Capítulo 21

¿ESA MUJER? —preguntó Indagador—. Ella es una hembra, ¿no es cierto?

—Si —dijo Cambiador—. Una magnífica hembra. Muy bella, diría yo.

—Apenas si he captado algo —dijo Pensador—. El concepto es nuevo para mí. Una hembra es un ser a quien uno demuestra afecto, ¿verdad? Según veo, la atracción debe ser mutua. ¿Una hembra en la que se puede confiar?

—A veces —repuso Cambiador—. Depende de muchas cosas…

—No comprendo tu actitud respecto a las hembras —gruñó Indagador—. No son más que continuadoras de la raza.

—Tu sistema —dijo Pensador—, es ineficiente y desagradable. Si surge la necesidad, yo soy mi propio continuador. La presente cuestión parece ser no la importancia biológica o social de esta hembra, sino la de saber si es alguien en quien podamos confiar…

—No lo sé —repuso Cambiador—. Creo que sí. Apostaría a que sí podemos confiar.

Estaba acurrucado tras un matorral, temblando de pies a cabeza. Sus dientes tenían la constante tendencia a rechinar. El viento, soplando del norte, traía un toque helado. Cuidadosamente puso los pies bajo el cuerpo, intentando aliviar el dolor que sentía en ellos. Se había magullado los dedos mientras corría huyendo en la oscuridad tropezando en algo agudo y ahora le dolían terriblemente.

En frente, estaba la cabina pública de teléfonos, con el signo iluminado resplandeciendo un tanto sombríamente. Más allá de la cabina, discurría la calle, prácticamente desierta. Algún coche pasaba ocasionalmente, y siempre a toda velocidad. El puente sonaba siniestramente a hueco al paso de los vehículos.

Blake se acercó aún más a los matorrales. ¡Cristo, pensó, qué situación! Allí acurrucado, desnudo y medio helado, esperando a una chica a quien solo había visto dos veces para pedirle ropas sin estar seguro de que quisiera hacerlo…

Hizo una serie de gestos contradictorios, recordando la llamada telefónica. Se había visto forzado a poner en juego toda su voluntad para hacerlo. No le habría reprochado nada, de no haber querido ella escucharle. Asustada, naturalmente y tal vez llena de sospechas, pero ¿quién no lo habría estado en su lugar? Una persona completamente extraña llamando con una tonta y embarazosa súplica de ayuda…

Analizando la cuestión, no tenía nada que reprocharle. Lo sabía. Y para que las cosas resultasen más ridículas aún, era la segunda vez que se había visto obligado a llamar al hogar del senador en solicitud de ropas. Esta vez, sin embargo, no había ido a su hogar. La policía estaría vigilando y le hubiera echado el guante antes de aproximarse.

Se estremeció invadido por un frío terrible y se lio los brazos al cuerpo en un fútil intento de conservar el calor. Por encima de él sonó un ruido extraño y, al levantar los ojos, comprobó que era una casa deslizándose entre los árboles, perdiendo altitud, tal vez dirigiéndose a uno de los lugares de aparcamiento predeterminados de la ciudad. La luz se escapaba por sus ventanas, de donde salía igualmente el sonido de risas y de música. Eran gentes felices, libres de cuidados, mientras que él estaba como una fiera perseguida y muerta de frío.

Observó la casa hasta desaparecer, cayendo hacia el Este. ¿Qué tenía él que hacer? ¿Qué tendrían que hacer los tres? Una vez que consiguieran las ropas, ¿cuál sería el siguiente paso a dar?

Por lo que Elaine había dicho, aparentemente él no había sido todavía identificado como el hombre que se había escapado del hospital. Pero pasadas algunas horas, la historia se extendería por todas partes. Entonces, su rostro aparecería en las primeras páginas de los periódicos y en el dimensino. En tal caso, no tendría la menor esperanza de poder escapar, sin ser reconocido. Era cierto que tanto Indagador como Pensador podrían hacerse cargo de la situación cambiándose en su cuerpo y entonces no habría rostro humano que reconocer; pero tanto el uno como el otro deberían permanecer más estrictamente aún fuera de la vista de las gentes. El clima estaba contra ellos, demasiado frío para Pensador y demasiado cálido para Indagador, aparte de las demás complicaciones inherentes al hecho de absorber energía y conservarla, para mantener el cuerpo en funcionamiento. Habría alimento que Indagador pudiera tomar, pero era preciso investigar cuál podía ser. Existían lugares próximos a fuentes de energía eléctrica donde Pensador pudiera extraer la precisa; pero sería complicado buscarlas y seguir aún sin ser detectados.

