Capítulo 16

EL REFUGIO era pequeño y cerrado, una prominencia rocosa con un espacio en su interior producido por la erosión de la piedra de una forma natural. Por encima, el terreno se elevaba a gran altura verticalmente, y, por debajo, la pared rocosa se desplomaba a gran profundidad.

Al pie de la colina, un arroyo de agua discurría ruidoso sobre un lecho pedregoso. En la ladera, a la boca de la cueva, el terreno estaba repleto de diminutas piedrecitas, desprendidas a través de los años por la acción de los elementos de la masa rocosa de la montaña. Aquellas piedrecitas se clavaban traidoramente en las patas de Indagador mientras se dirigía hacia la cueva; pero se las arregló para llegar hasta ella. Una vez dentro, descansó enroscándose y de cara al exterior.

Por primera vez tuvo la sensación de seguridad, con sus flancos y la parte trasera del cuerpo protegidos, aunque tenía la certeza de que solo era una ilusoria seguridad. Las criaturas de este planeta, incluso entonces, estarían aún persiguiéndole y no pasaría mucho tiempo sin que llegara el momento que registrasen piedra a piedra toda aquella zona. Ciertamente, había sido vista por aquella criatura metálica que había cargado contra él con su rugiente chorro de aire y sus brillantes y grandes ojos que proyectaron la luz. Se estremeció pensando el trabajo que le había costado poder llegar al fin al amparo del grupo de árboles que tenía enfrente.

Tres largos más de su cuerpo y le habrían cazado.

Se relajó, dejando que sus músculos se distendieran poco a poco.

Su mente continuó comprobando, buscando, intentando comprender. Aquí había vida, mucha más vida de la que podía esperarse, un planeta superpoblado, un lugar en donde hervía la vida. Pequeñas formas vivientes, que no pensaban, sin inteligencia, existiendo y poco más. Había pequeñas inteligencias, siempre alertas, sintiendo miedo, pero con una inteligencia tan limitada que realmente eran poco más que una vida que apenas se daba cuenta de que existía, inadvertida de los peligros que la acechaban. Una cosa corría, buscando, cazando, persiguiendo a muerte, con el sangriento impulso de matar en su mente, espantosa y terrible; una cosa hambrienta. Tres formas de vida estaban acurrucadas en un lugar, un lugar algo escondido y seguro, ya que sus mentes se hallaban a gusto y tranquilas, rodeadas de un poco de protección. Y otras, muchas otras. Vida por todas partes, alguna con inteligencia. Pero en ninguna parte ya, el agudo, brillante y terrible sentido de las cosas que vivían en aquellas cuevas que se levantaban hasta el cielo.

Un planeta desordenado, pensó Indagador, desaliñado y sucio, con demasiada vida, agua y vegetación, con el aire demasiado espeso y cargado y un clima demasiado cálido. Un lugar en donde no se podía descansar en absoluto, sin sentido de la seguridad, la clase de lugar en donde podía sentirse, observarse, escuchar y temer, un peligro indetectado que pudiera llegar en cualquier momento, deslizándose a través de una invisible red y arrojársele a la garganta. Los árboles murmuraban con suavidad y se imaginó, al escucharlos, si tal murmullo procedía de los mismos árboles o procedía de la atmósfera que soplaba a través de ellos.

Mientras descansaba en su cueva, Indagador llegó al conocimiento de que era la fricción del viento contra la sustancia de los árboles lo que producía aquel agradable y suave murmullo, el rozar de sus hojas y el gemir de sus ramas y de que los árboles por sí mismos no tenían capacidad alguna para emitir sonidos, que los árboles y la otra vegetación sobre el planeta llamado Tierra estaban vivos, pero carentes de inteligencia y sin sentidos de percepción. Y que las cuevas eran edificios y que los humanos no eran miembros de una tribu, sino que formaban unidades sexuales a las que se conocía como familias y que el edificio en que vivía una familia se le llamaba hogar.

La información fue cayendo dentro de su mente, como una marea creciente de olas sucesivas y que le había enloquecido en un momento determinado con ciego pánico. Al fin consiguió desprenderse de aquel insensato terror y aquella marea fue marchándose y tranquilizándole la mente. Pero en su cerebro yacía todo el conocimiento del planeta, que consistía en todos los tesoros de información que formaban la mente de Cambiador.

