En lo que personalmente concierne a Kees Popinga, debe admitirse que a las ocho de la tarde no había habido tiempo, puesto que su destino aún no estaba fijado. Pero ¿tiempo de qué? ¿Acaso podía él disponer otra cosa distinta a la que se proponía hacer, convencido, por otra parte, de que sus gestos no tenían la menor importancia y que, idénticos, eran los mismos hechos durante los miles y miles de días que precedieron?
Se hubiera alzado de hombros si alguien le hubiese dicho que su vida iba a cambiar súbitamente y que aquella fotografía, sobre el aparador, en la que aparecía entre su familia y con una mano negligentemente apoyada en el respaldo de una silla, iba a ser reproducida por todos los periódicos de Europa.
Y, en fin, si hubiera buscado en sí mismo, con toda honradez, qué podía predisponerle a un porvenir tan tumultuoso, no habría sin duda pensado en la emoción furtiva, vergonzosa casi, que le turbaba cada vez que veía pasar un tren, un tren nocturno sobre todo, con las cortinillas bajadas sobre el misterio de los viajeros.
Y si alguien se hubiera atrevido a decirle a la cara que, en aquel instante, su jefe, Julius de Coster, al que llamaban el Joven, estaba sentado en el albergue del Petit Saint-Georges emborrachándose a conciencia, él se habría quedado frío porque lo cierto es que Popinga no tenía el menor gusto por la mitificación y en cambio sí tenía su propia opinión sobre la gente y las cosas.
Pero, a despecho de toda verosimilitud, Julius Coster el Joven sí estaba realmente en el Petit Saint-Georges.
Y, en Amsterdam, en un apartamento del Carlton, una cierta Pamela tomaba un baño antes de irse al Tuchinski, el cabaret de moda.
¿Qué podía importarle todo esto a Popinga? Y en qué le afectaba también que, mientras, en París, en un pequeño restaurante de la rue Blanche, casa Mélie, una cierta Jeanne Rozier, que era pelirroja, estuviese sentada a la mesa en compañía de un tal Louis, al que ella le preguntaba mientras se echaba mostaza:
—¿Trabajas esta noche?
Y que en Juvisy, no lejos de la estación de enlaces, en la carretera de Fontainebleau, un garajista y su hermana Rose…
Pero todo esto no existía aún. Era el porvenir, el porvenir inmediato de Kees Popinga, quien, este miércoles 28 de diciembre, a las ocho de la tarde, en absoluto preveía nada y sólo se disponía a fumar un cigarro.
Lo que no habría confesado a nadie, porque ello hubiera supuesto en rigor como una crítica de la vida familiar, es que, terminada la cena, él tendía a amodorrarse. Y no es que en ello influyera la comida pues, como en la mayor parte de las familias holandesas, en casa cenaban sobriamente: té, pan con mantequilla, delgadas lonchas de fiambre y queso.
La culpable era más bien la estufa, una estufa imponente, de lo mejor en su clase, con baldosines de cerámica verde y pesados ornamentos niquelados; una estufa que no era solamente una estufa sino que, por su calor, por su respiración, podía decirse, daba ritmo a la vida de la casa.
Las cajas de cigarros estaban sobre la repisa de la chimenea de mármol y Popinga, escogiendo con lentitud, olfateando, hacía crujir el tabaco; porque es una necesidad cuando se quiere apreciar un cigarro y, también, porque siempre se ha hecho así.
Lo mismo que apenas levantada la mesa, Frida, la hija de Popinga, que tenía quince años y los cabellos castaños, extendía sus cuadernos justo debajo de la lámpara y los contemplaba durante mucho rato con sus grandes ojos oscuros, unos ojos que no decían nada o que decían algo que nadie comprendía.
Las cosas seguían su curso. Carl, el chico, tenía trece años y se limitaba a tenderle su frente a su madre, a su padre después, besaba a su hermana y subía a acostarse.
La estufa seguía haciendo oír su ronquido y, por costumbre, Kees preguntaba:
—¿Qué haces, mamá?
La llamaba «mamá» a causa de los chicos.
—Tengo que poner mi álbum al día.
Tenía cuarenta años y la misma dulzura, la misma dignidad que toda la casa, que toda su gente y sus cosas. Podría añadirse, como para la estufa, que era una esposa de la mejor calidad que pueda encontrarse en Holanda. Era una manía de Kees el hablar siempre de cosas de la mejor calidad.
