5

Donde Popinga se ve defraudado por un Popinga con jersey y mono, dando vueltas dentro de un garaje, y donde manifiesta una vez más su independencia

Eran apenas las diez de la mañana. La portera acababa de levantarse y el correo estaba aún apilado en un rincón de la galería, al lado de la botella de leche intacta y del pan de fantasía. Las calles estaban vacías, con el vacío desesperante de las mañanas siguientes a una fiesta. Ni los taxis estaban en sus paradas y se veía pasar a algunos feligreses que iban a misa, con la nariz amoratada de frío.

—¿Quién es? —preguntó Jeanne Rozier con voz pastosa, después de que tras varios minutos oyera un ruido y pudiera establecer una relación entre aquel ruido y la puerta de su apartamento.

—¡Policía!

La palabra la despertó del todo. Buscando sus pantuflas, gruñó:

—Esperen un instante…

Estaba en su casa, en la calle Fromentin. Había dormido sola y su vestido de seda verde estaba tirado sobre una silla, sus medias al pie de la cama. No se había quitado el viso y se puso encima la bata antes de ir a abrir la puerta.

—¿Qué quiere usted?

Conocía vagamente al inspector, de vista. El hombre entró en la habitación, se quitó el sombrero, dio vuelta al conmutador de la luz y se contentó con decir:

—El comisario Lucas necesita verla. Tengo orden de llevarla al Quai.

—¿Trabaja los días de fiesta, el comisario?

Quizás Jeanne Rozier estaba más bella así, en el desorden del salto de cama, que no una vez vestida. Sus cabellos le caían en parte sobre el rostro y sus ojos sin pintar expresaban una desconfianza animal. Había comenzado a vestirse, sin preocuparse del inspector que seguía fumando un cigarrillo sin perderla de vista.

—¿Qué tiempo hace?

—Hiela a base de bien.

Jeanne se contentó con un maquillaje sumario. Una vez en la calle, preguntó:

—¿No vamos en taxi?

—No tengo instrucciones para ello.

—Pues seré yo la que pague. ¡No tengo ganas de atravesar la mitad de París en autobús!

Cuando llegaron al Quai des Orfèvres, donde los pasillos y la mayor parte de los despachos estaban vacíos, Jeanne, sin aparentarlo, había dado vuelta a todas las hipótesis imaginables y estaba dispuesta a responder a cualquier pregunta del comisario. Este, por principio, la hizo esperar un buen cuarto de hora en el pasillo, pero Jeanne Rozier conocía demasiado bien la costumbre de la casa para manifestar la menor impaciencia.

—Pase, pequeña… Perdóneme por haberla hecho venir tan temprano…

Jeanne se sentó a un lado del escritorio de caoba, puso su bolso sobre la mesa, y miró al comisario Lucas, un hombre calvo y de aire paternal.

—Hace tiempo que no había venido por aquí, ¿verdad? Veamos, la última vez, si recuerdo bien, fue hace tres años, a propósito de una historia de estupefacientes. Dígame, ¿ya no está usted con Louis?

Las dos primeras frases eran de cumplido, para crear la atmósfera. Pero Jeanne se estremeció a la tercera. Sin embargo, respondió:

—¿Quién le ha dicho eso?

—No lo sé en realidad. Esta noche, cuando yo cenaba en Montmartre, alguien me ha contado que estaba usted con un extranjero, un alemán o un inglés…

—No bromee.

—Por eso la he mandado venir. Lamento que haya tenido usted que molestarse…

Al oírlos se hubiera pensado que eran dos buenos amigos. El comisario se paseaba por su despacho, con los dedos metidos en las sisas del chaleco. Le había ofrecido un cigarrillo a su visitante y Jeanne fumaba, con las piernas cruzadas muy altas, y con la mirada fija en la orilla desierta del Sena y en el extremo de un puente por donde pasaban autobuses.

—Creo que sé lo que usted quiere decir —murmuró después de un instante de reflexión—. Apuesto cualquier cosa a que se refiere usted al cliente de anteayer…

Lucas fingió asombrarse.

