Se parte de un detalle cualquiera, a veces mezquino, y se llegan a descubrir grandes principios sin proponérselo. Esta mañana, mirándose en el espejo —y esta era una cosa que, desde siempre, él hacía muy seriamente—, Popinga advirtió que no se había afeitado desde su salida de Holanda, lo cual, aunque no tuviera el pelo muy abundante, no le daba un aire demasiado agradable. Se volvió hacia la cama, en cuyo borde una mujer, a la que no conocía, se estaba poniendo las medias.
—Cuando estés lista, irás a comprarme una maquinilla de afeitar, jabón para la barba, una brocha y un cepillo de dientes…
Como él le había dado el dinero por anticipado, ella hubiera podido no volver, pero era una chica honrada y, a su vuelta, quiso hacer la cuenta exacta de lo que había gastado. Luego, no sabiendo si debía irse o no, se sentó de nuevo en la cama y miró a Popinga afeitarse.
Era una de esas calles que dan al faubourg Montmartre, un hotel mucho menos bien que aquel otro de la calle Victor-Massé. Un hotel que era exactamente lo mismo que Jeanne a la mujer sentada en la cama, o sea, cuatro o cinco grados por debajo. Por contra, esta mujer, de la que Kees no conocía el nombre, intentaba en vano agradarle, ingeniándoselas para descubrir sus gustos, como lo demostró suspirando:
—Tú debes ser un triste, ¿no? Me juego cualquier cosa a que sufres males de amor…
Su voz sonaba a convencida, aunque vacilante, como la de una cartomántica.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Kees con una mejilla aún enjabonada.
—Porque empiezo a conocer a los hombres… ¿Qué edad me echas tú? Aquí donde me ves, tengo treinta y ocho años, pequeño. Ya sé que no los aparento, pero, compréndelo, yo he visto a menudo a hombres como tú, que nos cogen y no hacen nada. Por ejemplo, la mayor parte, en un momento dado, comienzan a hablar, a hablar sin parar de todas sus historias… Y eso, para nosotras, es práctico… ¡Se escucha y en paz, sin más consecuencias!
Era una escena casi patriarcal. Kees, con el torso desnudo, los tirantes colgando. La mujer que seguía charlando en espera de que él estuviese listo. Lo más gracioso es que si él reparó en que, según ella, era un triste (¡otra nueva personalidad que se le descubría y que él no debía olvidar de anotar en la libreta!), acabó por no enterarse de lo que ella le decía. La maquinilla le había conectado en una onda de pensamiento distinta. Por un instante, se había preguntado si no valía la pena comprar una maleta y algunos efectos. Porque, en un hotel serio, si llegaba sin maletas y solo, por la noche, se arriesgaba a llamar la atención. Con una maleta, le tomarían por un viajante de comercio. Pero ¿qué haría de la maleta durante todo el día? ¿Dejarla en la consigna de alguna estación? ¿Guardarla en un café? De cualquier modo, estaba decidido a no dormir dos veces bajo el mismo techo. Había observado que la gente que se hace atrapar, lo debe al hecho de que alguien de los que la rodean advierte de pronto un detalle equívoco. «¡Nada de maleta!», gruñó limpiando la navaja con cuidado y envolviéndola en un pedazo de periódico.
Sólo le faltaba convertirse en el hombre de la maleta y que ese simple adminículo bastara para denunciarle. Su superioridad sobre los héroes de las historias que había leído en los periódicos, ladrones, asesinos, estafadores en fuga, se revelaba en el hecho de que él pensaba en las cosas como antes pensaba en los negocios, en casa de Julius de Coster, en Zoon, con sangre fría, con un despego absoluto, como si aquello no le concerniera. En suma, buscaba la solución por la solución.
—¿Le hacen a uno enseñar los papeles, en hoteles como este? —le preguntó de repente.
