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De cómo pasó Kess Popinga la noche de Navidad y de cómo, muy de mañana, eligió un coche a su gusto

El portero del Carlton le tomaba por un loco. Y Jeanne Rozier, porque la había sorprendido registrándole los bolsillos, creía que él era un traficante de cocaína. En el fondo, no podía ser mejor. Bastante trabajo se había dado, durante cuarenta años, para que le tomaran por Kees Popinga y para que ninguno de sus gestos fuese distinto a lo que debía ser.

—Tengo sueño… —murmuró sin contestar a su compañera, que se acercaba al lecho.

Kees leía en sus ojos verdosos, con reflejos dorados, algo más que la simple curiosidad. Ella estaba intrigada. Le fastidiaba tener que marcharse sin saber, poniendo una rodilla sobre la cama, ella murmuró:

—¿No quieres que me acueste un momento?

—¡No vale la pena!

Jeanne tenía en la mano los billetes que había cogido de los pantalones. Los puso sobre la mesilla con gesto ostensible.

—Te pongo esto aquí, ¿ves? Dime… ¿Puedo coger un poco así?

Él no estaba lo bastante dormido como para no distinguir un billete de mil francos que ella se llevaba. ¿Pero qué importancia tenía aquello? Kees se sumió en el sueño.

Jeanne Rozier no tenía más que recorrer doscientos metros, en la fría mañana, y subir dos pisos. Entraba en su casa, un apartamento amueblado de la rue Fromentin, donde cerró la puerta sin ruido, le puso leche al gato, se desnudó con gestos minuciosos y se metió en la cama donde ya había un hombre.

—Córrete un poco, Louis…

Louis se echó para atrás gruñendo.

—Acabo de estar con un tipo raro… Casi me daba miedo…

Pero Louis no la oía y, después de haberse quedado casi un cuarto de hora con los ojos fijos en la raja de la cortina, Jeanne Rozier se durmió a su vez, esta vez en su cama, al calor de Louis, que llevaba un pijama de seda.

Casi a la misma hora, mientras las oficinas se iban llenando de gente que tenía prisa por ponerse a trabajar y cuyo primer cigarrillo les sabía amargo, llegó el telegrama a la calle de Saussaies.

Sûreté Amsterdam a Sûreté Nationale París.

Un hombre llamado Kees Popinga, 39 años, domiciliado en Groninguen, buscado por asesinato de la señorita Pamela Mkinsen cometido noche del 23 al 24 de diciembre en apartamento hotel Carlton Amsterdam. Stop. Tenemos razones para suponer que Popinga haya tomado tren para Francia. Stop. Lleva traje gris y sombrero gris. Stop. Cabellos rubios, tez clara, ojos azules, corpulencia media, signos particulares ninguno. Stop. Habla fluidamente inglés, alemán y francés.

Sin tropiezos, sin precipitación, la máquina se había puesto en movimiento, es decir, que el señalamiento de Kees Popinga fue a continuación dado por radio, por telégrafo y teléfono a todas las fronteras, a las gendarmerías y a las brigadas móviles.

En cada puesto de policía de París, un brigadier descifraba la cinta del aparto Morse:

…corpulencia media, signos particulares ninguno…

Y mientras tanto, Kees Popinga, en su habitación del hotel, dormía un sueño único. A mediodía, seguía durmiendo. A la una, la camarera llamó a la puerta encristalada para preguntar:

—¿La 7 aún no está libre?

Ya no se acordaban y la criada fue a ver. Observó la cara serena de Popinga dormido, con la boca abierta y, junto a él, en la mesa, el fajo de billetes de banco que no se atrevió a tocar.

Eran las cuatro y acababan de encender los faroles cuando Jeanne Rozier empujó a su vez la puerta de la recepción.

—¿Se ha marchado el tipo con el que vine esta noche?

—Creo que sigue durmiendo.

Con un periódico en la mano, Jeanne Rozier subió al piso, empujó la puerta y miró a Popinga. El hombre no se movía y su cara, en el sueño, adoptaba una expresión infantil.

—¡Kees! -llamó ella de repente, con voz contenida.