—¡Ah! ¿Era un cliente? Pues a mí me decían…

—No han podido decirle nada más. Si alguien le ha hablado de esto es Freddy, el maître del Picratt’s. Estaban a punto de cerrar cuando llegó un holandés con aires de querer divertirse a toda costa. Me invitó a su mesa, pidió champán y, al momento de pagar, se hizo cambiar florines. Fuimos al hotel de la calle Victor-Massé, donde yo voy siempre porque es limpio. Nos acostamos, pero él no me tocó…

—¿Por qué?

—¿Y yo que sé? Por la mañana, harta de dormir con ese gordo lleno de sopa, me fui…

—¿Con su dinero?

—No. Le desperté y me dio mil francos.

—¿Por no haber hecho nada?

—¡No ha sido culpa mía!

—¿Y usted se ha vuelto a casa? Se ha reunido con Louis…

Jeanne asintió con la cabeza.

—En realidad, ¿qué se ha hecho de Louis? No estaba en su casa, esta mañana.

—¡Eso es lo que yo quisiera saber! —respondió Jeanne con un relámpago en la mirada.

—¿Y esta noche tampoco han estado juntos?

—Hemos cenado unos compañeros, alegremente… Pero no sé qué tía debe haberle echado el ojo, porque se ha despedido a la sueca y no ha venido a dormir…

—¿Trabaja mucho?

—¿Por qué habría de trabajar? ¿Cree usted que me necesitaría a mí, si trabajara? —lanzó Jeanne estallando en una risa dura.

Lucas sonreía. Jeanne Rozier suspiraba como preguntando si aquello había acabado. Cada cual representaba su papel lo mejor que podía y se quedaba con sus sospechas y con sus pensamientos ocultos.

—¿Puedo irme a acostar otra vez?

—Pues claro que sí… Pero, oiga, si por casualidad se encuentra de nuevo con su holandés…

—¡Lo primero que hago es darle una bofetada! —dijo ella—. Los tarados me dan asco… Si se cree usted que no sé por qué me está preguntando desde hace un cuarto de hora… ¡Yo también leo los periódicos! Y cuando pienso que habría podido correr la misma suerte que esa bailarina de Amsterdam…

—¿Lo ha reconocido por la fotografía?

—Mentiría si le dijera que sí… No se parece a su foto… Pero, sin embargo, he adivinado…

—¿No le ha dicho nada? ¿No ha hecho alguna alusión sobre lo que pensaba hacer?

—Me ha preguntado si yo conocía el Midi… Creo que también habló de Niza…

Jeanne estaba de pie. El comisario le daba las gracias y un cuarto de hora más tarde, ella entraba en su casa, donde, en lugar de volver a acostarse, tomaba un baño caliente y luego se vestía. Era alrededor del mediodía cuando entró Chez Mélie, el restaurante de clientes fijos de la rue Blanche, donde se sentó a su mesa y pidió un oporto pues no tenía hambre.

—¿Louis? —le preguntó el camarero, como si esa palabra valiera toda una frase.

—No sé… Supongo que vendrá…

A las tres estaba todavía allí. Jeanne Rozier dejó un recado para él y se fue a un cine del barrio donde, a las cinco, alguien se sentó a su lado. ¡Era él!

—Llegas tarde.

—He tenido que ir hasta Poitiers.

—Oye, tenemos que hablar. Pero no aquí, podríamos tener curiosos detrás…

Salieron del cine y se instalaron en una cervecería de la plaza Blanche. El local estaba lleno de gente.

—Me han hecho ir al Quai des Orfèvres, esta mañana… Lucas… Ese que siempre parece tratarte como a su propia hija y que es más duro que todos los demás juntos… ¿Dónde has dejado a nuestro hombre?

—En casa de Goin… Es un tipo curioso… Fernand, que estaba conmigo en el primer cacharro, aseguraba que nunca llegaría a la puerta de Italia con un coche… ¡Pues llegó! Apenas lo habíamos hecho nosotros, cuando ya un auto nos hacía la señal… Salimos para Juvisy, a todo gas… entramos en el garaje y él detrás de nosotros, como si lo hubiera hecho toda la vida…

—¿Qué dijo?