—Nunca. A veces, piden el nombre para ponerlo en la ficha. Pero lo malo es que cada dos o tres meses, la policía llega en mitad de la noche y despierta a todo el mundo. Sobre todo cuando hay algún gran personaje extranjero de paso, ya sabes, por eso de los atentados…
Kees envolvió igualmente la brocha, el jabón, el cepillo de dientes, y guardó todo en sus bolsillos, donde ya tenía la libretita roja y un lápiz, lo cual constituía todo su equipo. ¡Era práctico! Podía ir donde quisiese, dormir cada noche en un hotel diferente, incluso en un barrio cualquiera de París. Había sólo eso de la razzia que le decía la chica, pero calculaba que era apenas un riesgo entre cien.
—¿Me llevas a comer?
—Me gustaría, pero…
—No insisto. Lo que yo me decía, era por darte gusto. ¿Así que no necesitas de mí?
—No.
Se separaron al borde de la acera, en una calle atestada de carros de verdura. Popinga no tenía su reloj, pero vio en la esquina uno que marcaba las doce y cuarto. El barrio le gustaba bastante, porque era alborotado, poblado de gente de todas clases, sembrado de bares llenos a reventar. «Con los tres mil francos que me quedan —calculó—, tengo para casi un mes y, de aquí a entonces, habré encontrado la forma de procurarme dinero…».
De golpe, se sintió avaro. Todo el dinero que había malgastado hasta entonces adquiría un valor particular, como la navaja en su bolsillo, como la ausencia de maleta, como cada detalle del plan de vida que se estaba trazando. Por eso se quedó casi una hora delante del plano de París, en una entrada del metro. Tenía, para la topografía, una memoria notable. Los barrios, las arterias principales, los bulevares, adquirían un lugar en su mente con tanta precisión como sobre el mapa y, cuando echó a andar de nuevo, era capaz de moverse por París sin necesidad de preguntar el camino.
No tenía ganas de comer y, en un bar, se tomó dos grandes vasos de leche con un croissant y volvió a encontrarse en los bulevares justo a tiempo para comprar los periódicos de la tarde, que acababan de salir. Si, desde la mañana, fingía no pensar en ello, no estaba sin embargo menos preocupado por la suerte de Jeanne Rozier. Volvió ávidamente las páginas y, estupefacto, vejado, ultrajado, no encontró ni una línea sobre el asunto. No se hablaba más de él, como si hubiese sido completamente olvidada la historia de Pamela; pero se extendían sobre un drama todavía oscuro ocurrido en el expreso París-Basilea. Evidentemente, si Jeanne Rozier estaba muerta, los periódicos lo hubieran sabido. Y entonces… A menos que… ¿Quién sabe si no era una trampa, si la policía no había ocultado el acontecimiento con la esperanza de que él diese un paso comprometedor? ¡Si al menos hubiera podido ver al comisario Lucas, aunque fuese desde una ventana! Entonces hubiera podido hacerse una idea. Se habría dado cuenta, al menos, de la clase de hombre que era y, en consecuencia, de las astucias que podía esperar de él…
¡Allá penas! Había una cosa que podía hacer sin grandes riesgos. Puesto que había un teléfono sobre la mesilla de noche de Jeanne… Entró en una cervecería, encontró el número en la guía, llamó y le respondió una voz que no conocía, una voz de mujer de cierta edad, por lo que podía juzgar.
—¿Está la señorita Rozier, por favor?
—¿De parte de quién?
—Dígale que es de parte de un amigo…
¡Así era verdad! ¡Él sabía que ella no podía estar muerta! Tras un silencio, la mujer preguntó:
—¿Quiere dejar algún recado? La señorita Rozier no se encuentra bien y no puede ponerse al aparato…
—¿Es grave?
