Capítulo 25

CAMBIADOR había advertido de que haría más frío, y efectivamente el tiempo se había vuelto más helado; pero aún lo suficientemente bueno para huir y tomar una determinación en cualquier momento. Pero cuando Indagador hubo alcanzado la cima de otra colina, el viento helado del norte le hirió como un cuchillo.

Se detuvo y permaneció unos momentos quieto, sobre el suelo, expuesto al aire, ya que allí, por alguna razón geológica, los árboles no habían invadido el terreno, sino que se detenían en la cima de la cresta, una circunstancia en cierta forma rara, ya que la mayor parte de las colinas estaban recubiertas de bosques.

El cielo estaba despejado y lleno de estrellas relucientes en la noche, aunque le pareció a Indagador que no había tantas como podían verse siempre en su planeta de origen. Y allí podía quedarse y formarse imágenes de las estrellas, aunque ya sabía por Pensador que, en realidad, no eran tales imágenes, sino impresiones calidoscópicas de otras razas y otras culturas y que suministraban los primitivos y más simples datos, de los cuales podría deducirse algún día la verdad del Universo.

Se estremeció pensando en ello; pensando cómo su mente y sus sentidos podrían alcanzar aquellos años luz de distancia para recoger la cosecha y los frutos de otras mentes y otros sentidos. Estaba estremecido; pero también sabía por Pensador que éste no se estremecería por nada, aún habiendo sido construido de nervios y músculos para hacerlo. No había nada, absolutamente, que pudiese sorprender a Pensador; para él no existía ninguna cualidad mística en el Universo o en la vida, sino más bien una masa de hechos y datos, de principios y de métodos, que podían ser insertos en su mente y ser utilizados por su facultad para la lógica.

Pero para mí, pensó Indagador, para mí todo es un puro misticismo. Para mí no hay necesidad de razón alguna, ninguna compulsión que me lleve a buscar la lógica, ni ninguna fría determinación que me lleve a descubrir el núcleo de la razón.

Continuó en el borde de la colina, con la cola llegándole casi hasta el suelo y con el hocico y su fina nariz levantada hacia el viento. Para él resultaba suficiente que el Universo estuviese lleno de belleza y de maravillas, sin preguntar el por qué; deseando que nada pudiera ocurrir para echar por tierra la maravilla de las cosas y su belleza.

¿Habría comenzado ya aquel proceso de la destrucción de la belleza y el encanto? ¿Se habría colocado en una posición tal donde se hallara a sí mismo con un mayor alcance del que jamás hubiera buscado para nuevas maravillas y misterios, y tales cosas maravillosas se viniesen abajo por el conocimiento y la lógica con que estaba proveyendo a Pensador?

Intentó comprobar su pensamiento; pero todavía estaba en su interior el misticismo de lo maravilloso. Allí, en aquel filo montañoso de la colina, soplándole el frío viento del norte, con las estrellas luciendo en la negrura de la noche, con el viento soplando a los árboles existentes a poca distancia, y los bosques murmurando a la obscura noche, con los extraños olores y las vibraciones de otros mundos que poblaban el aire, aún quedaba sitio para maravillarse y disfrutar el encanto del misterio que corría por todos sus músculos y sus nervios.

El espacio que mediaba entre él y la próxima cima de la otra colina aparecía libre de amenaza. A lo lejos, unos destellos de luz marcaban el paso de los coches que cruzaban a través de las colinas. En el valle había habitáculos, traicionando su presencia rayos luminosos que dejaban escapar misteriosas vibraciones, radiaciones o cualquier otra denominación que pudiera dárseles de la vida humana en sí misma y aquella otra extraña fuerza a la que los humanos llamaban electricidad.

Había pájaros en los árboles y otros animales mayores, aunque mucho menores que él, que se deslizaban entre los matorrales; a su derecha, ratones acurrucados en sus agujeros, una marmota enroscada en su madriguera y una serie incontable de pequeñas criaturas y diminutos animales carroñeros moviéndose por el suelo entre las hojas podridas de la vegetación. Pero todo aquello le tenía sin el menor cuidado, ya que para nada le afectaba.

Siguió tranquilamente colina abajo, atravesando los bosques, tomando nota y reseñando cada árbol y catalogando y evaluando todas las criaturas vivientes de cierto tamaño, alerta ante cualquier peligro, y con el pensamiento de hallarse con algo que no pudiera reconocer ni calibrar el peligro que supusiera para él.

Los árboles terminaron y frente a él se desplegaron los campos, campos con caminos y casas, y allí volvió a detenerse y a vacilar de nuevo para elegir la dirección a seguir.