Precisamente, a propósito de la calidad, sólo el chocolate era de segunda clase. Sin embargo, continuaban consumiendo de aquella marca porque en cada tableta venía un cromo y esos cromos tenían su sitio en un álbum especial que, con el transcurso de los años, contendría la reproducción en colores de todas las flores del mundo.
La señora Popinga, pues, se instaló frente al famoso álbum y clasificó sus cromos mientras Kees se puso a mover los botones de la radio tan bien que, del mundo exterior, sólo llegaba una voz de soprano acompañada, de vez en cuando, por el entrechocar de platos en la cocina, donde la sirvienta lavaba la vajilla.
El humo del cigarro, tan pesado era el aire, no llegaba ni siquiera al techo sino que se quedaba estancado alrededor de la cara de Popinga hasta que él lo desgarraba de un manotazo, como a una telaraña o a esos finísimos hilos de la Virgen. ¿No hacía ya quince años que las cosas eran así, siempre las mismas, como si se hubieran quedado tiesas en las mismas posturas?
Pero poco antes de las ocho y media, cuando la soprano ya se había callado y una voz monótona daba las cotizaciones de bolsa, Kees descruzó las piernas y dijo con voz vacilante:
—Me pregunto si todo estará en orden a bordo del Océan III.
Un silencio. El ronquido de la estufa. La señora Popinga tuvo tiempo de pegar dos cromos en el álbum y Frida el suficiente para volver la página de su cuaderno.
—Quizás haría bien yendo a ver…
¡Y desde aquel momento la suerte estaba echada! El tiempo de fumar dos o tres milímetros de puro, de estirarse, de oír los instrumentos, acordarse en el auditórium de Hilversum, y Kees entraba en el engranaje. Desde ahora cada segundo era más pesado que todos los demás segundos que hasta entonces había vivido, cada uno de sus gestos adquiría tanta importancia como los de los hombres de Estado, de los cuales los periódicos reseñan las más insignificantes actitudes.
La sirvienta le trajo su grueso abrigo gris, sus guantes forrados y el sombrero. Le calzó los chanclos sobre los zapatos mientras él, dócilmente, levantaba un pie tras otro. Besó a su mujer, a su hija, notó una vez más que no sabía lo que ella pensaba, que quizás no pensaba en nada, y luego, en el pasillo, dudó en sacar su bicicleta, una máquina enteramente niquelada, con cambio de velocidad, una de las más bonitas bicicletas que es posible imaginar. Decidió ir a pie, salió de la casa y se volvió con satisfacción. Era más bien una villa, un chalet cuyos planos había dibujado él mismo y cuya construcción había vigilado. Y si no era la más grande del barrio, él pretendía al menos que era la mejor concebida y la más armoniosa. El mismo barrio, un arrabal nuevo, un poco al lado de la carretera de Delfzijl, ¿no era acaso el más agradable y el más sano de Groninguen?
Hasta aquí, la vida de Popinga no había estado jalonada más que de satisfacciones, de satisfacciones reales puesto que, también, nadie puede pretender que un objeto de primera calidad no sea de primera calidad, que una casa bien construida no sea una casa bien construida ni que la charcutería de Osting no sea la mejor de todo Groninguen.
Hacía frío, un frío seco y vivificante. Las suelas de caucho aplastaban la nieve endurecida. Las manos en los bolsillos, el cigarro entre los labios, Kees caminaba hacia el puerto preguntándose si realmente todo estaba en orden a bordo del Océan III.
No era más que una excusa que él mismo se había dado. Desde luego, no le fastidiaba caminar en la noche fresca en lugar de dormitar en la sosa tibieza de la casa. Pero jamás se hubiera permitido el pensar realmente que cualquier lugar del mundo fuese más agradable que su propio hogar. Era justamente por esto que se ponía colorado cada vez que oía pasar un tren y sorprendía en su interior una especie de angustia que hubiera podido interpretarse como nostalgia.
El Océan III era una realidad, como era un deber profesional la visita nocturna de Popinga. En casa de Julius de Coster, en Zoon, Kees desempeñaba las funciones de apoderado. La casa de Julius Coster en Zoon era la primera no solamente de Groninguen sino de toda la Frisia holandesa en el abastecimiento de barcos, desde los cordajes al petróleo y al carbón, sin olvidar el alcohol y las provisiones de boca.
