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De un cuadernillo de marroquín rojo comprado por un florín un día en que Popinga había ganado una partida de ajedrez

Hacía un cuarto de hora que el tren había salido de Groninguen. Como eran las cuatro y media y ya había oscurecido, no quedaba el recurso de mirar por la ventanilla. Kees Popinga se instaló en un compartimiento de segunda clase con otros dos personajes: un hombrecillo flaco que debía ser procurador o pasante de notario y, frente a él, en el rincón opuesto, una mujer de edad vestida de luto.

La mano de Kees, en su bolsillo, encontró por casualidad una pequeña agenda encuadernada en tafilete rojo, con los cantos dorados, que había comprado por un florín con la intención de anotar sus partidas de ajedrez más difíciles.

Aquel gesto no tenía nada de extraordinario. No tenía nada que hacer. Hasta el momento no había anotado más que dos páginas, es decir, dos páginas cubiertas de signos convencionales. Con el lápiz metido en el dorso de la agenda, escribió: «Salida de Groninguen en el tren de las 16,7».

Después guardó la agenda en el bolsillo y no la volvió a sacar hasta pasada la estación de Sneek, para añadir: «Parada demasiado corta para tomar una copa».

Y, lo que son las cosas, mucho más tarde, la agenda, aquellas notas, iban a servir a los alienistas para determinar que desde la salida de Groninguen ya estaba loco. ¿Acaso su mujer estaba loca porque conservaba celosamente su álbum de soltera y por la noche, cuando no tenía cromos que pegar, escribía en él cosas como: «He comprado zapatos nuevos a Carl. Frida ha ido a la peluquería»?…

Y no solamente estaría la agenda. Los que viajaban a su lado y que ahora no se fijaban en él, más tarde recordarían un montón de detalles sugestivos. Nada de su comportamiento, sin embargo, incitaba a la curiosidad. Estaba tranquilo, quizá con una calma exagerada. Él mismo se dio cuenta de ello, recordando dos circunstancias de su vida en que diera pruebas de una sangre fría involuntaria.

La primera anécdota se la trajo a la memoria la agenda porque era una historia de juego de ajedrez. Una noche, en el club, después de ganar tres partidas seguidas, el viejo Copenghem, que no podía tragarle, dijo con sorna:

—Claro que puede ganar, si siempre juega con personas más débiles que usted.

Herido en lo más vivo, Popinga le desafió dándole la ventaja de un alfil y una torre. Recordaba aún la partida, una de las más célebres del club. Aunque Copenghem fuera un excelente jugador, Popinga fingía estar seguro de sí mismo, lo cual ponía todavía más furioso al viejo, que se iba a pasear entre jugada y jugada. En un velador, junto a Popinga, había un vaso de cerveza de Munich, de la que acababan de recibir una barrica.

Al cabo de una hora, y sin que Popinga hubiera cesado en su ironía agresiva, el viejo, de improviso, con una ligera sonrisa en los labios, le dio jaque mate. Era lo más desagradable que podía suceder. Más de veinte personas habían sido testigos de la partida y de las fanfarronadas de Popinga. Pero ello no impidió que este hubiera pestañeado o palidecido. Todo lo contrario, poseído de una calma irreal, dijo con voz apacible:

—Son cosas que pasan, ¿verdad?

Al mismo tiempo, con todo disimulo, cogía uno de los alfiles del juego. Las figuras, de marfil tallado, conocidas en todo Groninguen, pertenecían al propio Copenghem, quien pretendía no poder jugar con otras piezas que no fueran las suyas. Había escamoteado el alfil negro. Lo calculó todo en un instante y, sin que nadie lo viera, dejó caer la figurilla dentro de su vaso de cerveza.

Iba a comenzar otra partida y entonces advirtieron la desaparición del alfil negro. Buscaron por todas partes, lo revolvieron todo y llamaron al camarero. Se barajaron mil suposiciones sin pensar en aquel vaso de cerveza negra que Kees no terminó de beber y que debieron vaciar Dios sabe dónde, pues Copenghem no volvió jamás a recuperar su pieza.

Pues bien, mientras buscaban así, Popinga había experimentado la misma calma beatífica que ahora en el tren, mientras pensaba en los de Groninguen y se burlaba de ellos desapareciendo tranquilamente. Pero el que desapareciera no impediría que su triste esposa declarara dos días después:

—Tenía la mirada de un hombre acosado y, por dos veces, se rio estando solo…

No fue una risa sino una sonrisa a lo sumo. La primera vez a causa de la historia de Copenghem y la segunda por la sopa de rabo de buey.

