Se habría quizás adormecido con el tibio aliento del tubo de la estufa, donde sentía por así decirlo pasar las llamas, si no hubiese oído con nitidez abrirse una puerta en la cocina, unos pasos acercarse al fogón, un estrépito que ahogó los otros ruidos: el de la estufa que atizaban. No había terminado este estrépito cuando la voz de Goin preguntaba:
—¿Has escuchado a su puerta? ¿Qué hace?
Y la voz de Rose contestando, aburrida:
—No sé nada. Ni se le oye moverse.
—¿Me preparas una taza de café?
—Sí. ¿Qué estás haciendo?
—Ya lo ves, intento arreglar el despertador que no quiere andar…
Kees sonrió. Se los imaginaba a los dos: Goin, en zapatillas, con un cigarrillo apagado colgado de los labios, las cejas fruncidas, ocupado en montar o desmontar el despertador de la mesa de la cocina mientras que su hermana, a juzgar por los ruidos, debía empezar a lavar la vajilla.
—¿Qué piensas de ese tipo?
Las voces le llegaban tanto más apagadas porque abajo hablaban sin pasión, por hacer algo, con largos silencios entre las frases. A veces un tren atravesaba bruscamente la conversación y no dejaba de esta más que unas migajas. Kees, con los ojos cerrados, lo escuchaba todo, saboreando las bocanadas de calor.
—Pienso que es un tipo raro, pero yo no me fiaría. ¿Qué ha hecho?
—Me he enterado hace un rato. Ha estrangulado a una bailarina en Amsterdam y, a lo mejor, antes ya despachó a un viejo…
Kees Popinga no pudo evitar, pese a su modorra, el escribir la palabra «despachar» en su cuaderno de tapas rojas. Abajo, el agua hervía. Rosa estaba moliendo un poco de café y ponía luego el azucarero sobre la mesa.
—Si supiera dónde iba esta ruedecita…
—¿Has visto a Louis?
—Sí. Quería saber qué piensa hacer con el compañero de arriba.
—¿Y qué te ha dicho?
—Ya sabes como es. Quiere hacer creer que lo razona todo y que no hace nada sin pensar. No obstante, siempre he creído que improvisa. Ha intentado demostrarme que tiene al tipo en el bolsillo y que va a sacarle todo lo que le dé la gana. Pero primero, como le he replicado yo, el tipo nos tiene a su vez…
—Bébete el café, que está caliente… Tienes un tornillo en el suelo…
—Ya conoces a Louis. Cuando se le responde así, se enfada y dice que él toma todas las responsabilidades, que le dejemos hacer. Yo, ya se lo he dicho, el asunto de los coches me gusta. Pero no me gusta tener en casa a un tío como al holandés… Suponte que le dé el telele y te salte a ti encima…
—No me da miedo.
—Y además que todo esto puede acabar cayéndonos cinco años a cada uno… Mi idea es que Jeanne ha liado a Louis para proteger al ciudadano… Louis, que no se atreve a decir que no, ha dicho sí sin pensar nada más… ¡Pero ya veremos qué pasa!
Los sonidos eran tan nítidos que, por así decirlo, se veía a Goin dar cuerda al despertador al fin arreglado.
—¿Ya anda?
Por toda respuesta, un estrépito del despertador, al que el mecánico había arrojado con rabia contra la pared de la cocina.
—Mañana por la mañana compras otro… ¿No has traído el periódico?
—Todavía no.
—Yo le he aconsejado a Louis una buena cosa. Vale la pena aprovechar esta ocasión y hacerse con una buena recompensa. No tenemos más que denunciar al sátiro y seguro que la policía hará la vista gorda con nuestros negocios…
—¿Qué te ha dicho él?
—Nada. Que ya verá lo que hace cuando vuelva de Marsella.
—¿Hay guillotina en Holanda?
—No lo sé. ¿Por qué preguntas eso?
—Por nada.