Ahora bien, el propio Océan III, que debía aparejar a media noche para pasar el canal antes de la marea, había pasado un importante pedido a última hora de la tarde.
Kees vio el barco desde lejos ya que era un inconfundible clíper de tres palos. Las riberas del canal Wilhelmine estaban desiertas, con sólo algunas amarras amontonadas aquí y allá que él iba saltando sin dificultad. Luego, como hombre acostumbrado a estas cosas, subió por la escala del piloto, y se dirigió sin vacilar hacia la cabina del capitán.
En rigor era el último plazo del Destino. Podía aún dar media vuelta. Pero ignorando aquella posibilidad, empujó la puerta y se encontró frente a un gigante congestionado que de buenas a primeras le empezó a vomitar una avalancha de injurias y juramentos.
Ocurría lo más inesperado para cualquiera que conociese la casa de Julius de Coster en Zoon. El suministrador que debía atracar a las siete para entregar el petróleo —y Kees Popinga había dado la orden personalmente— no había venido. No solamente no se había abordado el Océan III sino que a bordo de la cisterna no había nadie y, por si fuera poco, las demás provisiones tampoco habían sido entregadas.
Cinco minutos más tarde, un Popinga tartamudeante volvía a bajar al muelle jurando que todo había sido un malentendido y que él lo iba a arreglar.
Su cigarro se había apagado. Lamentó no haberse traído la bicicleta y echó a correr por las calles como un chiquillo, asustado ante la idea de que aquel barco, por falta de petróleo, iba a perder la marea y quizás su viaje a Riga. Porque aunque Popinga no navegara, tenía aprobados los cursos de capitán de altura y sentía vergüenza por su casa, por él y por la marina, por todo lo que sucedía.
¿No estaría quizás Julius de Coster, como a veces ocurría, en la oficina? Pero no estaba allí y Popinga, sin aliento, no vaciló en dirigirse hacia la casa de su patrón, una casa tranquila, solemne; pero más vieja y menos práctica que la suya, al igual que todas las casas situadas dentro de la ciudad. Una vez en el umbral, y cuando ya tocaba al timbre, pensó en tirar la colilla de su cigarro apagado y en preparar una frase…
Unos pasos acercándose desde muy lejos. Se entreabrió la mirilla y los ojos indiferentes de una criada le observaron. No, el señor Julius de Coster no estaba en casa. Y entonces Kees tuvo la audacia de pedir le recibiera la señora De Coster, que era una verdadera gran dama, hija de un gobernador al que nadie se le habría ocurrido mezclarlo en un asunto comercial.
La puerta terminó de abrirse. Popinga esperó mucho rato al pie de los tres peldaños de mármol, junto a la gran maceta con la palmera. Al fin le hicieron subir y, en una habitación de luz anaranjada, se encontró frente a una mujer que vestía un peinador de seda y fumaba un cigarrillo en una boquilla de jade.
—¿Qué desea usted? Mi marido ha salido temprano para terminar un trabajo urgente en la oficina. ¿Por qué no se ha dirigido allí?
Popinga no debía olvidar jamás aquella bata ni los cabellos castaños formándole como un entorchado sobre la nuca, ni tampoco la indiferencia suprema de aquella mujer ante la cual él tartamudeaba unas excusas mientras se alejaba caminando hacia atrás.
Media hora después, ya no quedaba esperanza alguna de que el Océan III pudiera zarpar. Kees había vuelto al despacho pensando que quizá se hubiera cruzado en el camino con Coster. Luego se fue por una calle más animada, pues las tiendas estaban aún abiertas por las cercanas Navidades. Alguien le estrechó la mano.
—¡Popinga!
—¡Claes!
El doctor Claes era un especialista en enfermedades infantiles que formaba parte del mismo círculo de ajedrez que él.
—¿No viene al torneo de esta noche? Parece que al polaco le darán una buena paliza…
No, no iría. Además, su día era el martes y hoy estaban a miércoles. A causa de haber corrido en el frío, tenía la cara colorada y la respiración ardiente.
