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De cómo Kess Popinga, pese a haber dormido del lado malo, se despertó de buen humor, y de cómo vaciló en escoger entre Eléonore o Pamela

Normalmente, si por casualidad se acostaba sobre el costado izquierdo, Kees tenía un sueño penoso. Presa de una sensación de opresión, respiraba a sacudidas, se agitaba, lanzaba gemidos que despertaban a la señora Popinga, la cual, con autoridad, le hacía adoptar una postura más favorable. Pero, acababa de dormir sobre el lado izquierdo y no se acordaba de un solo sueño desagradable. Más aún, a él, que le costaba por la mañana recuperar su lucidez, reencontraba de un segundo al otro la plena posesión de su espíritu. Lo que le había despertado, sin que se tomara la molestia de abrir los ojos, era un ligero ruido de muelles que indicaba que madame Popinga se había levantado. Los otros días, en este instante, Kees se embozaba francamente en el sueño pensando que le quedaba media hora más de estar entre las sábanas. Pero esta vez, no. E incluso cuando su mujer estuvo de pie, separó prudentemente los párpados a fin de contemplar cómo ella, ante el espejo, se quitaba las horquillas del cabello. Ella no se sabía observada, y sin embargo, tenía movimientos furtivos a fin de no despertar a su marido. Pasó al cuarto de baño y dio la luz. Kees la seguía viendo a cada momento en el mareo de la puerta.

En la calle, el hombre del gas aún no había pasado para apagar las farolas y se oía el roce cadencioso de las palas retirando la nieve. Abajo, la sirvienta, que nunca había podido moverse sin armar ruido, parecía pelearse con la estufa y las cacerolas. Mamá, con la mirada soñadora, se ponía unos pantalones de felpa cuyos elásticos cerraban herméticamente por debajo de las rodillas. Después se paseaba vestida así, se lavaba los dientes, escupía haciendo una mueca graciosa y ejecutaba mil gestos rituales sin pensar que la estaban observando. El timbre de un despertador se disparó en la habitación del chico y empezaron los ruidos por aquel lado mientras que Kees, bien tumbado sobre la espalda, decidía no levantarse. ¡Hecho! Aquella fue su primera gran decisión del día. No veía ninguna razón para levantarse ya que la casa Julius de Coster estaba en quiebra. Se divertía por anticipado imaginando el espanto de su mujer cuando él le anunciara fríamente que no iba a levantarse. ¡Allá penas! Cosas peores iba a ver la pobre mamá.

De hecho, a propósito de mamá, Kees tenía un recuerdo muy de actualidad Un día, cinco años antes, había comprado un bote de caoba al que había bautizado el Zeeteufel, es decir, el demonio del mar, y que verdaderamente, con objetividad, era una pequeña maravilla, barnizado, reluciente, con adornos de latón y fino de líneas. Una pequeña canoa que más parecía una joya de vitrina que una embarcación. Como era muy cara, Kees había experimentado una cierta embriaguez y, a la noche, hizo con complacencia la cuenta de lo que poseían: la casa, los muebles, los armarios llenos de ropa, los cubiertos de plata… En resumen, aquella noche, el matrimonio estaba tan convencido de su riqueza que, por broma, empezaron a barruntar qué ocurriría en caso de una ruina súbita.

—A veces lo he pensado —dijo mamá con su calma imperturbable—. Ante todo, habría que vender lo que tenemos y poner a los niños en una buena pensión no demasiado cara. Tú, Kees, seguramente encontrarías una plaza a bordo de un barco. Yo me iría a Java, donde buscaría un empleo de gobernanta en un gran hotel. ¿Recuerdas a la tía de María, la que perdió su marido? Es lo que ella ha hecho y parece que está muy bien considerada…

Él estuvo a punto de echarse a reír, diciéndose «¡Pues hala, ya está! Estamos arruinados… Es el momento de irse a contar las sábanas y las toallas a un gran hotel de Java…».