Un humano con su perro bajaba por el arroyo en un coche que caminaba despacio como si se tratase de un camino privado; junto al arroyo, y en dirección a una casa, un grupo de vacas aparecían durmiendo silenciosas en un prado. Excepto por todo aquello, el valle parecía limpio de criaturas vivientes, a excepción hecha de ratas y otros pequeños residentes.

Emprendió un corto trote por el valle y después por una ladera pedregosa. Alcanzó la falda de la ladera de la colina próxima; la subió, y descendió por el otro lado. Llevaba la mochila bajo su brazo izquierdo, abultada a causa de llevar las ropas de Cambiador al igual que los demás utensilios. Resultaba una molestia permanente ya que le obligaba a marchar desequilibrado y a estar pendiente de no ser detenido por algún arbusto o saliente rocoso.

Se detuvo por un instante, dejó caer la mochila al suelo y retrajo el brazo izquierdo. Aliviado de aquella pesada carga, ajustó el brazo en el interior de la cavidad del hombro. Sacó el brazo derecho y recogió el saco, lo puso bajo el citado miembro y continuó su marcha. Tal vez, se dijo para sí, tendría que ir cambiándose con frecuencia el peso de un brazo al otro. De aquella forma le resultaría más fácil.

Cruzó el valle, llegó hasta la próxima colina y se detuvo en la cima unos momentos antes de continuar.

Willow Grove, había dicho Cambiador. Cien millas. Podría llegar allí al amanecer si marchaba a la misma velocidad que lo había estado haciendo hasta ahora. ¿Qué es lo que podía aguardarles a los tres cuando llegasen a Willow Grove? Willow era un árbol y Grove un grupo de árboles Resultaba de lo más extraño cómo los humanos determinaban ciertos puntos geográficos. Había poca lógica en ello, ya que un bosquecillo de sauces podía morir y desaparecer y entonces el nombre del lugar no tendría significado[2].

Inestable, pensó. Los humanos, por lo visto, también ellos mismos como raza, eran algo inestable. Su continuo cambio de vidas, eso que ellos llamaban progreso, no conducía más que a la inestabilidad. Había algo que decir en pro de forjar una especie de vida, que una raza deseara vivir, construirla sobre unos valores básicos y después sentirse satisfecho.

Dio un paso colina abajo, se detuvo y se quedó tenso, escuchando.

Aquel sonido llegó de nuevo, como algo débil y aún lejano.

Un perro, se dijo. Un perro que sigue un rastro.

Siguió rápidamente, pero con cautela, colina abajo, dirigiéndose hacia adelante pero de soslayo y hacia un lado y otro. Al llegar al filo del bosque se detuvo para inspeccionar la faja plana del valle que se extendía frente a él. No se advertía nada que inspirase peligro y así emprendió un trote por el valle, llegó a una valla, la saltó con ímpetu y continuó.

Por primera vez sintió la sensación de una verdadera fatiga. A despecho de la relativa frialdad de la noche, estaba poco acostumbrado al calor de la Tierra. Había marchado tenazmente, intentando cubrir el mayor terreno posible, para alcanzar Willow Grove al amanecer. Tendría que tomarse las cosas con más calma durante un rato, hasta recobrarse y dar el segundo empujón.

Cruzó el valle al trote, sin galopar, alcanzó la ladera opuesta y la subió lentamente. En la cima, se hizo el propósito de sentarse y descansar un rato para que cuando comenzase la carrera de nuevo pudiese seguir el ritmo del comienzo.

A medio camino de la ladera, oyó el ladrar de los perros una vez más y entonces le pareció más fuerte y más cerca. Los ladridos le llegaban ayudados por el viento, sin embargo no podía estar seguro de a qué distancia estaban ni en qué dirección.

En la cima, se sentó. La luna salía por el horizonte y los árboles proyectaban unas largas sombras a través de una pequeña pradera que se extendía sobre la pendiente ladera de la colina.

El ladrar de los perros estaba definitivamente más cerca ahora y había más de uno. Intentó contarlos. Por lo menos había cuatro, tal vez cinco o seis.

Quizás se dedicaran a la caza del mapache. El duende había dicho algo respecto a ciertos humanos que usan perros para cazar los mapaches, llamando a aquello un deporte. Por supuesto que en aquello no existía el menor deporte. Pensar en llamarlo así, era una perversión, aunque puestos a pensar, los humanos parecían pervertidos en más de un aspecto. La guerra honesta, por supuesto, era otra cosa parecida; pero en aquello no había ni guerra ni honestidad.