La palabra le alcanzó en su sueño, pero tuvo que serle repetida dos o tres veces antes de que tomara conciencia. Al fin Popinga alzó los párpados, vio la lámpara encendida encima de la mesa y a Jeanne Rozier vestida con un abrigo de petigrís y cubierta con sombrero.

—¡Está usted aquí aún! -murmuró él, indiferente.

Ya se disponía a volverse del otro lado para seguir con sus sueños. Fue preciso que ella le sacudiera.

—¿No has oído lo que te he dicho?

Él la miró con calma, se frotó los ojos, se incorporó un poco y, con voz apacible, casi tan infantil como la expresión de su fisonomía cuando dormía, preguntó:

—¿Qué has dicho?

—Te he llamado Kees… ¡Kees Popinga!

Jeanne insistió en las sílabas sin que él se turbara.

—¿Es que no comprendes aún? ¡Toma! ¡Lee!

Le lanzó el periódico a la cama y se puso a pasear por la habitación.

Una bailarina asesinada en un palace de Amsterdam.

El criminal ha sido identificado gracias a unos documentos que dejó abandonados en el lugar… Parece que se trata de un loco o de un sádico.

Jeanne Rozier se impacientaba, se volvía sin cesar hacia su compañero esperando una reacción. Él seguía sin pestañear, pero preguntó con voz natural:

—¿Me quieres alcanzar la chaqueta?

Ella cometió la ingenuidad de palpar los bolsillos a fin de asegurarse de que no contenían arma alguna. ¡Lo que Kees quería era coger un cigarro! Lo encendió con lentitud desesperante y, después, tras haberse alzado la almohada, comenzó la lectura del artículo, moviendo de vez en cuando los labios.

… según las últimas noticias, el llamado Popinga abandonó su domicilio de Groninguen en unas condiciones que cabe preguntarse si no tiene otro crimen sobre su conciencia. En efecto, su patrón, el señor Julius de Coster, ha desaparecido súbitamente y…

—¿Eres tú? —martilleó Jeanne Rozier, ya al cabo de su paciencia.

—¡Desde luego que soy yo!

—¿Eres tú quien ha estrangulado a esa mujer?

—No lo he hecho a propósito… Me pregunto incluso cómo ella ha podido morir… Además, hay muchas cosas exageradas en este artículo e incluso cosas absolutamente falsas…

Popinga se levantó y se dirigió al lavabo.

—¿Qué haces?

—Me visto… Es hora que vaya a almorzar.

—¡Son las cinco de la tarde!

—Pues iré a cenar.

—¿Y qué piensas hacer, después?

—No lo sé.

—¿No temes ser detenido en seguida?

—Para eso tienen que reconocerme…

—¿Y dónde irás a dormir? ¿Olvidas que te pueden pedir los papeles?

—¡Es un fastidio, desde luego!

Kees todavía no había pensado en esto y había dormido tan profundamente que necesitó hacer un cierto esfuerzo para reflexionar.

—Pensaré luego en eso. Por el momento, no tengo ni cepillo de dientes. ¿Estamos a 24 de diciembre?

—Sí.

—¿Aquí no ponen árboles de Navidad?

—Se celebra el revellón… Se cena y se baila en todos los restaurantes, en todos los cafés… ¡Oye! ¿Seguro que no me tomas el pelo?

—¿Por qué?

—¡No lo sé! ¿No me estarás haciendo creer que tú eres Popinga?

¡Otra vez! Las gentes necesitaban, costase lo que costase, buscarle otra personalidad distinta a la suya.

—Voy a decirte algo —decía Jeanne Rozier—. No te prometo nada todavía… Quizá sea un error ocuparme de esto… Pero dentro de un rato le hablaré de ti a alguien… Oh, no tengas miedo, no se trata de nadie de la policía sino de alguien que puede, si quiere, sacarte del lío… Sólo que no sé si aceptará la cosa… Ya sabes, las historias de viciosos siempre dan miedo…

Popinga la escuchaba sin dejar de anudarse los cordones de sus zapatos negros.

—No le veré hasta tarde… ¿Conoces la calle Douai? ¿No? Es muy cerca de aquí… Hay uno de esos estancos-café donde no tendrás más que sentarte y esperar… Llegaré a medianoche, o quizás después, pues seremos toda una banda celebrando el revellón.