—Nada… Goin esperaba con su mecánico… Nos pusimos todos al trabajo y una hora más tarde estaba listo… Rose nos preparó café caliente… No era aún de día cuando nos fuimos con los tres coches en direcciones distintas salvo tu holandés, que va a quedarse allí hasta que se le pueda sacar… Debe haber puesto su dinero en conserva, en alguna parte…

—Habrá que tener cuidado. La policía sabe que yo he pasado una noche con él. Si Lucas me ha hecho ir un día como hoy, a las diez de la mañana, es que él tiene su idea.

—¡Sólo nos faltaba eso! —gruñó Louis—. Tendré que telefonear a Goin.

—¿Y si ellos escuchan tu conversación?

Jeanne y Louis formaban, en su mesa, una pareja joven, elegante. Sus rostros no traicionaban ninguno de sus sentimientos.

—Encontraremos otra cosa —dijo Jeanne Rozier con aire de querer acabar—. Te hablaré mañana. Esta noche harías bien yendo a algún sitio para que te vean, a un combate de boxeo, al velódromo, yo no sé dónde…

—Entendido. ¿Cenamos juntos?

—No. He contado que me ponías cuernos con una amiga. Deberías intentar agenciarte una…

Diciéndole esto ella miraba a otro lado, pero le pellizcaba la pierna y añadía:

—¡Pero que no se te ocurra tocarla! Porque si no…

¿Por qué Kees tendría que haberse asombrado tras haber escuchado las confidencias de Julius de Coster en el Petit Saint-Georges y decidir que todo lo que hasta entonces había creído no existía? En otro tiempo, él no hubiera reparado que aquel no era un garaje como otro. Ahora, al contrario, comprendía que un verdadero garaje no se instala a cien metros de la carretera, al pie de un camino que no conduce a ninguna parte, con dos surtidores de gasolina no iluminados y unas puertas que se abren desde adentro cada vez que se toca el claxon de cierta manera.

Había notado, también, que en una especie de solar anexo había una docena de coches en pedazos, pero no viejos autos, sino coches bastante nuevos que habían tenido accidentes, con uno incluso que había ardido en parte. Tuvo tiempo, a la luz de los faros, de leer el rótulo: «Goin y Boret, especialistas en electricidad del automóvil…». Y, en fin, había asistido, fumando un cigarro, a la escena que sucedió a la llegada. Dos hombres esperaban. Uno de ellos grueso y fuerte, que era Goin, y un chiquillo que no debía ser Boret y al que todo el mundo llamada Kiki. Goin llevaba un mono pardo, con llaves inglesas asomándole por los bolsillos. No hizo más que tocar la mano de Louis antes de ponerse al trabajo. Se notaba que cada cual tenía la costumbre de la maniobra. El segundo coche era conducido por un chico simpático, del cual Kees no oyó el nombre, y que iba vestido de smoking, como Louis y Fernand.

Aparte de una camioneta y de algunas herramientas, el garaje, cuyo suelo era de tierra batida, estaba vacío. Las paredes estaban encaladas y en un rincón había una gran estufa y dos potentes lámparas eléctricas que lo iluminaban todo con rayos agudos. Mientras los otros trabajaban, Louis sacaba una maletita del coche, se desnudaba a medias y, tranquilamente, como un actor cambia de traje detrás de un decorado, se ponía un traje marrón, se anudaba una corbata amarilla, y se ponía por encima un mono para echarles una mano a sus amigos. Fernando y el otro joven hacían otro tanto, mientras que Goin, con un soplete se afanaba en el motor y mientras Kiki desatornillaba las placas de matrícula de los coches.

—¿Rose no está aquí? —preguntó Louis.

—Ahora bajará. La he llamado en cuanto os he oído llegar.

Y Kees descubrió el botón de un timbre, cerca de una puerta interior, que debía comunicar con la vivienda. Efectivamente, algunos minutos más tarde, una mujer joven aún, medio dormida, vestida apresuradamente, penetraba en el garaje y saludaba a todo el mundo, como una compañera, incluso a Popinga, al que observaba con apenas una pizca de asombro.

—¡Nada más que tres trastos! Poca cosa… Se ve que es Navidad…

—Prepáranos un café aprisa, tú. ¿Comerás algo, Louis?

