WILLOW Grove, para Blake, era un pueblo que había conocido alguna vez en el pasado. Aquello era imposible, por supuesto. Tal vez fuese un lugar que pudo haber leído en alguna parte, haberlo visto en imágenes; pero donde no había estado personalmente jamás.
Y con todo, estando allí en la esquina de la calle a la luz del amanecer, los viejos recuerdos comenzaron a surgir de su mente, conformando una pauta de algo sabido y conocido, que hacía coincidir todas las cosas cada una en su lugar; la forma en que los escalones conducían al Banco del pueblo en una esquina de la calle, los macizos olmos que crecían en el pequeño parque de la villa y otros muchos detalles. Tenía que haber, lo sabía como cosa cierta, una estatua en el parque, erigida en el centro de una fuente que estaba más seca que con agua y un viejo cañón, montado en su maciza cureña y sus grandes ruedas, con el tubo ensuciado por las palomas.
No todo encajaba perfectamente en su lugar; había, no obstante, algunas diferencias. Una tienda de regalos y una joyería ocupaban el edificio donde había estado el almacén del jardín; una nueva fachada se había construido en la peluquería, que todavía seguía siéndolo, y en especial, sobre todo el conjunto de la calle y la villa, parecía cernerse un aire de antigüedad que no estaba la última vez que la había visto.
¡Qué la había visto!
¿Es que pudo haber visto alguna vez aquella población?
¿Cómo pudo haberla visto y haberla olvidado hasta entonces? Técnicamente, al menos, debería estar en posesión de todo lo que hubiese conocido. En aquel instante, allá en el hospital, todo había vuelto a su mente, todo lo que había sido, todo lo que había hecho. Y si las cosas habían sucedido así, ¿por qué y cómo los recuerdos de Willow Grove se apartaban de él?
Una vieja ciudad, muy antigua, sin casas volantes colocadas en sus cimientos ya predeterminados, sin grandes masas de grandes edificios complejos que surgieran en sus alrededores. Eran casas sólidas, fabricadas en la antigüedad, de madera, ladrillo y piedra, construidas en el lugar que debían ocupar, sin tendencias vagabundas insertas en ninguna instalación robótica de su interior. Algunas de ellas tenían, según pudo comprobar, unas instalaciones de energía solar, torpemente esparcidas por los tejados de las casas y, al borde de la población, otra planta solar municipal, aparentemente utilizada para llevar la energía necesaria a las casas que no tuvieran el equipo solar propio.
Se puso la mochila de forma más confortable sobre el hombro y se apretó el capuchón de lana de su traje más cerca del rostro. Cruzó la calle y caminó sin plan fijo por la acera, curioseándolo todo y sintiendo de vez en cuando afluir a su mente viejos recuerdos perdidos en la nebulosa del olvido. Estaban aquellos nombres y aquellos sitios. Jake Woods había sido banquero y seguramente que ya no estaría vivo. Pues, si alguna vez había visto aquel poblado, desde luego tenía que haber sido hacía más de doscientos años.
Y Charley Breen y él se habían escapado de la escuela y se habían ido a pescar en el arroyo, consiguiendo de vez en cuando algún leucisco.
Era increíble, se dijo a sí mismo, es más, era imposible.
Y con todo, los recuerdos seguían martilleándole en la mente, no de una forma vaga y nebulosa, sino con todos los incidentes, rostros e imágenes del pasado, en sus verdaderas dimensiones y características. Recordó que Jake Woods había sido cojo y llevaba siempre un bastón, sabía qué clase de bastón era, pesado y brillante, de una buena madera pulida a mano. Charley había sido siempre muy pecoso y le había acarreado muchos problemas. También estaba Minnie Short, una vieja borracha, vestida con harapos y andrajos que caminaba con un raro trotecillo y que había trabajado como oficinista en el depósito de maderas. Pero aquel viejo almacén de madera había desaparecido y en su lugar se levantaba una agencia de cristal y plástico para flotadores.
