LLEGÓ hasta la gran puerta de hierro, que estaba cerrada y se introdujo por la puerta trasera, caminando sobre la blanda grava del camino que sonaba suavemente bajo sus pies. Bajo él se extendía el pueblo de Willow Grove. Allí, a su alrededor, todo marcado por las viejas piedras recubiertas de musgo y junto a los pinos de la vieja verja de hierro, estaban todos aquellos ancianos que fueron jóvenes, mientras él había sido un niño.
—Siga el camino a la izquierda —le había dicho Wilson—. Encontrará usted la huerta familiar a medio camino de la colina, a la derecha. Pero Theodore no está muerto. Está en el Banco de las Mentes y está en usted igualmente. Es solo sus restos los que están allá. No consigo comprenderlo.
—Ni yo tampoco —repuso Blake—. Pero siento que tengo que ir.
Y así es como había ido, subiendo la pendiente del áspero camino raramente utilizado, a las puertas del cementerio. Mientras subía por la ladera de la colina, pensó que todo lo que había en aquel cementerio le resultaba familiar. Los pinos, dentro de la verja de hierro, eran más altos y más grandes de como él los recordaba, y a la luz del día, estaban más obscuros y sombríos de lo que había imaginado que estarían. Pero el viento, susurrando y gimiendo a través de las agujas de sus hojas parecía entonar una melodía que llegaba hasta los remotos recuerdos de su niñez.
Theodore… así estaba firmada la carta. Pero no había sido Theodore, más bien Teddy. El pequeño Teddy Roberts y más tarde, aún Teddy Roberts, joven físico de la Universidad Técnica de California y Miembro del Instituto de Tecnología, ante quien el Universo había tenido que rendirse como un genio, brillante y espectacular a quien era preciso comprender. El Theodore llegó más tarde, el doctor Theodore Roberts, un anciano ampuloso de paso lento y voz sonora, de cabellos blancos. Sí, había sido un hombre a quien jamás había conocido él, Andrew Blake, y jamás le conocería. Y aquella mente gloriosa, la que llevaba superimpuesta en su cerebro sintético dentro de su cuerpo sintético, había sido la mente de Theodore Roberts.
Ahora todo lo que precisaba era, para hablar con Teddy Roberts, tomar un teléfono y marcar el número del Banco de las Mentes e identificarse a sí mismo. Y después, tras una corta espera, tal vez surgiría una voz y tras la voz, la mente de Theodore Roberts. Pero no la voz del hombre mismo, ya que la voz había desaparecido con la muerte, ni la mente de Theodore Roberts, sino la más antigua, más sabia y más firmemente que había desarrollado procedente de Teddy Roberts. Pero meditándolo bien, Blake pensó que no sería nada bueno, sería una extraña conversación. ¿O tal vez no? El que había escrito la carta había sido Theodore, no Teddy, un hombre que la había redactado desde la profundidad de su anciana edad, con la débil y temblorosa mano, enviándole sus saludos y su mensaje.
¿Podría la mente ser todo lo que es un hombre? ¿O la mente era una cosa solitaria que se mantenía aparte del hombre que la sustentaba? ¿Cuánto de hombre tenía la mente y cuánto el cuerpo? ¿Cuánto de humanidad representaba él cuando residía como una simple noción humana dentro del cuerpo de Indagador y cuánto menos, tal vez, dentro del cuerpo de Pensador? Pensador era un ser muy lejos del concepto de humano, un ingenio biológico que convertiría la energía, con sentidos que no correspondían por completo con los sentidos humanos y provisto de una lógica-instinto-sabiduría que tomaba el lugar de la mente, según el concepto antropológico.
En el interior de la puerta trasera se detuvo y permaneció en la densa oscuridad umbrosa de los pinos. El aire estaba cargado con el punzante olor perenne del entorno y el viento soplaba y gemía; a cierta distancia un hombre trabajaba entre las pequeñas moles de granito recubiertas de musgo y el sol, en la quietud de la luz mañanera, hacía lanzar destellos a la herramienta que utilizaba en sus labores.
