Capítulo 24

CUANDO Blake llegó hasta la cima de la empinada colina, vio en el valle, donde la tierra se allanaba por un par de millas para volver a elevarse hacia la siguiente, una grande, negra y enorme estructura que se parecía sorprendentemente a una monstruosa chinche, medio encorvada y roma en ambos extremos.

Blake se detuvo ante su vista. Nunca había visto un crucero, pero no cabía la menor duda de que aquella cosa que descansaba al fondo del valle era el crucero que tanto había trastornado el comedor.

Unos coches pasaban no lejos de Blake, recibiendo éste la bocanada del aire comprimido que se escapaba de sus mecanismos.

El duende le había dejado hacía ya una hora y, desde entonces, había caminado sin descanso, buscando algún lugar donde poder esconderse y dormir. Pero a ambos lados del camino no había más que campos cuyas únicas señales eran las hileras de las cosechas recogidas y mostrando el color dorado del otoño. Ninguna vivienda a la vista próxima al camino; las que se divisaban estaban alejadas más de una milla o dos. Blake calculó si el uso de aquel camino, que podía ser considerado como una autopista para las máquinas de entonces, habría sido la causa determinante del alejamiento de los lugares para vivir. Tal vez hubiera otra razón. A lo lejos y hacia el sudoeste, se levantaba a gran altura un grupo de resplandecientes torres; tal vez un complejo de apartamientos de altura, todavía tan cerca relativamente de Washington, pero que daba a sus ocupantes las ventajas de la vida campestre.

Blake, siguiendo por el escalón exterior de la autopista, descendió colina abajo hasta llegar finalmente hasta donde reposaba el crucero. Se había colocado a un lado de la autopista, descansando en unos grandes pivotes de seis pies de altura, como cuatro patas enormes de una gigantesca tortuga. Tan cerca, todavía parecía mayor que visto a distancia, levantándose a más de veinte pies por sobre su cabeza.

En el morro del crucero, estaba un hombre sentado contra una escalera que conducía a la cabina de mando. Estaba sentado a la buena de Dios y vistiendo un grasiento mono de piloto, sobre el cual llevaba una túnica que tenía recogida en la cintura.

Blake se detuvo y le miró:

—Buenos días, amigo —dijo Blake—. Me parece que se encuentra usted en dificultades.

—Saludos, hermano —repuso el hombre, mirando con curiosidad la ropa negra de Blake y su mochila—. Está usted en lo cierto. Se ha quemado un reactor y ha comenzado a salpicarme. Suerte que no ha explotado —añadió. El maquinista o piloto del crucero escupió en el suelo—. Ahora sólo nos queda estar aquí sentados y esperar. He pedido por radio un repuesto necesario y un grupo de reparaciones, lo que se llevará su tiempo, como es natural. —Ha dicho usted, nosotros…

—Sí, somos tres —dijo el maquinista—. Los otros dos están arriba, desmontando la tubería. —Y señaló con el dedo hacia la parte superior de la cabina.

—Hacíamos un viaje perfecto y a la hora precisa —siguió explicando—. Eso es lo deseable, hacer un buen crucero, con el mar en calma y sin niebla en la costa. Pero ahora, nos habremos retrasado en horas cuando lleguemos a Chicago. Pero qué diablos, ahora lo de menos es el retraso.

—¿Se dirige usted a Chicago?

—Esta vez sí. Siempre a diferentes lugares. Nunca dos veces al mismo sitio.

Y levantando una mano tiró hacia atrás la visera del casco.

—Sigo pensando en May y en los niños.

—¿Su familia? Seguramente que podrá ponerse en contacto con ellos y sabrán lo ocurrido.

—Lo he intentado. Pero no están en casa. Finalmente he pedido al operador que alguien vaya a decirles que no tardaré mucho, para que se tranquilicen. Ya ve, cuantas veces tomo este camino ellos saben siempre cuándo voy a pasar y esperan cerca del camino para saludarme con la mano y desearme buen viaje. Los chicos están siempre asustados de que su padre tenga que conducir este monstruo.

—Vivirá usted cerca, supongo.