Un silencio. Después, la voz un poco lastimera de Goin.
—Si fuera un hombre como nosotros, yo no hablaría así. Pero comprende lo que quiero decirte. Ya has visto tú misma cómo actúa. Voy a ir yo mismo a por el periódico, anda…
Kees Popinga no se había movido. Más allá del tragaluz no divisaba más que algunas luminarias suspendidas del cielo. Oía ahora, debajo de él, a Rose ir y venir con sus suelas de fieltro, abrir alacenas y armarios, ordenar cosas de porcelana o de loza y, repentinamente, cargar la estufa. La espera fue muy larga. Para Goin, el periódico no era más que el pretexto para instalarse en el café y, sin duda, hacer una partida de belote porque no volvió hasta dos horas después, cuando la mesa ya estaba puesta para comer.
—¿No ha venido nadie?
—No.
—¿Y arriba?
—Debe dormir. No le he oído andar.
—¿Sabes tú lo qué pensaba, viniendo? Pues que esos pájaros son más peligrosos que nosotros para la sociedad. Una vez, Louis, en el bulevar Rochechouart, tuvo que disparar porque estaban a punto de agarrarlo. Uno, en esos casos, sabe a qué atenerse… Pero, con el otro, ¿qué? ¿Tú sabes qué piensa ese?
—¡No debe ser gracioso! —suspiró Rose.
—¿Y qué quieres? Por mi parte, lo repito, no me gusta tener a un tipo así en casa… ¡Otra vez conejo! ¿Es que tienes un abono?
—Quedó de ayer.
—Habrá que subirle de comer.
—Iré luego.
En efecto, un poco después, Rose llamaba a la puerta:
—¡Abra! —dijo al mismo tiempo—. Es su cena.
Popinga se había levantado. Abrió y a propósito no se apartó del umbral dejando que Rose, cargada con una bandeja, pasara incómoda mientras él la miraba con pequeños ojos inquietantes.
—¡Qué amable es usted! —le dijo. Ni él mismo sabía si quería asustarla o no—. Se quedará un ratito conmigo, ¿no?
Ella se volvió sin manifestar la menor emoción y le miró de pies a cabeza.
—¡Ande ya! —le respondió con voz vulgar. Su mirada se detuvo sobre los ojos del hombre, sobre su sonrisa forzada, sobre sus manos temblorosas.
—¿Me toma por una bailarina? —añadió—. ¡Haría mejor en comer y acostarse!
Así, sin gritar, le obligaba con su sola actitud a dejarle libre el paso. Alcanzó el umbral y se volvió:
—Cuando haya comido, no tiene más que dejar la bandeja al otro lado de la puerta.
Un instante después, Popinga tenía la mejilla pegada contra el tubo de la estufa y pronto oía abrir y cerrarse la puerta de la cocina. Una silla se movió; Rose que se sentaba… Un silencio. El choque de un vaso contra una botella…
—¿Dormía?
—Supongo que sí.
—¿No te ha dicho nada?
—¿Qué quieres que dijera?
—Me ha parecido oíros hablar.
—Le he dicho que comiera y dejara la bandeja en la puerta.
—¿No te parece que yo tengo razón y que Louis es un imprudente? Si Lucas ha hecho ir a Jeanne al Quai, es que tiene sospechas… Jeanne debe estar vigilada y Louis también. Hasta me pregunto si hoy la policía no sabe ya que le he visto. Suponte que me hayan seguido y…
—¿Quieres denunciarle?
—Bueno, si no fuera por Louis…
Goin debió sumirse en la lectura de su periódico porque durante un buen rato no se oyó nada. Al fin, suspiró:
—¿Y si nos acostáramos? No habrá nada esta noche. Voy a cerrar el garaje.