Esta era más reciente. Databa del año último, cuando Jef van Duren fue nombrado profesor de la Facultad de Medicina. Van Duren, amigo de toda la vida, ofreció una gran cena. Mientras se servía el vermut, Kees se metió en la cocina, pues tenía la costumbre de bromear con María, la criada, una muchacha apetecible. Como él intentara acariciarla, ella le dijo:

—Como no se porte bien, no volveré mientras usted esté aquí…

Y se fue a la bodega, donde debía tener algo que hacer. Esto resultaba humillante porque precisamente era María la única mujer con la cual Kees se permitía algunas libertades. Por si fuera poco, cada vez que la veía le hervía la sangre. Sin embargo, se quedó tranquilo, terriblemente tranquilo y, lo mismo que había hecho con el alfil y la cerveza, al ver en el fuego una cacerola con rabo de buey, un guiso que los Van Duren no servían más que en días señalados, decidió hacerles una mala pasada. En una alacena había una hilera de potes y dos de ellos llevaban la palabra «sal». Abrió uno y derramó buena parte del contenido en la sopa y, con aire inocente, volvió al salón.

El resultado fue más gracioso de lo que imaginara. El frasco marcado con «sal», Dios sabe por qué, contenía azúcar. Durante un minuto no se vieron alrededor de la mesa más que rostros sorprendidos, cejas fruncidas, mientras que los invitados probaban otra cucharada sin atreverse a decir nada.

Hoy daba muestras también de la misma serenidad. El tren lo dejó a las seis en Stavoren sin que hubiese tenido tiempo de tomar un trago y la sed le atormentaba. En Stavoren tenía el tiempo justo de subir a bordo del barco que hacía la travesía del Zuiderzee. Menos mal que a bordo podría tomar algo.

—Dos vasos de ginebra —le dijo al camarero con la mayor naturalidad.

Había pedido dos porque sabía que se los iba a beber y por lo tanto era inútil hacer trabajar doble al camarero. La víspera Julius de Coster exigía que le dejaran la botella en la mesa, en el Petit Saint-Georges, y el patrón no veía nada anormal en ello. ¿Por qué, pues, el camarero declararía más tarde?

—Tenía aire de loco y me pidió dos vasos de ginebra a la vez…

Después de cuarenta minutos de travesía, volvió a tomar el tren en Enkhuizen, camino de Amsterdam, donde llegó poco después de las ocho. Este último recorrido lo hizo en compañía de dos tratantes de ganado que no hacían más que hablar de sus negocios y lanzar miradas desconfiadas, como si hubieran visto en él a un posible competidor. Pero nadie, ni siquiera él, sospechaba aún la tremenda celebridad que iba a adquirir en las próximas horas. Popinga estaba vestido de gris, como de costumbre. Maquinalmente se había llevado su cartera de cuero, como hacía cada día para ir al despacho.

Ya en Amsterdam, no vaciló ni un instante en dirigirse al Carlton, de la misma forma que no había vacilado en arrojar el alfil en la cerveza o echar el azúcar en el puchero de la sopa.

—¿Está la señorita Pamela en su habitación?

Nada, absolutamente nada, a no ser por su calma, le distinguía de un visitante cualquiera.

—¿De parte de quién? —le preguntó el portero de uniforme.

—De Julius de Coster…

El portero vaciló un instante y murmuró:

—Perdón… Pero usted no es el señor De Coster…

—¿Y qué sabe usted?

—El señor De Coster viene cada semana y yo le conozco…

—¿Y si yo le demostrara que soy el señor De Coster?

Sin hacer caso, el portero llamó por teléfono a la habitación y dijo:

—¿Señorita Pamela? Hay aquí un señor que viene de parte del señor De Coster. ¿Le hago subir?

El botones que le subió en el ascensor no parecía sospechar nada.

Pamela, que se peinaba frente al espejo, lanzó un «¡entre!», con voz banal y, luego, habiendo oído cómo la puerta se abría y volvía a cerrarse sin que nadie le hablara, se volvió extrañada.

Vio a Kees Popinga de pie, con su cartera bajo el brazo y el sombrero en la mano.

—Siéntese, por favor —murmuró.

—Muchas gracias… No…

Estaba en una de las ciento y pico de habitaciones iguales del Carlton. Una puerta se entreabría al cuarto de baño. Un vestido de noche extendido sobre la cama.