—Sí, en una pequeña ciudad —dijo el maquinista—. Un pequeño remanso a cien millas de aquí, poco más o menos. Es una vieja ciudad, apartada de la circulación. Se conserva en la misma forma que estaba hace doscientos años. Bueno, pusieron un nuevo frontal en uno de los edificios que hay en la calle principal, algunos han remozado su casa modernizándola; pero la mayor parte sigue como antiguamente, en la apariencia que siempre tuvo. Nada de grandes edificios de apartamientos que tanto abundan por todas partes. Nada nuevo prácticamente. Un buen lugar para vivir. Una vida fácil y sencilla. Nada de ajetreos, ni Cámara de Comercio, ni nadie que se mate por enriquecerse. El que desea eso, se va de allí, sencillamente. Hay mucha pesca, y caza también. Hay otras distracciones, todavía se juega a la herradura. Creo que habrá captado la imagen que le he hecho.

Blake asintió con un gesto.

—Un buen lugar para que se críen los chicos —afirmó el maquinista.

Y recogió una ramita del suelo, que partió en dos trozos, echándolos por el aire.

—Se llama Willow Grove. ¿Ha oído usted alguna vez ese nombre?

—No —repuso Blake—. Ni creo que nunca… Pero aquello no era cierto, comprobó de repente. ¡Sí que lo había oído! Aquel mensaje que le dejaron en el teletipo y que le había estado esperando cuando el guardia le había llevado de casa del senador Horton, mencionaba el nombre de Willow Grove.

—Entonces es que lo ha oído nombrar —insistió el maquinista.

—Ahora me parece que sí. Alguien me lo mencionó en alguna ocasión.

—Pues ya lo sabe, un buen sitio para vivir —repitió el maquinista.

¿Qué había dicho aquel mensaje? Ponerse en comunicación en el pueblo de Willow Grove con alguien, quien le haría saber algo de su mayor interés… Después estaba el nombre de la persona con quien debería ponerse en contacto. ¿Qué nombre era? Blake rebuscó frenéticamente en su memoria; pero no estaba allí.

—Bien —le dijo el maquinista—. Tengo que seguir mi trabajo. Espero que el equipo de averías llegue de un momento a otro. Ya deberían de estar aquí. Son una buena gente.

Blake siguió marchando, subiendo por la pendiente de la colina que coronaba el valle. En la cima vio que había árboles, una fila de ellos con la pátina dorada del otoño, y a trozos, interrumpida por los campos y sembrados. Tal vez en alguna parte y entre aquellos árboles podría encontrar un sitio para dormir.

Volviendo atrás en su pensamiento, Blake intentó despertar la fantasía de la noche; pero aún existía en todo aquello un aire de irrealidad. Era como si la serie de incidentes que habían ocurrido no hubieran sido a él sino a otra persona cualquiera.

Por supuesto que continuaría su persecución; pero por el momento había escapado a las garras de la autoridad. Para entonces Daniels, con toda certeza, ya habría descubierto lo que tuvo que haber ocurrido y ahora estaría buscando, no a un lobo solo, sino a él también, a Blake en persona.

Llegó a la cima de la colina y enfrente, un poco hacia abajo, vio un grupo de árboles, no formando un bosquecillo, sino un auténtico bosque que cubría la mayor parte del terreno a ambos lados del camino. Abajo, donde el valle se aplanaba, había otros campos y otros más en la lejanía, la otra falda de la colina siguiente también estaba recubierta de árboles. Allí, seguramente, aquellas colinas estarían tan recubiertas de vegetación que impedirían el cultivo de las tierras y quizás aquella disposición de laderas con árboles y campos cultivados, se perdería en una lejanía sin fin.

Descendió por la falda de la colina y en el mismo borde del bosque sus ojos captaron un movimiento furtivo. Alerta y confuso, esperó verlo de nuevo. Tal vez fuera un pájaro saltando de una rama a otra o quizás algún animal. Pero los árboles estaban en calma, excepto el suave movimiento de las hojas mecidas por una tenue brisa.

Caminó al lado opuesto y alguien o algo le dirigió una especie de silbido. Se detuvo, medio asustado, y giró sobre sus talones mirando con atención los matorrales que crecían bajo los árboles.