Siempre es una tontería plantear las cosas por anticipado. Primero, les iban a quitar la casa y a vender todo lo que poseían. Y encima no era el momento, en plena crisis mundial, para encontrar plaza en un barco. Y por otra parte, Popinga no tenía las menores ganas de embarcar. Si le hicieran decir de golpe de lo que tenía ganas, a la fuerza habría tenido que responder: ¡de Eléonore de Coster o de Pamela!

Por el momento, de lo que más flotaba de los acontecimientos de la víspera: Eléonore en su bata de seda, con su larga boquilla verde y sus cabellos negros anudados en la nuca… Recordó de pronto al doctor Claes, que era un amigo, y con el que jugaba al ajedrez… Y Pamela allá lejos, en Amsterdam, que reunía a jóvenes amigas para el sólo placer de un Julius de Coster transformado en sátrapa.

Las ventanas palidecían, estrelladas de escarcha. El chico había bajado y debía estar ocupado en tomar su desayuno porque la escuela empezaba a las ocho. Más lenta, como su madre, y más metódica, Frida arreglaba su habitación.

—¡Son las siete y media, Kees!

Mamá estaba allí, en la puerta, y Popinga le hizo repetir dos veces la llamada antes de desperezarse y declarar:

—No me levantaré esta mañana.

—¿Estás enfermo?

—No estoy enfermo, pero no me levantaré.

Estaba de humor para bromear. Se daba cuenta de la enormidad de su decisión y, entre las pestañas, acechaba las reacciones de su mujer que se acercaba hacia la cama, los rasgos tensos por el estupor.

—¿Qué pasa, Kees? ¿No irás hoy al despacho?

—¡No!

—¿Has avisado a Julius de Coster?

—¡No!

Lo más divertido era que también se daba cuenta de que su actitud no era forzada, sino que respondía a su verdadero carácter. ¡Sí! ¡Es así como siempre debiera haber sido!

—Escúchame, Kees… Todavía no estás bien despierto… Si estás enfermo, dilo francamente, pero no me asustes por una nadería…

—No estoy enfermo y me quedo en la cama. Hazme subir el té, ¿quieres?

¡Ni siquiera el propio De Coster lo hubiese entendido! Le había creído aplanado por su confesión, y Kees en absoluto lo estaba. Solamente estaba asombrado de que otro, y sobre todo su patrón, hubiese tenido las mismas ideas que él, los mismos sueños más bien, puesto que, para Kees, aquello nunca había salido del estado de ensueño.

Los trenes, por ejemplo… Él no era ya un niño ni tampoco era el prestigio de la mecánica lo que le atraía… Si prefería los trenes de noche es porque adivinaba en ellos algo extraño, algo casi vicioso… Tenía la impresión de que las gentes que van en esos trenes se marchan para siempre, sobre todo cuando, en tercera clase, veía amontonarse a las familias pobres con sus bultos… Como los italianos de la víspera… Y Kees había soñado ser algo distinto a lo que era Kees Popinga. Y era precisamente por esto que él era talmente Popinga, que lo era demasiado, que lo exageraba, porque sabía que, si cedía un solo punto, nada podría ya detenerle.

La tarde… Si, cuando por la tarde, Frida comenzaba sus deberes y mamá se ponía a trabajar en su álbum. Cuando él manejaba los botones de la radio, fumando un cigarro, y hacía tanto calor… En uno de aquellos momentos él hubiera podido levantarse y proferir como un bruto:

—¡Lo que uno se aburre en familia!

Y era para no decirlo, para no pensarlo, que miraba la estufa repitiéndose a sí mismo que era la más hermosa estufa de Holanda, que observaba a mamá persuadiéndose de que era una mujer guapa, que miraba a su hija convenciéndose de que tenía unos ojos soñadores…

Y también cuando pasaba delante de la famosa «casa»… Es probable que, si hubiese entrado una sola vez, todo hubiera terminado… Hubiera continuado yendo… Hubiera hecho quizá cosas prohibidas, porque tenía más imaginación que De Coster el Joven…

La puerta de la calle se abrió y volvió a cerrarse, oyó el timbre de una bicicleta, la bici de Carl, que iba a la escuela. En un cuarto de hora le tocaría el turno a Frida…

—Aquí tienes tu té… Está muy caliente… ¿Estás seguro de no estar enfermo, Kees?