La capilla se alzaba junto a la puerta, con las tablillas blancas de sus paredes brillando en las verdes sombras de los pinos y con sus agujas dirigidas hacia arriba, intentando inútilmente igualarse con la altura de los árboles. A través de la puerta abierta, Blake echó un vistazo al interior y a sus apagadas y suaves luces. Con lentitud, Blake pasó la capilla y comenzó a andar. Bajo sus pies, la gravilla del sendero crujía al ser pisada. A medio camino de la colina y hacia la derecha. Y cuando llegase allá encontraría la marca escrita en una piedra, proclamando sin palabras al mundo que el cuerpo de Theodore Roberts yacía bajo ella. Blake vaciló.
¿Por qué deseaba ir?
Para visitar el lugar en que reposaba su cuerpo… no, no su cuerpo, sino el del hombre cuya mente portaba en su cerebro.
Y si aquella mente todavía seguía estando viva —si dos mentes seguían estando vivas—, ¿qué importancia tenía el cuerpo? Solo era un desperdicio y su muerte no debería lamentarse, ni el lugar en donde estuviera tendría la menor significación.
Lentamente volvió por el sendero, dirigiéndose a la puerta. Cuando llegó a la capilla, se detuvo y permaneció mirando, a través de la puerta, la población allá abajo.
Sabía que no estaba dispuesto aún para volver a la villa, si es que alguna vez lo estaba. Ya que, cuando volviera al poblado de nuevo, necesitaba saber qué hacer. Y aún no sabía qué es lo que tendría que hacer, ni idea de cómo lo haría.
Se dirigió hacia la capilla y se sentó en las escaleras. ¿Qué tendría que hacer ya? ¿Qué quedaba por hacer?
Ahora, sabiendo por fin quién era realmente, no había necesidad alguna de seguir huyendo. Ahora que sentía el suelo firme bajo sus pies, se encontraba con que aquel suelo carecía de significación alguna.
Se buscó en los bolsillos de su traje y tomó la carta. La desdobló, y la volvió a leer. El contenido decía así:
Mi querido señor:
Supongo que esta manera de dirigirme a usted es extraña y torpe. He ensayado otras formas de saludos como encabezamiento y todas me han sonado a falso e impreciso, por lo que he optado por la que me parece más formal y, al menos, digna.
En este momento, desde luego, ya sabe usted quién soy yo y quién es usted, por lo que no hay necesidad de otras explicaciones adicionales que conciernan a nuestra mutua relación que, doy por descontado, es la primera en su género que existe sobre la faz de la tierra y, tal vez, un tanto embarazosa para ambos.
He vivido con la esperanza de que algún día volviera usted y los dos pudiéramos sentarnos, tal vez con una copa en la mano, y pasar una hora agradable comparando notas. Ahora, tengo cierto temor de que usted no pueda regresar, ya que se ha ido tan lejos; temo que algo haya ocurrido que impida, por tanto, su retorno. Pero aunque usted lo hiciera, para mí tendría que ser muy pronto, ya que el fin de la vida está sobre mí cerniéndose como una fatal e inevitable circunstancia.
Digo el fin de la vida y esto, con todo, no es algo absolutamente cierto. El final de la vida, por supuesto, se refiere a lo que a mí respecta físicamente. Pero mi mente continuará existiendo en el Depósito de la Inteligencia, una mente entre otras, capaz de continuar funcionando como unidad independiente, o actuando en colaboración, como una especie de singular simbiosis con otras mentes que allí continúan existiendo.
No ha sido sin cierta vacilación el que lo haya aceptado finalmente. Me doy cuenta, por supuesto, del honor que supone; pero incluso habiendo aceptado, bien sea por mí mismo o en bien de la Humanidad, no estoy cierto de que un hombre pueda vivir confortablemente como una mente solitaria y temo, también, que la Humanidad, con el tiempo, pueda llegar a depender en exceso sobre la acumulada sabiduría del llamado Banco de las Mentes. Si permanecemos, como es por el momento la situación de hoy día, simplemente como un recurso consultivo a quien se someten preguntas para su consideración y recomendación, entonces el Banco Mental puede servir para un útil propósito. Pero si el mundo de los hombres llega a depender de la sabiduría del pasado solo, glorificándolo o deificándolo, inclinándose ante él e ignorando la sabiduría del presente, entonces se convertirá en un estorbo y un detrimento.
