Capítulo 22

EL LUGAR para comer se hallaba en el vértice de una Y, donde el camino se bifurcaba en dos direcciones. A la media luz de la naciente aurora, el rojo letrero que se extendía en el techo aparecía rosado. Blake anduvo entonces con alguna mayor rapidez. Allí existía la oportunidad de entrar en calor, mientras descansaba y tomaba algún alimento. Los bocadillos con que le había provisto Elaine, le habían durado toda la noche, una larga noche de caminar incesante; pero entonces, se hallaba nuevamente hambriento. Con la llegada del nuevo día, debería encontrar un sitio en que pudiera dormir un poco y esconderse, tal vez en alguna pila de heno. Se preguntó si todavía quedarían pilas de heno en el campo, o si tales cosas del pasado habrían desaparecido ya de la faz de la Tierra.

El viento soplaba obstinadamente desde el norte, obligándole a ponerse la capucha del traje de lana del senador Horton sobre la cara. La tira de la mochila le hería ya el hombro e intentaba, a cada instante, cambiársela y reajustarla y encontrar un trozo de piel que no estuviese ya enrojecido. Le daba la impresión de que no quedaba ninguna parte en esas condiciones.

Llegó finalmente al cenador y atravesó el pequeño jardín de la fachada; subió, unos cuantos peldaños y se dirigió hacia la puerta. El lugar estaba vacío. El mostrador resplandecía como si estuviese recién pulimentado y limpio y la cafetera cromada, brillando a la incierta luz de las lámparas dispuestas en el techo de la estancia.

—¿Cómo está usted? —preguntó la habitación. La voz correspondía a una pulida y atenta camarera—. ¿Qué va a ser esta mañana?

Blake miró a su alrededor, sin ver a nadie y después se dio cuenta de la situación real. Otra instalación robótica, como las casas volantes. Se adelantó por el local y tomó asiento en uno de los taburetes.

—Unos pasteles —repuso—, y un poco de jamón y café. Dejó deslizarse la mochila de su hombro dolorido hasta situarla junto al taburete.

—¿Madrugando, verdad? —preguntó la habitación—. No me diga que ha estado caminando toda la noche.

—No toda la noche. Desde temprano, eso es todo.

—Ya no se ven compañeros suyos por aquí. ¿A qué se dedica, amigo?

—Escribo algo —dijo Blake—. Por lo menos, lo intento.

—Bien —repuso la instalación robótica en forma de albergue de camino—, al menos usted logra contemplar algo de esta zona campestre. Me aburro aquí como una ostra. No consigo ver a nadie. Todo lo que hago es hablar mucho, con lo cual consigo distraerme algo.

Automáticamente, un vertedor vertió un trozo de pasta sobre la parrilla, la movió a lo largo de un pequeño raíl y después soltó un segundo y un tercero, para inmediatamente volverlos a su primitiva posición. Un brazo metálico montado junto a la cafetera se extendió y puso en marcha una palanca situada encima de la parrilla. Tres lonchas de jamón se deslizaron, una tras otra, para caer en la parrilla. Con la mayor destreza, el brazo metálico las tomó y las separó poniéndolas en perfecto orden.

—¿Desea usted tomar el café ahora? —preguntó el comedor.

—Por favor.

El brazo metálico tomó una taza, la sostuvo bajo la espita de la cafetera y activó el dispositivo. El café salió humeante y oloroso y, una vez llena la taza, el brazo metálico la colocó limpiamente ante Blake. Después actuó de nuevo para recoger el azucarero, limpio y brillante, que colocó con la mayor delicadeza y cortesía a su alcance.

—¿Crema? —preguntó la máquina.

—No, gracias —dijo Blake.

—Oí una buena historia el otro día —comentó el comedor—. Un cliente que pasó por aquí me la contó. Parece qué…

La puerta se abrió tras Blake.

—¡No! ¡No! —gritó malhumorado el comedor—. Vamos, lárgate fuera. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no asomes por aquí cuando tengo clientes?

—Vengo precisamente a ver a tu cliente —dijo una voz chillona.