—¿Le ha encargado De Coster decirme algo? ¿No le importa que siga peinándome? Estoy retrasada… A propósito, ¿qué hora es?

—Las ocho y media. Tiene usted tiempo.

Kees dejó su cartera y su sombrero, se quitó el abrigo y esbozó una sonrisa ante el espejo.

—Quizá no se acuerde de mí, pero yo la he visto a menudo en Groninguen… Podría añadir que, durante años, la he deseado. Y, ayer, Julius de Coster y yo hemos hablado y por eso he venido…

—¿Qué quiere usted decir?

—¿No lo comprende? He venido porque la situación no es la misma de cuando vivía usted en Groninguen.

Se había acercado y estaba junto a ella, lo que molestaba a Pamela pese a que siguiera arreglándose el moreno cabello.

—Sería muy largo de explicarle… Lo que importa es que he decidido pasar una hora con usted…

Cuando salió estaba aún más tranquilo, si ello es posible. Tenía que bajar cinco pisos pero no tomó el ascensor. Al llegar abajo se dio cuenta de que se había dejado la cartera en la habitación de Pamela y se preguntó si el portero se daría cuenta.

Se sentía tan lúcido que no dejó de percibir la mirada del hombre en sus manos vacías.

—He dejado mi cartera arriba —le dijo en tono desenvuelto—. Mañana volveré por ella.

—¿No quiere que mande al botones?

—No vale la pena, gracias.

Si tuvo el gesto torpe es porque no conocía los usos de los grandes hoteles. Sacó una moneda de un cuarto de florín del bolsillo y se la tendió al portero.

Diez minutos más tarde llegaba a la estación. Había un rápido para París pero no pasaba hasta las once y veintiséis, de modo que tenía cerca de dos horas y ocupó ese tiempo en pasearse por los andenes contemplando los trenes.

A las once menos cuarto exactamente, una joven bailarina que salía cada noche con Pamela se presentó en el Carlton y preguntó:

—¿Es que todavía no ha bajado? Hace ya una hora que la espero en el restaurante…

—Voy a telefonear a su habitación.

El portero llamó una, dos, tres veces, y al final suspiró:

—Sin embargo yo no la he visto salir.

Llamó a un botones que pasaba por el hall.

—Corre a ver si la señorita Pamela se ha dormido.

En los andenes de la estación Popinga no manifestaba la menor impaciencia. Seguía paseando mientras esperaba su tren y se divertía observando a los viajeros que pasaban.

El botones bajó corriendo los seis pisos y, al llegar abajo, se dejó caer en un sillón gritando:

—¡Pronto!… ¡Arriba!

Había dejado el ascensor mal cerrado y hubo que subir a pie. Pamela estaba tendida atravesada en la cama, con una toalla anudada alrededor del rostro, como una mordaza. Hubo que avisar al director, telefonear a un médico. Cuando la policía llegó a su vez, eran las once y media y el tren acababa de salir.

Esta vez sí era un verdadero tren nocturno, como aquellos que obsesionaban los sueños de Popinga, un tren con coches cama, cortinillas bajadas delante de los cristales, lámparas atenuadas y viajeros que hablaban diversas lenguas; un tren internacional que en el espacio de pocas horas cruzaba dos fronteras.

Popinga había sacado un billete de segunda clase. Encontró un compartimiento donde no había más que un pasajero, un hombre que antes de entrar él ya estaba tumbado a todo lo largo del asiento y cuya cara no había podido ver. Él no tenía ganas de dormir y menos aún de estar sentado. Recorrió el tren lentamente, tres o cuatro veces, intentando ver dentro de los compartimientos, queriendo adivinar.

El inspector taladró su billete sin mirarle. La policía belga echó una mirada a su carnet de identidad y él aprovechó la parada en la aduana para escribir en su agenda: «Tomado en Amsterdam el tren de las 23,26; segunda clase».

Un poco después sintió de nuevo la necesidad de escribir algo más: «No acabo de comprender por qué Pamela se ha burlado de mí cuando le he dicho que la deseaba. ¡Peor para ella! Yo no podía irme así. Ahora, debe haberlo comprendido».

¡Si al menos ella le hubiera sonreído o contestado con una frase irónica! ¡Aunque se hubiera enfadado! ¡Pero no! Después de haberle mirado de los pies a la cabeza, empezó a reír con una risa interminable, escandalosa, histérica, que sacudía su garganta y le daba aún más atractivo.

—Le prohíbo que se ría —le había dicho él severamente.

