Capítulo 9

EL DOCTOR Michael Daniels estaba esperando en su despacho cuando Blake entró en su oficina.

—¿Qué tal se siente usted esta mañana? —preguntó el médico.

Blake hizo un gesto ambiguo.

—No mal del todo, tras haber puesto en práctica la idea que me sugirió ayer. ¿Hay algún dato sobre mí que yo pueda saber?

—Podemos enseñarle el expediente. Hay todavía que hacer algunas comprobaciones, y…

—Bien, gracias, doctor.

Daniels le hizo un gesto hacia un sillón.

—Póngase cómodo, tenga la bondad. Tenemos algunas cosas de qué hablar.

Blake se sentó en el sillón indicado. Daniels sacó un grueso dossier que puso frente a él y lo abrió.

—Supongo que habrá usted rebuscado y comprobado sobre lo que pudo haberme ocurrido en el espacio exterior… lo que me ocurrió a mí, con más precisión. ¿Ha habido suerte?

Daniels sacudió la cabeza negativamente.

—Ninguna. Hemos escudriñado los nombres de los pasajeros y la lista de la tripulación de todas las astronaves perdidas. Es decir, lo ha hecho la Administración del Espacio. Ellos están tan interesados en esto como yo.

—Las listas de pasajeros no le dirán mucho —apuntó Blake—. Son simplemente unos nombres y no sabemos…

—Es cierto —repuso Daniels—, pero es que también hay huellas dactilares y fonohuellas. Y usted no aparece en ningún sitio.

—De alguna forma tuve que salir al espacio…

—Sí, claro, ya sé que lo hizo. Alguien le congeló. Alguna persona se tomó la molestia de congelarle y dejarle en animación suspendida. Si pudiéramos descubrir por qué lo hizo así, sabríamos muchísimo más de lo que sabemos ahora. Pero, por supuesto, cuando se pierde una astronave, los registros también se pierden.

—Yo he estado intentando pensar por mi parte —comentó Blake—. Hemos estado haciendo presunciones, todo el tiempo, de que yo fui congelado con la finalidad de que mi vida se detuviera. Eso significa que ello se hizo antes de lo que le sucediera, sea lo que fuese, a la nave estelar. ¿Cómo pudo cualquiera saber lo que iba a pasar? Bueno, supongo que deben existir situaciones en que esto puede darse. ¿Ha pensado usted en la eventualidad de que yo fuese congelado y lanzado fuera de la nave porque no me quisieran a bordo, a causa de algún posible hecho y que los demás tuviesen miedo de mí o algo por el estilo?

—No —repuso Daniels—. No había pensado en eso. Sin embargo, había imaginado que no habría sido usted sólo el congelado y encapsulado y que tal cosa ha podido hacerse con muchos otros que aún se hallen en el espacio. Disponiendo de tiempo, puede hacerse algo para salvar algunas otras vidas… y sospecho que vidas importantes.

—Pero volvamos al asunto de mi expulsión al espacio. De haber sido tan insignificante, como para tomar la determinación de arrojarme al espacio como una basura, ¿por qué tan elaborado intento de salvarme la vida? El médico hizo un gesto de duda.

—No puedo ni siquiera imaginarlo. Estamos tratando solo con suposiciones. Creo que tendrá usted que resignarse a la posibilidad de no saberlo nunca. Yo había esperado que usted pudiera haber calado en el pasado de su mente; pero se ve que no ha sido posible. Pero hay una clara oportunidad de que se encuentre en condiciones de hacerlo. Tras algún tiempo, intentaremos un buen tratamiento siquiátrico que podrá ayudarnos. Aunque debo decirle francamente que también puede resultar un fracaso.

—¿Me está usted insinuando que me entregue sin lucha? —No. Me limito a decirle la verdad. Seguiremos intentándolo tanto tiempo como usted quiera estar de acuerdo con nosotros; pero me encuentro en la obligación moral de expresar la opinión de que quizás nunca llegue a saberlo.

—Comprendo…

—Y cambiando de tema… ¿qué tal ha ido esa pesca?

—Oh, muy bien —repuso Blake—. Capturé seis truchas estupendas y pasé un día magnífico al aire libre. Lo cual supongo sería lo que usted deseaba.

—¿Ha habido cualquier alucinación?

—Pues… sí —afirmó Blake—. La hubo. No se lo había contado aún. Decidí esta mañana contárselo. Pero ¿qué más da una alucinación más o menos? Cuando estaba pescando, me encontré con un duende.

—¡Vaya!

—Pues sí, me encontré con un duende de carne y hueso. Hablé con él. Se comió la mayor parte de mi almuerzo. Ya sabe lo que quiero decir y a lo que me refiero. Una de esas pequeñas y fantásticas criaturas que aparecen en los cuentos de los niños, con sus orejas puntiagudas y un gorro picudo. Solo que éste no llevaba gorro y tenía la cara de un roedor.