Popinga, como Rose le había dicho, puso la bandeja al otro lado de la puerta y volvió a cerrar con cuidado. Luego, se libró de la ropa que Goin le había dejado y volvió a ponerse su traje gris, guardándose en los bolsillos el dinero que le quedaba y su agenda. No sentía impaciencia. Tendido sobre la cama, con la colcha por encima, esperaba mientras al lado, el hermano y la hermana se desnudaban tranquilamente, intercambiando algunas frases, removiendo algunos objetos, y se acostaban después, acostumbrados desde su infancia en alguna pobre aldea a dormir cinco o seis en la misma habitación.
—Buenas noches, Rose.
—Buenas noches.
—No quiero dármelas de profeta y sé que tú no me apruebas, pero verás cómo el tiempo me da la razón.
—Veremos… —replicó ella, resignada o ya soñolienta.
Popinga esperó un cuarto de hora, media hora; se levantó sin ruido y fue hasta el tragaluz. Nevaba. Por un instante temió que al abrir la ventana entrasen de golpe en la casa todos los ruidos de la estación y despertasen al hermano y a la hermana. Pero sabía que todo transcurriría muy aprisa. Justo bajo el tragaluz, se encontraba una vieja camioneta cuyo toldo estropeado estaba a dos metros apenas de la ventana. Popinga se suspendió en el vacío, se dejó caer y, un instante después, estaba en un descampado, detrás del garaje, donde sus pasos se marcaban sobre la liviana capa de nieve. Quiso mirar la hora y advirtió que no llevaba el reloj. Goin debía habérselo cogido. Tras orientarse, entró en Juvisy y pasó delante del bistró donde había jugado a la máquina. Estuvo a punto de entrar, de mostrarse tal cual era, con traje y abrigo gris, con cuello postizo y corbata. La hora la vio en el reloj de la estación: las once menos veinte. Entró y preguntó educadamente al empleado cuándo había tren para París.
—Dentro de doce minutos —le respondió.
En el andén de la estación, sintió una verdadera sensación de alivio. ¡No es que en el garaje hubiera tenido miedo, ni por un momento! Era un sentimiento que no había conocido desde su marcha de Groninguen. Pero le parecía que yendo a Juvisy había perdido de repente el beneficio de su evasión. Era un poco como si hubiese entrado en tutela, como si a la señora Popinga y a Julius de Coster otros les hubiesen sustituido: Louis, Goin, su hermana Rose. Y esta gente no le había comprendido mejor que la gente de Groninguen. ¿Qué palabra era la que Goin había dicho? Abrió su libretita nada más que para encontrarla: ¡Despachar! Para ellos, él había despachado a Julius de Coster y era un chalado. Y no sólo eso. Durante las horas que había pasado en su camastro, escuchando los ruidos de la cocina, Kees por momentos se había creído en su casa, en Groninguen, cuando, por ejemplo, desde su habitación, oía charlar a su mujer y a la sirvienta. Ambas tenían la misma manera de hablar, sin apresurarse, juzgando a gentes y a cosas como si el mundo entero hubiese estado al alcance de su entendimiento…
En cuanto a Louis, Goin tenía razón: era un chiquillo que jugaba a los grandes jefes, pero que no sabía del todo qué quería… Popinga nunca se había sentido tan fuerte como en el andén de la estación, andén que recorría mirando los carteles de turismo y fumando un cigarro. Él planeaba a miles de codos de altura por encima de un Louis, de un Julius de Coster y de todos los fanfarrones y charlatanes parecidos. Estaba seguro de que al comprar cualquier periódico encontraría informaciones relativas a él. ¿Publicarían quizás aún su retrato? ¡La gente temblaba ante la sola idea de que el famoso sátiro de Amsterdam pudiese rondar cerca! Y él se iba tranquilamente de su guarida, tomaba un billete de segunda clase, esperaba un tren y se iba a París, donde el comisario Lucas dirigía las investigaciones. ¿No era la prueba de que era más fuerte y más inteligente que todos ellos? Y haría algo más. Se iría a casa de Jeanne Rozier, sólo porque era peligroso, ¡porque era lo único que no debía hacer!