—A propósito —siguió Claes—, Arthur Merkemans acaba de venir a verme…
—¡Haría bien en tener un poco de pudor!
—Es lo que yo le he dicho…
Y el doctor Claes se fue hacia el club mientras que Popinga se sentía abrumado por una contrariedad más. ¿Por qué el médico había tenido que hablarle de su cuñado? ¿Es que en todas las familias no hay un elemento más o menos vergonzoso?
Merkemans, por otra parte, no había hecho nada malo. Lo único que podía reprochársele era tener ocho hijos. La cosa no era dramática porque tenía un empleo bastante bueno en una sala de ventas. Pero de pronto perdió el trabajo y, fuera porque se mostraba demasiado exigente o, al contrario, que se conformaba con cualquier cosa, lo cierto es que cada vez había ido de mal en peor.
Ahora todo el mundo le conocía porque iba dando sablazos a diestro y siniestro, contándole a la gente sus desgracias y hablándoles de sus ocho hijos. Algo penoso. De pronto Popinga sintió un peso en el estómago y pensó con reprobación en ese cuñado que descuidaba su aspecto y cuya mujer, incluso, hacía la compra sin sombrero.
¡Allá penas! Entró en una tienda para comprar otro cigarro y decidió volver por la estación, un camino que no era más largo que siguiendo el canal. Sabía que no podría evitar el decirle a su mujer:
«Tu hermano ha ido a ver al doctor Claes».
Y ella comprendería. Suspiraría sin responder. Siempre era así.
Pasaba ahora por la iglesia de Saint-Christophe, torcía a la izquierda por una calle tranquila donde no había más que murallas de nieve a lo largo de las aceras y pesadas puertas con picaportes. Iba a pensar en la Navidad pero la cosa no valía la pena porque, pasada la tercera farola de gas, sabía que otros pensamientos le esperaban.
Oh, la cosa no era grave. Una ligera turbación, sólo unos instantes, cada vez que pasaba por allí después de su partida de ajedrez…
Groninguen es una ciudad casta y, contrariamente a lo que pasa en ciudades como Amsterdam, uno no se arriesga a sufrir en plena calle las proposiciones de mujeres sin pudor.
Y sin embargo, a cien metros de la estación, existe una casa, una sola, de aspecto burgués, rica, cuya puerta se abre a la más ligera llamada.
Kees nunca había puesto los pies allí. Sólo había oído contar historias, en el círculo. Además, de una forma o de otra, siempre había evitado serle infiel a su mujer.
No obstante, cuando pasaba por allí, de noche, imaginaba cosas. Y esta vez estaba tanto más animado, porque acababa de ver a la señora Coster en bata. Hasta entonces sólo había tenido ocasión de verla de lejos, siempre vestida de calle. Sabía que sólo tenía treinta y cinco años, mientras que Julius de Coster el Joven tenía sesenta.
Pasó de largo… Sólo se detuvo un momento viendo moverse dos sombras detrás de la cortina, en el primer piso… Tenía ya a la vista la estación, de donde el último tren salía a las doce y cinco minutos. Y delante de la estación, a la derecha, estaba el Petit Saint-Georges, un local que, para él, aunque menos excitante, representaba lo mismo que la casa ante la cual acababa de pasar.
Antaño, en la época de las diligencias, había existido un albergue del Grand Saint-Georges, no lejos del cual se había abierto una taberna con la enseña de Petit Saint-Georges.
Sólo la taberna subsistía en el sótano, con sus ventanas al nivel de la acera. Casi siempre estaba vacía, pues solamente varaban allí los marinos alemanes o ingleses cuando ya los bares habían cerrado.
Popinga, a su pesar, lanzó una mirada pese a que el establecimiento no tuviera nada de extraordinario. Unas mesas de roble ennegrecido, unos bancos, taburetes, y al fondo un mostrador tras el cual campeaba un enorme tabernero al que su bocio le impedía abrocharse el cuello.
¿Por qué el Petit Saint-Georges se le antojaba un lugar de orgías? ¿Porque permanecía abierto hasta las dos a las tres de la mañana? ¿Porque las botellas de whisky y de ginebra eran más numerosas sobre los anaqueles que en cualquier otro sitio? ¿Porque estaba en un sótano?