—Gracias. Pero tengo aún el pavo en el buche…

Nadie se preocupaba de lo que pasaba fuera. Se sentían seguros. Entre unos pasos de llave inglesa, se intercambiaban informes, bromas.

—¿Jeanne está bien?

—Es ella la que ha descubierto a nuestro amigo, al que vas a guardar aquí hasta nueva orden. ¡Cuidado! Está seriamente mojado y si lo pescan…

En una hora las placas habían sido cambiadas así como los números de los motores y de los chasis. Había una cocina, detrás del garaje, bastante limpia, donde Rose sirvió café, pan, mantequilla y salchichón.

—Usted —le dijo a Kees, mientras bebía a pequeños sorbos su café hirviendo— se va a quedar aquí y hará todo lo que Goin le diga. Piense qué no tiene papeles y que por lo tanto no puede andar mariposeando por ahí. La semana próxima veremos de sacarle de esto… ¿Entendido?

—Entendido —declaró Popinga con satisfacción.

—¿Nos vamos nosotros? Fernand coge la carretera de Reims… Tú, contorneas París e intentas vender el coche en Rouen… Yo, bajo hasta Orléans… ¡Hasta esta noche, chicos! Hasta esta noche, mi bonita Rose…

Kees encontraba divertido quedarse en aquella atmósfera nueva, con aquellas personas a las que no conocía. Acabado su trabajo, Goin, que medía un metro ochenta y era más fuerte que el capitán del Océan III, sorbía su café liando con cuidado un cigarrillo, mientras que Rose, con los codos sobre la mesa, parecía soñar.

—¿Tú eres extranjero?

—Holandés.

—Entonces, si no quieres que te encuentren, será mejor que digas que eres inglés. Hay muchos en la región. ¿Hablas inglés, por lo menos? ¿Los polis tienen tu descripción?

Mientras Kees se servía otro café con mucha leche, Goin subía al piso para volver con un viejo pantalón azul, un mono parecido al suyo y con un grueso jersey gris.

—¡Ten! Pruébate esto… Debe irte… Rose va a ponerte una cama en el gabinete que hay detrás de nuestra habitación… Si he comprendido bien, creo que lo mejor que puedes hacer es dormir lo más posible mientras esperas…

Rose subió a su vez sin duda para prepararle la cama. Goin, que tenía sueño, cerró a medias los ojos y se quedó inmóvil, con las piernas estiradas, hasta que se oyó una voz que gritaba desde arriba:

—¡Se puede subir!

—¿Lo oyes? Vete a acostar… Buenas noches…

La escalera era sombría y estrecha. Kees tuvo que atravesar la habitación de Goin y de Rose, que estaba en desorden, y se encontró en una habitación más pequeña donde había un camastro de campaña, una mesa y un espejo roto colgado de la pared.

—Para lavarse tendrá que ir al grifo que hay en el pasillo… ¿No le molesta el ruido? Porque de día y de noche oirá silbar los trenos… Estamos al lado de la estación de maniobras…

Rose cerró la puerta y él fue a pegar la cara al cristal de la ventana. A la luz del amanecer distinguió los raíles extendiéndose hasta el infinito, vagones, trenes enteros, diez locomotoras al menos que, bajo el cielo sucio, dibujaban sus penachos inmaculados. Sonrió. Se estiró, se sentó en la cama y un cuarto de hora después dormía profundamente, vestido del todo. Dormía aún cuando Jeanne Rozier fue llamada a la Policía Judicial. Seguía dormido cuando ella se sentó a la mesa en Chez Mélie y cuando, hacia las dos, Rose entreabrió la puerta, asombrada de tan largo silencio. No se levantó hasta las tres. Se puso su nueva ropa, que le hacía parecer más grueso, y descendió tanteando la oscura escalera. En la cocina encontró un cubierto puesto en la esquina de la mesa.

—¿Le gusta el conejo?

—¡Ya lo creo!

A él le gustaba todo, todo lo que se come.

—¿Dónde está su marido?

—No es mi marido. Es mi hermano. Se ha ido a un partido de fútbol, a quince kilómetros de aquí.

—¿Los otros no han vuelto?