—Absolutamente seguro.

Lo que era exagerado, se daba cuenta ahora. Mientras había permanecido inmóvil entre las sábanas, se había creído perfectamente; pero ahora, al sentarse para tomar el té, experimentaba un vivo dolor en la nuca y era presa de una especie de vértigo.

—Estás pálido, Kees. ¿Has tenido problemas con el Océan III?

—¿Yo? ¡Nada de eso!

—¿No quieres decirme qué te pasa?

—Sí. Quiero decírtelo. ¡Quiero que me dejes en paz!

Era tan enorme como encontrar a Julius de Coster en el Petit Saint-Georges. Nunca palabras parecidas habían sido pronunciadas en la casa, la cual debía temblar hasta en sus cimientos. Lo más fuerte es que él las pronunciaba sin cólera, a sangre fría, como si hubiese pedido más té o azúcar.

—Vas a hacerme un favor, mamá, y es no hacerme más preguntas. Tengo cuarenta años y quizás puedo empezar a valerme por mí mismo…

Ella vaciló en salir y no pudo impedirse el arreglarle la almohada detrás de la cabeza. Se dirigió hacia la puerta y se detuvo a medio camino para lanzarle una mirada pesarosa. Al fin, transpuso la puerta y la cerró sin ruido.

«¡Seguro que va a llorar!», pensó él al oír que se quedaba inmóvil en el rellano. Era bastante molesto quedarse allí, en la cama, sin estar enfermo y sin ser domingo. Frida salió a su vez y, desde ese momento, Kees vivió unas horas de la casa que jamás había vivido. Oyó traer la leche, después cómo comenzaban la limpieza de la planta baja, cosas que él no conocía más que en teoría.

¡La más deseable de las dos eran sin duda Eléonore! En cambio, él no se sentía cómodo ante ella. Además, estaba por en medio el doctor Claes, que tenía la misma edad que él y que encima le derrotaba frecuentemente al ajedrez. Y encima, Claes fumaba en pipa, lo que disgustaba a la mayoría de las mujeres. Pamela era más fácil. Sobre todo ahora que él sabía. ¡Y decir que durante dos años ella había vivido en Groninguen y él nunca se había atrevido!

Le vino una idea y se levantó, caminando descalzo sobre el linóleum y sintiendo más que nunca un vértigo lancinante. Quería asegurarse de que su mujer no se hubiera llevado su traje para cepillarlo, porque, en tal caso, le daría la vuelta a los bolsillos y encontraría los quinientos florines. La chaqueta estaba sobre una silla. Kees cogió el dinero y lo deslizó bajo su almohada. Estuvo a punto de volverse a dormir con el calor del lecho.

Sí, era preferible escoger a Pamela… ¿Por qué De Coster le había hecho observar que su hija Frida era morena y no se le parecía? Era verdad. ¡Pero era difícil de creer que una mujer como mamá hubiera podido engañarle desde su primer año de matrimonio! ¿Desde la ocupación española, no habría cantidad de gente morena en Holanda? ¿No se salta el atavismo varias generaciones? Y además, todo esto le daba igual. Es una cosa que hubiera asombrado a Julius de Coster, que había querido deslumbrarlo. ¡Esto le daba igual! Desde el momento en que ya no tenía poderes en la oficina y que su casa ya no le pertenecía, desde el momento en que un sólo detalle ya había cambiado, todo lo demás podía cambiar también. Estaba dispuesto a fumar en pipa como Claes, a comer queso de tercera calidad y a entrar en todos los cafés verguning de la ciudad y pedir ginebra sin el menor matiz de vergüenza en la voz.