Jeanne le miró una última vez y recogió el periódico de la cama.

—No dejes estos papeles aquí… Es así como la gente se hace pescar… Y, oye, yo misma pagaré la habitación para que no se fijen en ti. Ya resulta curioso que hayas dormido tanto tiempo. ¡Es toda un seña!

—¿Una seña de qué?

Pero Jeanne se encogió de hombros y salió.

—En el estanco de la calle Douai…

En los Grandes Bulevares, hacia las ocho, mientras París comenzaba a agitarse, Popinga se detuvo frente a la sexta edición de un diario de la tarde que publicaba en primera página una fotografía bajo el título:

El asesino de Pamela.

(Desde Amsterdam por belinograma)

¡Estaba espantoso! En primer lugar se preguntó de dónde salía aquella foto que ni él mismo recordaba. Luego, mirando de cerca, distinguió a la izquierda de su cabeza, la mejilla de otra persona, y comprendió. La otra persona era su mujer. La fotografía era la que había sobre el aparador, con toda la familia.

Se había ampliado su cabeza, la habían aislado el resto y, para colmo, la habían transmitido por belinograma y tan mal que parecía hubiese llovido sobre ella.

En el segundo quiosco se detuvo ante el mismo periódico, ante el mismo cliché y casi lamentó estar tan irreconocible. ¡Aquella podía ser lo mismo la imagen de cualquier paseante que la suya!

La mujer del asesino habla de una crisis de amnesia…

Fue hasta el tercer quiosco, compró el periódico y preguntó:

—¿No hay otros periódicos de la tarde?

Le enseñaron cuatro y se los llevó también.

—¿No tiene usted diarios holandeses?

—Encontrará en el quiosco de la plaza de la Ópera…

La luz reverberaba en todas partes y multitud de pancartas invitaban a los paseantes a celebrar el revellón por veinticinco o por cien francos, todo comprendido. Todavía no era la fiesta, pero ya estaba en el ambiente.

—Los periódicos de Holanda, por favor.

Se estremeció al ver el Daily Mail y ver su fotografía, la misma de los periódicos franceses, en primera página.

—Deme también el Daily Mail y el Morning Post…

Al primer sobresalto había sucedido una satisfacción, la misma que en ocasiones había sentido viendo cómo el trabajo se le amontonaba sobre su escritorio. ¿Ya era hora de irse para el estanco de la calle Douai? Pero era preferible cenar antes, de forma que se instaló en el café de la Paix, donde los camareros colgaban las últimas guirnaldas y los ramilletes de muérdago. Esto le hacía pensar que Amersen, aquella misma mañana, debía haberles traído el árbol de Navidad que él le encargara. ¿Qué iban a hacer en casa? ¿Qué podía pensar una chica como Frida? Jamás se había preocupado por aquellas cuestiones, cuando leía los sucesos, y ahora que él mismo formaba parte de la crónica, advertía la multitud de pequeñas consecuencias. Por ejemplo, él tenía un seguro de vida… ¿Pero qué pasaba con un seguro de vida cuando el cliente era buscado por asesinato?

—¿Está bien? —se acercó a preguntarle el maître, al que había pedido una carne sangrante.

—¡Perfectamente! —replicó con convicción.

Sólo que no estaba cómodo para leer los periódicos y comer. Encontró también que los pasteles eran menos sabrosos que en Holanda. Le gustaban más azucarados. Pidió café con crema batida y azúcar vainillado y el maître no acabó de entenderlo.

Alguien que había sido verdaderamente deslumbrada, era Jeanne Rozier. La prueba es que ella se ocupaba de él, cuando nada le había pedido. ¿Qué podía pensar en realidad? Qué él tenía una sangre fría excepcional, desde luego. Él mismo lo creía. Y, para afirmarse en su convicción, se acercó a un agente en la calle de los Capucines y le preguntó el camino de la calle Douai.