Por otra parte, tenía necesidad de verla. Había entre ellos cosas aún sin arreglar. El tren entró en la estación. El azar quiso que se instalara en un compartimento donde dos mujeres del campo, vestidas de oscuro, charlaban de las cosas del pueblo, de las enfermedades de los vecinos y de las muertes del año. Sentado modestamente en su rincón, Popinga las miraba con unas ganas locas de decirles de repente: «Permítanme que me presente. ¡Kees Popinga, el sátiro de Amsterdam!».
No lo hizo, no. Pero lo pensó varias veces. Se dio el maligno placer de imaginar la escena que seguiría. Pese a todo, al llegar a París, fue él quien les bajó las maletas de la red y no pudo impedir sonreírles irónicamente, murmurando como un hombre bien educado:
—¡Al servicio de ustedes!
En el fondo, lo que hubiera querido era estar solo, ser él solo en saber lo que sabía, el único en conocer a Kees Popinga y perderse en la multitud, ir y venir entre la gente que le rozaba sin querer y que pensaba de él cosas estúpidas, siempre diferentes. Para las dos mujeres, por ejemplo, él era un hombre galante, como se encuentran muchos. Para Rose… De hecho, ella no había dicho claramente lo que pensaba, pero estaba convencido de que le despreciaba, por falta de imaginación.
Era feliz de encontrarse de nuevo en París, con sus autobuses, sus taxis, la gente que iba en todas direcciones en busca de Dios sabe qué inexistente objetivo. Él tenía tiempo. El Picratt’s no cerraba nunca antes de las tres o de las cuatro de la mañana y, suponiendo que Jeanne Rozier saliese sola, no estaría en su casa hasta después de las tres. ¡Vaya idea que había tenido de no aprovecharse de ella cuando la tenía a su disposición, acostada en su propia cama! Ahora, al contrario, nada más que de pensar en ella… ¡Pero era diferente! Ahora que ella sabía, él experimentaba la necesidad de dominar, de atemorizarla, porque ella era demasiado inteligente como para rechazarle como la tonta de Rose.
En la espera, como no tenía nada que hacer, se acercó a un guardia y le preguntó dónde estaba la Policía Judicial. ¡Una curiosidad bien legítima! Todos los periódicos, que hablaban de él, citaban también a la Policía Judicial y al comisario Lucas. Se sintió contento al descubrir el Quai des Orfèvres y descifrar, encima de una puerta mal iluminada, las palabras Police Judiciaire. Le hubiera satisfecho más aún ver al comisario en persona, pero esto era difícil. Se contentó con quedarse un buen rato sentado en el parapeto del Sena, mirando las tres ventanas todavía iluminadas, en el primer piso. En el patio, más allá del porche monumental, dos autocares de policía y un coche celular esperaban. Se fue de allá a su pesar. Hubiera querido entrar, ver un poco más de cerca. En la plaza de Saint-Michel se volvió y, una vez más, le preguntó a un agente la dirección de Montmartre. Aunque no lo necesitara, le hubiera preguntado igualmente el camino a los municipales, sólo por el placer de pensar: «Este tampoco sospecha nada…».
No podía caminar hasta las tres de la mañana y retardó su paseo con altos en los bares donde, alrededor de los mostradores en forma de herradura, encontraba a algunos humanos cuya vida estaba como suspendida un instante. Gente que, para tomarse un café, adoptaba un aire soñador. Otros, acodados en la barra, terminada su consumición, tenían los ojos tan vacíos que uno se preguntaba en qué momento y por qué magia iban de nuevo a recuperar la conciencia de ellos mismos. Una chiquilla que llevaba un cesto de violetas, le recordó la noche de Navidad y las dos visitas que Jeanne Rozier le había hecho en el estanco de la calle Douai.
