LAS SOMBRAS fueron extendiéndose por la habitación, y Blake todavía se hallaba sentado en el sillón, inquieto, angustiado y con el cerebro sumido en la mayor confusión dándole vueltas a un círculo sin fin frente a las últimas palabras del senador Horton.
Ella no quería ya ni verle ni hablarle… y había sido el recuerdo de su rostro lo que había hecho finalmente que surgiera de las sombras y la quietud en que se hallaba inmerso. Si lo que había dicho el senador era cierto, entonces, toda su lucha y su esfuerzo había sido algo totalmente estéril. Podía haberse quedado mejor donde estaba hasta que Pensador hubiese finalizado sus pensamientos y sus cálculos, sumido en aquella especie de nirvana.
Pero… ¿habría dicho el senador toda la verdad? ¿Ocultaría algún resentimiento por la parte que él había jugado en la derrota del proyecto de bioingeniería? ¿Le habría pagado con la misma moneda, al menos en parte, la decepción que había sufrido?
Esto no parecía muy verosímil, se dijo Blake a sí mismo, ya que el senador conocía la política lo bastante como para haber comprendido que aquel asunto de la bioingeniería había sido un juego político como otro cualquiera. En todo aquello había algo extraño. Para comenzar, Horton habíase comportado afablemente y no había dado la menor importancia al referéndum, para después, y súbitamente, volverse brusco y frío. Casi como si hubiera jugado un papel aprendido de antemano, aunque aquello, tan simple, carecía de sentido a primera vista.
—Lo estás tomando todo de la mejor forma. Excelente —dijo Pensador—. Nada de tirarse de los pelos, ni rechinar los dientes, ni protestar.
—Vamos, ¡cállate! —Restalló Indagador—. Deja al hombre solo.
—Solo quería ofrecerle un consuelo y prestarle un apoyo moral —persistió Pensador—. Se aproxima a un nivel cerebral de altura, sin estallidos emocionales. Ésa es la única forma de intentar solucionar un problema como ése.
Pensador emitió un suspiro mental.
—Sin embargo, debo admitir que no puedo desenmarañar la importancia de semejante problema.
—No le prestes ninguna atención —dijo Indagador a Blake—. Cualquier decisión que tomes será estupenda para mí. Si quieres quedarte en este planeta por algún tiempo, a mí no me importa en absoluto. Ya nos las arreglaremos.
—¡Oh, seguro! —dijo Pensador—. No habrá problema. ¿Qué es la duración de una vida humana? Supongo que no querrás permanecer más tiempo que el de una vida normal humana, ¿verdad?
—Señor —preguntó entonces la habitación—. ¿Debo encender las luces?
—Todavía no —repuso Blake.
—Pero se está haciendo de noche, señor.
—No me importa la oscuridad.
—¿Desea entonces que le prepare la cena?
—Por el momento, no, gracias.
—La cocina puede hacerle lo que desee.
—Dentro de un rato. Todavía no tengo apetito.
Le habían dicho que nada les importaría si quería quedarse en la Tierra, si es que decidía hacer un intento para convertirse en humano… pero ¿de qué serviría?
—Podrías intentarlo —le dijo mentalmente Indagador—. Esa hembra humana podría decidirse a cambiar de opinión.
—No creo que lo haga —repuso Blake.
Y aquello era lo peor de todo, que Blake podía comprender por qué ella no cambiaría de opinión, por qué no quería tener nada que ver con un ser semejante a él.
Pero no se trataba de Elaine solamente, aunque sabía que ella era la parte principal. Lo era también la cuestión de cortar el último lazo con aquellas gentes a quienes había reclamado un parentesco, el ansia de un hogar que jamás había tenido; pero que la Humanidad que existía en él gritaba como suya, el ser forzado a renunciar al derecho a haber nacido antes de que hubiera tenido la oportunidad de reclamarlo. Sí, aquello era, se dijo a sí mismo, el hogar, el derecho a nacer y el parentesco, cosas preciosas para él porque en lo más profundo de su corazón sabía que jamás podría tenerlas.
Un timbre sonó suavemente.
—El timbre está sonando, señor —le advirtió la habitación.
Se levantó del sofá hasta situarse frente al teléfono. Pulsó el botón. La pantalla resplandeció, pero no se produjo ninguna imagen.