Allí, en una sala en ángulo, estaba el mostrador y el despacho de tabaco y, más allá, tras un tabique acristalado, un pequeño café con ocho mesas. Kees Popinga se instaló en el café y tuvo la suerte de encontrar un rincón libre, cerca de la vidriera. Afuera distinguía las enseñas luminosas de los cabarets, que empezaban a encenderse, mientras los porteros y los bailarines profesionales estaban aún en el bar discutiendo de sus asuntos. En un rincón, frente a él, una vendedora de flores esperaba, con la cesta a su lado, tomándose un café y una copa de ron.

—¡Póngame también a mí un café, mozo!

Estaba un poco decepcionado por esta extraña noche de Navidad que comenzaba a su alrededor y que no era una verdadera noche navideña sino una especie de boda desordenada. A las nueve de la noche se veía ya gente borracha y nadie hablaba de la misa de media noche.

(De nuestro enviado especial en Groninguen).

Mientras que nuestros servicios especiales proseguían su investigación en el Carlton, donde la desventurada Pamela encontró la muerte, hemos viajado apresuradamente hasta Groninguen a fin de informarnos sobre la personalidad de Kees Popinga, el asesino de la bailarina…

Kees suspiró como suspiraba cuando uno de los empleados de Julius de Coster cometía una falta imperdonable. Sacó su libretita roja del bolsillo, escribió la fecha, el nombre del periódico, y anotó: «No fue un asesinato. No olvidar que la muerte fue accidental».

Lanzó una mirada a la florista adormilada esperando la salida de los teatros. Kees prosiguió su lectura:

Grande ha sido nuestro estupor —decía el periódico— al enterarnos que Kees Popinga era un hombre conocido por su honorabilidad y que la noticia ha causado una verdadera consternación en la ciudad, donde todo el mundo se pierde en conjeturas…

Señaló la palabra «conjetura» con el lápiz, pues la encontraba pretenciosa.

En el domicilio de Popinga, donde el dolor de su familia da pena, la señora Popinga ha tenido a bien decirnos…

Tranquilamente, entre dos chupadas a su cigarro, anotó en la agenda: «¡Al menos mamá ha recibido a los periodistas!».

Sonrió al ver cómo la cabeza de la florista, vencida por el sueño, le caía de golpe sobre el pecho.

… nos ha declarado que una crisis de locura súbita, un momento de amnesia, podría explicar el gesto de…

Encontró gracioso señalar la palabra «gesto», sobre todo si era mamá quien la había pronunciado realmente. Luego escogió unas páginas en blanco de la agenda para escribir: «Opinión de la señora Popinga: locura o amnesia».

No iba a ser la única en esta opinión. Un joven empleado de la casa Julius, un chiquillo de diecisiete años al que él mismo había contratado, declaraba con aplomo:

Yo había observado que, por momentos, sus ojos brillaban de una forma extraña…

En cuanto a Claes, explicaba complacido:

Es evidente que no se puede explicar el gesto de Popinga más que a partir de un acceso de locura. En cuanto a saber si estaba predispuesto a ella, el secreto profesional no me permite…

Así pues, ¡locura en toda la línea! Sólo tenían que dar un paso para pensar que quizás había matado a Julius de Coster antes de matar a Pamela. Porque ya el viejo Copenghem confesaba al periodista:

Me resulta penoso hablar mal de un hombre que ha sido miembro de nuestro Círculo, pero es cierto que, para un observador imparcial, Kees Popinga ha sido siempre un ser amargado que no admitía superioridad alguna en ningún terreno, rumiando siempre proyectos de venganza. Que ese complejo de inferioridad se haya convertido en una idea fija, nos explica lo ocurrido…

Popinga anotó, al lado del nombre de Copenghem: «Complejo de inferioridad». Y luego, en el mismo cuaderno, con escritura más apretada, añadió: «¡No me ha derrotado más que dos veces al ajedrez, y eso por sorpresa!».

A las diez no se daba cuenta de que ya no había ni un sitio libre en el café y que cada vez se le empujaba más, hacia el borde de la banqueta. De vez en cuando levantaba los ojos de sus periódicos, contemplaba una cara extraña, enarcaba las cejas y ya no pensaba más. Aún así comprobó que había cuatro o cinco negros entre la concurrencia. La florista seguía allí, entre la gente en smoking y otras personas muy mal vestidas.