—Esos no vuelven a pasar por aquí.

—¿Y Jeanne Rozier? ¿Viene a veces?

—¿Qué iba ella a hacer aquí? Es la mujer del jefe.

Le hubiera gustado ver otra vez a Jeanne, sin saber exactamente por qué. Le fastidiaba estar separado y no dejaba de pensar en ella mientras comía el conejo y untaba cortezas de pan en la espesa salsa.

—¿Puedo ir a dar un paseo?

—Charles no me lo ha dicho.

—¿Quién es Charles?

—Mi hermano. Goin, si prefiere…

Extraña mujer. Parecía más bien una criada que otra cosa. Su tez era pálida, casi lunar, y se ponía demasiado carmín en los labios. Llevaba un vestido de seda roja que no le iba y unos zapatos de tacón demasiado alto.

—¿Se queda usted en el garaje toda la tarde?

—Alguien tiene que quedarse. Esta noche, me iré a bailar.

Kees prefirió salir. Se encontró en las calles de Juvisy, donde aquel día sólo pasaba gente endomingada. Con su jersey y el pantalón de Goin, se paseó con las manos en los bolsillos y se le ocurrió la idea de comprar una pipa. No había más que modelos muy ordinarios, pero compró una, la atestó de tabaco gris y poco más tarde se metió en un café donde unos clientes jugaban al billar ruso. Fue allí donde descubrió una complicada máquina tragaperras. Se le echaba un franco y comenzaban a girar unos discos, deteniéndose sobre unos frutos variados, formando combinaciones que daban derecho a dos, a cuatro, a ocho o a dieciséis francos e, incluso, a toda la moneda que acumulaba el aparato.

—¿Quiere darme cincuenta monedas de a franco? —pidió.

Media hora después, pidió otras cincuenta pues se había apasionado por el juego. Le observaban. Venían a mirarle jugar. Kees había sacado un cuadernito rojo y anotaba todas las jugadas. A las cinco, cuando el aire ya estaba azul de humo, él seguía jugando sin preocuparse de lo que pasaba a su alrededor. Empezaba a comprender.

—En definitiva —le dijo al patrón—, que una pieza de cada dos cae en una caja especial y ese es el beneficio del propietario.

—Yo no lo sé. Pero no es nuestro, sino de una gente que instala la máquina en casa y pasa luego a recoger la recaudación.

—¿Cada cuánto tiempo?

—Alrededor de cada semana, depende.

—¿Y cuánto recaudan?

—Yo no sé nada.

La gente se lanzaba guiños y sonreía viéndole entregarse a cálculos complicados y jugar sin que ni un rasgo de su rostro se moviera. Cuando caían ocho o doce francos, los recogía sin pestañear, escribía una cifra y continuaba… Entre los clientes, había principalmente ferroviarios y Kees, sin dejar de jugar, le preguntó a uno de ellos:

—¿Es grande la estación, aquí?

—Es la más importante estación de mercancías de París. Aquí se hace la distribución… ¿Sabe usted que si sigue jugando perderá todo lo que quiera?

—Ya lo sé.

—¿Y no le importa seguir?

Kees había tenido que dejar su pipa, que le estorbaba. Había comprado puros. Bebió un aperitivo del que no conocía ni el nombre, pero que veía tomar a la mayoría de los clientes y cuyo color le gustaba. ¡Era una Navidad de lo más rara! Nadie parecía preocuparse de las ceremonias religiosas y no se oía ni una sola campana. En una mesa, unos jugaban a las cartas. En otra estaba toda una familia, el padre, la madre y dos hijos. El padre jugaba con unos compañeros y los otros tres miraban; los niños, de vez en cuando, echaban un sorbo de su vaso.

Popinga había terminado sus cálculos. Importante, se acercó al mostrador y le dijo al patrón:

—¿Sabe usted cuánto deja una máquina como esta? Al menos cien francos al día. Suponiendo que cueste cinco mil francos…

—¿Y si hacen saltar el cajón? —objetó alguien.

—¡Eso no tiene importancia! Voy a explicarle…

Dos páginas de su libreta estaban cubiertas de ecuaciones. Le escuchaban sin entenderle. Cuando al fin se marchó, alguien preguntó:

—¿Quién es?