—No muy grave, pero…
¡Bastaba! Colgó el aparato y volvió a sentarse en la gran sala de la cervecería donde, un cuarto de hora después, llamaba al camarero y le pedía recado de escribir. Estaba de mal humor. Reflexionaba largamente sobre lo que iba a decir. Al fin, trazó con escritura firme, aplicada:
Señor comisario:
Creo un deber señalarle que un nuevo acontecimiento se ha producido esta noche, y que tiene su importancia en el caso Popinga. Tal vez podría usted ir al domicilio de la señorita Rozier y preguntarle en qué circunstancias ha sido puesta en el estado en que usted la encontrará…
Vaciló, preguntándose si revelaría más. Luego, continuó con una sorda satisfacción, pensando en Goin y sobre todo en su hermana:
Por otra parte, aprovecho esta ocasión para colaborar con la policía francesa, la cual se ocupa lo bastante de mí como para que yo me ocupe de ella a mi vez.
Tiene usted la posibilidad, en día no muy lejano, de echar mano a toda una banda de ladrones de coches que opera a gran escala. Es la banda, entre otras, que la noche de Navidad robó tres coches sólo en el barrio de Montmartre.
Embosque, pues, a sus hombres de noche alrededor del garaje GOIN Y BORET, en Juvisy. No vale la pena ir esta noche ni la próxima porque no pasará nada, ya que el jefe de la banda está en Marsella. Pero las noches siguientes puede usted comenzar la vigilancia. Me asombraría que no los atrapara usted antes del 1 de enero.
Tengo el honor de dirigirle, señor comisario, la expresión de mi consideración más distinguida.
Kees Popinga.
Se releyó con satisfacción. Pegó el sobre, escribió la dirección y llamó al mozo.
—Dígame, una carta puesta ahora al correo, ¿cuándo será repartida?
—Si es para París, mañana mismo… Pero puede usted enviarla por neumático y llegará antes de dos horas.
No pasaba un rato sin que aprendiese algo nuevo. Envió pues su carta por neumático y se alejó del barrio donde se encontraba, pues voluntariamente había empleado el papel de la cervecería donde estuvo.
Eran las cuatro. Hacía bastante frío y una especie de fina niebla empezaba a rodear las farolas de gas. Siguió caminando y llegó al Sena justo donde esperaba encontrarlo, es decir, a la altura del Pont-Neuf, que cruzó. No caminaba al azar. Tenía un objetivo preciso. Ahora que se había ocupado de sus cosas, tenía ganas, para relajarse, de jugar una partida de ajedrez. Pero ¿dónde un extranjero recién llegado de Groninguen podía encontrar un compañero? En un solo lugar: en un gran café situado cerca de las Facultades y frecuentado por estudiantes.
En París también tenía que ser así. Y por ello se dirigía hacia el Barrio Latino y luego hacia su arteria principal, el bulevar Saint-Michel. Se sentía, desde luego, un poco desconcertado porque el barrio no tenía nada en común con la apacible calma de Groninguen, pero no se desanimó. En una decena de cafés que observó a través de las vidrieras, no se jugaba a nada y se veía que la gente que iba allí a sentarse no se quedaba mucho rato. Pero, mirando al otro lado del bulevar, distinguió en el primer piso de una cervecería unas siluetas que se recortaban contra las cortinas y que llevaban palos de billar.
Kees se sintió tan orgulloso como si acabara de ganar una partida. Y un instante después lo estaba tanto más cuanto que entraba en el primer piso en cuestión, en una sala austera y ahumada, donde unas lámparas de pantalla verde iluminaban una docena de billares y, donde además, en otras tantas mesas, se jugaba al chaqué, a las cartas y al ajedrez. Con tanta solemnidad como ponía en su círculo holandés, se quitó su pesado abrigo, lo colgó del perchero, fue a lavarse las manos al lavabo, se pasó el peine, se limpió las uñas, y se sentó junto a dos jóvenes que jugaban al ajedrez. Finalmente pidió una caña de cerveza negra y encendió un cigarro.
Lástima que hubiese decidido no mostrarse dos veces en un mismo lugar, porque el café era el lugar ideal para pasar todas las tardes. Ni una mujer, lo que le gustaba tanto más. Y en cambio, una mayoría de jóvenes, estudiantes, de los cuales muchos se quitaban la chaqueta para jugar al billar. Uno de los dos jugadores de ajedrez era un japonés con lentes de concha y el otro un gran chico alto y rubio, sanguíneo, cuyas emociones se reflejaban en su cara. Kees, siempre como en Groninguen, sacó del bolsillo sus gafas de montura de oro y las limpió antes de ponérselas. Tras esto, pasaron minutos y minutos en los que no hizo nada más que contemplar el tablero, cuyas piezas ocupaban un lugar en su mente con tanta precisión como antes los barrios de París.