No estoy muy seguro de por qué le escribo esto a usted. Posiblemente porque usted es el único a quien puedo escribirlo, ya que, en muchos aspectos, usted es mi otro yo.
Parece extraño que en la vida, la mía en este caso, un hombre haya de enfrentarse a dos decisiones tan similares, ya que cuando yo fui seleccionado como el único cuya mente debería ser impresa en su cerebro, sentí muchas de las reservas que ahora estoy sintiendo. Lamento que, en muchos aspectos, mi mente podría no ser la clase de mente que pudiera resultar la mejor para usted. Yo tenía tendencias y prejuicios que más bien pudieran prestarle a usted un mal servicio. Todos estos años no me he sentido a gusto, imaginando con frecuencia si mi mente pudiera servirle para bien o para mal.
El hombre, ciertamente, ha venido desde lejos, procedente de la simple bestia que era cuando consideramos cuestiones como éstas. Me he imaginado, a veces, si no hemos llegado demasiado lejos, si en la vanidad de la inteligencia, no hemos irrumpido en un terreno prohibido. Pero estos pensamientos me han llegado solo últimamente. Son las dudas acumuladas de un hombre que se ha hecho anciano y por tanto, es algo que tiene que ser descartado.
Puede que a usted le parezca esta carta una errática divagación y de propósito poco definido. Si es usted tan amable de soportarme, voy a intentar, dentro de un razonable espacio de tiempo, dilucidar el pequeño propósito que la anima.
A través de los años, he pensado en usted frecuentemente y he intentado imaginarme dónde estaría, si aún seguiría con vida y cuándo volvería. Pienso que usted tiene que haberse dado cuenta ya de que algunos, tal vez muchos, de los hombres que le fabricaron a usted, le consideraron como un problema de bioquímica. Ahora creo, habiendo vivido todos estos años, que no se sentirá usted confuso por la franqueza de esta declaración. Pienso que usted es la clase de hombre que puede comprenderlo y aceptarlo.
Pero sepa que nunca he pensado en usted en otra forma distinta a la de considerarle como otro ser humano, verdaderamente como otro hombre igual a mí mismo. Como usted sabe, yo fui hijo único. No tuve hermanos ni hermanas. Con frecuencia he pensado en usted como el hermano que nunca tuve. Pero en los últimos años, creo que sé la verdad de esto. Usted no es un hermano. Usted está más cerca de mí que un hermano. Usted es mi otro yo, igual a mí en cualquier forma, y en ningún aspecto secundario.
Permanezco con la esperanza de que si vuelve, aunque yo haya muerto físicamente, pueda usted ponerse en contacto conmigo, razón por la que escribo esta carta. Siento curiosidad por saber lo que está usted haciendo y qué puede usted estar pensando. Me parece a mí que, visto lo que ha sido y el trabajo que ha estado llevando a cabo, ha debido usted haber desarrollado algunos interesantes y reveladores puntos de vista.
Si toma contacto conmigo, es preciso que todo quede a su propio juicio. No estoy enteramente seguro de que ambos pudiéramos charlar, aunque me gustaría muchísimo. Permanezco en la confianza de que sabrá usted qué es lo mejor que tiene que hacer.
Por el momento, me preocupa mucho la cuestión de si es prudente para la mente de un hombre seguir y seguir siempre investigando. Se me ocurre que mientras la mente puede ser la mayor parte de cualquier hombre, el hombre no es solo una mente. En un hombre hay muchas más cosas implícitas que la sabiduría y la memoria para absorber hechos y desarrollar puntos de vista. ¿Puede un hombre por sí mismo orientarse en las regiones desconocidas en donde debe existir cuando solo sobrevive la mente? Puede permanecer como un hombre, por supuesto, pero queda todavía la cuestión de su humanidad. ¿Se convierte en algo más o menos que humano?