—Lo siento —dijo Cambiador—. No hubo tiempo para que tú hubieras absorbido todo esto lenta y adecuadamente y te hubieras familiarizado con ello y lo hubieras clasificado. Te lo proporcionaré inmediatamente. Ahora lo tendrás para utilizarlo.

Con sus sentidos bien despiertos, Indagador puso atención y se estremeció ante la tremenda complejidad de aquel conocimiento.

—Mucho de todo esto está muy anticuado —dijo Cambiador—. Hay ahora muchas cosas que yo no conozco. Tenéis este planeta como yo lo conocí hace doscientos años, además de lo que he captado desde que volví. Debes de tener en cuenta que los datos que he impresionado en ti no son completos y algunos de ellos son de apenas algún valor.

Indagador se enroscó contra el piso de la roca del refugio, todavía intentando ver algo en la oscuridad de los bosques, lanzando a distancia y aumentando el poder de su red de detección mental en todas direcciones.

Un sentimiento de desolación pareció caer como una losa sobre él. Una terrible nostalgia del planeta de las dunas cambiantes de nieve y arena le invadió con la imposibilidad de poder volver a él. Tal vez jamás volviera. Se quedaría aquí, en este lugar enmarañado de demasiada vida y demasiado peligro, sin saber dónde refugiarse, ni qué hacer. Perseguido por las criaturas dominantes de este planeta, criaturas que ahora sabía eran mucho más horribles de lo que había imaginado que pudieran ser. Astutas, rudas e ilógicas, aplastadas por el odio y el temor, obedeciendo la criminal tendencia de una especie en formación.

—Cambiador —preguntó—, ¿qué hay de mi otro cuerpo? El que yo habitaba antes de que llegaran los humanos. Tú cogiste ese cuerpo, recuerda. ¿Qué hiciste con él?

—¡Yo no! Yo no lo tomé. No hice nada con él.

—No intentes emplear esos trucos legales contra mí. No te refugies en cuestiones retóricas. Tal vez no estés solo. Tú no personalmente; pero…

—Indagador —dijo el Pensador—, no adoptes ese tono de razonamiento. Nosotros tres hemos sido atrapados en la misma trampa, si es una trampa. Estoy inclinado a creer que no es tal cosa, sino una situación única que puede trabajar en nuestro beneficio. Nosotros compartimos un cuerpo y nuestras mentes están más juntas de lo que otras jamás hayan podido estarlo antes. Es preciso que no discutamos, no debemos tener diferencias, ya que no podemos permitirnos ese lujo. Tenemos que trabajar y colaborar juntos siempre. Hemos de marchar en perfecta armonía. Si hay diferencias, debemos eliminarlas inmediatamente y no permitir que prosperen.

—Eso es exactamente lo que estoy haciendo —dijo Indagador—. Hay una cosa que me molesta. ¿Qué me ocurrió primero?

—Aquel primer cuerpo —le dijo Cambiador— fue biológicamente escudriñado. Fue deshecho, casi molécula a molécula, y analizado. No hay ya forma en que pueda ser reunido de nuevo.

—Me mataste entonces, es lo que quieres decir.

—Si prefieres llamarlo así…

—¿Y Pensador también?

—Pensador también. Pensador fue el primero.

—Pensador —dijo Indagador—, ¿no te resientes por esto?

—¿Para qué serviría el resentimiento?

—Ésa no es una respuesta y tú lo sabes.

—No estoy seguro —repuso Pensador—. Tendría que meditarlo bien. Uno debe, por supuesto, resentirse de cualquier violencia que se le haga. Pero yo me inclino a considerar que lo ocurrido ha sido más una transfiguración que una violencia. Si esto no me hubiese ocurrido a mí, nunca pudiera haber existido en tu cuerpo o entrar en tu mente. Todos los datos que recogiste de las estrellas, se habrían perdido para mí, y perdido de la forma más lastimosa, ya que jamás lo habría sabido. Y tú, a tu vez, de no haber sido por lo que hicieron los humanos, jamás habrías imaginado la significación de las imágenes que has almacenado procedentes de las estrellas. Te habrías limitado simplemente a reunirías y ni siquiera te habrías maravillado ante ellas. No puedo concebir nada más trágico que eso, estar al borde del misterio y no poder maravillarse ante él.