Pero ella continuaba riendo a más y mejor, hasta saltársele las lágrimas, y Kees la había agarrado por las muñecas.

—¡No quiero que se ría!

Violentamente la había empujado hacia el lecho, donde cayó. Y la toalla estaba allí, al alcance de la mano, junto al vestido de noche.

—Billete, por favor.

Esta vez era el interventor belga, el cual, pese a todo, le lanzó una mirada curiosa, preguntándose sin duda por qué aquel viajero estaba en el pasillo, en mitad del frío. Pero de allí a suponer…

En el compartimiento, el compañero de Popinga apenas si se había despertado en la frontera. Kees pudo reconocer un rostro vulgar, adornado con un pequeño bigote negro.

Una extraña noche, casi tan intensa como la anterior, con las horas pasadas en el Petit Saint-Georges escuchando a De Coster. ¿Qué diría Julius el Joven cuando se enterase?

¿Iba Pamela a presentar la denuncia? En tal caso, como encontrarían su cartera en la alcoba, el nombre de Popinga aparecería en todos los periódicos.

¿No llegaba aquello a un límite inimaginable? Hasta el punto de que era imposible pensar en todas sus consecuencias. Frida, por ejemplo, iba a un colegio de monjas. ¿No expulsarían a la hija de un hombre que…?

¿Y en el club de ajedrez? ¡La cara que pondría Copenghem! Y la que pondría el doctor Claes, que debía creerse era el único hombre capaz de tener una querida. Y…

Entornaba los ojos. Ningún rasgo de su cara se movía. A veces, detrás de los cristales, veía pasar unas luces o bien el ruido era más fuerte al cruzar por una estación. Divisó también una extensa llanura nevada y una casa pequeña que, Dios sabe por qué, quizás porque había un muerto o un nacimiento, estaba iluminada en la noche.

¿No era mejor que hubiese olvidado la cartera en la habitación de Pamela? Se hacía esta pregunta mientras al mismo tiempo le acuciaba el escribir algo más en su agenda de tafilete rojo.

En la frontera francesa bajó al andén, preguntó si la cantina estaba abierta. Se bebió un gran vaso de coñac y anotó apresuradamente en el librito: «Compruebo que el alcohol no me hace ningún efecto».

La última parte del viaje fue más larga. Intentó trabar conversación con su compañero de viaje, un hombre que debía ser corredor de piedras preciosas. Pero el hombre, que hacía el mismo recorrido dos veces por semana, tenía sus costumbres y prefería dormir.

—¿No sabe si todavía estará abierto el Moulin Rouge? —le preguntó sin embargo Popinga.

Tenía ganas de ver gente y volvió a sus peregrinaciones por el pasillo, franqueando los fuelles entre los coches, pegando su cara a los cristales de los compartimientos para ver como dormían los viajeros.

Al Moulin Rouge o a cualquier otro sitio… Si había dicho el Moulin Rouge es porque había leído muchas cosas a propósito del cabaret…

Se veía ya en una sala abundantemente guarnecida de espejos, con banquetas de terciopelo púrpura, un cubo con el champán enfriándose sobre la mesa, bellas muchachas con generosos escotes a su lado… Él estaría tranquilo… El champán no tendría sobre él más efecto que la ginebra o el coñac. Y se daría el maligno placer de decir frases que ellas no podrían comprender…

De repente, sin transición, se encontró en la estación del Nord, en el vestíbulo lleno de corrientes de aire. En la puerta, un taxi esperaba.

—¡Al Moulin Rouge! —lanzó.

—¿No lleva equipaje?

El Moulin Rouge estaba cerrado, pero el coche se detuvo delante de otro cabaret y un portero se apresuró ante Popinga. Nadie hubiera podido decir que era la primera vez en su vida que pisaba un lugar semejante. No se daba prisa. Miraba tranquilamente a su alrededor y escogía su mesa sin hacer caso del maître.

—Tráigame champaña y un cigarro.

¡Ya estaba allí! Las cosas habían pasado como él decidiera y le pareció del todo natural que una mujer vestida de verde se sentara a su lado y le susurrara:

—¿Me permite?

—Por favor —le respondió él.

—¿Es usted extranjero?