Esta vez, como otras, Popinga lanzó una ojeada y, un instante después, aplastaba su nariz contra el cristal para ver mejor, para estar seguro de que no se engañaba o, mejor dicho, para persuadirse de que se engañaba.
En Groninguen existen cafés de dos categorías; los verlof, donde no se sirven más que bebidas inofensivas, y los verguning, donde expenden alcohol.
Ahora bien, Kees se hubiera creído deshonrado de meter los pies en un café verguning. ¿Acaso no había renunciado a jugar a los bolos porque la bolera estaba instalada en la trastienda de un establecimiento de esa clase?
El Petit Saint-Georges era el más vergüning de los vergünings Y sin embargo, en la sala baja, un hombre bebía, ¡un hombre, que sólo podía ser Julius de Coster el Joven en persona!!
Si, al instante, Kees se hubiese precipitado al círculo de ajedrez y le hubiera anunciado al doctor Claes, a cualquier otro, que acababa de ver a Julius de Coster bebiendo en el Petit Saint-Georges, le habrían mirado con sorna, aconsejándole que se cuidara de la cabeza. ¿No había él mismo renunciado a jugar a los bolos porque la bolera se hallaba en la trastienda de un establecimiento de esa clase?
Hay personas sobre las cuales uno puede permitirse bromear. Pero de Julius de Coster…
Sólo la barbita de su patrón era ya la cosa más glacial de Groninguen. ¡Y su forma de andar! ¡Y sus trajes negros! Y su célebre sombrero, algo que estaba entre el bombín y la chistera…
¡No! No era posible que su jefe se hubiera afeitado la perilla. Y era también inverosímil que se hubiese enfundado en un traje marrón demasiado grande para él.
Y en cuanto a que se encontrase allí, en una mesa del Petit Saint-Georges, ante un vaso de fondo grueso que no podía contener más que ginebra…
Ocurrió sin embargo que el hombre volvió la cabeza hacia el cristal y pareció sorprendido, él también, e inclinó un poco la cabeza para distinguir mejor a Popinga, cuya nariz seguía aplastada contra el vidrio. Pero lo más inaudito fue que esbozó un ligero gesto como para decir: «¡Vamos, entre usted!».
Y Kees entró, fascinado, como dicen que algunos animales lo están ante la mirada de las serpientes. Entró y el tabernero, que secaba unos vasos, le gritó desde el mostrador:
—¿No puede usted cerrar la puerta, como hace todo el mundo?
¡Era él, Julius de Coster! Le señaló un taburete a su compañero y murmuró:
—Apuesto cualquier cosa a que ha ido usted a bordo.
Y, sin esperar la respuesta, lanzó una palabras que jamás le había oído pronunciar:
—¿Están cabreados? —Y sin transición, añadió—: De hecho, ha debido usted espiarme puesto que sabía que estaba aquí, ¿no?
Lo más desmoralizador era que no se enfadaba, que lo decía sin rencor, con una sonrisita divertida. Le hizo una seña al dueño para que llenara los vasos y, en el último instante, le dijo que dejara la botella en la mesa.
—Escuche, señor De Coster, ocurre que…
—¡Beba primero, señor Popinga!
Era su costumbre el llamar a Kees «señor» Popinga, como a veces solía también hacerlo con sus más modestos empleados. Pero esta vez ponía en su voz una ironía tranquila y parecía gustarle el turbar a su encargado.
—Si le digo que beba, y le aconsejo afectuosamente que vacíe la botella, si es usted capaz, es porque el alcohol le ayudará a digerir lo que tengo que decirle… No creía tener el placer de encontrarle esta noche… Ya habrá notado que yo he bebido un poco, también, y esto dará un tono encantador a nuestra conversación…
¡Estaba borracho! ¡Popinga lo hubiese jurado! Pero él también estaba borracho, borracho como un hombre acostumbrado a estarlo, en absoluto incómodo.
—La cosa es fastidiosa para el Océan III, que es un buen barco, y cuyo contrato de flete especifica que tiene que estar de regreso en Riga antes de siete días… Pero lo que está pasando es también igualmente fastidioso para los demás, para usted por ejemplo, señor Popinga.
Mientras hablaba volvía a llenarse la copa. Kees se fijó en un gran paquete, de aspecto blando, puesto en el banco al lado de él.
—Tanto más fastidioso cuanto que usted no debe tener ahorros y va a encontrarse en la calle como su cuñado…
¿También él le hablaba de Merkemans?