Goin debía tener razón. Era Jeanne la que había impulsado a Louis a ocuparse de él. ¿Pero por qué? ¿Porque él la había impresionado? ¿Porque no se había comportado con ella como un cliente ordinario? ¿O bien porque, sabiendo lo que él había hecho, su curiosidad se había desatado? En cuanto a la idea de piedad, Popinga la rechazaba no solamente porque no quería lástima sino porque Jeanne Rozier no era mujer que la sintiera.
«¡Una hora aún!», comprobó con impaciencia. A medida que el instante se acercaba, pensaba más en ella y trataba de prever qué iba a pasar. A partir de este momento, cuando sólo había estado bebiendo agua mineral, empezó a pedir vasos de coñac que le hicieron subir la sangre a la cabeza. Y a las dos y media, mirándose en el espejo de un café del bulevar de Batignolles, pensó: «¡Y pensar que nadie sabe aún qué va a pasar!… ¡Ni siquiera yo!… Ni siquiera Jeanne, que espera la hora de volver a su casa… Louis está en Marsella… Goin y su hermana duermen en su habitación, creyéndome al otro lado de la puerta… Nadie sabe…».
Se hizo traer el periódico del día y tuvo que llegar a la quinta página para encontrar algunas líneas que le concernían. Se sintió vejado y tanto más porque era la misma canción:
El comisario Lucas prosigue su investigación sobre el crimen de Amsterdam y cree que, en breve, podrá proceder a la detención de Popinga.
¡Otro más que se creía listo, ese comisario Lucas, y que no sabía nada de nada! ¡Aunque quizás, es cierto, hacía escribir eso en los periódicos para impresionar a Kees! Pero iba a ver en seguida si el comisario era tan fuerte como quería parecerlo. Se hizo señalar la calle de Fromentin, siempre por un agente, y la recorrió por tres veces, escudriñando todos los rincones hasta tener la convicción de que ningún policía estaba emboscado cerca del número 13. Así pues, ¡nadie había previsto que esta noche iría a hacerle una visita a Jeanne Rozier! ¡Lo que demostraba que Lucas no había entendido nada! ¡Y que por lo tanto Popinga continuaba siendo el más fuerte! ¿Qué cara pondría el comisario, si esta noche ocurría algo? ¿Y qué dirían los periódicos, que repetían dócilmente sus frases tranquilizadoras?
En definitiva, que cuanto más actuara él, más perderían los otros sus posibilidades porque, a cada uno de sus actos, corresponderían nuevas hipótesis, hipótesis fatalmente contradictorias, que acabarían por embrollarlo todo. ¿Y qué le impedía actuar? ¿Qué le hubiera impedido, unas horas antes, atacar a las dos mujeres del tren, accionar el timbre de alarma y bajar tranquilamente del tren mientras la gente empezaba a galopar por los pasillos?
Encontró fácilmente el Picratt’s, donde había pasado sus primeras horas en París, y se paseó por los alrededores esperando el cierre. En el fondo, después de haber llegado, aún no sabía nada. No había tenido tiempo de reflexionar. Y ahora casi le daba pena de pensar en el hombrecillo que había bajado del tren en la estación del Norte y se había apresurado a pedir champán y a contar historias a una fulana.
Unas mujeres salieron del cabaret. Animadoras, como Jeanne, pero ella no aparecía. Esto le obligó a considerar con enojo la perspectiva de que estuviera con un cliente y que, en consecuencia, habría que dejarlo todo para más tarde, para mañana quizás. ¡Pero no! ¡Ella salía! Llevaba su abrigo de petigrís, un ramillete de violetas en la solapa, y batía la acera con sus tacones desmesurados. Era friolera. Caminaba aprisa, rozando las casas, sin mirar a su alrededor, como alguien que hace cada día el mismo camino a la misma hora. Kees la seguía, desde la otra acera, seguro, ahora sí, de que no se le escaparía. Tuvo un poco de miedo, sin embargo, cuando ella entró en uno de los raros bares abiertos. Asombrado, vio a través del cristal cómo pedía un café y mojaba un bollo. ¡Así que nadie la había invitado a cenar! Comía con la mirada vaga que había observado en la gente que se instala en esa clase de establecimientos. Registraba su bolso, pagaba, y se iba sin perder tiempo.