—Soy holandés. Pero hablo cuatro lenguas: la mía, el francés, el inglés y el alemán…

Era un gran alivio. Y lo más extraordinario, una vez más, es que todos estos detalles correspondían a lo que él había imaginado. Cualquiera hubiese dicho que él ya conocía el cabaret, con sus banquetas de terciopelo carmesí, el jazz cuyo saxofonista rubio era seguramente nórdico, quizás un holandés como él, y aquella mujer pelirroja que con los codos sobre la mesa le pedía un cigarrillo.

—¡Camarero! —llamó Popinga—. Cigarrillos.

Poco después, sacando la agenda del bolsillo, le preguntó a su compañera:

—¿Cómo se llama usted?

—¿Yo? ¿Quiere anotar mi nombre? Vaya idea… En fin, si eso le gusta… Me llamo Jeanne Rozier… Oiga, ¿sabe que van a cerrar dentro de poco?

—Me da igual.

—¿Qué pensaba hacer usted?

—Ir a su casa.

—A mi casa es imposible… Al hotel, si quiere…

—Está bien.

—Oye, tú pareces acomodarte a todo.

Kees sonrió levemente y, cosa extraña, ni él mismo hubiera sabido decir por qué.

—¿Vienes a París con frecuencia?

—Es la segunda vez en mi vida. La primera vez, vine en viaje de bodas…

—¿Y esta vez traes a tu mujer contigo?

—No. La he dejado en casa.

Casi tenía ganas de reírse. Llamó al maître para pedirle más champaña.

—Te gustan las mujeres, ¿eh?

—¡Con tal de que no sean pequeñitas! —respondió él riendo.

Ella no podía comprenderle. Pamela no era bajita sino tan alta como él. Eléonore de Coster, por su parte, medía un metro setenta…

—Al menos tienes buen humor… ¿Te dedicas a los negocios?

—No lo sé aún.

—¿Qué quieres decir?

—Nada… Tienes unas pecas… Es divertido…

Lo que sobre todo le divertía era ver cómo su compañera le lanzaba miradas furtivas, intentando vanamente comprenderle. Tenía pecas bajo los ojos y sus cabellos eran de un bello color rojizo, un poco mate, y sus labios eran anchos. Él no conocía más que a una pelirroja, a la esposa de uno de sus amigos del círculo de ajedrez, una mujer alta y flaca que bizqueaba y tenía cinco hijos.

—¿Por qué me miras así?

—Por nada… Es magnífico estar aquí… Pienso en la cara que debe poner Pamela…

—¿Quién es?

—No importa… Tú no la conoces.

—Deberías pagar e irnos… Todo el mundo espera para irse a dormir…

—¡Camarero! Cámbieme unos florines, por favor…

Sacó los quinientos florines de su bolsillo y se los tendió al maître con un gesto de estar pensando en otra cosa.

Lo que estaba era fatigado. Había momentos en que experimentaba unas ganas irresistibles de tenderse; pero sería absurdo vivir un día como este si uno lo acortaba durmiendo.

—¿Por qué no puedo ir a dormir a tu casa?

—Porque tengo un amigo.

Popinga la miró, receloso.

—¿Cómo es? ¿Viejo?

—Tiene treinta años.

—¿A qué se dedica?

—Al comercio…

—¡Ah! Yo también estoy en el comercio…

Continuaba comprendiéndose y divirtiéndose él solo, deleitándose con sus propias palabras, con sus gestos, con la cara que se veía reflejada en un espejo.

—Aquí tiene, señor.

Pero su diversión no le impidió contar el cambio con cuidado y observar:

—Me ha hecho usted un mal cambio. En Amsterdam me hubieran dado tres puntos más.

Fuera, Jeanne Rozier, que llevaba un abrigo de petigrís, le observó con una última vacilación.

—¿En qué hotel estás?

—En ninguno. He venido directamente de la estación.

—¿Y tus maletas?

—No tengo maletas.

Por un momento, ella se preguntó si no sería mejor dejarlo correr.

—¿Qué le pasa? —preguntó él asombrado por su actitud.

—Nada… Anda, vamos. Hay un hotel en la calle Victor-Massé y es limpio…

En París no había nieve. No helaba. Popinga se sentía tan ligero como el champaña que había bebido. En cuanto a su compañera, entró en el hotel como por su casa y dijo a través de una puerta vidriera:

—No se moleste… Tomo la 7…

Ella misma quitó la colcha, echó el cerrojo a la puerta y lanzó un suspiro.

—¿No te desnudas? —preguntó desde el baño.

¿Por qué no, después todo? Haría todo lo que ella quisiera. Era dócil y bueno como un niño y sólo quería la felicidad de todo el mundo.

—¿Te quedas mucho tiempo en París?