—No lo sé. Parece un extranjero…

—¿Dónde trabaja?

—¡Tampoco lo sé! Ha dejado doscientos francos en la máquina. Es un tipo raro…

—¿No les parece que tiene un poco el aire de un chiflado?

—Todos los extranjeros son igual… Pero debe ser porque no los comprendemos… —concluyó un ferroviario.

Goin volvió del partido y Rose se fue al baile. Cerraron el garage. Goin, en zapatillas, desplegó un periódico en la cocina, lio un cigarrillo. Daba la imagen del más tranquilo y del más feliz de los hombres. Kees, mientras, escribía notas en su libreta.

«Beneficio sobre los tres coches: treinta mil francos contando por lo bajo. Haciendo el trabajo cada semana, lo que es fácil, da al año…».

Luego, más abajo: «Quisiera volver a ver a Jeanne Rozier y saber por qué me ha hecho venir aquí».

Después se fue a dormir, no sin contemplar largo rato las vías en la noche, las luces verdes y rojas, los oscuros trenes que pasaban. Pero era en Jeanne Rozier en la que pensaba sin cesar y, cosa curiosa, evocaba con complacencia unas imágenes de intimidad que, en su momento, le habían dejado indiferente.

Al día siguiente, se levantó a las diez de la mañana. Había una ligera capa de nieve, no sobre la carretera, donde se había fundido ya, sino sobre los taludes y entre los raíles del ferrocarril. Encontró a Rose en la cocina y le preguntó dónde estaba su hermano.

—Ha ido a París.

En el garage sólo estaba Kiki, quien reparaba una magneto sacando la lengua como un escolar aplicado.

—Yo también tengo ganas de ir a París —le dijo a Rose.

—Mi hermano me ha dicho que no se le ocurra a usted. Creo que lo comprenderá si lee el periódico de esta mañana…

—¿Qué dice?

—No lo sé. Yo no lo he leído.

Se notaba que ella no era curiosa. Estaba ocupada en hacer dorar unas cebollas en la cazuela y no se volvió cuando él desplegó el periódico.

Se comprenderá que en un asunto tan delicado observemos la más absoluta discreción. Nos es permitido señalar, sin embargo, que la fiesta de Navidad ha sido un descanso para todo el mundo y que el comisario Lucas, de la Policía Judicial, ha desarrollado una buena tarea. De un momento a otro se espera la detención del sátiro de Amsterdam, quien…

¡Siempre la misma manía! Señaló con un gesto de desprecio la palabra sátiro y contempló con una extraña sonrisa la espalda de Rose, sus anchas caderas que la bata le ampliaba aún más.

En Holanda, por otra parte, se sabe que el suceso podría cobrar proporciones inesperadas puesto que la casa Julius de Coster acaba de ser puesta en liquidación judicial. ¿Acaso Kees Popinga, al ver perdidos todos sus ahorros invertidos en el negocio del cual era empleado, se ha vengado de su jefe? ¿O hay que buscar otra explicación a…?

De todo esto sólo retuvo dos palabras: comisario Lucas. Luego se fue a levantar la tapadera de la marmita. Después, hasta el mediodía, se fue a jugar a la máquina tragaperras. La taberna estaba desierta y charló un rato con el patrón. Cuando volvió al garaje, Goin estaba allí almorzando. Un Goin al que no reconocía apenas porque llevaba un traje elegante.

—¡Al fin vuelve! —exclamó malhumorado—. ¿Está loco o qué? ¿Dónde ha ido?

—A un pequeño café muy simpático.

—¿Es que no sabe lo que pasa? He visto al patrón, esta mañana. Ayer un inspector fue a sacar a Jeanne Rozier de la cama y la llevó al Quai des Orfèvres. ¡Si no nos metemos en todos los líos posibles por su culpa, habremos tenido suerte!

—¿Qué ha dicho?

—¿Quién?

—Jeanne Rozier.

—Yo no sé nada. Pero el patrón le prohíbe que salga de su habitación. Rose le llevará la comida. No debe dejarse ver hasta dentro de unos días, hasta que Louis lo diga…

—¿No come usted? —le preguntó Rose con indiferencia.