Esperó a que hubo llamado a su puerta y, en el momento en que el minutero empezaba a funcionar, se acercó, sin decir nada sobresaltándola. Jeanne no despegó los labios, no pronunció una palabra, pero el miedo turbó el verde de sus pupilas, tuvo la seguridad, antes de que se encogiese de hombros y le dejase pasar. El ascensor era tan estrecho que se rozaban. Fue Jeanne la que lo hizo funcionar, lo mandó luego abajo, buscó la llave en su bolso y balbució al fin:
—¿Qué quiere decirle a Louis?
Kees se contentó con sonreírle mirándola y ella se turbó al comprender que él sabía, que había comprendido el truco. No fue hasta haber entrado en el apartamento, que dijo:
—¡Louis está en Marsella!
—¿Se lo ha dicho Goin?
—No.
Jeanne había cerrado la puerta y encendido la lámpara de la entrada. El apartamento constaba de tres habitaciones y cuarto de baño, pero el conjunto era viejo y parecía ahogado con tapices colgados por todas partes, con demasiados ornamentos baratos. Se veían zapatos de noche por el suelo, un bocadillo en la mesa del salón, junto a una botella de vino medio vacía.
—¿Qué ha venido a hacer?
Kees se aseguraba antes de que ella tenía los ojos verdes, como en su recuerdo, y le pareció que el miedo los hacía aún más verdes.
—Hubiera podido llamar al portero…
—¿Para qué?
Y, como hombre sintiéndose en su casa, se quitaba el abrigo, se echaba un trago de vino de la misma botella, y abría una puerta, la del dormitorio. Vio el aparato telefónico en la mesita de noche y se prometió estar en guardia, pero ya Jeanne Rozier había sorprendido su mirada y su pensamiento. Era un placer jugar con Jeanne, pues ella tenía intuiciones, conservaba la sangre fría e impedía que sus emociones se reflejaran en signos apenas perceptibles.
—¿No se desnuda? —le preguntó quitándose la corbata y el cuello.
Ella todavía no se había quitado el abrigo de petigrís, que dejó deslizar de pronto desde sus hombros con gesto fatalista.
—Cuando me he enterado de que Louis estaba en Marsella, en seguida he pensado en aprovechar la ocasión… ¿De quién es ese retrato que hay sobre la cama?
—De mi padre.
—¡Era un hombre guapo! Sus mostachos son extraordinarios…
Kees se sentó en un pequeño sillón Luis XVI para quitarse los zapatos. Jeanne Rozier, por el contrario, no se desvestía. Después de haber dado algunos pasos por la habitación, se plantó ante él y le dijo:
—¿Supongo que no pensará usted en instalarse aquí?
—Hasta mañana al menos, sí.
—Lo lamento, pero es imposible.
Tenía entereza. Pero, a su pesar, a veces sus ojos se dirigían hacia el teléfono. Sobre todo cuando, en lugar de contestar, él se quitaba el otro zapato y se echaba a reír.
—¿Ha oído usted?
—La he oído, pero eso no tiene importancia, ¿verdad? ¡Usted se olvida de que ya hemos dormido los dos en la misma cama! Aquella noche yo estaba cansado y, además, la conocía poco. Desde entonces he lamentado…
Seguía sentado, satisfecho de sí mismo, presa de una fiebre ligera que hacía más grave su voz.
—Escuche —dijo Jeanne—, abajo no he querido provocar un escándalo, despertar a la portera y a los inquilinos… Sé a lo que usted se arriesga. ¡Pero va a vestirse inmediatamente! ¡Va a largarse! No quiero creer que sea usted tan loco como para imaginar que yo aceptaría, ahora que…
—¿Ahora que qué?