¿Sería seguro, pensó, entrar en contacto con el doctor Daniels? Pensando bien el asunto, decidió al fin que sería más bien inseguro. Sabía ya la respuesta que le daría: que volviese al hospital. Y el hospital era una trampa. Allí permanecería sujeto a interminables entrevistas, pruebas médicas y tal vez, tratamiento siquiátrico. No estaría a cargo de él. Permanecería cortésmente vigilado y bien guardado. Un prisionero, en suma. Y aún habiendo sido fabricado por el hombre, no estaba dispuesto, de ningún modo, a ser propiedad de ningún otro hombre. Tenía que seguir siendo quien era.

Pero… ¿qué pensar de sí mismo? No era un hombre solo, por supuesto, sino un hombre con otras dos criaturas. Incluso deseándolo nunca podría escaparse de aquellas otras dos mentes que, con él, compartían la propiedad de una masa de materia que servía para sus cuerpos. Pero ahora que pensaba en ello, se dio cuenta de que no quería verse libre y escapar de aquellas otras mentes. Estaban soldadas a la suya, estaban con él, más cerca y más fundidas de lo que cualquier otra cosa pudiera haberlo estado. Eran amigos, bueno, tal vez no exactamente amigos, sino colaboradores existiendo en el lazo común de una simple carne. Y aún no habiendo sido amigos ni colaboradores, había aún otra consideración que no podía ignorar. Había sido por su mediación por lo que los otros estaban metidos en aquella aventura, y considerándolo bien, no tenía otro remedio que seguir con ella hasta el fin.

¿Acudiría Elaine a la cita, o por el contrario, habría ido a la policía con la información, o al hospital? No podía tampoco reprocharle nada a la joven, de haberlo hecho. ¿Cómo podría ella saber que no estaba más bien loco de atar, o ligeramente atacado de alguna especie de locura? Elaine podía creer muy bien que actuaba en su propio interés, de haber actuado en esa forma. En cualquier momento podía llegar un coche de la policía, dejando escapar de su interior un grupo de guardias armados.

—Indagador —dijo Cambiador—, podemos hallarnos en dificultades. Está pasando ya mucho tiempo para que venga ella.

—Hay otros caminos a seguir —repuso Indagador—. Si ella falla, encontraremos otros medios.

—Si la policía llega —dijo Cambiador—, tendremos que transformarnos en ti. No podré de ningún modo escapar. No puedo ver muy bien en la noche y tengo los pies destrozados, y…

—En cualquier momento que lo digas, estaré dispuesto —repuso Indagador—. No tienes más que avisar.

Allá abajo, en el valle lleno de árboles, un mapache dejó escapar un lastimero aullido. Blake se estremeció. Diez minutos más, pensó. Le daré a Elaine diez minutos más. Si no aparece en ese tiempo nos iremos de aquí. Y en aquel momento, imaginó cómo podría saber el tiempo correspondiente a diez minutos sin contar con un reloj para apreciarlo.

Siguió acurrucado, solitario, sintiéndose miserable y estremecido por el frío y la angustia. Una cosa extraña, pensó. Extraño en un mundo de criaturas de las cuales tenía la misma forma. ¿Habría algún lugar para él, no solo en este planeta, sino en cualquier otra parte del Universo?

—Soy humano —dijo a Pensador—, insisto en ser un humano.

Pero ¿qué derecho tenía para insistir?

—Calma, muchacho —dijo Indagador—. Vamos, cálmate, tranquilo.

Siguió pasando el tiempo. El mapache se había callado. Un pájaro trinaba su canto nocturno entre los árboles. ¿Estaría asustado por la extraña presencia suya? ¿O presintiendo alguna amenaza misteriosa?

Un coche se aproximó lentamente por la amplia calzada. Se detuvo en el bordillo opuesto a la cabina telefónica. Entonces tocó la bocina suavemente.