—Espero a que me sirva.

—Cuando le trajeron, yo no creía que el asunto fuera tan grave. ¿Qué le dio a usted? ¿Está chalado, no?

—No entiendo esa palabra.

—¿Le da a menudo esa manía de estrangular a las mujeres?

—Ha sido la primera vez. Si ella no se hubiese reído…

Kees empezaba a comer su buey en adobo con patatas fritas.

—Prefiero decirle de buenas a primeras que si a usted se le ocurre tocar a mi hermana, le rompo la cara. Si yo hubiese sabido la clase de coco que es usted…

Kees juzgó innecesario contestar. El otro no era capaz de comprender y era preferible comer sin decir nada.

—Una vez en su habitación, no se le ocurra salir. ¡Ya basta con ir a hacerse el vivo al café! ¿No habrá hablado con la gente, al menos?

—Sí.

Lo más gracioso era que Goin se embalaba y Kees permanecía tranquilo, comiendo con apetito.

—Ya veremos si el patrón no ha hecho una tontería. ¡Y decir que le ha tomado a usted por alguien interesante!

¡Una verdadera disputa! Con Rose que comía en una esquina de la mesa, vigilando al mismo tiempo sus fogones como una buena ama de casa, y Kiki, apartado, comiendo sentado en el umbral, con el plato sobre las rodillas. Popinga prefirió no decir qué pensaba. Parecía encajarlo todo y fue por su actitud que Goin siguió hablando:

—Dentro de tres días, lo más tarde, el jefe habrá vuelto. Hoy debe irse a Marsella, pero a su vuelta…

Popinga había tomado una decisión. Terminó su comida, se enjugó la boca con el pañuelo y dijo:

—Subo a mi habitación. Adiós.

Echó escaleras arriba. Pero no había llegado a lo alto, que Goin le gritaba a su pesar:

—Si necesita cualquier cosa, no tiene más que golpear tres veces con el pie en el suelo. La cocina está justo encima. Rose le oirá…

Kees no tenía ganas de dormir. Se fue a apoyar en la ventana, que era más bien un tragaluz, y dejó errar su mirada sobre un paisaje asombroso, hecho de prados bajo la nieve, de raíles, barracones, vigas de hierro, todo el material incoherente de una gran estación, vagones sin locomotora que andaban solos, locomotoras de altos estribos que marcaban altaneramente al paso, de silbidos, aullidos de algunos árboles escapados de la masacre y que dibujaban tristemente el enmarañado de sus ramas contra el cielo helado.

De todo lo que le habían dicho, Kees no retenía más que una cosa: Louis se había ido, se había marchado para Marsella. Hacia las cuatro, sentado en su cama, bajo la bombilla sin pantalla, releía:

El comisario ha tomado declaración a una tal Jeanne R…, domiciliada en el 13 de la calle Fromentin, quien…

Hacía frío. Kees se había puesto sobre los hombros la colcha de algodón. Había arrimado la cama hacia el tubo de la estufa de la cocina, que atravesaba la habitación antes de alcanzar el tejado. Los trenes silbaban de mala gana. Los ruidos de afuera se orquestaban con sonidos graves, agudos y el jadeo de las máquinas. Luego, a veces, el zumbido de un auto lanzado a toda velocidad por la carretera.

Louis se iba a Marsella… Y esa Rose de cara descolorida no leía ni siquiera el periódico para saber quién era él… Y Louis debía lanzar pestes en su contra… A menos que no se hubiese ya ocupado de venderle… Pero esto no tenía importancia, ¿no? Él podía encogerse de hombros y mirar con desprecio el grueso jersey, el mono que había transformado en un momento al verdadero Popinga. Él era más fuerte que todos los otros, Louis incluido, Jeanne Rozier incluida… Toda la banda estaba unida al garaje, de la misma forma que mamá estaba unida a su casa, que Claes estaba unido a su clientela y a Eléonore, que Copenghem estaba unido al círculo de ajedrez y del cual ambicionaba la presidencia…

Él, Popinga, no estaba ligado a nadie, a nada, a ninguna idea, a nada, y la prueba era…