—¡Por aquí! —murmuró una voz chillona. Entonces, dejándose guiar por la voz, vio a un duende, esta vez con pantalones marrones a rayas verdes, camuflado entre el bosque.

Otro de ellos, murmuró Blake. Buen Dios, otro duende, y esta vez no tengo alimento alguno que ofrecerle.

Se echó rápidamente fuera del camino y se metió entre el boscaje. El duende aparecía solo como una débil silueta obscurecida por la poca luz del bosque, hasta que se halló a su lado.

—Le estaba vigilando —dijo el duende—. Tengo entendido que está cansado y necesita un lugar para reposar.

—Sí, es cierto —repuso Blake—. Hasta aquí no había nada, excepto colinas y campos.

—Bien, sea bienvenido a mi hogar —saludó el duende—. Bueno, si no le importa compartirlo con una infortunada criatura a quien he ofrecido mi protección.

—En absoluto —dijo Blake—. ¿Y esa otra criatura?

—Es un mapache —dijo el duende—, perseguido sin piedad por una jauría de perros, maltratado sin misericordia, pero que se las ha arreglado para escapar. En estas colinas, comprenderá usted que existe un deporte muy humano y popular entre los hombres, y del que habrá oído hablar, que es la caza del mapache.

—Sí, creo que he oído hablar de eso. Pero Blake sabía que no recordaba en absoluto semejante cosa, hasta que el duende se lo había dicho.

Y de nuevo, una frase, había dejado suelto otro resorte mental haciendo que apareciese un recuerdo escondido hasta aquel momento, y otra pieza de su pasado humano había caído suavemente en su sitio. Comenzó a recordar vivamente lo que era aquella caza, esperar la noche, con la linterna en la mano, situado en la cima de la colina, con una escopeta en la otra y esperando que los perros rastrearan el olor de alguno de aquellos animales. Y al momento, todo el valle rugiendo con los ladridos de los perros. Sentía el olor dulzón de las hojas caídas de los árboles, las desnudas ramas recortarse a la luz de la luna, la excitación de la caza y el correr tras los perros al fondo del valle, para no quedarse atrás.

—He intentado explicarle al mapache —dijo el duende—, que si usted venía, sería un amigo. No estoy demasiado seguro, sin embargo, de que lo haya comprendido. No es un animal muy brillante y como podrá imaginarse, está todavía bajo los efectos de un trauma.

—Trataré por todos los medios de no alarmarle —le aseguró Blake al duende—. No haré movimientos súbitos. ¿Habrá sitio para los dos?

—¡Oh!, pues claro que sí. Mi hogar está en el hueco de un árbol. Hay mucho sitio disponible.

Buen Dios, pensó nuevamente Blake, ¿sería posible que aquello pudiera ocurrirle a él? ¿Encontrarse en el interior de un bosque hablando con una figura arrancada de un libro de cuentos infantiles y siendo invitado a refugiarse en el hueco de un árbol y a compartirlo con un mapache?

Y… ¿de dónde le venía el recuerdo de la caza del mapache? ¿Había estado alguna vez, realmente, en una partida de caza como aquélla? Parecía imposible. Blake sabía lo que era, un hombre, un ser humano fabricado por un proceso químico y construido para un definido propósito, de lo que se desprendía que jamás había tenido la ocasión de cazar ningún mapache.

—Si quiere seguirme —le indicó el duende—, le llevaré hasta el árbol.

Blake siguió al duende y le pareció que había puesto el pie a la entrada de un pequeño país de hadas. Hojas relucientes como joyas de todas las formas imaginables, como si fueran de oro, colgaban de todas partes, de los árboles, arbustos, matorrales, flores, casando en sus más finos detalles y con colores mucho más delicados que los de todo el esplendor de brillantes colores correspondientes a la pigmentación otoñal de los árboles que formaban un techo sobre sus cabezas. Y otra vez el recuerdo de otro lugar, igual que aquél, le volvió a la imaginación. Recuerdos sin detalle de tiempo y lugar; pero dejándole sin aliento ante la belleza de otros bosques y de otro día, captado en aquel momento en que los matices del otoño se hallaban en su orgía de colores suaves, antes de que el primer toque de deterioración hubiera llegado a los árboles y a las hojas, en el exacto momento antes de que comenzaran a desvanecerse.