—Pues ha tenido usted suerte. No hay mucha gente que tropiece con un duende. Y menos todavía los que hablan con ellos.

—¿Quiere usted decir que existen esas cosas?

—Pues claro que sí, desde luego. Se trata de un pueblo emigrante de las estrellas Coonskin. No hay muchos de ellos. Vino un grupo selecto de unos cien miembros, más o menos, ya hace de eso unos ciento cincuenta años, en uno de los navíos estelares de exploración. La idea fue que los duendes nos visitaran por un cierto tiempo, como una especie de intercambio cultural. Pero les gustó la Tierra y obtuvieron el permiso formal de permanecer en nuestro mundo. Después que se hubieron diseminado, fueron desapareciendo gradualmente. Se marcharon a los bosques. Allí encontraron lugares donde vivir a su gusto, cuevas, madrigueras, huecos de grandes árboles y sitios parecidos —sacudió la cabeza con cierto aire de perplejidad. Son unas extrañas criaturas. Rechazaron la mayor parte de las ventajas materiales que les ofrecimos. No querían saber nada de nuestra civilización, les importó un comino nuestra cultura; pero en cambio, se enamoraron de nuestro planeta. Les gustó la Tierra como un lugar para vivir, a su modo, por supuesto. Parece ser que son seres altamente civilizados; pero en diferente forma a nosotros. Muy inteligentes; pero con diferentes valoraciones de las que nosotros sostenemos. Tengo entendido que algunos de ellos se unieron a determinadas familias o a particulares que les proporcionaban de tanto en tanto alimentos, ropa para vestirse y otras cosas útiles para las necesidades propias de su forma de vivir. Los duendes no son animales domésticos de esas gentes. Puede que se les pudiera llamar talismanes de la buena suerte. Se les ha asignado muchas de las cualidades literarias de los duendes de las historias antiguas.

—Es fantástico…

—¿Y qué se creía usted, Blake? ¿Qué era otra alucinación?

—Pues sí, ciertamente. Yo esperaba que desapareciera de mi vista en cualquier instante, como desvaneciéndose en el aire. Pero no fue así. Se sentó, comiendo con un apetito feroz mis bocadillos y después se limpió cuidadosamente los bigotes de las migajas que habían quedado prendidas en ellos. Además, me señalaba con toda exactitud dónde tirar el anzuelo. Por allí, me decía; y en efecto, una buena trucha. Así permaneció conmigo un buen rato, pareciendo como si tuviera la certeza de dónde se hallaba la pesca.

—Le estaba pagando a su manera y agradeciéndole el almuerzo. Estaba sencillamente dándole buena suerte.

—¿Cree usted realmente que de veras saben dónde están los peces? A mí me dio esa impresión, pero…

—No me sorprendería nada —comentó sonriendo Daniels—. Como le he dicho, no sabemos mucho acerca de esos duendes. Tienen probablemente determinadas facultades, de las que carecemos nosotros. El saber dónde estaba la pesca, puede ser una de ellas —miró entonces agudamente a Blake—. ¿Es que no ha oído usted hablar nunca de los duendes? De los de verdad, quiero decir.

—No, nunca.

—Creo que eso, en cierta forma, es una pista. Si usted hubiera estado aquí en la Tierra en aquel tiempo en que llegaron, necesariamente tendría que haber oído hablar de ellos.

—Puede que fuera así; pero no lo recuerdo.

—No lo creo. El incidente, a juzgar por las noticias de la época, produjo una enorme impresión en todo el mundo. Es algo que necesariamente recordaría usted de haberlo oído. Tuvo que haber producido una fuerte huella en su mente.

—Tenemos también otras cosas propias de esta época —dijo Blake—. La forma de vestir es algo completamente nueva para mí. Trajes, pantalones cortos y sandalias. Puedo recordar claramente que yo solía vestir una especie de pantalones largos y chaleco. Otra cosa son también las naves. Las rejillas de gravedad son algo desconocido para mí. Recuerdo que entonces utilizábamos la energía nuclear.

—La seguimos usando.

—En mis días era solo la energía atómica. Ahora es una fuerza auxiliar para generar altas velocidades; pero la potencia real proviene del control y manipulación de las fuerzas gravitacionales.

—Hay otras muchas cosas que son completamente nuevas para usted también —apuntó Daniels—. Las casas por ejemplo…

—Casi me han vuelto loco al principio —contestó Blake—. Pero me siento aliviado con el duende. Esto sustrae un incidente potencial en mi situación.