Ignoraba que estaba entre las bambalinas de Montmartre, en compañía de figurantes y de pequeños actores que se disponían al trabajo, mientras la fiesta iba a comenzar en todos los establecimientos del barrio.

El empleado de la estación de Groninguen se acuerda de un hombre muy agitado que…

Y él escribía con buen humor: «No es verdad». Que se hable de locura, de complejo de inferioridad, pase; pero de ahí a pretender que por el hecho de que unas horas más tarde tuviera que matar a Pamela sin querer hacerlo, estuviera ya agitado en Groninguen… ¿Acaso estaba agitado, ahora, pese a las dos tazas de café que se acababa de beber?

El colmo era el portero del hotel de Amsterdam, un tipo al que Popinga hubiera abofeteado a gusto.

Desde su llegada, observé que no estaba en su estado normal y pensé en advertir a la señorita Pamela…

Kees anotó: «¿Por qué no lo hizo?».

… Al bajar —proseguía el portero—, tenía la facies de un animal acosado y…

Y Popinga añadió, sarcástico: «¡Preguntarle qué quiere decir facies!».

En esto levantó la cabeza y vio ante él, de pie, a un hombre que le miraba de arriba a abajo. Era un hombre joven, en smoking. Tras él estaba Jeanne Rozier, qué murmuró:

—Mi amigo Louis… Les dejo a solas…

—¿Puede usted venir un momento? —dijo Louis, con las manos en los bolsillos y el cigarrillo entre los labios—. Deje todo esto y vamos…

Le llevó hasta los lavabos, en el sótano. Allí, examinándole de nuevo de pies a cabeza, gruñó:

—Jeanne me ha contado la historia… He echado un vistazo a los periódicos… ¿Le cogen a menudo esas fantasías?

Popinga sonrió. De la forma en que su compañero le miraba, a los ojos, con un punto de ironía, comprendió que este no hablaría de locura ni de complejo de inferioridad.

—Era la primera vez —respondió reprimiendo sus ganas de reír.

—¿Y el otro, el viejo?

—Nadie ha entendido nada. Julius de Coster, que había hecho malos negocios, se ha largado haciendo creer que se suicidaba. Es precisamente a causa de eso que yo…

—¡Está bien! No tengo tiempo ahora. ¿Sabe conducir?

—¿Un auto? ¡Desde luego!

—En resumen, si he comprendido bien lo que Jeanne me ha explicado, lo que usted necesita es un abrigo mientras se le procuran nuevos papeles, ¿no es eso?

Louis tomó el cigarro de Popinga para encender su cigarrillo y decidió, con aire desenvuelto:

—Pronto veremos eso. Por el momento, quédese arriba y espere. Somos todo un grupo cenando, enfrente…

Era casi medianoche. La florista había desaparecido y dos negros también. De vez en cuando un portero de cabaret entraba en compañía de un taxista o de otro personaje, trataba un asunto con él, se tomaba un vaso e iba a ocupar nuevamente su sitio en la otra acera. Nunca Popinga había imaginado una Navidad tan triste y, al filo de la medianoche, esperó en vano el toque de las campanas. Todo se redujo a que un borracho se levantara para entonar Minuit, Chrétiens, y de la cual no conocía ni la mitad de la primera estrofa. Fue entonces cuando el dueño del bar se decidió a poner la radio y, de golpe, el café se llenó del rumor de órganos, de voces de hombres y de niños que entonaban un canto litúrgico.

Kees plegó los periódicos y encargó otro café, pues ya no tenía ganas de alcohol. Acechaba el Dominus vobiscum del sacerdote volviéndose hacia los fieles. Una mujercita mal vestida, ante él, muy pálida. Debía estar pálida de frío porque entraba a cada hora, transida sin duda por haber estado paseando por la acera. Y los coches que no cesaban de pararse ante las boîtes… Los tres negros que discutían apasionadamente… ¿De qué? Lo más extraordinario es que a esta hora, en toda la tierra, en todas las iglesias… Popinga imaginó el mundo como si lo viera desde un avión, como si el avión pudiese ir lo bastante aprisa y subir lo bastante alto: una inmensa bola, blanca de nieve, con ciudades, pueblos fijados aquí y allá por las iglesias cuyos campanarios eran como clavos gigantescos… Y luces en todas las iglesias, incienso, fieles silenciosos contemplando un pesebre…