Hasta el olor, olor mezclado de cerveza, de cigarro puro y de serrín reciente, se parecía al del círculo de Groninguen. Hasta la manía del camarero se parecía también, pues interrumpía de pronto su servicio para plantarse detrás de los jugadores y asistir a un pedazo de partida con aire reprobador. En circunstancias como estas, Kees era capaz de permanecer inmóvil durante horas, sin descruzar las piernas, hasta el punto de que la ceniza de su puro alcanzaba tres o cuatro centímetros. No fue hasta el final, cuando el japonés parecía particularmente desdichado y contemplaba el tablero desde diez minutos antes sin decidirse a jugar, que Popinga dejó caer la ceniza y dijo suavemente:
—Usted gana en dos movimientos, ¿no?
El asiático volvió hacia él su mirada sorprendida y aún pareció sufrir más, puesto que se creía del todo perdido. Su adversario no quedó más estupefacto que él, pues no veía en absoluto cómo podría darle jaque mate cuando ya estaba seguro de ganar. Hubo un silencio. El japonés tendió la mano hacia la torre, la recogió como si la pieza hubiera sido de hierro enrojecido, miró a Popinga como para pedirle consejo mientras que el rubio suspiraba tras haber examinado una vez más el juego.
—Por ejemplo, yo no veo cómo…
—¿Me permite usted?
El amarillo asintió. El otro esperaba, escéptico.
—Yo pongo el caballo aquí… ¿Qué mueve usted?
Sin darse tiempo a pensar, el joven rubio declaró:
—Lo mato con mi torre.
—¡Muy bien! Yo avanzo mi reina dos casillas. ¿Qué hace usted ahora?
Esta vez, el rubio no encontró nada que decir. Desamparado un momento, hizo retroceder a su rey una casilla.
—¡Pues bien! Yo avanzo mi dama una casilla más y anuncio jaque mate. No era difícil, ¿verdad?
En estos casos Kees adoptaba un aire modesto; pero su cara relucía de satisfacción. Los dos jóvenes estaban tan impresionados que no pensaron en emprender una nueva partida. El japonés, sin embargo, que se había esforzado en comprender la jugada, acabó al fin por murmurar:
—¿Quiere usted jugar?
—Yo le cedo mi sitio… —murmuró el otro.
—No, no. Si a ustedes les divierte, yo jugaré con los dos al mismo tiempo… Cada uno de ustedes con un tablero…
Se veía, cuando las acariciaba como hacía ahora, que sus manos eran hermosas; regordetas, sí, pero blancas, bien dibujadas y de una textura bastante fina.
—¡Mozo! Traiga otro tablero…
El comisario Lucas no había recibido aún la carta; pero, cuando las dos partidas hubieran acabado, seguramente, la tendría en su mano y se dirigiría a toda prisa a la calle Fromentin. Los jóvenes estaban todavía intimidados, sobre todo porque Popinga, sentado en el diván, frente a ellos, frente a los dos tableros, se daba encima el maligno placer de seguir de reojo una partida de billar. Jugaba sin vacilar, en los dos tableros. Sus adversarios reflexionaban antes de mover una pieza, sobre todo el japonés, que estaba decidido a ganar. «¿Cómo podría procurarme una lista de todos los cafés donde se juega al ajedrez?», pensaba mientras tanto Popinga. Calculaba que debía haber una cantidad considerable, porque, estudiando el plano de París, un rato antes, había hecho un descubrimiento. En Groninguen, como en la mayor parte de las ciudades, hay un núcleo, uno solo, alrededor del cual las casas de recreo se agrupan como la pulpa de una fruta alrededor del hueso. Y Kees había comprobado que si había uno, dos, y hasta tres núcleos principales en París, cada barrio, además, poseía su centro propio, con sus cafés, sus cines, sus salas de baile y sus arterias animadas.