—¡Nada!
—¿Ahora que usted sabe? ¡Hable! ¿Ahora que usted sabe lo que pasó con Pamela? ¡Conteste! Le juro que esto me divierte enormemente. Hace ya tres días que me pregunto en qué piensa usted…
—¡No se tome esa molestia!
—Tres días que me digo: «Esta es menos tonta que las otras…».
—Es posible, pero aun así va a largarse.
—¿Y si no me largo?
Kees estaba de pie, en calcetines, el botón del cuello apuntando a su nuez.
—Será peor para usted.
Jeanne había sacado de un mueble un revólver con empuñadura de nácar y lo tenía en la mano, sin apuntar, pero de una forma que no resultaba tranquilizadora.
—¿Dispararía?
—No lo sé. Es probable.
—¿Por qué? Si yo le pregunto por qué ahora no quiere usted. La primera vez fui yo quien no quise.
—Le ruego que se vaya.
Jeanne se las arreglaba para acercarse insensiblemente al teléfono. Sus movimientos eran torpes y traicionaban un miedo que hubiese querido ocultar. Y fue este miedo de ella el que llevó a Kees al paroxismo. Pero él no perdió sus facultades de comediante.
—Escuche, Jeanne —habló con voz lacrimosa, la cabeza gacha—, usted es mala conmigo, mientras que yo sólo la tengo a usted para comprenderme y…
—¡No se acerque!
—No me acercaré, pero le suplico que me escuche, que me responda. Yo sé que Goin y su hermana querían entregarme a la policía.
—¿Quién le ha dicho eso? —respondió ella con vehemencia.
—¡Los he oído hablar! Sé también que Louis pensaba sustraerme una fuerte suma.
—¡No es verdad!
—¡Es verdad! Él quizás no se lo haya dicho, pero se lo ha dicho a Goin, quien lo ha repetido a su hermana. Yo escuchaba su conversación. Me he escapado por el tragaluz y he venido…
Jeanne debía estar derrotada porque ya no estaba a la defensiva y reflexionaba, con la mirada fija en la alfombra. Él, que no perdía una sola de las expresiones de su fisonomía, continuaba:
—La prueba es que usted sabía también alguna cosa y que, usted también, me traicionaba, pues de lo contrario no habría cogido el revólver…
—¡No es por eso!
Ella había alzado vivamente la cabeza, en un movimiento de sinceridad.
—¿Entonces, por qué?
—¿No lo comprende?
—¿Quiere decirme que le doy miedo?
—¡No!
—¿Pues?
—¡Nada!
Él había conseguido avanzar tres pasos. Dos más y estaba sobre ella. Ahora, la suerte ya estaba echada. Él no había pensado en lo que iba a hacer, pero sabía que, por así decirlo, el acontecimiento estaba en marcha.
—Le asusta saber que…
—¡Cállese!
—Si ella no hubiese sido tan tonta…
—¡Cállese de una vez!
En su impaciencia, Jeanne esbozó un gesto que hizo su revólver inofensivo. Kees aprovechó la ocasión con asombrosa seguridad. Saltó sobre ella, la derribó sobre la cama y le arrancó el arma. Al mismo tiempo, para impedirle gritar, le ponía la almohada en la cabeza y apretaba con todas sus fuerzas.
—Jure que no llamará…
Ella se debatía. Jeanne era vigorosa. La almohada se corrió y entonces él la golpeó en la cabeza con la culata del revólver, una vez, dos, tres veces, pues no le preocupaba más que acechar el instante en que ella se quedaría al fin inmóvil.
Cuando volvió a ponerse los zapatos, después de haberse lavado las manos, pues se encontró manchas de sangre, estaba tan tranquilo como después de lo de Pamela, pero con una calma más pesada, quizás un poco triste. La prueba es que, una vez vestido, fue a plantarse ante el lecho, tocó los cabellos pelirrojos de Jeanne y gruñó:
—¡Qué idiota soy!
