Capítulo 33

LA TIERRA deseaba librarse de él, quizás por miedo, tal vez simplemente disgustada por su presencia, como un nefasto producto de sus propias ambiciones e imaginación que debía ser rápidamente quitado de la circulación. Para él ya no había sitio en la Tierra, ni en la Humanidad y con todo él era humano, un humano producto, y había sido hecho posible por los grandes cerebros y el conocimiento de los científicos terrestres.

Había pensado en aquello cuando entró por primera vez en la capilla de Willow Grove y ahora, hallándose de pie apoyado en una ventana y mirando las calles de Washington, sabía que había tenido razón y que había juzgado correctamente la reacción de la Humanidad.

No había forma de saber cuál era mayor, si la actitud de la gente del mundo, o la de los componentes de la Administración del Espacio. Para la Administración del Espacio él constituía un viejo error, un planteamiento ya pasado de moda y cuanto antes se lo quitasen de encima, sería muchísimo mejor.

Había también aquella muchedumbre de personas, en la ladera de la colina del cementerio, al exterior; una muchedumbre reunida allí para rendir homenaje a quien pensaban que se lo merecía. Chiflados, ciertamente; ocultistas, con toda probabilidad; la clase de gente que se aferran a cualquier nueva sensación que llene sus vidas vacías de contenido, todavía siendo seres humanos, todavía la propia Humanidad.

Siguió allí junto a la ventana, mirando con fijeza las calles de Washington, por las que transcurrían muy pocos coches en un sentido u otro, y los perezosos paseantes que acababan por tomar asiento en los bancos bajo los árboles de la avenida. La Tierra, pensó, la Tierra y las gentes que vivían en ella, gente que tenía su trabajo y su familia y un hogar a donde ir, que tenía quehaceres y aficiones, sus fracasos y triunfos y sus amigos. Pero eran gentes que pertenecían plenamente a este mundo. Incluso si él pudiera pertenecer por igual, si por determinadas circunstancias más allá de lo que pudiera imaginar se volvía aceptable para la Humanidad, ¿podría considerarse así? Porque Blake no era él solo. No se podía considerar un individuo, ya que había los otros dos que estaban en él, en plena mezcolanza, como una masa de materia que conformaba su cuerpo.

El que estuviera atrapado en una cuestión emocional era algo que no importaba en absoluto a los otros, aunque allá en la capilla del cementerio de Willow Grove, le pareció que sí. Que ellos fuesen incapaces de emoción humana alguna, estaba fuera de discusión; sin embargo, pensándolo bien, Blake consideró si Indagador podría tener una capacidad emocional casi igual a la suya.

Pero convertirse en un proscrito, el ser arrojado de la Tierra, para vagar por el Universo como un paria, le parecía más de lo que era capaz de aceptar para encararse con ello.

La astronave le estaba esperando, ya casi dispuesta y de él dependía elegir entre marcharse o quedarse. Aunque la Administración del Espacio parecía sentirse mucho más inclinada a que se fuera para siempre, de una vez por todas.

Por otra parte, no había nada que pudiera ganar quedándose, solo la débil esperanza de que cualquier día pudiese convertirse en hombre de nuevo.

Y si podía… ¿lo deseaba realmente?

Su cerebro bullía confuso con la ausencia de una respuesta adecuada y siguió apoyado en la ventana, apenas viendo lo que sucedía en la calle.

Un golpe dado en la puerta le remitió súbitamente a la realidad.

La puerta se abrió y en ella vio al guardia echándose a un lado en su puesto de vigilancia. Entonces entró un hombre y por un momento, medio cegado por las luces de la calle y el resplandor del exterior, Blake no le reconoció. A los pocos instantes se dio cuenta de quién era.

—Senador —dijo, dirigiéndose hacia él—, ha sido usted muy amable en venir. No pensé que lo haría.

—¿Por qué no tendría que haber venido? —repuso Horton—. Su mensaje expresaba el deseo de hablar conmigo.

—Pero no sabía si usted deseaba volver a verme. Después de todo, yo he contribuido probablemente al resultado del referéndum.

—Tal vez —convino Horton—. Sí, tal vez usted lo hizo. Stone se comportó con la mayor falta de ética al utilizarle a usted como un horrible ejemplo. Utilizó sus argumentos de la forma más efectiva.

—Lo lamento. Eso es lo que quería decirle. Yo habría ido a verle a usted; pero por el momento me hallo, digamos, sometido a una suerte de atenuada especie de arresto.

—Bien, ahora creo que tenemos algo más de qué hablar. El referéndum y sus consecuencias son, como puede suponer, algo doloroso para mí. Hace unos días he presentado mi dimisión y debo confesarle que me llevará algún tiempo hacerme a la idea de que ya no soy senador.

—¿No quiere tomar asiento, por favor? En aquel sillón —dijo Blake indicándole uno—. Creo que puedo ofrecerle una copa de buen brandy.