El sonido de aquella voz hizo que Blake se volviera en el acto. Un duende estaba de pie junto a la puerta, con sus brillantes ojos encima de su hocico de roedor y el cráneo apepinado flanqueado por unas grandes orejas con borlitas en las puntas. Sus pantalones estaban rayados de verde y rosa.

—Yo le alimento —comentó el comedor—. Tengo que soportarlo. La gente dice que es buena suerte tener uno cerca, pero éste no me trae otra cosa que problemas. Todo se le vuelven trucos. Es un marrullero y un impertinente. No me tiene ningún respeto…

—Eso es porque adoptas humos de persona humana —repuso tranquilamente el duende—, olvidándote que tú no eres un ser humano, sino una máquina hecha por los humanos y para servirlos, robando un trabajo honesto a un humano que pudiera llevarlo a cabo. Me pregunto si existe alguien que sienta respeto por ti.

—¡Ya se han terminado las consideraciones! Ya no más dormir aquí cuando hace frío en la calle. No tengo nada más para ti. Me he hartado de soportarte.

El duende no hizo el menor caso a la andanada de improperios del comedor y atravesó decidido el piso de la habitación. Se detuvo y se inclinó graciosamente ante Blake.

—Buenos días, honorable señor. Espero que se encuentre bien.

—Muy bien —repuso Blake, luchando entre lo divertido de la escena y cierto presentimiento—. ¿Te gustaría tomar algo conmigo para desayunar?

—Encantado —dijo el duende, subiéndose al taburete más próximo a Blake, donde quedó con las piernas colgando a buena distancia del suelo.

—Señor, tomaré cualquier cosa que tome usted. Ha sido usted de lo más cortés y generoso al invitarme, porque ciertamente estoy hambriento.

—Ya has oído a mi amigo —dijo Blake al comedor—. Tomará lo mismo que yo.

—¿Pagará usted por él? —preguntó el comedor.

—Por supuesto que sí.

El brazo mecánico volvió a actuar repitiendo las mismas operaciones que para servir a Blake.

—Es bueno tomar una comida normal —comentó el duende, hablando confidencialmente a Andrew Blake—. La mayor parte de la gente me da desperdicios. Y mientras el hambre no puede elegir, interiormente estoy suplicando a veces una mayor consideración hacia mi persona.

—No le permita que le cuente historias —advirtió el comedor a Blake—. Invítele a desayunar, si quiere; pero después envíele al diablo. No deje que le engatuse, o le dejará sin blanca.

—¡Puaff! ¡Máquinas! —repuso el duende despectivamente—. No tienen sensibilidad. Ignoran los más finos instintos. Son duras para aquéllos a quienes tienen la obligación de servir. Además, no tienen alma.

—Tampoco la tienes tú, extraño piojoso —exclamó iracundo el comedor—. Eres un embaucador, un vagabundo y además un parásito. Te vales del género humano, sin misericordia y no tienes la menor gratitud, ni sabes cuándo vas a detenerte en tus granujerías.

El duende miró a Blake, con un gesto irónico y después levantó ambas palmas de las manos hacia arriba con aire desesperanzado.

—Te lo repito, sí, eres todo eso —prosiguió el comedor irritado—. Todo lo que te he dicho es una verdad como un templo.

La máquina había servido al duende lo mismo que a Blake y, al final, con su brazo mecánico depositó ante ellos un tarrito de jarabe. La nariz del duende se movió con evidente placer ante su olor.

—Tiene un olor delicioso —dijo.

Desde la lejanía comenzó a oírse un débil quejido.

El duende se irguió, con las orejas de punta y nerviosas.

El extraño sonido llegó de nuevo más fuerte.

—¡Es otro de ellos! —gritó el comedor—. Se supone que nos avisan con tiempo suficiente de la llegada. Y tú, granuja —dijo, dirigiéndose al duende—, se supone también que deberías estar en el campo para avisarnos. Para eso te alimento.

—Es demasiado pronto para que venga otro —dijo el duende—. No debería llegar otro hasta más avanzada la mañana. Se supone que deben repartirse y utilizar diferentes caminos, para que así uno mismo no tenga que soportarlos todo el tiempo.