Un rayo de sol nacía y penetraba oblicuamente en la habitación, a través de la muselina de la ventana e iba a temblequear en la luna del espejo. Abajo, las dos mujeres se agitaban, removían con cubos y escobas y, de vez en cuando, mamá debía tender la oreja preguntándose qué hacía él. Llamaron a la puerta. Oyó hablar a media voz en el pasillo. Subió la señora Popinga, entró en la habitación y, con aire de excusa, dijo con voz pesarosa:

—Vienen por la llave…

La llave de casa de De Coster, desde luego. Debían estar todos a la puerta, haciendo mil suposiciones disparatadas.

—Bolsillo izquierdo de mi chaqueta…

—¿No les das ningún recado?

—No.

—¿No le mandas una notita al señor De Coster?

—¡No!

Eran unas frases inauditas. Ni siquiera él se hubiera permitido pensar cosas parecidas. La prueba es que cuando, para hacerse la ilusión de que eran ricos, habían hablado de ruina y habían proyectado más que estupideces, como el hotel de Java o una plaza de segundo oficial a bordo de un barco… ¡Nunca jamás! ¡Ni eso ni lo otro! Puesto que todo había acabado, y bien acabado, de una vez por todas, había que aprovecharse. Se arrepentía incluso de no haber tenido la presencia de ánimo, la víspera, de decírselo a De Coster. Le había dejado hablar. El otro le había tomado por un imbécil o, en todo caso, por un hombre tímido, incapaz de una decisión, cuando su decisión ya estaba casi tomada. Le hubiera podido decir, sencillamente:

—¿Sabe qué voy a hacer para empezar? Me voy a buscar a Pamela a Amsterdam…

Esto no era más que una vieja cuenta que tenía que saldar. No parecía quizás una cosa seria, pero era la más urgente, porque era lo que más humillaba a Kees, el no haberse atrevido nunca, haber pasado cada semana frente a cierta casa enrojeciendo como un escolar vicioso mientras que… Por eso ya estaba decidido. ¡Pamela sería lo primero! Luego… ¡Luego ya vería! Si Kees ignoraba lo que haría, sabía perfectamente qué no haría. Y esto también hubiera sido cuestión la noche antes, si él hubiese tenido la suficiente sangre fría como para hablarle al otro. ¿No había hecho alusión De Coster a Arthur Merkemans? Y Claes, a su vez, no le había dicho un par de cosas como dándole a entender: «Su cuñado ha vuelto a sablearme. ¡Es un pobre diablo!». Pero Kees no se convertiría en un segundo Merkemans. Conocía la situación en Groninguen mejor que nadie. No pasaba una semana sin que personas que tenían más diplomas que él fueran a pedirle un empleo cualquiera. Y los más odiosos eran precisamente aquellos que llevaban trajes elegantes, aunque rozados, y que suspiraban: «Yo he sido director de la casa tal. Sin embargo, aceptaría cualquier cosa, pues tengo mujer e hijos…». Iban de casa en casa con una cartera bajo el brazo. Algunos trataban de vender aspiradores eléctricos o seguros de vida.

—¡No! —exclamó Kees en voz alta, mirándose de lejos en el espejo.

Él no esperaría a que sus trajes estuviesen rozados y sus zapatos con agujeros, ni a que sus compañeros del círculo de ajedrez tuviesen piedad de él hasta el punto de no reclamarle su cuota, como había pasado con un miembro, para quien el comité había votado bondad general y todo lo demás… Por otra parte, no era cuestión de nada parecido. Porque, desde luego, él hubiese sido incapaz de provocar todo lo que acababa de suceder… Pero, puesto que aún así había sucedido, sería tonto no aprovecharlo…

—¿Qué pasa ahora? —gritó.

—La señora Coster ha mandado preguntar si no sabes algo de su marido. Parece ser que no ha vuelto esta noche y…

—¿Y a mí qué me importa eso?

—¿Debo decirle que no sabes nada?

—¡Dile que se vaya al diablo, junto a su amante!

Tras esto, si la señora Popinga sabía aún dónde estaba…

—Y sobre todo, cierra la puerta, por favor. Dile a la sirvienta que no haga tanto ruido con su cubo.

Tenía dolor de cabeza y volvió a llamar a su mujer para pedirle una naranja porque tenía la boca pastosa y la lengua reseca.