Así pues, un habitante de Grenelle no iría al bulevar Saint-Michel para jugar al ajedrez, como tampoco iría un vecino del Parc Montsouris. O sea que todo se reducía a buscar bien, en cada barrio…
—Le pido perdón… —dijo con falsa confusión—. Puede recoger su alfil… Si no, usted mismo se pone en jaque a la reina…
—Pieza jugada… —balbució el joven rubio poniéndose colorado.
—No, no. Por favor…
Y mientras, el japonés bizqueaba hacia el juego de su compañero para no cometer las mismas faltas que él.
—¿Qué estudia usted?
—Medicina —respondió el japonés.
En cuanto al rubio, quería ser dentista, lo que le iba bastante bien.
Pese a su tensión nerviosa, el japonés fue derrotado primero y, a partir de ese momento, el otro se puso tan febril que no resistió más que unos minutos más.
—¿Qué puedo ofrecerles? —se creyó el rubio en el deber de decir.
—¡Nada de eso! Soy yo el que ofrece una ronda.
—Pero nosotros hemos perdido…
Él se empeñó sin embargo en invitarles. Encendió un nuevo puro y se retrepó sobre el diván.
—Es preciso, ¿verdad?, tener todas las piezas en la cabeza, no olvidar que el alfil guarda a la reina, que la reina guarda al caballo, que…
Y Popinga estuvo casi a punto de añadir: «Que Louis, alertado por Jeanne Rozier, debe haber tomado ya el tren de Marsella… Que a esta hora, el comisario Lucas debe estar llegando a la calle Fromentin, donde Jeanne se pregunta por qué… Que, en Juvisy, Goin no debe atreverse a telefonear, por miedo a comprometerse, y que Rose…».
—Y además —añadió de viva voz—, hay que prescindir de los propios métodos y observar bien los del adversario… Supongan que yo hubiese tenido un método… Tal vez hubiera podido ganar a uno de ustedes, pero el otro se habría dado cuenta de mi táctica y me hubiera puesto en mala situación…
¡Estaba contento de sí mismo! Hasta el punto que cuando los jóvenes se fueron dándole las gracias, él se quedó allí, con el cigarro entre los labios, los dedos en las sisas del chaleco, siguiendo desde lejos una partida de billar y resistiendo apenas las ganas de ir a mezclarse en ella. Porque él hubiera podido hacer, en el billar, lo mismo que acababa de hacer en el ajedrez, tomar un taco de uno de los jugadores y apuntarse una buena cincuentena de puntos de una vez. Lo que sus adversarios no habían visto, durante todo el rato, es que frente a él, al otro lado de la sala, había unos espejos. La iluminación no era violenta, la atmósfera estaba empañada además por el humo de las pipas y de los cigarrillos, y era una imagen desvaída, bastante misteriosa de Popinga, la que el espejo le devolvía y él observaba con complacencia, redondeando sus labios sobre la punta del puro.
Un reloj de esfera de esmalte glauco marcaba las seis. Para pasar el tiempo, sacó su agenda y pensó largamente antes de decidirse a escribir. Porque se había dado cuenta de que tenía un gran número de horas que matar cada día, incluso durmiendo al máximo. No podía errar más de tres o cuatro horas por las calles porque era fatigoso y, a la larga, asqueante. Tenía que organizarse distracciones regulares, como la de ahora, hacerlas durar lo más posible, para permanecer en forma, para conservar la plena lucidez.
Acabó por anotar: «Martes 28 de diciembre. Salí de Juvisy por la ventana. Dos mujeres en el tren. Calle Fromentin, con Jeanne, que no se ha reído. He tomado el cuidado de aturdiría ligeramente. Estoy convencido de que volveré a verla».
«Miércoles 29 de diciembre. Dormí en el faubourg Montmartre con una mujer a la que olvidé preguntar su nombre. Me ha tomado por un «triste». Comprado lo necesario para la toilette. Escrito al comisario Lucas y jugado al ajedrez. En perfecta forma».