Los ladridos aumentaban subiendo por la ladera que quedaba a su espalda y se aproximaban rápidamente. Ahora era un sonido frenético propio de unos perros enardecidos por un rastro y lanzados a todo correr.

¡Estaban sobre su rastro!

Indagador saltó sobre sus pies y dio media vuelta, dejando a sus sensores captar lo que subía por la ladera. Allí estaban no solo los perros, sino que se oían otros ruidos que ya no correspondían a los canes y éstos, enloquecidos, seguían el olor del rastro con firmeza.

El darse cuenta le produjo una fuerte impresión, ya que debía haberlo hecho antes en la otra colina, cuando comenzó a escuchar el ladrido de los perros. Éstos no perseguían a ningún mapache. Perseguían a una pieza de caza mayor.

Un estremecimiento de horror le recorrió todo el cuerpo y se lanzó en tromba colina abajo. Tras él, una vez que la jauría llegó a la cima del cerro, estalló el salvaje canto de la caza, no amortiguado ya por el terreno. Indagador estiró el cuerpo comenzando una loca carrera a toda velocidad, con la cola flotando tras él. Llegó al valle, lo cruzó y atacó la ladera que presentaba la colina siguiente. Ya había ganado distancia a los perros; pero una vez más comenzó a sentir el cansancio correrle por las venas, y se dio cuenta de cuál sería el final, podía sobrepasar a los perros en frenéticos impulsos de velocidad corriendo al máximo de sus fuerzas, pero al final la fatiga acabaría con él. Tal vez, pensó, lo más inteligente sería elegir el terreno adecuado y volverse para plantarles cara. Pero había varios. Podría dar cuenta de dos o tres. Pero había más de tres. También podría tirar la mochila y, aliviado de aquel peso y del efecto de desequilibrio que le producía, correr con mayor rapidez. Pero la ventaja sería ligera y además había prometido a Cambiador que no la dejaría. Cambiador se enfadaría si así lo hacía. Ya se había enfadado por haberse olvidado de que tenía brazos y manos.

Resultaba extraño, pensó, que los perros pudieran perseguir su rastro. Como una criatura extraña en este planeta, él debería ser diferente a todo lo que los perros conocían o hubieran conocido jamás, y debería dejar tras de sí un diferente tipo de rastro, y un olor distinto. Pero la diferencia (si es que había diferencia) parecía no producirles temor, sino más bien inducirles a una caza aún más frenética. Tal vez no fuera tan desemejante a las criaturas de este planeta como se había imaginado.

Continuó, aunque a un paso menor, sin detenerse, creyendo que conservaba el mismo ritmo; pero cansándose con mayor rapidez. Hacía ya rato que se había esforzado al límite y comenzaba a creer que llegaba su fin.

Sabía que podía pedir a Cambiador que adoptara su forma. Tal vez así los perros perdiesen su rastro, al convertirse en humano o, incluso si lo seguían, no le atacarían. Pronto desechó la idea. Debía llegar hasta el fin. Surgió en él un orgullo obstinado que le impedía llamar en auxilio a Cambiador.

Llegó a la cima y bajo él se extendía el valle y en éste aparecía una casa con luz en las ventanas. Entonces, comenzó a formarse un plan en su mente.

No sería Cambiador, sino Pensador. Aquello podía tener éxito.

—Pensador, ¿podrías extraer energía de una casa?

—Pues claro que sí. Ya lo hice antes.

—¿Y desde el exterior de la casa?

—Basta con que esté bastante cerca.

—De acuerdo, pues. Cuando llegue…

—Adelante —dijo Pensador—. Ya sé lo que tienes pensado.

Indagador trotó ladera abajo, dejó que los perros se aproximaran, incrementó su velocidad cuando llegó al valle y se dirigió hacia la casa. Los ladridos eran ya enloquecedores, con la presa ya a la vista, y ponían en juego todas sus fuerzas, el aliento de sus pulmones y sus últimas energías para atrapar a la tan deseada pieza.

Indagador se volvió y los vio, apretados en una jauría espantosa, como algo terrible, a la luz de la luna y cruzando el espacio existente, ladrando y aullando, excitados ante la inmediata matanza.

Y entonces, súbitamente, Indagador entró en acción. La casa estaba muy próxima y, al aumentar el ladrido de los perros, se encendieron más luces en las ventanas, todas procedentes de un poste situado en el centro del patio, como una fuente emisora de energía.

Una pequeña valla separaba la casa del campo y entonces Indagador de un potente salto entró en el interior del patio. Se aproximó inmediatamente al poste de energía radiante, pegándose literalmente a él.

—¡Ahora! —gritó a Pensador—. ¡Ahora!