El rayo de sol se ensanchaba. Se sentía que fuera hacía un frío seco y oloroso, se percibían los ruidos del puerto, las sirenas de los barcos que alcanzaban el primer puente del canal Wilhelmine y pedían paso. ¿Seguiría el Océan III en el muelle? Era probable. El comandante debía seguramente haber comprado el petróleo a un competidor, sin duda a Wrichten, quien debía preguntarse qué significaba aquello. En el despacho los empleados no comprenderían nada y debían esperar su llegada. Pero —le gustaba recapitular, y se relamía por anticipado— Pamela primero… Julius de Coster le había dicho que ocupaba una habitación en el Hotel Carlton… Así que, con sus quinientos florines, tomaría el tren, un tren de noche, él también, el Étoile du Nord, por ejemplo… ¿Tardarían mucho en descubrir la ropa de Julius de Coster? No lejos del lugar donde la dejaron había una tienda de artículos de pesca. El sombrero negro debería destacar sobre la nieve de la orilla…

—Escucha, mamá, si sigues molestándome…

—¡Kees! ¡Es espantoso! ¡Inimaginable!… Tu patrón se ha ahogado… Es…

—¿Y qué quieres que eso me importe?

Hablando así se miraba en el espejo para asegurarse de que su rostro permanecía rigurosamente imperturbable. ¡Esto le divertía! Siempre se había mirado en el espejo, incluso cuando era un chiquillo. Adoptaba una actitud u otra. Corregía los detalles. En el fondo quizás había sido siempre un comediante y, durante quince años, se había complacido en mostrar una imagen digna e impasible, la de un buen holandés seguro de sí, de su honorabilidad, de su virtud, de su calidad extra y de todo lo que poseía.

—¿Cómo puedes hablar así, Kees? ¿Comprendes lo que quiero decir? Julius de Coster se ha arrojado al agua voluntariamente…

—¿Y qué?

—Parece como si quisieras hacerme creer que sabías algo…

—¿Acaso debo asustarme porque un hombre se haya suicidado?

—Pero es… Es tu jefe y…

—Es libre de hacer lo que quiera, ¿no? Y ya te he pedido que me dejes dormir…

—¡No puede ser! Abajo hay un empleado e insiste en verte…

—Dile que estoy durmiendo.

—La policía vendrá seguramente a hacerte preguntas…

—Ya me despertaré entonces.

—¡Kees!… Me das miedo… No eres el mismo de antes… Tus ojos no son los mismos…

—Hazme subir unos cigarros, ¿quieres?

Esta vez ella se fue convencida de que su marido estaba gravemente enfermo, agotado al menos, y quizás un poco loco. Con voz resignada ordenó a la criada que le subiera una caja de cigarros pensando que más valía no contrariarle. Cuchicheó largo tiempo en el pasillo con la chica, que se fue con la cabeza gacha.

—¿El señor no se siente bien? —se creyó en el deber de murmurar la doméstica entrando en la habitación.

—¡El señor nunca se ha sentido tan bien! ¿Quién le ha dicho eso?

—La señora…

Debían ser las diez y una quincena de barcos, a aquella hora, estaban en plena descarga en el puerto. Kees echaba de menos esa hermosa escena, sobre todo por el sol y porque la mayoría de los barcos tenían enjaretados verdes, rojos o azules que se reflejaban en el agua del canal, y también porque algunos aprovechaban el aire quieto para poner las velas a secar.

Desde su oficina, las otras mañanas, él los veía… Conocía a todos los capitanes y a todos los marineros… Conocía también el sonido de cada sirena y podía anunciar, sin verlo: «¡Vaya! Ahí está el Jesús-María que pasa el segundo puente… Estará aquí dentro de media hora…». Después, a las once en punto, el botones le subía una taza de té con dos pastitas… Entre aquellas horas Julius de Coster estaba en su despacho, solo, detrás de las puertas acolchadas. ¡Y pensar que nadie se había dado cuenta de que estaba chocho! Se le instalaba en un sillón, como una momia o como la enseña de la casa. Se le dejaba ver unos instantes y los clientes tomaban por sabiduría lo que era su ausencia total de inteligencia.