—Esas alucinaciones… Usted no piensa que lo son, por supuesto. Me lo dijo ayer. —No veo cómo puedan ser. Recuerdo todas las cosas que ocurren hasta un cierto punto, después todo queda en blanco y finalmente me encuentro a mí mismo de nuevo. No puedo recordar ninguna cosa que haya sucedido en ese período en blanco, aunque hay suficiente evidencia de que algo trasciende y de que hay un definido espacio de tiempo para darse cuenta de ello.

—Esto último ocurre mientras duerme usted.

—Cierto. Pero la habitación de la casa observó ciertos fenómenos que ocurrieron en un definido espacio de tiempo.

—¿Qué clase de casa tiene usted?

—Una Norman-Gilson B258.

—Uno de los más nuevos y mejores modelos —comentó Daniels—. Bellamente instrumentada y computada electrónicamente. Prácticamente a prueba de errores. No hay mucho margen de que algo pueda ir equivocado con semejante casa.

—Yo no creo que se haya producido ningún error. Creo que la habitación dijo la verdad. Creo firmemente que algo sucedió en la habitación. Cuando me desperté, me hallaba en el suelo…

—Pero sin la menor idea de lo que le había ocurrido, hasta que la habitación se lo dijo, ¿no es cierto? ¿No tiene ninguna idea del por qué ocurren esas cosas?

—Ninguna, en absoluto. Yo había confiado en que se le hubiera ocurrido a usted, doctor.

—Realmente, no. Es decir, alguna idea real. Hay dos cosas respecto a usted. ¿Cómo le diría?… Bueno… que resultan confusas. De una parte, su condición física. Tiene usted el aspecto de un hombre de treinta años, tal vez de treinta y cinco. Apenas si hay alguna arruga en su rostro. Tiene la apariencia de la madurez; pero así y todo, su cuerpo es el de un hombre joven, muy joven… No existe el menor signo de deterioro orgánico, ni de decadencia física. Es más, ni de que nada de esto haya comenzado. Es usted un perfecto ejemplar físico. Y si eso es así, ¿por qué tiene el aspecto de una edad mayor de treinta años? —¿Y la otra? Ha dicho usted que había dos—. ¿La otra? Bien, se trata de su encefalograma. Revela una extraña pauta. La principal raya de lectura del cerebro aparece claramente reconocible. Pero hay algo más también. Casi… —y vaciló al decir esto— como si otras pautas cerebrales se hubieran super impuesto al suyo propio. Son ritmos cerebrales débiles, podría decirse que subsidiarios, que desde luego aparecen, aunque no fuertemente.

—¿Qué está usted intentando decirme, doctor? ¿Es que algo funciona mal mentalmente? Esto podría explicar las alucinaciones, por supuesto. Es decir, significaría que las alucinaciones son verdaderas. Daniels denegó con un gesto.

—No, no es eso. Pero resulta extraño. No hay nada que indique ninguna malfunción, ni deterioro cerebral. Su mente, en apariencia, es tan saludable y tan normal como su cuerpo. Es como si tuviera usted más de un cerebro. Aunque a mí me consta, desde luego, que solo tiene uno. Los Rayos X lo han evidenciado claramente.

—¿Está usted seguro de que soy humano?

—Su cuerpo proclama que lo es. ¿Por qué lo pregunta?

—Pues realmente, no lo sé muy bien —dijo Blake—. Me encontraron ustedes en el espacio exterior. Yo provengo del espacio…

—Sí, ya lo sé. Olvídelo. No hay una pizca de evidencia de que usted no sea humano. La abrumadora prueba que tenemos, lo demuestra así.

—¿Y ahora, qué? Me vuelvo a casa y sigo esperando más sorpresas y alucinaciones…

—No inmediatamente. Nos gustaría que se quedase usted con nosotros unos cuantos días. Bien, si usted quiere…

—¿Van a hacerme más análisis?

—Tal vez. Me gustaría hablar con algunos de mis colegas y dejar que éstos le viesen. Me interesa su opinión.

Creo que es conveniente que se quede aquí para ulteriores observaciones.

—¿Para el caso de que se produzcan otras alucinaciones?

—Algo parecido a eso —dijo el Dr. Daniels.

—Ese asunto del cerebro me tiene preocupado y molesto —dijo Blake—. Dice usted que más de uno…

—No. Es solo una sugerencia del electroencefalograma. Yo no me preocuparía al respecto.

—Está bien. No lo haré.

—Pero… ¿qué era lo que el duende le había preguntado? ¿Cuántos de vosotros estáis aquí? Y que hubiera podido jurar cuando le vio la primera vez que había más de uno…

—Doctor, con relación a ese duende…

—¿Qué hay de particular en ese duende?

—Nada, supongo —repuso Blake—. Nada que tenga importancia.