—Quizás siempre…

—¿Y has llegado sin maletas?

Ella no se sentía con confianza y se desnudaba a disgusto mientras que él, sentado en la cama, la miraba con ojos divertidos.

—¿En qué piensas?

—En nada. Llevas un bonito viso… ¿Es de seda?

Jeanne no se lo quitó para meterse entre las sábanas. Dejó la luz encendida y esperó.

—¿Qué es lo que esperas? —preguntó al cabo de un momento.

—¡Nada!

Lo que hacía era terminar tranquilamente su cigarro, tumbado sobre la espalda y contemplando el techo.

—¡Tú no eres nervioso!

—No.

—¿Te importa que apague?

—No.

Le dio al conmutador y continuó sintiéndole a su lado en la misma posición, siempre inmóvil, los labios redondeados alrededor de su cigarro que formaba una manchita roja en la oscuridad.

Fue ella la que empezó a agitarse.

—¿Por qué me has traído? —le preguntó después de haberse vuelto tres o cuatro veces hacia uno y otro lado.

Él sentía el cuerpo cálido de ella a su lado, pero esto le procuraba un placer sólo moral, pues no hacía más que decirse a sí mismo: «Si mamá estuviese aquí…».

Luego, sin transición, se levantó, encendió la luz, buscó su chaqueta, tomó la agenda y preguntó:

—¿Cuál es la dirección?

—¿La dirección de dónde?

—De donde estamos…

—Treinta y siete bis calle Victor-Massé. ¿Necesitas escribir todo eso?

¡Sí! Igual que algunos viajeros coleccionan tarjetas postales o menús de restaurantes. Volvió a acostarse, aplastó la punta de su cigarro en el cenicero y murmuró:

—No tengo sueño aún… ¿Qué clase de comercio hace?

—¿Quién?

—Tu amigo…

—Se dedica a los autos… Pero, oye, si eso es todo lo que tienes que decirme yo preferiría que me dejaras dormir. Eres un tipo raro… ¿A qué hora te despierto?

—No me despiertes.

—Mejor. Espero que no ronques, al menos.

—Sólo cuando duermo sobre el lado izquierdo.

—Pues trata de dormir sobre el derecho.

Todavía estuvo mucho rato despierto, con los ojos abiertos y, lo más gracioso, fue que ella sí comenzó a roncar con un bufido tan regular que él se puso a reír silenciosamente.

En cuanto a lo demás, poco se parecía a la escena de la víspera, cuando en Groninguen, con los ojos entreabiertos, miraba vestirse a la señora Popinga sin que ella se supiese observada.

Y allí, a contraluz, Jeanne Rozier estaba de pie, vestida del todo, con el pantalón de Kees en la mano.

Le registraba los bolsillos porque había visto, por la noche, que era allí donde él se guardó el dinero. Estaba tan atenta para no hacer ruido que esbozaba una graciosa mueca, tanto que, sin querer, Popinga empezó a sonreír.

Esta sonrisa, aunque muda, debió sentirla ella porque se volvió de pronto hacia su compañero. Repentinamente también, él cerró los ojos y Jeanne se preguntó si dormía realmente o sólo lo aparentaba.

Era divertido sentirla allí, en suspenso, en mitad del pálido haz de luz, con el pantalón en la mano, sin atreverse a hacer un gesto, conteniendo la respiración. Por un instante, fue engañada y metió la mano en el bolsillo, pero luego comprendió y pronunció con voz arrabalera:

—¡Oye, tú!

—¿Qué?

—¿Has terminado de tomarme el pelo?

—¿Por qué?

—¡Anda! Que ya me he dado cuenta…

Lanzó el pantalón sobre un sillón amarillo, se quitó el abrigo y fue a plantarse delante de la cama.

—¿Quieres decirme por qué has llegado a París sin equipaje y con los bolsillos llenos de dinero? ¡Y no te hagas el tonto! Tú a mí no me engañas…

—Pero…

—¡Espera!

Jeanne fue a la ventana y descorrió las cortinas dejando penetrar una claridad glacial.

—Cuéntame ahora.

Pero fue ella la que habló, tras haberse sentado al borde de la cama y mirando a su compañero con atención:

—Debí haberme dado cuenta en seguida de que tú no eres un pagano… Pero cuando hablaste de comercio, anoche, ¿qué querías decir? Porque me apuesto cualquier cosa a que tú estás en el tráfico de la coca… ¡Y no te atrevas a decir que no!