Kees se agitó en su cama, que empezaba a estar húmeda. Se notaba el pijama mojado bajo los brazos. Sin embargo, vacilaba aún en levantarse, porque entonces no tendría más remedio que actuar. Tumbado en la cama, podía actuar mentalmente y Pamela le parecía cercana; Eléonore de Coster le excitaba apenas, a pesar de su orgullosa boquilla. Pero ¿qué ocurriría cuando volviera a ponerse su traje gris de Kees Popinga y se encontrara de pie, recién afeitado, bien lavado y con los cabellos pegados al cráneo con el cosmético? Ya tenía que luchar un poquito contra su curiosidad, contra otro sentimiento más confuso para no ir al puerto y ocuparse de lo que pasaba. El capitán del Océan III era capaz, brutal y vulgar como Kees lo conocía, de haber soliviantado a toda la gente del muelle y reclamar daños y perjuicios… ¿Y si verdaderamente la policía se presentaba en la oficina? Era algo tan inesperado que no podía prever qué pasaría… Toda la planta baja estaba ocupada por los almacenes —verdaderos almacenes y no boticas— donde se estibaba la mercancía hasta el techo, y por donde se movían los mozos con sus delantales de lona azul.

En un rincón, un despacho acristalado, del cual una ventana daba sobre el puerto mientras las otras tres caían a los almacenes. Este era el despacho de Kees, que representaba allí el papel de director de orquesta. En el primer piso había más mercancías y más allá, otras oficinas; más oficinas también en el segundo piso, por encima del cartelón de dos metros de ancho donde campeaba en negro sobre fondo blanco la leyenda: «Julius de Coster en Zoon, Shiphandler».

Tuvo el valor de no levantarse; pero estaba contrariado de que se le dejase tanto tiempo solo, pese a que había dado la orden formal de que no le molestaran. ¿Qué podían hacer abajo, las dos mujeres? ¿Por qué ya no las oía? ¿Y por qué no venían a preguntarle sobre el suicidio de su patrón? ¡Desde luego que él no diría nada! Pero le vejaba que no recurrieran a él. Se comió una naranja, sin cuchillo, tiró las mondas al suelo para molestar a mamá,y se embozó en las sábanas, calándose bien en la almohada, cerró los ojos y se puso a pensar en Pamela y en todo lo que haría con ella.

El silbido de un tren le llegó como una promesa. Ya, en una duermevela, decidió no marcharse de día, pues no sería lo bastante nostálgico, sino que esperaría a la noche, a la oscuridad al menos, que caía a las cuatro. Pamela era morena, como Eléonore… Era más gordezuela que esta… La señora Popinga, aunque alta, no era regordeta… Experimentaba siempre una cierta vergüenza cuando, por la noche Kees se mostraba tierno. Se sobresalta por cualquier ruido, temiendo que los chicos pudieran oír…

Kees pensaba con todas sus fuerzas en Pamela, pero, a su pesar, evocaba también imágenes de la casa Coster en Zoon, rincones del puerto, barcos en carga o descarga y, cuando se daba cuenta de su distracción, se volvía del otro lado, pesadamente, y comenzaba de nuevo: «Cuando llegue a su habitación del Carlton, le diré…». Seguía, segundo a segundo, los acontecimientos tal como él los preveía.

—¿Papá?

Se había dormido, seguro, pues se incorporaba sobresaltado, mirando con estupor a su hija que lloriqueaba.

—¿Qué le has hecho a mamá?

—¿Yo?

—Está llorando. Dice que tú no estás en estado normal, que pasan cosas espantosas…

¡Qué astuto era!

—¿Dónde está tu madre?

—En el comedor… Van a ponerse a la mesa… Carl ya ha vuelto… Mamá no quería que yo subiera…

Frida lloraba sin llorar, lo que era una de sus especialidades. Cuando era pequeña, tenía esta manía de lagrimear sin razón, aparentando ser una víctima de la brutalidad del mundo. Por un sí es no es, por una mirada un poco severa, se deshacía en lágrimas. Pero era algo tan automático, tan regular, que uno se preguntaba si ella estaba verdaderamente triste.