—Esta llamada —dijo la voz del operador—, tiene que efectuarse sin transmisión visual. Está usted en su derecho si quiere rehusarla.
—No —dijo Blake—. Adelante. No tiene para mí ninguna importancia.
Una voz, concisa y helada, hablando en palabras directas sin ningún especial matiz de entonación, dijo:
—Ésta es la mente de Theodore Roberts al habla. ¿Es usted Andrew Blake?
—Sí. ¿Cómo está usted, doctor Roberts?
—Perfectamente. ¿Cómo podría estar de otra forma?
—Lo siento. Lo había olvidado. Ni lo había pensado.
—Como usted no ha tomado contacto conmigo, me he decidido yo a hacerlo. Creo que deberíamos hablar. Tengo entendido que se dispone usted a marcharse pronto de la Tierra.
—La astronave está casi dispuesta para mí —contestó Blake.
—Y sale usted a aprender.
—Así es.
—¿Ustedes tres?
—Nosotros tres.
—He pensado en eso con frecuencia —dijo la mente de Theodore Roberts—, desde que fui informado de su situación. Un día llegará, por supuesto, cuando los tres no formen sino uno solo.
—Yo también lo he pensado. Pero llevará tiempo; mucho tiempo.
—El tiempo no tiene significado para ustedes —dijo la mente del doctor Roberts—. Para ninguno de nosotros. Ustedes disponen de un cuerpo inmortal, que solo moriría por la violencia. Yo no tengo cuerpo y soy inmune a la violencia. La sola cosa que puede matarme es el fallo de la tecnología que sostiene mi mente. Tampoco tiene sentido ni significación especial la Tierra. La Tierra no es más que un punto en el espacio… un diminuto punto en el espacio, y además, insignificante. Hay solo una pequeña cosa en todo este Universo, una vez se piensa en ello, que es lo único que importa. Cuando lleguen ustedes al fondo de las cosas, todo lo que contará realmente será la inteligencia. Si buscan ustedes un denominador común en el Universo, busquen la inteligencia.
—¿Y la raza humana? —preguntó Blake—. ¿La Humanidad? ¿Es que tampoco importa?
—La raza humana —repuso aquella helada y precisa voz— es un pequeño destello de inteligencia, no como ser humano, ni como alguna clase de ser.
—Pero la inteligencia… —comenzó a decir Blake, y después se calló.
«Era inútil, —se dijo—, intentar presentar otro punto de vista a aquella cosa a quien hablaba; no a un hombre, sino a una mente sin cuerpo, que estaba tan firme en sus convicciones dentro de su ambiente tecnológico, como lo estaría un ser de carne y hueso en el suyo. Perdido para el mundo físico, recordando el mundo real como lejano y difuminado, tal vez en la forma en que un hombre adulto recuerda su niñez, la mente de Theodore Roberts existía solo en un mundo unidimensional. Un pequeño mundo de flexibles parámetros, pero un mundo también en donde no ocurría nada, excepto lo que sucediese como un ejercicio intelectual». —¿Qué era lo que estaba diciendo… o quería decir?
—Supongo —repuso Blake ignorando la pregunta—, que usted me dijo eso…
—Se lo dije —dijo Theodore Roberts—, porque sé que usted necesita que le aclaren ciertas cosas, ya que precisa hallarse grandemente perplejo. Y puesto que usted-es una parte de mí…
—Yo no soy ninguna parte de usted —afirmó Blake—. Usted me dio una mente, hace dos siglos. Esta mente ha cambiado. Ya ha dejado de ser su mente.
—Yo había pensado…
—Lo sé. Ha sido muy amable de su parte. Pero no es nada bueno. Yo me mantengo sobre mis dos pies. Tengo que hacerlo. No hay elección. Demasiada gente tiene una mano puesta sobre mí y no puedo despedazarme para dar a cada uno lo que solicita, ni a usted, ni a los biólogos que diseñaron los fotocalcos de mi cuerpo, ni a los técnicos que conformaron mi esqueleto, mis músculos, mis nervios, etcétera…
Se produjo un silencio y Blake añadió rápidamente:
—Lo siento mucho. Tal vez no debiera haber dicho eso. Espero que no esté usted irritado.