Quizás, si por alguna causa, pudiéramos hablar ambos, dígame usted qué piensa de todo esto.
Pero si usted quiere que permanezcamos aparte, tenga la seguridad de que si de alguna manera yo pudiese saberlo, lo comprendería. Y en tal caso, quisiera que sepa que mis mejores deseos y mi entrañable afecto van con usted unidos para siempre.
Con el mayor afecto:
Theodore Roberts.
Blake dobló la carta y volvió a guardarla en el bolsillo de su chaquetón de lana.
Todavía Andrew Blake, y no Theodore Roberts; Teddy Roberts, tal vez, pero Theodore Roberts, no.
Y si tomara asiento frente a un teléfono y marcase el número del Banco Mental, ¿qué es lo que tendría que decir cuando Theodore Roberts se pusiera al otro extremo de la línea? ¿Qué podría decirle? La verdad, es que no tenía nada que ofrecerle. Serían dos hombres, ambos necesitando ayuda, cada uno mirando al otro en busca de la ayuda que ninguno podría dar al otro.
Blake podría decir: «Soy un hombre-lobo, así es como me llaman en los periódicos. Yo soy solo parte de un hombre, no más de un tercio de hombre. El resto de mí es otra cosa, algo que usted no ha oído jamás ni lo ha imaginado. Yo ya no soy un humano y no hay sitio para mí en este mundo, ningún lugar de la Tierra. No pertenezco a ninguna parte. Soy un monstruo, un fiasco y puedo, además, dañar a cualquiera con quien me ponga en contacto».
Aquello era cierto. Blake había herido y dañado a todos los que había conocido. Elaine Horton, a quien había besado… Una joven que pudo haber amado, que quizás amaba todavía. Aunque podía amarla con la parte de humano que quedaba en él, solo sería con la tercera parte de su propio yo. Y podía herir también a su padre, aquel maravilloso anciano, con sus rígidos principios y sus inquebrantables convicciones del pasado. También dañaría al joven doctor Daniels, quien había sido el primero, y por cierto tiempo, su solo amigo.
Podía hacer daño a todos y a todo, a menos que…
Así era. A menos que…
Había algo que tenía que hacer, alguna acción que debía llevar a cabo.
Exploró en su mente por aquello que tenía que hacer y no estaba allí.
Se levantó con lentitud del escalón en que había estado sentado, y se volvió hacia la puerta, volvió de nuevo sobre sus pasos y se dirigió hacia la capilla, caminando despacio por el pasillo.
El lugar estaba en la mayor quietud y en la penumbra. Un candelabro eléctrico, montado en el facistol, apenas disipaba las sombras como el resplandor de un débil fuego ardiendo en la obscura vaciedad de una llanura desolada.
Un lugar para meditar. Un sitio para poner en orden las ideas, sin sentir los apremios del tiempo. Un lugar para planear el orden de sus pensamientos y ver qué es lo que tenía que hacer.
Se apartó hacia uno de los asientos; pero no se sentó, sino que se quedó de pie, arrullado por el suave soplar del viento en los pinos del cementerio. Había llegado al punto de la decisión definitiva, allí disponía del tiempo y el lugar apropiados para resolver sus problemas, sin retirada posible. Había estado huyendo hasta entonces, y huyendo para cierto propósito; pero ya no tenía objeto ni sentido el impulsivo acto de huir, ya que, por lo demás, tampoco había ningún sitio a donde ir; había alcanzado el último punto y entonces, si tuviera que huir de nuevo hacia alguna parte, necesitaba saber hacia dónde.
Allí, en aquella pequeña ciudad, había hallado quién y qué era y la ciudad era en sí un callejón sin salida. Todo el planeta era un callejón sin salida, no había lugar para él sobre la Tierra, ni en la Humanidad.
Aún procediendo de la Tierra, no tenía nada que reclamar a los humanos, ni a la Humanidad. Era algo híbrido, el producto del más terrible logro biológico que hubiese existido jamás antes que él.