No fue hasta estar bajando la escalera que se encogió de hombros con un pensamiento consolador: «Al menos, esta vez, la cosa ha terminado del todo». Pero sabía que sería el único en comprenderse. Lo que había terminado, él no hubiera podido explicarlo. Era todo, todo lo que hubiera podido ligarlo todavía a la vida de los otros. ¡Desde ahora estaba solo, bien solo, solo contra el mundo entero!
Tuvo un momento de pánico. En la planta baja, trató en vano de abrir la puerta. No conocía París e ignoraba cómo se abren los portales. Se impacientaba mientras un sudor de angustia le cubría la frente. Por un instante pensó en subir al último piso, esperar a la mañana, a que otros inquilinos salieran. Pero el azar hizo que alguien llamara. Vio entrar a una pareja que se volvió con asombro al ver aquella sombra que huía. ¡Más gente que a la mañana hablarían de él a la policía!
Montmartre estaba en calma. Los rótulos estaban apagados. Raros taxis rodaban aún y se le acercaban para ofrecerle sus servicios. ¿Para qué tomar un taxi si no sabía adónde iba? Algo, sin embargo, le atormentaba, la imagen de Jeanne Rozier, que quizás tardaría en volver en sí y que… ¡Allá penas! Paró un taxi y le costó hacerse entender.
—Vaya usted a la calle Fromentin, al número 13. Suba al tercero, a casa de la señorita Rozier, que espera un taxi para que la lleve a la estación. Aquí tiene veinte francos a cuenta.
—¿Está usted seguro de que esa dama…? —preguntaba el taxista, desconfiado.
—¿Pero no le digo que ella espera un taxi?
Al fin el hombre se encogió de hombros y puso su motor en marcha mientras que Popinga, a grandes pasos, descendía hacia el centro de la ciudad. ¿Qué podía importarle el que las investigaciones comenzaran un poco antes o un poco después, si él tenía la certidumbre de poder escapar? Por lo demás, se regocijaba pensando si Jeanne daría su descripción exacta y si ayudaría a la policía. Algo, a despecho de todo, le decía que no.
Estaba fatigado. Tenía ganas de dormir doce horas, veinticuatro, como ya había dormido recientemente. Si entraba solo en un hotel, le pedirían que rellenara una ficha, quizás le pedirían sus papeles, ¿pero no le había enseñado Jeanne el truco? Caminó a grandes pasos hasta que encontró al fin a una mujer que, pese a la hora, se empeñaba en su tarea. Le hizo una seña y ella le siguió. Una vez en la habitación, tuvo sin embargo la precaución de guardarse el dinero bajo la almohada.
—¿Eres extranjero?
—No sé nada… Tengo sueño… Aquí tienes veinte francos y déjame tranquilo…
Y, durmiéndose en seguida, soñó que volvía a ser Kees Popinga, que mamá se vestía sin ruido, se miraba en el espejo, se pellizcaba un pequeño punto de acné mientras que la sirvienta, abajo, desencadenaba estrépitos en su cocina. Sólo que la sirvienta era Rose. Y ella le decía un poco después, cuando él bajaba a la cocina y se le acercaba furtivamente por detrás: «No volveré a entrar en la cocina hasta que usted salga». Y una voz desconocida le decía entonces: «¡Cuidado! Ese bote marcado sal contiene azúcar… Es muy malo para la sopa de rabo de buey…». Popinga se debatía intentando reconocer la voz y de repente la luz se hizo: era la de Jeanne Rozier y él estaba en calcetines, sin cuello, en medio de la cocina, cuando su casa estaba llena de invitados. Ella se reía, diciéndole con afecto burlón: «¡Vístase aprisa! ¿No comprende que van a reconocerle?…».