—¿Es verdad que el señor De Coster ha muerto?

—¿Qué puede a mí importarme eso?

—Mamá asegura que estás enfermo…

—¿Yo?

—Quiere hacer venir al doctor Claes, pero tiene miedo de que te enfades…

—Y tiene mucha razón. No tengo necesidad del doctor Claes ni de nadie…

¡Una chica graciosa, de verdad! Kees nunca le había comprendido, y ahora menos que nunca. ¿Qué hacía allí, mirándole en su cama, con ojos asustados? ¿Le había él hecho daño alguna vez? Y, a pesar de las lágrimas, tenía la incomprensible facultad de volver a la realidad.

—¿Qué debo decirle a mamá? ¿Que bajas a comer?

—No bajaré.

—¿Debemos comer sin ti?

—¡Eso es! ¡Comed! ¡Llorad! ¡Pero por el amor de Dios, dejadme tranquilo!

No es que tuviese remordimientos. Pero ello no impedía que la escena le resultara penosa. Era mejor marcharse de mañana, como quien no quiere la cosa, dejando creer que se iba a la oficina como cualquier otro día. Ahora ya no estaba seguro de lo que iba a hacer. Preveía un montón de problemas. Y, por encima de todo, temía ver llegar a su cuñado Merkemans, quien, con su aire afectuoso, le propondría sus buenos oficios. ¡Porque él era así! No podía haber un muerto en el barrio sin que él se ofreciera para ir a velarlo.

—Vete a comer… Déjame…

¡Si al menos se pudiera tomar dos o tres vasos de alcohol! Pero no había en la casa. Apenas una botella de bíter, para las grandes ocasiones, cuando alguien venía de imprevisto. ¡Y por si fuera poco la jarra estaba bajo llave en la parte izquierda del buffet!

—Adiós, Frida.

—Adiós, papá.

Ella no podía comprender que él decía esto de una forma muy especial, a su pesar, y advirtió como su padre la seguía con los ojos. Apenas hubo salido, Kees hundió la cara en la almohada.

En verdad, ya no sabía nada. Le costaba un tremendo esfuerzo pensar en Pamela y en todo lo demás. Menos mal que a las dos subieron a decirle que la policía, que se había instalado en las oficinas De Coster, deseaba hablarle. Se vistió con cuidado, se miró largamente en el espejo, bajó y durante un rato estuvo dando vueltas alrededor de su mujer.

—¿No sería mejor que te acompañase? —se atrevió ella a preguntar al fin.

Fue esto lo que le salvó. Pues aún estaba a punto de vacilar. Pero el hecho de que, sin razón, ella presintiera el peligro, le decido a hacerle frente cara a cara.

—Soy lo bastante mayor para arreglar estos asuntos yo solo.

Ella tenía los ojos enrojecidos, la nariz también, como siempre después de haber llorado. No se atrevía a mirarle de frente, lo que demostraba también que se había hecho sus propias suposiciones.

—¿Coges la bicicleta?

—¡No!

—¿Por qué lloras? —se impacientó él.

—Yo no lloro.

No lloraba, pero gruesas lágrimas le resbalaban mejillas abajo.

—¡Imbécil!

Esta palabra, ella nunca debía comprenderla; no debía saber jamás que era la palabra más tierna que él le hubiera dirigido en su vida.

—¿No volverás muy tarde?

Lo más tonto es que él también estaba a punto de llorar. Los quinientos florines, estaban en su bolsillo. Pero no había tocado los otros doscientos que estaban en la habitación, guardados para atender una factura que pasarían a cobrar dos días después.

—¿Llevas tus guantes?

Los había olvidado. Ella se los trajo. No le besó porque esto no se hacía en aquella casa. Se contentó con quedarse en el umbral, el cuerpo un poco inclinado hacia adelante, mientras él se alejaba haciendo crujir la nieve bajo sus chanclos.

Kees tuvo que hacer tremendos esfuerzos para no volverse.