Esto bastaba. La prueba de que las horas que acababa de pasar habían sido provechosas a su espíritu, era que se acordaba de un detalle: el maletín. No había comprado el maletín para no convertirse en «el hombre de la maleta». Lo que tenía que evitar era tener una característica demasiado visible. Y, sin dejar de mirarse en el espejo, se daba cuenta de que el puro formaba parte de su señalamiento. ¡Los dos jóvenes, por ejemplo, no olvidarían que él fumaba puro! Y tampoco lo olvidaría el camarero de la cervecería donde escribió por neumático. Miró a su alrededor y constató que, entre unos cincuenta parroquianos por lo menos, sólo dos eran los que fumaban puro.
¡Jeanne Rozier lo sabía! ¡Goin lo sabía! ¡El maître del Picratt’s lo sabía! La mujer que le había dejado al mediodía lo había observado también. Así pues, si no quería convertirse en «el hombre del puro», debía fumar otra cosa, en pipa o cigarrillos. Se resignó a duras penas, pues el cigarro formaba parte de él mismo. Pero tomada la decisión, la puso de inmediato en práctica. Apagó el puro contra el cenicero y cargó la ridícula pipa que había comprado en Juvisy.
A estas horas, el comisario Lucas estaría seguramente en la calle Fromentin, haciendo su investigación, interrogando a la portera y, probablemente, a la pareja que se habían tropezado con él en la puerta. Kees hubiera podido hacer una cosa divertida: telefonearle y decirle: «¿Comisario Lucas? ¡Aquí, Kees Popinga! ¿Qué le parece a usted el informe que le he dado? Ya ve usted que le doy ventaja y que soy buen jugador…». ¡Pero era peligroso! Sospechaba que las comunicaciones telefónicas podían estar controladas, pero eso no le impidió divertirse a su manera. Había una cabina en un rincón de la sala. Tomó unas fichas y telefoneó a los tres periódicos que habían publicado los artículos más largos sobre él. Llamó incluso, en la redacción del último, al redactor que había firmado su crónica.
—¡Oiga!… Kees Popinga ha cometido esta noche en París, un nuevo atentado… Puede usted asegurarse yendo al número 13 de la calle Fromentin… Si… ¿Qué dice?
Y al otro lado del hilo, una voz repetía:
—¿Quién está al aparato?… ¿Es usted, Marchandeau?…
—¡No, yo no soy Marchandeau! ¡Es Popinga quien habla! Buenas tardes, señor Saladin. Trate de no escribir más tonterías, y sobre todo no diga que yo estoy loco…
Recogió su abrigo y su sombrero, salió, y siempre a pie se encaminó hacia un barrio que había visto la noche antes, el barrio de la Bastilla. Era el único medio: cambiar. No solamente de restaurante y de hotel, sino cambiar de clase. Hubiera jurado que, por haber frecuentado por dos veces hoteles de una determinada categoría, se le buscaría siempre en hoteles de esa categoría. Hubiera incluso jurado que, esa noche, el comisario Lucas registraría la mayor parte de los establecimientos de aquella clase. ¡Como los dos jóvenes, al ajedrez, que esperaban siempre la jugada que ya había hecho una vez! Así pues, decidió, en la Bastilla, cenar en un restaurante a precio fijo, por cuatro o cinco francos, y dormir en un hotel de diez francos. Pero no había decidido aún si dormiría solo o, como ya había hecho dos veces, si se llevaría a una compañera. Pensaba en esta cuestión mientras remontaba la calle Saint-Antoine. Se daba cuenta de que también era peligroso, tanto o más que deambular con un maletín en la mano o fumar un puro. Ya se imaginaba las notas de la policía diciendo: «Tiene la costumbre de pasar la noche en un hotel de paso con una compañera encontrada al azar…».