Aquel ruido se aproximaba más y más, más fuerte y terrible por momentos, como un trueno solitario que rodase por las colinas.

—¿Qué es eso? —preguntó Blake.

—Es un crucero —le explicó el duende—. Uno de esos grandes cargueros que van por el mar. Lleva un cargamento de algo que tiene que transportar a largas distancias, unas veces desde Europa, otras de África y así. Debió llegar a la orilla del mar hace una hora aproximadamente.

—¿Quieres decir que no se detiene cuando alcanza la orilla?

—¿Por qué debería hacerlo? Funciona sobre el mismo principio que los coches de tierra, sobre un cojín de aire. Lo mismo viaja por el agua que por tierra. Al llegar a la orilla, no vacila, sino que se limita a seguir un camino.

El ruido era ya espantoso. El metal del comedor retemblaba, las contraventanas sonaban como unas castañuelas. La puerta parecía arrancarse de sus goznes y todo daba la impresión de ser víctima de un fuerte movimiento sísmico.

Aquel zumbido llenaba la habitación y fuera se apreciaba un espantoso y terrible aullido como si una tormenta a escala gigante atravesara la tierra.

—¡Todo va a caer al suelo! —gritó el comedor para ser oído por encima del ruido—. Ustedes, tírense al suelo. Este parece uno de los grandes.

El edificio temblaba como por efecto de un tremendo terremoto y el ruido parecía el de una catarata que dejase caer sus masas de agua en todas direcciones, llenando la habitación hasta estallar.

El duende se había refugiado bajo el taburete con ambos brazos firmemente sujetos al soporte metálico del asiento. Tenía la boca abierta y resultaba evidente que estaba gritándole algo a Blake, pero su voz quedaba perdida en el estruendo.

Blake se tiró al suelo y se aferró al piso, intentando fijar los dedos en él y sujetarse; pero la cubierta del piso era dura y suave al tacto y no pudo sostenerse de ningún modo.

El comedor parecía un barco naufragando y el espantoso aullido de la bocina del crucero mar-tierra resultaba ya insoportable. Blake sintió deslizarse por el suelo.

Poco a poco el espantoso ruido fue disminuyendo para perderse en la distancia.

Blake se incorporó. Un charco de café se esparcía sobre el mostrador, donde había estado su taza, sin que se viera rastro alguno de ella. El plato con los dulces, el jamón y los huevos, estaba tirado en el suelo con su contenido desparramado y deshecho. Y lo mismo sucedía con el alimento del duende.

El brazo mecánico de la instalación robot, dejó escapar un chasquido, tomó una espátula y lo limpió todo lo mejor posible. Por lo demás, el espacio existente tras el mostrador aparecía lleno de vajilla hecha añicos.

—¡Eh, miren ustedes! —se quejó el comedor—. Debería haber una ley para este atropello. Lo notificaré al Jefe y pondrá una demanda y que paguen los culpables. Y ustedes, también tienen que firmar una demanda. Aleguen agonía mental o cosa parecida. Tengo formularios de demanda, si quieren hacerla.

Blake denegó con un gesto.

—¿Y los motoristas? ¿Qué ocurre cuando uno se encuentra con eso en la carretera?

—Ya vio usted esos bunkers a lo largo del camino, de diez pies de alto, con caminos de salida en todos ellos.

—Sí, ya los vi.

—El crucero tiene que sonar su sirena tan pronto como deja el agua y comienza a viajar por tierra. Tiene que seguir tocándola todo el tiempo que dure el viaje tierra adentro. Se oye la sirena y entonces hay que dirigirse hacia uno de esos bunkers y esconderse debajo.

El grifo trabajaba incansablemente recorriendo el mostrador y limpiando la suciedad existente.

—Oiga, señor —preguntó el comedor—, ¿es que no sabe usted nada sobre los cruceros y los bunkers? ¿De qué andurriales viene?

—Eso no es asunto tuvo —dijo el duende hablando por Blake—. Lo que hace falta es que nos pongas otra vez el desayuno, y menos hablar.