Llegó hasta un banco situado enfrente de un restaurante al otro lado de la calle y cerca del Banco local y sentóse pesadamente. Había muy poca gente en las calles y, conforme pasaban, se le quedaban mirando con fijeza.
Se sintió a gusto. Incluso después de la dura noche sufrida por Indagador en su alocada carrera, su cuerpo estaba todavía fresco y fuerte. Tal vez fuese a causa de la captada energía de Pensador, una energía transferida de Pensador a Indagador y de éste a él mismo.
Dejó caer la mochila del hombro y la puso junto a él en el banco, y echó hacia atrás la capucha de lana.
La gente comenzaba a abrir sus tiendas y almacenes. Un coche pasó sin gran ruido por la solitaria calle.
Leyó los letreros y signos y ninguno le resultaba familiar. Los nombres de los comercios y los de las personas que eran sus propietarios, le eran totalmente desconocidos. Todo había cambiado.
En el primer piso de las casas, las ventanas ostentaban letreros con la indicación de sus habitantes, dentistas, médicos, abogados. Alvin Bank, doctor en Medicina; H. H. Oliver, dentista; Ryan Wilson, abogado; J. D. Leach, óptico; etc…
Pero… ¡un momento! ¡Vuelta atrás! ¡Ryan Wilson, allí estaba!
Ryan Wilson era el nombre que había mencionado el mensaje que le dejaron en el postálgrafo. Allí, al otro lado de la calle, se hallaba la oficina del hombre que estaba indicado en la nota y que tenía algo importante que comunicarle.
El reloj situado encima de la puerta marcaba las nueve en punto. Wilson debía estar ya en la oficina; o estaría a punto de llegar. Si la oficina estaba cerrada, podría esperar un poco.
Blake se levantó del banco y cruzó la calle. La puerta que daba a la escalera estaba abierta y chirrió sobre sus goznes al empujarla. La escalera estaba a obscuras y era muy empinada; la pintura del papel que recubría las paredes también se hallaba muy descuidada.
La oficina de Wilson estaba al fondo de la entrada espaciosa y tenía la puerta abierta. Blake se dirigió al despacho exterior, que estaba vacío en aquel momento. En el interior, un hombre aparecía sentado en mangas de camisa, manipulando una serie de papeles y documentos, junto a otros almacenados en una bandeja de alambre.
Aquel individuo le miró.
—Pase —le dijo.
—¿Es usted Ryan Wilson?
El hombre asintió con un gesto.
—Mi secretaria no ha llegado todavía. ¿En qué puedo servirle?
—Usted me envió un mensaje. Mi nombre es Andrew Blake.
Wilson se echó hacia atrás y le miró con fijeza.
—¡Bien, que me aspen! —dijo finalmente—. Nunca pensé que le vería. Supuse que se habría ido por su bien.
Blake denegó con un gesto, asombrado.
—¿Ha visto usted los periódicos de la mañana? —le preguntó Wilson.
—No.
Aquel hombre alargó la mano y abrió un ejemplar que yacía en la esquina de su despacho, poniéndolo frente a Blake:
La cabecera del periódico decía en enormes caracteres:
¿EL HOMBRE DE LAS ESTRELLAS ES UN HOMBRE-LOBO?
Y como subtítulo:
TODAVÍA CONTINUA LA BÚSQUEDA Y CAPTURA DE BLAKE.
Y, a continuación, Blake observó claramente una gran fotografía de su propia persona.
Blake sintió que se le retiraba la sangre de las mejillas; pero luchó para no traicionar su emoción.
Dentro de su cerebro sintió a Indagador removiéndose inquieto.
—¡No! ¡No! —gritó mentalmente a Indagador—. Déjame que maneje yo esta situación.
Indagador se sintió calmado.
—Es interesante —dijo con calma a Wilson—. Gracias por mostrármelo. ¿Sabe usted si han hecho pública alguna recompensa?
Wilson giró la muñeca, cerró el periódico y volvió a dejarlo en la esquina del despacho.