¡Pero eso no era cierto! Primero, en Europa Central, la misa de medianoche ya había terminado puesto que allí era ya la una. ¡En América aún era pleno día! Y en todas partes, fuera de las iglesias, unos negros hablaban de sus cosas, unas mozas se calentaban con un café regado con licor después de haber estado paseando por la acera, mientras que los porteros de hotel… Desde ahora, no se dejaría prender. No tenía ninguna gana de tararear, con la radio, y, además, el patrón, que había creído dar gusto a sus clientes, quizás porque era un antiguo monaguillo, no tuvo más remedio que apagar el aparato porque no se oía nada y la gente cada vez gritaba más. De golpe, se percibieron de nuevo las voces de los parroquianos y el humo de los cigarrillos formaba un techo azul dos metros por debajo del techo blanco. Frente a Popinga, un joven de aspecto desmadejado, solo ante un vaso de agua mineral, se ponía un polvo blanco en la nariz. ¿Por qué le había preguntado si sabía conducir? ¿Y qué hubieran dicho todos aquellos personajes que le rodeaban si se levantara de pronto y gritara? «¡Yo soy Kees Popinga, el sátiro de Amsterdam!». Era un periódico francés de la tarde el que le llamaba así, con todas las letras.

A las dos de la mañana estaba todavía allí, en el mismo sitio, y el camarero, que empezaba a conocerle, le hacía pequeñas señas cada vez que pasaba por su lado. Ya no sabía qué beber. Hizo como el joven de delante. Pidió agua mineral. Luego, mientras todo el mundo se levantaba, él siguió sentado. Había estallado una disputa en el bar. La gente vociferaba. Alguien blandió un sifón que fue a estrellarse contra una mesa. Un instante después, un racimo humano salía corriendo y veíase agitarse sobre la acera a una masa confusa. Un silbato resonó en alguna parte. Popinga, sin inmutarse, tomó sus periódicos, descendió al lavabo y se encerró en un excusado donde, maquinalmente, leyó un artículo cualquiera sobre la expansión económica de Holanda durante el siglo XVIII. Cuando volvió a subir, un cuarto de hora más tarde, todo estaba tranquilo y ni quedaban pedazos de sifón por el suelo. Faltaba gente. El mozo se le acercó, familiar, y le hizo un guiño, pues había advertido el prudente eclipse de su cliente.

—¿Han detenido a muchos? —preguntó.

—Ya sabe usted, la noche de Navidad ellos no son muy severos. Se han llevado a dos a la comisaría, pero los soltarán por la mañana…

Jeanne Rozier entraba, con vestido de noche, perfumada, con la piel brillándole de animación, como alguien que viniera después de haber bailado mucho. Venía a hacerle una pequeña visita, como vecina, y no se había echado más que un abrigo sobre sus hombros desnudos.

—¿No ha tenido problemas? Me han dicho que ha habido follón…

—No, apenas ha habido nada.

—Creo que Louis va a ocuparse de usted. No parece muy decidido, pero siempre es así. ¡Sobre todo no se vaya usted antes de que yo vuelva! Si supiera el calor que hace allá delante. Una apenas tiene sitio para manejar el tenedor…

Tenía un aire como si le tomara bajo su protección, pero al mismo tiempo le miraba con una cierta ansiedad, como si él la hubiera impresionado.

—¿No se aburre demasiado?

—¡En absoluto!

Ella ya se había marchado y Popinga advirtió que no le había tuteado, lo que le satisfacía. ¡Jeanne también había comprendido! No era una imbécil, como Pamela, que no sabía más que estallar en una risa vacía. Sacó la agenda del bolsillo. Se puso a escribir sobre la página donde había anotado las opiniones de mamá, del empleado de la estación, de Copenghem, del portero y de los otros: «¡Jeanne Rozier no me considera desde luego como un loco!».