—Bueno, ésa es una idea que aplaudo. Creo que ya es hora de poder tomarse una copa. En aquella ocasión en que vino usted a mi casa, también tomamos brandy. Y, si mal no recuerdo, había una botella especial.

Se sentó en el sillón y miró a su alrededor.

—Yo diría que le están cuidando bien. Un suave arresto domiciliario, nada más.

—Y con un guardia en la puerta.

—Creo que tienen un poco de miedo de usted, con toda probabilidad.

—Supongo que puede ser así. Pero no creo que sea necesario.

Blake se dirigió al mueble bar y sacó una botella y dos vasos. Volvió y se sentó en un sofá, de cara al senador Horton.

—Tengo entendido —dijo Horton—, que está usted a punto de abandonarnos. Según me han dicho, la astronave está ya dispuesta o casi a punto.

Blake asintió con un gesto, mientras escanciaba el brandy. Alargó una de las copas al senador.

—He estado pensando acerca de la astronave —dijo—. No tiene tripulación alguna. Solo yo exclusivamente en ella. Es enteramente automática. Y para llevar a cabo todo esto solo en un año…

—Oh, no se trata del tiempo de un año —protestó el senador—. ¿No se ha tomado nadie la molestia de hablarle de ella?

Blake denegó con la cabeza.

—Creo que lo han abreviado todo. Ésa es la palabra: abreviado. Me han explicado qué palancas debo manejar y qué diales girar para que me lleve a donde quiera ir, cómo funciona el proceso de la alimentación, el mantenimiento de la nave y demás detalles técnicos. Es todo cuanto me dijeron. Yo pregunté, por supuesto; pero no parecía haber más respuestas. El punto principal de la cuestión era el que me fuera cuanto antes de la Tierra, como un borracho cuando se le echa a golpes de una taberna.

—Comprendo —repuso el senador—. El viejo juego de los militares. Un truco de los días de antaño. Mucho papeleo, canales diferentes de información y cosas parecidas, imagino. Y en todo ello, supongo, un poco de su ridícula seguridad nacional.

El senador dio vueltas a la copa en sus manos y miró a Blake.

—No tiene que tener miedo, si eso es lo que está pensando. No es ninguna trampa. Están haciendo las cosas como dijeron que las harían.

—Me alegro de oír eso, senador.

—Esa astronave no ha sido construida —dijo Horton—. Pudiéramos decir que ha crecido. Ha estado continuamente en los tableros de dibujo de los ingenieros y científicos desde hace más de cuarenta años. Diseñada y vuelta a diseñar una y otra vez. Construida y después desmontada para incorporarle mejoras o algún nuevo diseño o dispositivo. Comprobada una y otra vez, por muchas veces. Millones de hombres-día de trabajo y miles de millones de dólares gastados en ella. Y siempre, en cualquier momento dado, cada vez que ha estado terminada y han pasado más o menos dos años, han vuelto a añadírsele nuevos refinamientos. Es una astronave que puede funcionar para siempre y un hombre puede vivir en ella por la eternidad, prácticamente. Es la única forma en que una persona equipada como usted puede salir al espacio y hacer el trabajo para el cual fue construida.

—Una pregunta, senador. ¿Para qué tanta molestia?

—¿Molestia? No comprendo.

—Bien, mire, cuanto dice usted está bien. Esa extraña criatura de la que estábamos hablando, de la cual yo soy una tercera parte, puede salir en tal nave para recorrer y vagar por todo el Universo y llevar a cabo nuestra tarea. Pero ¿cuál es la recompensa? ¿Qué le va en ello a la raza humana? ¿Cree usted, quizás, que algún día, después de millones de años luz volveremos para ponerles en la mano lo que hemos aprendido?

—No lo sé. Quizás sea ésa la idea. Tal vez puedan ustedes hacerlo. Quizás haya en usted la suficiente humanidad como para desear volver alguna vez.

—Lo dudo, senador.

—Bien, creo que no hay mucho que discutir al respecto. Quizás, aunque usted lo deseara, la cosa resultaría imposible. Estamos conscientes del tiempo que le llevará su trabajo y de lo que ello implica, y el género humano no es tan estúpido, o al menos así lo creo yo, como para imaginar que permaneceremos para siempre. Para el tiempo en que usted o ustedes tengan la respuesta adecuada, si es que la obtienen, puede que ya haya dejado de existir la raza humana.

—Conseguiremos la respuesta. Si salimos, conseguiremos la respuesta.

—Otra cosa —dijo el senador—. ¿Ha pensado usted que la Humanidad pudiera ser capaz de enviarles al espacio, de hacerlo posible, para que salgan al Universo en busca de esa respuesta, incluso sabiendo que no le serviría de ningún beneficio? Y sabiendo que en alguna parte del Universo tiene que haber alguna inteligencia para quien sus datos y sus respuestas serían útiles.