Siguieron un camino tan imperceptible que costaba trabajo recorrerlo.

—Esto es bonito —dijo el duende—. A mí me gusta el otoño más que el resto del año. En mi antiguo planeta no existía cosa parecida.

—¿Todavía sigues pensando en tu planeta?

—Por supuesto —repuso el duende—. Los viejos relatos siguen transmitiéndose. Es nuestra herencia del pasado. Llegará el tiempo, imagino, que llegaremos a olvidarlos, ya que la Tierra será ya, en adelante, nuestro hogar. Pero por ahora, nos sentimos sólidamente ligados a ambos.

Llegaron a un gigantesco árbol, un impresionante roble de ocho pies de anchura en el tronco, envejecido y deformado, retorcido, y con las escamas de las colonias parásitas de líquenes de color marrón y plateado. Alrededor de la base crecían gran cantidad de helechos.

—Es aquí. Le pido perdón; pero tendrá usted que servirse de sus manos y rodillas y entrar un poco a rastras. No es un lugar diseñado para humanos.

Blake se arrodilló y comenzó a gatear. Los helechos le rozaban la cara y el cuello, para encontrarse luego en una suave y fresca oscuridad que olía a madera vieja. Desde algún sitio, por encima, se filtraba alguna luz que hacía desvanecer un tanto la oscuridad del refugio.

Se movió en el interior con cuidado.

—Dentro de poco —le dijo el duende—, sus ojos se acostumbrarán a este ambiente y podrá ver perfectamente.

—Puedo ver algo —repuso Blake—. Hay alguna luz.

—Sí, de los agujeros de la parte superior del tronco. El árbol es ya muy viejo. En realidad es solo un cascarón. Una vez, hace ya mucho tiempo, fue achicharrado por un incendio en el bosque, y las raíces tuvieron la oportunidad de volver a crecer. Pero a menos que sea atacado por un huracán, aún se mantendrá por muchos años. Y, mientras, nos sirve de hogar a nosotros, y más arriba, a toda una familia de ardillas. Hay además muchos nidos de pájaros, aunque por el momento la mayor parte de ellos ya se han marchado. A través de los años, este árbol ha sido el hogar de muchos seres. Viviendo en él se tiene la sensación de pertenecerle de algún modo.

Los ojos de Blake se habían ya adaptado al ambiente y pudo mirar en el interior del hueco del árbol. La superficie interior aparecía pulida y limpia. Todo lo podrido parecía haber sido limpiado cuidadosamente. El hueco se elevaba como una enorme chimenea por encima de su cabeza; como un largo túnel vertical. Aquí y allá, una mancha de luz brillante marcaba el agujero hecho en la corteza del viejo roble.

—Nadie le molestará —le dijo el duende—. Hay otros dos más como yo. Yo diría, utilizando términos humanos, que son dos viudas. Pero son muy tímidas frente a los humanos. También hay algunos niños…

—Lo siento —se disculpó Blake—. No sabía…

—No tiene de qué preocuparse —le aseguró el duende—. Las viudas emplean todo su tiempo en reunir raíces y nueces y los pequeños nunca están aquí. Hay tantos amiguitos por los bosques que se pasan todo el tiempo con ellos.

Blake miró a su alrededor. No había nada.

—No tenemos muebles de ningún género —le dijo calmosamente el duende—. Ni pertenencias materiales. Nunca las hemos necesitado, ni tampoco ahora. Tenemos algún alimento, nueces, avellanas, frutos secos y raíces, que almacenamos para el invierno; pero eso es todo lo que poseemos. Pensará usted seguramente que somos unos imprevisores…

Blake denegó con un gesto, mitad respuesta, mitad maravillado.

Algo se movió quedamente en un ángulo obscuro del árbol-casa y Blake volvió la cabeza. Una cara peluda de brillantes ojos le miraba con fijeza.

—Es nuestro otro amigo —dijo el duende—. No parece que le tenga miedo.

—No haré nada que pueda dañarle.

—¿Tiene usted hambre? —preguntó el duende—. Tenemos…

—No, gracias. Comí esta mañana con un compatriota suyo.

El duende hizo un gesto afirmativo, dando a entender que ya conocía el asunto.