—No estoy muy seguro —dijo Indagador— de que prefiriese el misterio y renunciase a la maravilla.

—Pero ¿es que no ves la belleza de esto? —preguntó Pensador—. Aquí estamos los tres, tres de nosotros, todos diferentes. Tres tipos de lo más distinto. Tú, Indagador, el duro, el bandido; Cambiador el astuto programador; y yo…

—Y tú —dijo Indagador—, el sabelotodo, el soñador, el premonitor.

—Estaba a punto de decir —dijo Pensador—, el chapucero tras la verdad.

—Si es algo que os pueda haceros sentir mejor —les dijo entonces Cambiador—, pediría excusas por la raza humana. En muchos aspectos me disgusta tanto como a vosotros dos.

—Y por una buena razón —dijo Pensador—. Ya que tú no eres humano. Tú eres algo hecho por los humanos, eres un agente de los humanos.

—Así y todo —dijo Cambiador—, es preciso que uno sea algo. Más bien me gusta ser humano que nada en absoluto. No se puede estar solo.

—Tú no estarás solo —intervino Pensador—. Nosotros dos estamos contigo.

—Aún así —repitió Cambiador testarudamente— insisto en ser humano.

—Es algo que no comprendo —dijo Pensador.

—Tal vez yo sí —dijo Indagador—. Allá en el hospital, sentí algo que no había sentido antes, algo que ningún indagador ha sentido desde hace mucho, muchísimo tiempo. El orgullo de la raza y además el orgullo también del espíritu de lucha racial que está escondido en algún lugar recóndito de mi mente y que ni siquiera sabía que estaba allí. Sospecho, Cambiador, que mi raza, en algún momento, hace ya mucho tiempo, se sentía aguijoneada por lo que la tuya lo está hoy. Es una cosa que llena de orgullo pertenecer a semejante raza. Eso le da a uno fuerza, dimensión y una gran cantidad de respeto propio. Esto es algo que Pensador y su especie no han sentido nunca.

—Mi orgullo —dijo Pensador—, si es que existe, sería de una clase diferente y surge de diferentes motivaciones. Pero no quiero excluir que existan distintos motivos de orgullo racial.

Indagador dedicó su atención a la ladera de la colina y a los bosques, como alertado por una punzada de peligro que se aproximaba rastreando como una serpiente por la red detectora que había situado a su alrededor.

—¡Quietos! —advirtió a los otros dos.

A lo lejos, se percibió una ligera indicación de peligro y centró su atención sobre ella. Había tres de ellos, tres humanos y al poco tiempo bastantes más, una larga fila de ellos que avanzaban cautelosamente, rebuscando entre el bosque. Sólo podía tratarse de aquello en que había pensado.

Captó las leves ondas cerebrales de aquellos humanos, y comprobó que tenían miedo, pero también estaban encolerizados y cargados de disgusto y de odio. Pero al propio tiempo que apreció tales sentimientos, captó además la sensación de la caza, una extraña y salvaje excitación que se centraba en encontrar y matar la cosa que les producía aquel temor.

Indagador se incorporó un poco dispuesto a lanzarse fuera del refugio rocoso, ya que aquélla era la forma, la única manera de eludir a aquellos humanos, correr y correr, siempre correr.

—Espera —dijo Pensador.

—Se nos echarán encima.

—No todavía en un buen rato. Se mueven muy despacio. Tiene que haber una forma mejor. No podemos correr siempre. Ya hemos cometido una equivocación. No deberíamos hacer otra.

—¿Qué equivocación?

—No deberíamos haber cambiado en tu persona. Tendríamos que haber permanecido con el cuerpo de Cambiador. Fue un pánico ciego lo que nos hizo realizar el cambio.

—Pero no sabíamos nada. Vimos el peligro y reaccionamos. Estábamos siendo amenazados.