—No había pensado en eso —dijo Blake—, y no estoy seguro de creerlo.

—Se siente usted amargado respecto a nosotros, ¿verdad?

—Tampoco estoy seguro. No sé realmente qué es lo que siento. Un hombre que ha vuelto a su hogar de nuevo y no se le permite que permanezca en él. Y a quien se le echa a puntapiés en el momento de llegar.

—No tiene que salir, por supuesto. Yo había creído que lo deseaba usted. Pero si quiere quedarse…

—¿Quedarme? ¿Para qué? ¿Para ser encerrado en una vitrina y rodeado de la amabilidad oficial? ¿Para que se me mire fijamente como a un bicho raro y se me apunte con el dedo? ¿Para tener de rodillas a una partida de idiotas fuera de la jaula como han estado arrodillados y rezando allá en el cementerio de Willow Grove?

—Supongo que eso no tendría objeto. Quedarse, permanecer aquí, quiero decir. En el espacio exterior usted tiene un trabajo que hacer y…

—Ésa es otra cosa —dijo Blake—. ¿Cómo es que conoce usted tanto sobre mí? ¿De qué forma lo ha averiguado? ¿Cómo ha descubierto usted todo lo que hay implicado en este asunto?

—Comprendo que sea solo cuestión de una deducción básica —repuso el senador—, cimentada en una intensiva observación y búsqueda de hechos. Pero no habríamos conseguido nada sin la ayuda de los duendes.

Con que era aquello, pensó Blake. Otra vez los duendes…

—Estaban interesados en usted —dijo Horton—. Parece que están interesados en todo lo que vive. Ratones de las praderas, insectos, puercoespines, incluso en los seres humanos. Supongo que podríamos llamarles sicólogos. Aunque en realidad ésa no sea la palabra adecuada. Sus capacidades están más allá de la sicología.

—No era por mí —dijo Blake—. No en Andrew Blake, quiero decir.

—No. Como Andrew Blake, usted no era más que otro humano cualquiera. Pero ellos han percibido la existencia de ustedes tres, mucho antes de que lo supiéramos nosotros. Emplearon mucho tiempo con Pensador. Simplemente sentándose frente a él y mirándole, aunque sospecho que harían algo más que mirarle.

—Entonces, entre ustedes, los humanos y los duendes, han conseguido los hechos básicos.

—No todos —repuso el senador—, pero lo bastante para conocer las capacidades que usted posee y lo que puede usted hacer con ellas. Llegamos a la conclusión de que semejantes capacidades no pueden ser desperdiciadas. Tiene que aceptar la oportunidad de utilizarlas. Y sospechamos, también, que no pueden ser usadas aquí en la Tierra. Por eso es por lo que la Administración del Espacio ha decidido dejarle que utilice la astronave.

—Bien, ahora está la cosa clara —dijo Blake—. Tengo un trabajo que hacer y, tanto si lo quiero o no, sigue habiendo un trabajo que llevar a cabo.

—Supongo que eso depende de usted.

—No es un trabajo que haya solicitado por mi gusto.

—No —convino Horton—. No, imagino que no lo solicitó. Pero debe haber una cierta satisfacción en su magnitud.

Permanecieron sentados y silenciosos por unos momentos, ambos un poco incómodos por la forma en que había ido desarrollándose la conversación y el giro de la misma. Horton apuró el brandy y dejó la copa a un lado. Blake alargó la mano hacia la botella.

Horton denegó con la cabeza.

—No, gracias. Tengo que irme ya. Pero antes de irme, debo hacerle una pregunta. ¿Qué espera usted descubrir por ahí en el espacio? ¿Qué es lo que sabe ya?

—Por lo que concierne a lo que esperamos saber, no tengo la menor idea. Y respecto a lo que sabemos… pues un montón de cosas que añadir a la nada.

—¿Ninguna idea? ¿Ninguna pauta a seguir para comenzar?

—Hay solo una indicación. No demasiado definida; pero la hay. Una mente universal.

—¿Se refiere usted a una mente que rige el Universo… que pulsa los diferentes botones de todo el mecanismo cósmico?

—Puede ser —repuso Blake—. Algo parecido a eso.

Horton dejó escapar un suspiro.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó.

—Sí, ¡oh, Dios mío!… —repitió Blake, no burlándose; pero muy cerca de la ironía.

Horton se puso en pie bruscamente, un tanto rígido.

—Tengo que irme. Gracias por el trago.

—Senador —le dijo Blake—. Envié un mensaje a Elaine y no ha habido respuesta. Intenté telefonearla.

—Sí, ya lo sé.

—Necesito verla, señor, antes de irme. Hay ciertas cosas que debo decirle y…

—Mr. Blake —dijo Horton—, mi hija no quiere verle.

Blake se levantó y se encaró con el anciano senador.

—Pero ¿cuál es la razón? ¿Puede decirme por qué?

—Pues pienso que, incluso para usted, la razón es bastante obvia.