lo sabía! ¿Que fumaba puros? ¿Que no tenía más de tres mil francos en el bolsillo? ¿Que no se afeitaba?

¡Él no se inquietaba! ¡Sólo que era un poco enervante el no saber lo que el comisario Lucas pensaba! ¿Qué instrucciones podía haber dado a sus hombres? ¿Dónde buscaba? ¿Cómo? Quizá Lucas se decía que Popinga quería asistir a la detención de la banda de ladrones de coches e iría a rondar por los alrededores de Juvisy… ¡Nunca jamás! ¿O que seguía frecuentando Montmartre? ¡Tampoco! Entonces, ¿cómo preveía arrestarle? ¿Esperando que se le ocurriera huir y vigilando las estaciones?

Popinga comenzó, a su pesar, a volverse de vez en cuando y, sobre todo, a pararse delante de los escaparates para asegurarse de que no le seguían. Ante un plano expuesto en una entrada del metro, se preguntó qué barrio escogería para pasar la noche. Sí, ¿cuál? En uno de los barrios de París al menos, y quizás en dos o en tres, la policía haría la ronda de los hoteles reclamando la documentación de los huéspedes. ¿Pero qué barrio elegiría Lucas? ¿Y por qué no prescindir del hotel, puesto que no tenía sueño? ¿No había visto el día antes, en los grandes bulevares, un cine cuyas sesiones continuas duraban hasta las seis de la mañana? ¿Pensaría Lucas en buscarle en un cine?

De cualquier modo, costase lo que costase, debía prestar cuidado en no mirar a la gente de frente, de forma irónica, a las mujeres sobre todo, con el aire de decirles: «¿Es que no me reconoce? ¿No le doy miedo?». Porque en realidad él buscaba estas ocasiones. La prueba es que eligió otra vez, sin darse cuenta, un restaurante servido por mujeres.

«Tener cuidado con mis miradas», anotó en la agenda, deteniéndose bajo una luz de gas.

Una frase leída en el último artículo le atormentaba. Se insistía sobre la posibilidad de que él mismo se traicionara. ¿Cómo habían adivinado que en él era una especie de vértigo, que no se resignaba a permanecer anónimo entre la multitud, que tenía ganas a veces, sobre todo cuando encontraba a alguien en una calle oscura y desierta, de decirle a quemarropa:

—¿No sabe usted quién soy?

Pero ahora que estaba sobre aviso, ya no había peligro. Se acostumbraría a mirar a la gente con naturalidad, como si fuera un desconocido y no el hombre del que hablaban todos los periódicos. De hecho, ¿qué cara habría puesto Julius de Coster al enterarse de todo esto? Hablaban de él tanto en los periódicos ingleses como en los alemanes. De Coster, al menos, debía admitir que se había equivocado respecto a su empleado. Debía sentirse humillado por el tono en que había hablado a Popinga en sus confidencias en el Petit Saint-Georges, como si las hubiese hecho a un imbécil incapaz de comprender.

¡Y ahora resultaba que el empleado aventajaba al patrón, que Popinga hundía a Julius! ¡Imposible pretender lo contrario! Julius, en alguna parte, en Londres, en Hamburgo o en Berlín, se estaba ocupando de montar un negocio de aspecto correcto y solemne. Mientras que Popinga, con toda crudeza, decía al mundo lo que pensaba… Un día u otro, nada más que para conocer las reacciones de Coster, pondría un anuncio en el Morning Post, como habían convenido. Pero ¿cómo recibir la respuesta?

Popinga seguía caminando. Esto se había convertido ya en la mitad de su vida; errar por las calles, a la luz de las tiendas, entre la multitud que le rozaba sin saber quién era. Sus manos, en los bolsillos del abrigo, acariciaban maquinalmente el cepillo de dientes, la brocha y la maquinilla de afeitar.

La solución, la encontró. ¡Tenía la seguridad de encontrar siempre soluciones, como en el ajedrez! No tenía más que quedarse dos veces en un mismo hotel y escribirse dos cartas a un nombre cualquiera. Con esto tendría dos sobres con su dirección, lo cual le permitiría retirar su correspondencia de la lista de correos.

¿Por qué no empezar esta noche? Entró, una vez más, en una cervecería. No le gustaban los verdaderos cafés parisienses, con los veladores demasiado pequeños y con los parroquianos apretados unos contra otros. Estaba acostumbrado a los establecimientos de Holanda, donde uno no teme tocar los codos de sus vecinos.

Tras pedir el anuario telefónico, lo abrió al azar, cayó sobre la calle de Brey, una calle que no conocía, y escogió el primer hotel que encontró, el Hotel Beauséjour. Después se escribió una carta o, mejor dicho, puso una hoja en blanco en un sobre en el cual escribió: «M. Smitson, Hotel Beauséjour, 14 bis, rue Brey».

¿Por qué no ganar tiempo y escribir los dos sobres a la vez? Cambió su escritura, desfigurándola, y rellenó el segundo sobre. ¿Y por qué no servirse del sistema neumático? ¿Por qué no ir hasta el final y reclamarle dinero a Julius de Coster, que debía tener un miedo horrible a que él contara su historia?

Redactó el anuncio:

«Kees a Julius. Enviar cinco mil a Smitson, lista de correos, estafeta 42, París».

Estos trabajos menudos le ocuparon hasta las 11 de la noche, pues nada la apremiaba y se tomaba todo su tiempo, todo su placer, escribiendo con letra fina y legible.

—¡Deme unos sellos, mozo!

Luego descendió a la cabina telefónica, pidió le pusieran con el Hotel Beauséjour y comenzó a hablar en inglés, en francés luego, con un marcado acento de más allá de la Mancha:

—¡Oiga! Aquí el señor Smitson… Llegaré mañana por la mañana a su hotel… ¿Quiere usted guardar la correspondencia que llegue a mi nombre?

—Muy bien, señor.

¿No se sentiría ya vencido el comisario Lucas? ¿Habría supuesto semejante sangre fría en Popinga?

—¿Desea usted una habitación con baño?

—¡Naturalmente!

Pero pese a su serenidad sentíase emocionado por el solo hecho de que era una mujer la que le hablaba. Pero esto había que evitarlo a toda costa. El periódico de la tarde lo decía claramente: esperaban de él un nuevo atentado, ¡un nuevo atentado que procurase nuevas pistas a la policía!

«¡Pero no cometeré un nuevo atentado!», decidió. «Y prueba de ello es que voy a meterme tranquilamente en el cine. Mañana, a las seis, me iré al Hotel Beauséjour, como si acabara de saltar del tren».

Una prueba más, en fin, de que él pensaba en todo es que, en otro café, pidió la guía de ferrocarriles y comprobó que un tren llegaba de Estrasburgo a las cinco y treinta y dos minutos. «¡Así pues, diré que llego de Estrasburgo!».

¡En marcha! ¡El trabajo estaba listo! Podía irse al cine tranquilamente. Y, al entrar, se sintió tanto más tranquilo porque no había acomodadoras, sino que eran unos mocetones en uniformes los que se encargaban de acompañar a la gente.

¿Qué podía hacer el comisario Lucas? ¿Y Louis, que seguramente ya habría vuelto de Marsella? ¿Y Goin? ¿Y Rose, a la que detestaba sin una razón concreta?