—Sí, me dijo que venía usted hacia acá. Por eso le he estado esperando. Él no podía ofrecerle un lugar para dormir, no tiene nada más que una madriguera, demasiado pequeña para humanos.

El duende se volvió para marcharse.

—No sabría cómo darle las gracias —le dijo Blake emocionado.

—Ya nos lo ha agradecido. Nos ha aceptado usted y nosotros le hemos aceptado. Aceptó usted nuestra ayuda y eso tiene mucha importancia. Se lo aseguro, ya que ordinariamente somos nosotros quienes buscamos ayuda de los humanos. El poder devolver una fracción de esos favores es de lo más preciado para nosotros.

Blake miró entonces al mapache. Le estaba vigilando con sus brillantes ojos de fuego. Cuando volvió la vista, el duende había desaparecido.

Blake acercó la mochila y vació el contenido en el suelo. Había una manta fina y compacta a desemejanza de cualquier otra que jamás hubiera visto, con un lustre extraño y metálico; un cuchillo con su vaina, un hacha plegada, un pequeño equipo de utensilios para cocinar, un encendedor y una lata de esencia, un mapa plegado, una linterna, y…

¡Un mapa!

Lo tomó nerviosamente con las manos y lo desplegó, utilizó la linterna para iluminarlo y se acercó más para leer los nombres en él estampados.

Willow Grove, había dicho el maquinista del crucero, a unas cien millas de distancia. Allí estaba, en efecto, el lugar a donde tenía que dirigirse. Finalmente, pensó, un punto de destino en este mundo y situación en que parecía no haber ningún lugar a donde dirigirse. Un punto en el mapa y una persona, con un nombre que no recordaba, que tenía una importante información para él.

Dejó la manta a un lado y puso de nuevo el resto de los objetos en la mochila.

El mapache, según comprobó, se había aproximado a él un poco, acuciado en su curiosidad, aparentemente por las cosas que había sacado de la mochila.

Blake se aproximó a la pared interior del roble, desenrolló la manta y se la puso encima del cuerpo, tumbándose. La manta parecía adherirse a él, como si su cuerpo fuese un imán, desprendiendo un suave calor. El suelo era liso, sin pedruscos ni objetos que le molestaran. Blake tomó un puñado de la substancia de que estaba compuesto, dejándolo correr suavemente entre sus dedos. Eran diminutos fragmentos de madera podrida, fragmentos que durante años habían caído por aquella chimenea del tronco hueco.

Cerró los ojos y un sueño reparador se abatió dulcemente sobre él. Su subconsciente pareció hundirse en una sima, donde había algo, los otros dos seres, parte de sí mismo, que se unieron a él, reteniéndole y rodeándole hasta formar parte todos de uno mismo.

Era como el llegar juntos a casa, como una reunión con viejos amigos a quienes no se ha visto desde hace tiempo. No hubo palabras, ni eran precisas. Hubo una común bienvenida, una comprensión total, y una fusión mental, hasta el extremo de que ya no era Andrew Blake, ni siquiera un humano, sino un ser para el que no hiciera falta nombre, y algo que significaba mucho más que si fuera Andrew Blake o humano.

A través de aquella misteriosa fusión mental, tras la bienvenida y el placer de estar reunidos, dejó de ser Andrew Blake para convertirse otra vez en el Cambiador.

—Indagador, cuando despertemos, hará entonces más frío. ¿Quieres hacerte cargo de la situación por esta noche? Tú puedes viajar más aprisa y puedes percibir el camino en la oscuridad, y…

—Me haré cargo. Pero están tus ropas y esa mochila y estarás desnudo otra vez.

—Tú puedes llevarlo. Tienes brazos y manos, ¿recuerdas? Te pasas todo el tiempo olvidándote de que tienes brazos.

—¡Está bien! —repuso Indagador—. ¡Está bien! ¡Está bien!

—Willow Grove —dijo Cambiador.

—Sí, ya lo sé —dijo Indagador—. Leímos el mapa juntamente contigo.

El mapache habíase desplazado poco a poco y ahora estaba frente a ellos.

Blake levantó una esquina de la manta y la echó sobre el peludo cuerpo del animal. Después siguió durmiendo.