—Todo lo que tiene usted que hacer —dijo Blake—, es marcar un número de teléfono. El número del hospital es…
Wilson levantó una mano interrumpiéndole.
—Eso es algo que no me concierne. No me importa quién es usted.
—¿Aunque yo fuera el hombre-lobo?
—Sí, aunque lo fuera usted. Puede usted marcharse ahora mismo si lo desea y yo volveré a mi trabajo. Pero si desea quedarse aquí, hay un par de preguntas que se supone debo hacerle, si es que quiere responder a ellas, por supuesto…
—¿Preguntas? —Sí. Dos sencillas preguntas.
Blake vaciló.
—Sepa que estoy actuando —le dijo Wilson—, en nombre de un cliente. Por un cliente que murió hace ciento cincuenta años. Éste es un asunto que ha venido barajándose y manteniéndose pendiente, generación tras generación, dentro de esta firma. Mi bisabuelo fue el hombre que aceptó la responsabilidad de llevar adelante el deseo de ese cliente.
Blake sacudió la cabeza, intentando quitarse de encima como una niebla de su cerebro. Allí había algo terriblemente equivocado. Lo sabía desde el mismo momento en que había puesto el pie en la villa.
—Está bien —dijo—. Adelante: pregunte lo que quiera.
Wilson abrió un cajón de la mesa y sacó dos sobres. Dejó uno a un lado y después abrió el otro, que contenía un papel que crujió al quitarle los dobleces.
El abogado se puso frente a los ojos el primer papel.
—Bien, Mr. Blake. Primera pregunta: ¿Cómo se llamaba su maestra de la escuela primaria?
Blake rebuscó frenéticamente en su mente y de pronto halló lo que buscaba.
—Su nombre era Jones —repuso—. Miss Jones. Creo que la señorita Ada Jones. Eso hace ya mucho tiempo…
Pero, de algún modo, parecía que no hacía tanto. Aún habiendo dicho que había pasado mucho tiempo, le pareció en aquel momento ver a la vieja maestra, solterona y cascarrabias, con el pelo desmañado y un gesto duro en la boca. Vestía una blusa de color púrpura. ¿Cómo podía olvidar aquella blusa que solía ponerse casi siempre?
—Está bien —dijo entonces Wilson—. ¿Qué hicieron ustedes, es decir, usted y Charley Breen a las sandías del huerto del diácono Watson?
—Vaya… pues… ¿y cómo ha sabido usted eso?
—No importa —le contestó Wilson—. Limítese a contestar.
—Bien —dijo Blake—. Creo que un truco sucio, propio de muchachos algo alocados. Los dos nos arrepentimos después de hacerlo. Nunca se lo dijimos a nadie. Charley se apoderó de una aguja hipodérmica de su padre, porque era médico, ¿sabe?
—Yo no sé nada —repuso secamente Wilson.
—Pues bien, tomamos la jeringa y un jarro de petróleo de quemar y fuimos poniendo una inyección de keroseno a cada sandía. No mucho, claro, y así las sandías tomaron un sabor terrible.
Wilson dejó el papel que tenía en la mano y sacó el otro sobre.
—Ha pasado usted la prueba. Ahora esto es suyo.
Y alargó el sobre a Blake.
Blake tomó el sobre y vio lo que había escrito en el exterior, palabras formadas con la elegante escritura de viejos tiempos pasados con la tinta ya casi desvaída, de un marrón sucio.
Lo escrito allí decía lo siguiente:
Para el hombre que tiene mi mente.
Y bajo aquella escritura, la firma: Theodore Roberts.
La mano de Blake se estremeció como por una descarga eléctrica y dejó caer el sobre, mientras que luchaba intensamente por evitar el temblor que le sacudía ya todo su cuerpo.
Entonces lo supo todo, ahora sabía una vez más que todo estaba allí, todas las cosas que había olvidado, todas las viejas identidades y rostros.
—Soy yo… —murmuró forzando sus labios a moverse—. Era yo. Teddy Roberts. No soy Andrew Blake.