Blake se levantó y por detrás del matorral hizo un gesto con los brazos.

—¡Por aquí! —gritó.

Se abrió la portezuela del coche y Elaine salió. A la débil luz de la bombilla de la cabina telefónica la reconoció con su rostro oval y la obscura belleza de sus cabellos. La joven llevaba un bulto en las manos.

Elaine pasó por delante de la cabina telefónica y se dirigió hacia el matorral. Se detuvo a diez pies de distancia.

—Aquí tiene, tome —dijo, arrojándole el bulto.

Con los dedos agarrotados por el frío, Blake desenrolló el paquete tomando ávidamente las ropas. Las sandalias eran buenas, la ropa de buena lana negra, con un capuchón adosado.

Una vez vestido rápidamente, salió fuera y se unió a Elaine.

—Gracias —dijo—. Estaba casi congelado.

—Lamento haber tardado tanto —dijo ella—. No dejé de pensar un momento en la situación en que se encontraba. Pero tenía que reunir las cosas.

—¿Cosas?

—Sí, lo que necesitaba usted.

—No comprendo.

—Dijo usted que estaba huyendo. Necesita usted algo más que ropas. Venga y entre en mi coche. Tengo un calentador.

Blake retrocedió.

—No —le dijo a la chica—. ¿No lo comprende? No puedo seguir comprometiéndole más de lo que ya lo he hecho. No es que no se lo agradezca…

—No tiene sentido —dijo la joven—. Usted es la buena acción del día.

Blake sé apretó las ropas contra el cuerpo.

—Mire —dijo ella—. Tiene frío. Métase en el coche.

Blake vaciló. Tenía mucho frío y en el coche hacía calor.

—Vamos —insistió ella.

Se dirigió con ella hacia el coche, esperó a que entrase, situándose tras el volante, y después entró él. Una bocanada de aire caliente le acarició los tobillos.

Ella lo puso en marcha y el coche arrancó.

—No puedo permanecer aquí aparcada —explicó la joven—. Cualquiera podría informar del hecho, verme o investigar. Mientras siga moviéndome, todo irá bien y será legal. ¿Hay algún sitio a dónde pueda llevarle?

Blake sacudió la cabeza, denegando.

—¿Fuera de Washington, tal vez?

—Sí. Fuera de Washington es un punto de arranque, al menos.

—¿Podría decirme algo al respecto, Andrew?

—No mucho. Si se lo dijera, probablemente detendría el coche y me echaría.

Ella soltó una sincera carcajada.

—Vamos, no intente dramatizar las cosas, Andrew, sea lo que sea. Voy a dar la vuelta y a dirigirme hacia el oeste. ¿Le va bien?

—Está perfectamente. Allí habrá lugares en donde pueda esconderme.

—¿Cuánto tiempo piensa usted que podrá seguir escondiéndose?

—No sabría decirlo.

—¿Sabe lo que pienso? No creo que tenga que esconderse en absoluto. Alguien acabaría por descubrirle. Su única oportunidad es seguir caminando y moviéndose, sin permanecer mucho tiempo en ningún lugar.

—¿Ha pensado usted en eso?

—No. Creo que es de sentido común. Esa ropa que le he traído, uno de los trajes de lana del que papá se siente tan orgulloso, es de la clase del que los estudiantes vagabundos suelen ponerse.

—¿Estudiantes vagabundos?

—Ah, lo había olvidado. No está usted todavía familiarizado con las cosas que pasan ahora. No son realmente estudiantes. Mejor se les podría llamar holgazanes artísticos. Van de un lado a otro, algunos pintan algo, otros escriben libros y algunos de entre ellos hacen poesías, ya sabe, cosas de arte como ésas. No es que haya muchos; pero los suficientes para que sean reconocidos así por la indumentaria que usan. Y ni que decir tiene que nadie les presta atención. Puede usted ponerse esa capucha sobre el rostro sin que nadie le mire a la cara.

—¿Y cree usted que podría pasar por uno de esos estudiantes vagabundos?

Ella ignoró la interrupción.