Y la policía vigilaría todos los lugares donde las mujeres suelen operar. «Es imprudente», decidió. Como, también, sería imprudente jugar cada día al ajedrez, en un lugar distinto, porque esto también acabaría siendo añadido a la descripción: «Pasa las tardes jugando al ajedrez en las cervecerías de París y de la periferia…». Así al menos, de ser él quien ocupara el lugar del comisario Lucas, hubiera redactado la ficha, sin olvidarse de señalar que llevaba en el bolsillo su maquinilla de afeitar, la brocha, el jabón y el cepillo de dientes. Sólo con suponer que una nota de esta clase apareciera cada día en los periódicos de París…
Caminaba entre la multitud, siguiendo los escaparates iluminados, esforzándose en sonreír imaginando las consecuencias de unas notas así. Primero, en todos los cafés donde se juega al ajedrez, los clientes se observarían unos a otros con aire sospechoso y, quizás, durante la partida, hasta el camarero registraría los abrigos, principalmente los abrigos grises, para asegurarse de que en los bolsillos no escondían una brocha o una maquinilla de afeitar. En cuanto a las mujeres… Verían Popingas en la persona de todos sus clientes y Kees estaba convencido de que habría una avalancha de denuncias. «No debo…», se decía. Y, sin embargo, ya estaba tentado de convertirse en el personaje que acababa de imaginar. Rechazaba esta tentación, se esforzaba en conservar su sangre fría; y, para cambiar de ideas, decidió que después de cenar se iría al cine.
Comió en un restaurante a precio fijo, de cinco francos; pero al fin debió pagar once pues no pudo prescindir de unos suplementos. Fue servido por unas mujeres con delantal blanco y se preguntó si la que le atendía podía sospechar de él. Por curiosidad, le dio cinco francos de propina. ¿No iba a sentirse asombrada, a examinarle con atención, a establecer un parentesco entre este hombre vestido de gris, de acento extranjero, y el sátiro del cual los periódicos habían hablado? ¡En absoluto! Se metió la moneda en el bolsillo y continuó su trabajo, ¡igual que si le hubiera dado cincuenta céntimos o dos francos!
El cine estaba enfrente. Cinéma Saint-Paul. Sacó una entrada de palco, pues lo que detestaba era no ser visto. Aquí, la acomodadora estaba vestida de rojo, poco más o menos como el botones del Hotel Carlton de Amsterdam. Hizo la experiencia contraria. No le dio propina y ella se alejó gruñendo alguna cosa, sin ocuparse más de él. ¡Estaba bien claro! ¡No le hacían el menor caso! ¡Como si a su alrededor hicieran la conspiración del silencio!
Jeanne Rozier no había avisado a la policía. Los periódicos no hablaban ya de la investigación. Goin se hacía el muerto y Louis estaba en Marsella. ¡La mujer de la mañana se había contentado con decretar que él era un triste, como tantos otros había visto a lo largo de sus correrías!
En Groninguen nunca iba al cine porque mamá consideraba que era una diversión vulgar. En cambio, cada invierno, sacaba un abono para los conciertos del jueves, lo cual era una distracción suficiente. En el cine Saint-Paul, Popinga se apasionó por el ambiente. No conocía aún estas salas populares donde se amontonan dos mil personas que comen naranjas y caramelos ácidos. Tras él había una gradería y cuando se volvía, veía cientos de rostros iluminados por la reverberación de la pantalla, cosa que le impresionaba. Y sólo de pensar que alguien podía gritar de repente:
—¡Es él!… ¡Es el loco de Amsterdam!… Es el hombre que…
En los palcos contiguos, sin embargo, se veía a mujeres gordas con abrigos de piel y a jóvenes de manos sonrosadas y regordetas, orondos caballeros, todos los comerciantes del barrio. En el descanso sintió como un vértigo y no se atrevió a mezclarse entre aquella multitud que corría hacia el bar y los lavabos. Vio las peliculitas de propaganda y la vista de un mobiliario le recordó la compra del de Groninguen, cuando mamá pedía todos los catálogos de los almacenes de Holanda. ¿Qué hacía mamá, en estos momentos? ¿En qué pensaba? Ella era la única que había hablado de amnesia, sin duda porque había leído en el Telegraaf una novela de guerra en la que un soldado alemán, conmocionado, olvidaba hasta su nombre y volvía diez años más tarde al hogar para encontrar a su mujer casada de nuevo y a sus hijos que ya no le conocían.