Una mujercita como la que ya había venido varias veces, le preguntó si la invitaba a una copa. Popinga le tendió cinco francos, haciéndole comprender que no podía esperar nada más. Había plegado sus periódicos con cuidado. Esperaba. Por dos veces pensó en la extraña mirada de Frida y se preguntó qué sería de ella en la vida. Tenía mucho calor, pero daba la impresión de que su cabeza nunca había estado tan fría, ni su espíritu tan lúcido. ¿Iba a poner en ejecución la señora Popinga su proyecto de gobernanta en un hotel de las Indias holandesas? Se le ocurrió la idea de enviar al Morning Post, para Julius de Coster, un pequeño anuncio diciendo simplemente: «¿Cómo está usted?».

¡Podía permitírselo todo! Podía ser todo lo que él quería, ahora que había renunciado a ser para todo el mundo el Kees Popinga provisto de un poder comercial costase lo que costase. Y decir que durante tanto tiempo se había esforzado tanto para hacer que el personaje fuera perfecto, para que, a los ojos de los más severos, no hubiese jamás un detalle chocante. Lo que no impedía sin embargo que Copenghem declarase a los reporteros que… ¡Hubiera podido, al momento, encargar una botella de coñac o de ginebra! Se hubiera podido llevar a la mujer a la que le dio los cinco francos. Hubiera podido pedirle un poco de cocaína al joven enervado. Hubiera podido…

—¡Otra agua mineral, camarero!

Como protesta por todo lo que podía hacer. Y porque estaba bien así, muy bien, con aquella lucidez embriagadora. Incluso se convencía de que Jeanne Rozier se estaba enamorando de él, a despecho de su gigoló… Fue ella la que llegó un poco ebria, hacia las cuatro de la mañana. Pareció sorprendida de encontrarle allí y se admiró:

—¡Usted sí que tiene constancia!

Y añadió en otro tono:

—Louis y los otros no tienen demasiada confianza. Yo he hecho todo lo que he podido. Y mire lo que he sacado: dentro de unos minutos saldrán del cabaret y tomarán dos coches. Se irán sin parar hasta la puerta de Italia. ¿La conoce usted?

—No.

—¡Allá penas! Entonces no hay nada que hacer porque ellos quieren que usted tome también un coche. En la puerta de Italia le esperará un momento y, en cuanto usted llegue, les hará una señal con los faros para advertirles. Luego, no tendrá más que seguirles.

—Un momento. ¿La puerta de Italia está a la derecha o a la izquierda?

—Ni a la derecha ni a la izquierda, es preciso atravesar todo París…

—Eso no tiene importancia. Preguntaré a los guardias…

—¡Está usted loco o no ha comprendido nada! Se trata de tomar un coche, uno de esos coches que pertenecen a alguien que está en un cabaret…

—La he comprendido bien. Precisamente vale más preguntar a los agentes, para darles confianza.

—¡Inténtelo, pues! Pero le advierto que Louis y sus amigos no le esperarán mucho rato… Y otra cosa. No quieren un auto de lujo sino un coche de marca corriente.

Jeanne se había sentado a su lado y, por un instante, Kees lamentó no haberse aprovechado de ella cuando tuvo la ocasión. ¿Cómo no se dio cuenta de que valía la pena?

—¿Cuándo volveré a verla? —le preguntó en voz baja.

—No lo sé… Eso dependerá de Louis… ¡Atención! Ya están saliendo…

Kees pagó las consumiciones, se puso el abrigo, enrolló los periódicos para ponérselos en el bolsillo. Dos coches partieron casi en el mismo instante ce la impresionante fila que atestaba la calle.

—¿No me dice usted hasta la vista?

—Sí… La quiero mucho… Es usted una buena chica…

Y una vez fuera, sintiendo que ella le observaba a través de la vidriera, caminó a lo largo de la acera como un hombre que no piensa en nada más que en volver a su casa. Miró dos o tres coches, se metió en el cuarto y accionó el arranque.

El auto salió suavemente, separándose de la acera, siguió un momento a una limousine en la que iban varias mujeres y, cuando Popinga quiso volverse para hacerle una señal de adiós a Jeanne Rozier, ya no se veía el bar de la calle Douai donde él acababa de pasar el revellón de Navidad.