—Vacíe su vaso, por favor… Es usted un hombre lo suficiente razonable como para que yo le pueda hablar claro… Imagínese, señor Popinga, que la casa Julius de Coster en Zoon estará mañana mismo en bancarrota fraudulenta y que la policía se lanzará en mi búsqueda…
¡Menos mal que Kees había vaciado dos vasos seguidos de ginebra! Podía suponer que era el alcohol lo que deformaba su visión, que no era Julius de Coster el que esbozaba aquella sonrisa de un cinismo diabólico y que acariciaba con satisfacción su mentón recién afeitado.
—Usted no comprenderá lo que voy a explicarle, porque usted es un verdadero holandés, pero, más adelante, usted reflexionará, señor Popinga…
Cada vez repetía «señor Popinga» en un tono distinto, como si se deleitara con las sílabas.
—Quiero demostrarle en primer lugar que, pese a sus cualidades y a la excelente opinión que tiene de sí mismo, me da usted pena puesto que no se ha dado cuenta de nada… Hace más de ocho años, señor Popinga, que me entrego a unas especulaciones que, lo menos que podría llamárselas, es osadas…
Hacía aún más calor que en casa de Kees, con la diferencia de que era un calor brutal, agresivo, que disparaba sin miramientos una horrible estufa de hierro fundido como esas que se ven en las pequeñas estaciones. El aire olía a ginebra y había serrín en el suelo y círculos húmedos bajo la mesa.
—Beba, se lo ruego, y dígase usted que al menos le quedará este consuelo… Lo cierto es que la última vez que vi a su cuñado tuve la impresión de que él empezaba a comprender… Así que usted ha ido a bordo y…
—He ido también a su casa…
—¿Así que ha visto usted a la encantadora señora De Coster? ¿El doctor Claes estaba allí?
—Pero…
—Vamos, no se preocupe usted, señor Popinga. Hace tres años, casi día por día, pues la cosa empezó una noche de Navidad, que el doctor Claes se acuesta con mi mujer…
De Coster bebía, fumaba su cigarro a pequeñas bocanadas y se parecía cada vez más, a los ojos de Kees, a esos diablos góticos que adornan el portal de algunas iglesias y que hacen desviar la mirada a los niños.
—Por mi parte, debo añadir que yo iba a Amsterdam cada semana para reunirme con Pamela… ¿Se acuerda usted de Pamela, señor Popinga?
Era para dudar si estaba realmente borracho, tanta era su calma, mientras que Kees, como un imbécil, enrojecía al oír el nombre de Pamela. ¿Es que Popinga nunca había tenido ganas, como todo el mundo? Lo mismo que sólo existe una casa hospitalaria en Groninguen, sólo hay un cabaret donde se baila hasta la una de la mañana. Él nunca había entrado, pero había oído hablar de Pamela, una animadora un poco grandota, morena y ceceante al hablar, que se había quedado dos años en Groninguen y que lucía por la ciudad unos tocados extravagantes y hacía que, a su paso, las señoras volvieran la cabeza.
—Pues bueno, sépalo, era yo el que entretenía a Pamela… Y he sido yo el que la instaló en el Carl ton de Amsterdam, donde ella me ha presentado a encantadoras compañeras suyas. ¿Comienza a comprender, señor Popinga? ¿No está usted aún lo suficientemente borracho para no comprender lo que le digo? ¡Aprovéchese de la ocasión! Mañana, cuando piense usted en todo esto, se convertirá usted en otro hombre y así quizá pueda usted hacer algo en la vida…
¡Se reía! Y seguía bebiendo, llenando su vaso y el de su compañero, cuyos ojos empezaban a empañarse.
—Ya sé que es mucho de una vez, pero no tendré el placer de darle una segunda lección… Tome usted lo que pueda asimilar… Piense en el pequeño imbécil que es usted… ¿Quiere una prueba? Pues tenga… Voy a darle una en el terreno profesional… Tiene usted su título de capitán de altura y está orgulloso de ello… La casa Julius de Coster posee cinco clipers y usted se ocupa especialmente de ellos… Y, sin embargo, nunca se ha dado cuenta de que uno no ha hecho más que contrabando y que otro fue echado a pique siguiendo mis órdenes para poder cobrar la póliza del seguro…
Desde aquel momento sucedió algo inesperado. Kees se revistió, contra su voluntad, de una calma casi sobrenatural. ¿Era tal vez el efecto del alcohol? De cualquier modo, no tuvo ninguna reacción y pareció escuchar pasivamente todo lo que se le decía.