¿Y Julius de Coster? Mientras bebía en el Petit Saint-Georges, le había contado muchas cosas; pero había sido lo bastante listo, pese a su embriaguez, para no decirle adónde iba. Tal como Popinga lo conocía, no debería estar en París sino más bien en Londres, ciudad que él conocía mejor. Sin duda allí tenía escondido un buen fajo y, bajo un nombre cualquiera, montaría otro negocio y ganaría nuevamente dinero.
Mientras la gente volvía a ocupar sus asientos, se hizo la oscuridad y una luz malva invadía la escena al tiempo que una orquesta tocaba un aire lánguido, muy tierno, que conmovió a Popinga. Con el resto del público aplaudió a rabiar. Pero, contrariamente, no le gustó la gran película, una historia de un abogado y el secreto profesional a que se veía sometido. A su lado una gruesa dama con abrigo de visón, le repetía sin cesar a su marido:
—¿Por qué no dice la verdad?… ¡Es un imbécil!
Luego, la salida. El lento pisoteo hacia el agujero negro y frío de la calle, donde arrancaban los coches frente a las tiendas ya cerradas. Popinga había reparado en un hotel, en la esquina de la calle Birague, un hotel que a juzgar por su aspecto debía ser muy barato y muy poco confortable. La prueba de que era de la clase que buscaba es que a cincuenta metros, la silueta de una mujer estaba emboscada en la sombra. ¿Llevársela? ¿No llevársela? Desde luego, él había decidido que… Pero esto aún no tenía importancia. La policía no podía ya saber…
La verdad es que no le gustaba estar solo, por la noche, y sobre todo por la mañana, cuando se despertaba. En un caso así, no le quedaba otro recurso que contemplarse en el espejo y adoptar diversas expresiones preguntándose: «Si tuviese una boca así… O una nariz asá…».
¡Adelante! ¡Una vez más! ¡Sólo una más! Aunque no fuese más que por saber qué clase de mujeres podía uno encontrar en esta oscura calle Birague.
Pasó, con las manos en los bolsillos, con aire indiferente, y, en el mismo momento en que él lo esperaba, una voz tímida balbució:
—¿Vienes?
Él fingió dudar, se volvió, vio a la luz del farol de gas un rostro joven y pálido, lánguido, un abrigo no lo bastante grueso, unos cabellos mal peinados que salían de una boina.
—¡Vamos! —decidió.
Y la siguió. Sabía ahora cómo se practicaba esto. Pasaron ante un mostrador donde una mujer plácida hacía un solitario.
—Al siete… —decidió.
¡Vaya! ¡Otra vez el siete! No había cuarto de baño sino sólo una cortina ante la cubeta de loza. Popinga, sin mirar a su compañera, ordenaba ya su jabón, su maquinilla, su brocha.
—Te quedarás toda la noche.
—Bueno.
No parecía hacerle mucha gracia, pero allá penas.
—¿No eres del barrio?
—No.
—¿Eres extranjero?
—¿Y tú?
—Yo soy bretona —dijo ella quitándose la boina—. Serás amable conmigo, ¿no? Estabas en el cine, te he visto salir…
Ella hablaba por hablar, quizás para darle gusto y, en efecto, esto llenaba la habitación mientras él procedía meticulosamente a lavarse, asegurándose de que la cama estaba más o menos limpia. Luego se tendió con un suspiro de satisfacción.
Alguien al que le hubiera gustado ver así era a la mujer del comisario Lucas. ¿Qué podía el comisario decir de él, mientras se metía en la cama? Porque no tenía más remedio, en un momento dado, que meterse en la cama, como todo el mundo.
—¿Dejo la luz?
Era tan delgada que él prefirió mirar a otro lado.