—Yo pude haber salvado la situación —dijo Cambiador—. Pero de esta forma, creo eme ha sido la mejor manera de todas. Ellos tenían sospechas de mí, y me habrían puesto bajo observación. Podrían haberme detenido. En esta forma, al menos, somos libres.

—Pero no por mucho tiempo —dijo Pensador—, si tenemos que seguir huyendo. Hay muchos de ellos, demasiados, demasiados en el planeta. No podremos escondernos de todos. Tampoco podremos esquivarlos a todos. Matemáticamente tenemos tan poca probabilidad que prácticamente se reduce a cero.

—¿Tienes tú algo que decir? —preguntó Indagador.

—¿Por qué no cambiamos en mí? Yo puedo convertirme en un peñasco, en cualquier cosa, dentro de la cueva. En una roca, tal vez. Cuando vengan a mirar al interior no percibirán nada extraño.

—Un momento —intervino Cambiador—. Tu idea está bien; pero hay muchos problemas.

—¿Problemas?

—Deberías haberlos calculado ya. No se trata de problemas, sino de un problema. El clima de este planeta. Es demasiado cálido para Indagador. Y será demasiado fríe para ti.

—¿Frío es la falta de calor?

—Así es, en efecto.

—¿Falta de energía?

—Sí.

—Se lleva algún tiempo captar toda esta terminología —dijo Pensador—. Tiene que estar catalogada, empapada en la mente. Pero yo puedo soportar algún frío. Y para nuestra causa común, bastante frío si es preciso.

—No se trata de soportar ese frío. Por supuesto que puedes hacerlo. Pero necesitas grandes cantidades de energía.

—Cuando me formé aquella vez en la casa…

—Disponías de la energía suministrada por la propia casa, que podías absorber. Aquí no disponemos de nada, sino es el calor depositado en la atmósfera. Y ahora que el sol se ha puesto, el calor irá bajando más y más. Tendrás que operar solo con la energía que tiene el cuerpo que formamos. No puedes obtenerla de fuentes externas.

—Comprendo —dijo Pensador—. Pero puedo formar una figura que conserve la que tenemos. Puedo adherirme a ella. Si se hace el cambio, ¿tendré toda la energía del cuerpo?

—Yo diría que sí. El cambio en sí mismo tal vez requiera algún intercambio de energía; pero sospecho que no será mucha.

—¿Cómo te sientes, Indagador?

—Con calor —repuso éste.

—No me refiero a eso. ¿No estás cansado, verdad? ¿Ninguna falta de energía?

—No, me encuentro perfectamente en ese aspecto.

—Esperaremos —dijo Pensador— hasta que se encuentren aquí cerca. Después cambiaremos en mí, y yo soy la casi nada. Solo un peñasco sin forma. Lo mejor sería que pudiera extenderme alrededor de toda la cueva, como si fuera un revestimiento interior. Pero de esa forma perdería mucha energía.

—Puede que no vean la cueva —dijo Cambiador—. Es posible que pasen de largo.

—No podemos correr riesgos —comentó entonces Pensador—. Volveremos a cambiar tan pronto como pasen, si cuanto dices es la verdad.

—Puedes calcularlo por ti mismo —invitó Cambiador—. Tú tienes los datos que te he dado. Tú sabes mucho más de física y de química que yo.

—Los datos tal vez, Cambiador. Pero no el hábito mental de emplearlos. No pienso en la forma que tú lo haces. Ni tengo tu capacidad para las matemáticas, ni tu rápida captación de los principios universales.

—Pero tú eres nuestro pensador.

—Yo pienso de otra forma.

—Bien, dejemos este parloteo —dijo Indagador impaciente—. Veamos qué es lo que vamos a hacer. Una vez que pasen, volveremos a mi forma.

—No —dijo Cambiador—. En la mía.

—Pero tú careces de ropas.

—Aquí no hacen falta.

—Tus pies… necesitan zapatos. Hay rocas y astillas que pinchan por el suelo. Y tus ojos no son buenos en la oscuridad.

—Ya están casi encima de nosotros —advirtió Pensador.

—Está bien —repuso Indagador—. Sí, ya están bajando por la colina.