Sin embargo… Nada más que el nombre de los cinco clipers de la casa… Eléonore I… Eléonore II… Eléonore III… ¡Y hasta cinco así! Siempre el nombre de la señora Coster, a la que Kees acababa de ver en bata, con una larga boquilla en los labios, aquella mujer, en fin, de quien su marido decía que se acostaba con el doctor Claes.
¡Pero el sacrilegio no estaba aún completo! Por encima de Julius de Coster el Joven y de su mujer, existía un ser que parecía situado a salvo de todas las contingencias: Julius de Coster el Viejo, padre del otro, fundador de la casa, y quien pese a sus ochenta y tres años acudía diariamente a su severo despacho.
—Aseguraría —decía ahora su hijo— que usted ni siquiera sabe cómo ese viejo canalla de mi padre ganó su fortuna… Le vendía a cualquiera las municiones defectuosas que él compraba a bajo precio en las fábricas de Bélgica y Alemania… Ahora está completamente chocho y para hacerle firmar hay que sostenerle la mano… ¡Otra botella, patrón! Beba, querido señor Popinga… Mañana, si le gusta, puede usted repetir este discurso a nuestros buenos conciudadanos… Yo, oficialmente, estaré muerto…
Kees debía estar completamente ebrio, y sin embargo, no se perdía una sola palabra, ni una expresión de su fisonomía. Le parecía sólo que la escena transcurría en un mundo irreal donde él hubiera entrado por equivocación y que, una vez fuera, volvería a hacer pie en la vida de todos los días.
—En el fondo, es por usted por quien todo esto me fastidia más… Recuerde que fue usted mismo quien insistió para invertir sus ahorros en mi negocio… Yo le hubiera vejado de rehusar… Y aunque usted se haya hecho construir una casa pagadera en veinte años, si no puede ir pagando las anualidades…
Y de repente dio una prueba terrible de su sangre fría preguntando:
—En realidad, ¿no le vence la letra a finales de diciembre?
Parecía sinceramente apenado.
—Le juro que he hecho cuanto he podido… No he tenido suerte, eso es todo… Era una especulación con el azúcar y la he pifiado… Por eso prefiero largarme y empezar de nuevo en cualquier otra parte, antes que tener que debatirme entre todos esos solemnes idiotas… Le pido perdón… No me refiero a usted… Usted es un buen chico y si no hubiese sido educado de esa manera… ¡A su salud, amigo Popinga!
¡Esta vez no había dicho «señor Popinga»!
—¡Créame! La gente no merece el esfuerzo que uno se da para hacer que piensen bien de nosotros… ¡Son todos unos idiotas! Es esa gentuza la que exige que usted aparente un aire virtuoso, mientras ellos intentan engañar a quien sea… Yo no quisiera apenarle, pero pienso en su hija, a quien vi la semana pasada… Pues bien, entre nosotros, ella se le parece tan poco, con sus cabellos oscuros y sus ojos grandes, que yo me pregunto si realmente es de usted… ¿Qué puede esto importar, después de todo? Al menos esto no tiene ninguna importancia, si uno mismo también es de los que engañan… Mientras que si a uno se le ocurre jugar con honradez y le roban…
No hablaba ya para su compañero sino para sí mismo. Finalmente, concluyó:
—¡Es mucho más seguro hacer trampa el primero! ¿Qué puede uno perder? Esta noche voy a dejar la ropa de Julius de Coster el Joven en la orilla del canal… Mañana, todo el mundo creerá que me he suicidado antes de soportar el deshonor y esos imbéciles van a gastar un montón de florines en hacer dragar el canal… Y mientras, el tren de las doce y cinco, me habrá llevado lejos de aquí… ¡Ya ve!
Kees se estremeció, como sacado de un sueño.