—No estoy irritado —dijo la mente del doctor Roberts—. Me siento agradecido, tal vez. Ahora ya no tengo necesidad de preocuparme más, imaginando si mis prejuicios y mi forma antigua de ser puedan prestarle más bien un menguado servicio. Pero me he permitido extenderme sobre el particular, quizás hablando demasiado. Hay algo que quería especialmente decirle a usted y pienso que debería usted saberlo. Existe otro ser como usted. Otro hombre sintético, que se envió en otra astronave…
—Sí, sabía algo al respecto —dijo Blake—. Con frecuencia he pensado… ¿qué es lo que sabe usted de él?
—Volvió a la Tierra —dijo la mente del doctor Roberts—. Lo trajeron en una forma muy parecida a la suya.
—¿Quiere decir usted en forma de animación suspendida?
—Sí. Pero esta vez la astronave volvió a la Tierra. Volvió unos pocos años después de haber sido lanzada. La tripulación se aterró de lo que había sucedido y…
—Entonces, ¿no causó ninguna gran sorpresa? ¿Ni la causé yo?
—Sí, me inclino a pensar que usted sí la produjo. Nadie le creía a usted ligado a lo sucedido hacía tanto tiempo. Muy pocas personas de la Administración del Espacio lo sabían. No fue sino hasta muy poco antes de que escapara usted del hospital, tras la encuesta sobre la bioingeniería, cuando alguien comenzó a pensar si usted no sería el otro. Pero, antes de que pudiera hacerse nada al respecto, usted había desaparecido.
—¿Y ese otro? ¿Está todavía en la Tierra? ¿Lo tiene quizás la Administración del Espacio?
—No lo creo. Realmente no lo sé. Desapareció.
—¡Desaparecido! ¡Quiere usted decir que lo destruyeron!
—Lo ignoro.
—¡Maldita sea, tiene usted que saberlo! —gritó Blake—. ¡Dígamelo! Saldré de aquí y destrozaré cuanto se ponga en mi camino. Le encontraré y…
—Es inútil. No está aquí.
—Pero… ¿cuándo? ¿Cuánto tiempo hace?
—Hace ya varios años. Mucho antes de que usted volviera del espacio.
—Mire… ¿cómo lo sabe usted? ¿Quién se lo dijo?
—Aquí estamos varios millares —dijo Theodore Roberts—. Lo que sabe uno, está a disposición del resto. Hay muy poco que se pierda.
Blake sintió la futilidad de intentar desvelar ni aproximarse a los íntimos pensamientos de aquella mente encerrada en el Banco de las Mentes, ni de descubrir nada sobre él mismo. El otro hombre había desaparecido. El doctor Roberts lo había dicho, y, sin duda, debería saberlo. Pero… ¿dónde? ¿Muerto? ¿Escondido en cualquier parte? ¿Enviado otra vez al espacio?
El único hombre, el solo otro ser en el Universo con el que podía haber tenido una íntima relación de parentesco… y ahora había desaparecido sin dejar el menor rastro.
—¿Está usted seguro?
Tras un silencio, Roberts preguntó:
—¿Va usted a volver al espacio? ¿Lo ha decidido ya?
—Sí —dijo Blake—. Ya no hay nada que me ligue a la Tierra, nada que tenga que hacer aquí.
Sí, ciertamente no había nada que hacer en la Tierra. Si el otro hombre había desaparecido, ya no le quedaba nada en la faz de la Tierra. Elaine Horton había rehusado hablar con él y su padre, una vez tan amigable, se había comportado como un hombre frío y distante cuando le dijo adiós. Theodore Roberts no era más que una voz helada hablando desde el vacío de una sola dimensión.
—Cuando usted vuelva —dijo entonces Roberts—, todavía estaré aquí. Por favor, llámeme por teléfono. ¿Se pondrá en contacto conmigo?
Si vuelvo alguna vez, pensó Blake. Si usted está todavía aquí. Si es que queda alguien. Si volver a la Tierra vale la pena…
—Sí —repuso al fin—. Sí, por supuesto, le llamaré por teléfono.
Alargó la mano y apagó el aparato.
Y se sentó, rígido, en la oscuridad y en el silencio, sintiendo cómo la Tierra huía de él, dejándole lejos, muy lejos, en un círculo en constante expansión, en donde se encontraba total y absolutamente solo…