Era, además, todo un equipo, equipo formado por tres seres diferentes. Aquel conjunto tenía la oportunidad y la capacidad de trabajar unido y, tal vez, la de resolver un problema universal básico; pero no era un problema que tuviese que ver específicamente con la Tierra, o con la vida que residía en ella. No tenía nada que hacer en este mundo, ni este mundo nada tenía tampoco que haber hecho por él.
Quizás en algún otro planeta, desierto y en un primitivo estado evolutivo, donde no hubiese cultura ni distracción cultural, podría llevar a cabo su función, él, el equipo; no él, el humano, sino él, los tres conjuntamente.
Lejos, muy lejos, al margen ya del tiempo y la distancia, existiría la posibilidad de resolver el propósito y el significado del Universo. O en caso de no hacerlo así, el haber ahondado hasta el máximo del problema, en forma tal, que jamás antes ninguna inteligencia lo hubiera hecho.
Volvió a pensar de nuevo en lo que yacía en el poder de aquellas tres mentes que habían sido eslabonadas y unidas por la inconsciente e impremeditada inventiva conformada por las mentes de los hombres; el poder, la fuerza y la belleza, lo maravilloso y lo horrible. Y se sintió acobardado ante la comprobación de que tal vez con ello se había forjado un instrumento que ultrajaba todo el propósito y el significado para el cual estaba destinado ahora a investigar a través del Universo.
Con el tiempo, quizás las tres mentes se convertirían en una simple mente y si tal sucedía, entonces su humanidad ya no importaría nada, puesto que habría desaparecido. Entonces, los lazos que le ligaban a aquel planeta llamado Tierra y la raza de bípedos seres que habitaban la Tierra se habrían perdido en el olvido y él se encontraría libre. Y entonces también, se dijo a sí mismo, sería la ocasión de quedarse a su gusto y descansar, y por tanto olvidar. Y, cuando hubiese olvidado, cuando ya hubiera dejado de ser humano, podría considerar los poderes y capacidades mantenidos dentro de aquella mente común, como nada más que una cosa vulgar, ya que la mente del hombre, le constaba, si bien era inteligente, era limitada, muy limitada. Se embobaba ante lo maravilloso y vacilaba frente a la total comprensión del Universo. Pero mientras pudiese ser limitada, estaba segura y se sentiría confortable.
Él había superado a la Humanidad con lo que estaba especialmente dotado, pero aquellas dotes ultrahumanas herían. Le dejaban débil y vacío, fuera del reposo y la comodidad.
Se acurrucó sobre el suelo y se abrigó con sus propios brazos. Aquel pequeño espacio, pensó, incluso aquella diminuta habitación que estaba ocupando, no le pertenecía, ni él pertenecía a ella. No había ningún sitio para él. Era una nada enmarañada que había sido engendrada por accidente. El nunca había imaginado ser lo que era. Era un intruso. Un intruso, tal vez, sobre este planeta solamente, pero la humanidad que aún se adhería a él hacía que este planeta tuviera importancia, el único lugar del Universo que la tuviera todavía.
Con el paso del tiempo se vería libre de todo recuerdo de la Humanidad; pero esto, de suceder, pasaría en milenios por venir. El presente y la Tierra, no el eterno futuro y el Universo.
Sintió el calor de la simpatía queriendo llegar hasta él, sintiendo también obscuramente de donde procedía, incluso en su amargura y su desesperación; le dio la sensación de hallarse en una trampa y luchó contra ella.
Luchó débilmente; pero los otros hablaban mentalmente entre ellos y podía oír sus palabras y comprender sus pensamientos, que pasaban entre los dos, y las palabras con que le hablaban a él, aunque no las comprendiese.
Ellos se aproximaron a él, le miraron y le abrigaron junto a ellos y su extraño calor le hizo sentirse seguro y acompañado. Y se hundió poco a poco en la comodidad y el olvido y, en el fondo de su angustia, le pareció sentirse fundido en un mundo donde nada existía sino ellos tres, solo él y los otros dos, ligados juntos por toda la eternidad.