—Trate de no estar tan borracho y comprenda lo que voy a decirle… Ante todo, quiero que usted sepa que no pretendo comprarle… De Coster no compra a nadie y, si le he confiado tantas cosas, es porque sé que usted es incapaz de irlas contando por ahí… ¿De acuerdo? Y ahora, deje que me ponga en su lugar… En realidad, usted no tiene un céntimo y como yo conozco a la gente de la Inmobilière, a la primera letra impagada, le embargarán su casa… Su esposa no le querrá… Todo el mundo creerá que usted era mi cómplice… Encontrará usted un empleo o no lo encontrará, y se verá reducido a la misma situación que su cuñado Merkemans… Tengo mil florines en el bolsillo… Si se queda aquí, nada puedo hacer por usted… Y no es con quinientos florines que saldrá adelante… Pero si por casualidad de aquí a mañana acierta usted a comprender… ¡Aquí tiene, amigo!
Y, con un gesto inesperado, De Coster empujó hacia él la mitad del fajo de billetes.
—¡Cójalo! No es todo… No he quemado todos mis cartuchos y no pasará mucho tiempo antes de que yo esté nuevamente a flote… ¡Espere! Hay un periódico que leo desde hace treinta y cinco años y que seguiré leyendo… Es el Morning Post… Si usted no se queda aquí y tiene necesidad de cualquier cosa, póngame un anuncio firmado Kees… Con eso bastará… Y ahora, venga a echarme una mano… Me fastidiaría marcharme así, solo, como un pobre… ¿Qué le debo, patrón?
Pagó, tomó su paquete por el cordel y se aseguró de que su compañero se sostenía sobre sus piernas.
—Evitaremos pasar por las calles demasiado iluminadas… ¡Reflexione, Popinga!… Mañana yo estaré muerto y eso es lo mejor que le puede pasar a un hombre…
Pasaron por delante de la famosa «casa» pero Kees no tuvo ninguna reacción; tan preocupado estaba por sus pensamientos y por guardar el equilibrio. Hubiera querido, por un último reflejo, llevar el paquete de su jefe, pero este había rechazado su ayuda.
—Venga por aquí, es más tranquilo…
Las calles estaban vacías. Groninguen dormía, aparte del Petit Saint-Georges, la «casa» y la estación. El resto no fue más que un sueño. Se encontraron en la orilla del canal Wilhelmine, no lejos de uno de los Eléonore, el Eléonore IV, que cargaba quesos con destino a Bélgica. La nieve estaba dura como el hielo. Con un gesto maquinal Kees retuvo a su jefe, que pareció a punto de resbalar cuando fue a poner la ropa en la orilla. Por un instante distinguió el célebre sombrero, pero no tuvo ganas de reír.
—Ahora, si no tiene usted demasiado sueño, puede acompañarme hasta el tren… He sacado billete de tercera clase…
Era un verdadero tren nocturno, dormido, sórdido, abandonado en un andén. El jefe de estación, con su gorra anaranjada, esperaba poder lanzar su silbido para irse a la cama. Unos italianos —¿de dónde salían?— estaban tendidos en un compartimento entre bultos informes, mientras que un hombre joven cubierto con abrigo de ratina y precedido de dos mozos, subía con dignidad a un vagón de primera clase y se quitaba delicadamente los guantes para buscar monedas en sus bolsillos.
—¿No viene usted conmigo?
De Coster decía esto riendo y sin embargo a Kees se le cortó la respiración. Pese a su embriaguez, o quizás a causa de ella, comprendía muchas cosas y le hubiera gustado decirle… ¡No! No era el momento… Y, además, la cosa no estaba a punto… Julius de Coster hubiera creído que él se jactaba.
—Sin rencor, amigo… Es la vida, se lo juro… Piense en el anuncio del Morning Post… Pero no demasiado aprisa, yo necesito tiempo para…
Los vagones se movieron en aquel momento, avanzaron, retrocedieron, y Kees Popinga no supo jamás cómo había vuelto a su casa ni cómo había visto por última vez una sombras tras una cortina de la «casa», en el segundo piso esta vez, ni cómo, en fin, se había desnudado sin que mamá encontrase nada anormal en su actitud.
Cinco minutos más tarde la cama echaba a andar a un ritmo espantoso y Kees no tenía otro recurso que agarrarse a las sábanas con la sensación angustiosa de que iba a ser de un momento a otro arrojado al canal Wilhelmine, donde la gente del Océan III no haría nada para pescarlo.