—Encontré una vieja mochila para usted. Es de la que ellos suelen utilizar. Algunos cuadernos de papel, lápices y un par de libros para leer. Mejor será que les eche un vistazo para que sepa de qué tratan. Tanto si le gusta como si no, será usted un escritor. A la primera ocasión, escriba dos o tres páginas. Así, si alguien le pregunta, dará la sensación de ser auténtico.

Se arrebujó en el asiento, acariciado por el tibio ambiente del interior del coche. Ella había ya dado la vuelta por otra calle y se dirigía hacia el oeste. Enormes bloques de edificios que parecían llegar al cielo se levantaban unos junto a otros.

—Busque en el compartimiento que tiene a su derecha —dijo ella—. Supongo que está hambriento. Le he arreglado algunos bocadillos y un termo lleno de café.

Blake metió la mano en la bolsa lateral y sacó un paquete. Lo abrió y tomó un bocadillo.

—Estaba realmente hambriento —dijo.

—Pensé que lo estaría, es natural.

El coche siguió marchando. Las casas de apartamientos se iban haciendo más escasas. Aquí y allá había pequeñas comunidades con simples casas.

—Pude haber traído un flotador para usted —dijo Elaine—. Incluso tal vez un coche de tierra. —Pero ambos necesitan licencia y no sería difícil localizarlos. Además, nadie presta atención a un hombre que camina a pie. Estará usted más seguro de esta forma.

—Elaine —preguntó Blake—. ¿Por qué se ha tomado tanta molestia por mí? Yo no le había pedido tanto.

—No sé. Supongo que será por lo mucho que ha sufrido y la mala racha que está pasando. Recogido en el espacio y después metido en un hospital para ser examinado constantemente. Llevado algún tiempo a aquel pequeño pueblo, para ser enjaulado enseguida nuevamente.

—Ellos estaban haciendo lo que podían por mí.

—Sí, ya lo sé. Pero eso no podía ser nada agradable. No le reprocho que se haya usted escapado a la primera oportunidad de hacerlo.

Siguieron rodando algún tiempo en silencio. Blake comía los bocadillos y tomaba de tanto en tanto un sorbo de café caliente y azucarado.

—¿Y ese lobo? —preguntó la joven de repente—. ¿Qué sabe usted de ese asunto? Dicen que se trata de un lobo.

—Por lo que yo sé, no se trata de ningún lobo.

Al responder así se consoló a sí mismo de que técnicamente, al menos, tenía razón. Indagador no era ningún lobo.

—El hospital estaba terriblemente revuelto y el pánico cundió por todas partes —continuó Elaine—. Telefonearon al senador para que fuese allá.

—¿Por mí o por el lobo? —preguntó Blake.

—No lo sé. Papá no había vuelto todavía cuando salí.

Llegaron a una intersección y la joven detuvo el coche, lo aproximó al borde y entonces frenó.

—Hasta aquí es donde puedo llevarle —dijo ella—. No debo tardar demasiado en volver a casa.

Blake abrió la puerta y vaciló.

—Gracias —murmuró—. Me ha ayudado usted no sabe cuánto. Espero que algún día…

—Un momento —le interrumpió Elaine—. Aquí tiene su mochila. En ella hay también algún dinero…

—No, espere…

—Espere usted. Lo necesitará. No es mucho; pero le servirá de gran ayuda. Es de todo lo que dispongo. Algún día podrá devolvérmelo.

Blake alargó la mano y tomó la mochila y se la colgó al hombro. Su voz estaba velada por la emoción cuando habló de nuevo.

—Elaine… Elaine… no sé qué decir…

En la oscuridad interior del coche parecía que ella estaba más cerca de él. Su hombro tocaba a su brazo y pudo apreciar el dulce perfume que exhalaba la joven. Sin que pudiera darse cuenta de lo que hacía, le puso el brazo alrededor de los hombros, se aproximó a ella y la besó. Ella levantó las manos y le rodeó la cabeza con sus dedos suaves y frescos.

Después se apartaron. Ella le observaba con una dulce mirada, firme y segura.

—No te habría ayudado si no me hubieras gustado tanto —dijo ella—. Creo que eres todo un hombre y que actúas bien. Pienso que no estás haciendo nada de lo que tengas que avergonzarte.

Blake no respondió.

—Ahora, vete —dijo ella—. Escapa en la noche. Más tarde, cuando puedas, hazme saber alguna noticia tuya…