Capítulo 8

EL AGUA corría espumeante a través del estrecho paso de los árboles caídos y de un grupo de matorrales, y discurría saltarina por medio de un pequeño boscaje de abedules existentes en la curva de la corriente, hasta desembocar a una charca remansada y tranquila, para continuar su camino.

Blake condujo cuidadosamente su silla flotadora hacia el terreno existente al fin de la barrera de los sauces, soltó el dispositivo antigravitatorio y fue a tomar tierra suavemente. Por un momento, quedó sentado en la silla flotadora, sin moverse, escuchando el delicioso rumor del agua y encantado por la sedante quietud del remanso. Ante él, más lejos, la línea de montañas se elevaba en el cielo.

Finalmente, abandonó el aparato flotador y de la parte trasera soltó la cesta de la comida y el aparejo de pesca. Dejó la cesta a un lado de la orilla recubierta de fina hierba, en donde crecían los abedules en un pequeño bosquecillo.

Algo se removía entre el amasijo de los árboles retorcidos que existía al otro lado del arroyo. Al oír el ruido, Blake dio la vuelta para fijarse con curiosidad y sorpresa. Un par de brillantes ojos le miraban fijamente desde debajo de un tronco.

Sería un visón, pensó Blake. O quizás una nutria, lo que le miraba con curiosidad desde su escondite por debajo del tronco.

—Hola —dijo Blake—. ¿No te importa si intento poner a prueba mi suerte?

—Hola —dijo lo que podía ser un visón o una nutria, con una voz de tono agudo y cantarina—. ¿Qué clase de suerte es la que quiere poner a prueba? Por favor, tiene que aclararlo…

—¿Eh? ¿Cómo? ¿Quién eres…? —y la voz de Blake se detuvo en seco.

Entonces, ante la perplejidad de Blake, salió de debajo del tronco el imaginado animal de ojos relucientes como dos cuentas de abalorio. No se trataba de ningún visón ni de ninguna nutria. Era un ser bípedo… como algo que hubiera salido de las páginas de un libro infantil. Un hocico de roedor peludo, rematado por un cráneo alargado, del que sobresalían un par de orejas puntiagudas con borlas en la punta. Tendría unos dos pies de altura y aparecía recubierto de una suave piel de color marrón. Vestía unos sencillos pantalones rojo brillante, la mayor parte de los cuales lo ocupaban unos grandes bolsillos, y sus manos estaban constituidas por unos largos y finos dedos.

Retorció graciosamente el hocico.

—¿Por casualidad —preguntó— no tendría usted alguna comida dentro de esa cesta?

Su voz resultaba chillona y graciosa al propio tiempo.

—Vaya, pues sí que tengo —repuso Blake—. Me figuro que tendrás hambre.

Aquello era absurdo, por supuesto. Seguramente que a los pocos momentos, aquella ilustración viviente de libro infantil se esfumaría simplemente y él podría continuar su pesca, apenas comenzada.

—Me estoy muriendo de hambre —dijo aquella viñeta viviente—. La gente que solía traerme comida, parece estar ahora de vacaciones. Desde entonces, estoy pordioseando algo que comer. ¿Ha tenido usted, por casualidad, alguna vez en su vida, que pordiosear la comida?

—Pues no creo que me haya ocurrido eso —contestó Blake.

Pero aquel fantástico ser no se desvanecía de la vista. Continuaba allí, bien vivo, y charlando, sin que pudiera quitárselo de encima.

Buen Dios, pensó Blake, ya comenzamos otra vez…

—Si tienes hambre —se decidió Blake a decir al fin— buscaremos en la cesta. ¿Hay algo especial que tú puedas comer?

—Yo como todo lo que el Homo sapiens coma. No tengo preferencias ni soy exigente. Mi metabolismo parece coincidir admirablemente con el de los habitantes de la Tierra.

Juntos, se dirigieron hacia la cesta y Blake quitó la tapa.

—Parecía usted indiferente a mi aparición allí debajo del tronco —le dijo la criatura.

—No es nada que me importe —repuso Blake, forzando a su mente a pensar con rapidez sacándola de su amodorramiento—. Aquí tenemos bocadillos, algunos pasteles, una fuente de ensalada y patatas y huevos revueltos.

—Si no le importa, tomaré un par de bocadillos.

—Adelante —le urgió Blake.

—¿No tiene intención de comer conmigo?

—Hace un momento que he desayunado.

La criatura se sentó con un bocadillo en cada mano y comenzó a comer con un hambre de lobo.

—Tendrá que perdonarme mí falta de buenas maneras en la mesa —dijo a Blake—, pero es que no he comido nada decente desde hace casi dos semanas. Supongo que espero demasiado de los demás. Esas gentes que me traían comida y se cuidaban de mí solían traerme casi siempre un recipiente con leche.

Mientras comía con hambre feroz, unas migajas de comida le temblaban en los bigotes, pero seguía comiendo. Acabó los dos bocadillos y alargó una mano que puso encima de la cesta.

—¿No le importa? —preguntó vacilante.

—En absoluto.

Y tomó entonces otro bocadillo.

—Le ruego que me perdone —dijo aquella criatura—, pero… ¿cuántos hay como usted?

—¿Cuántos… como yo?

—Sí, como usted. ¿Cuántos hay como usted?

—Vaya —repuso Blake—. Solo hay uno como yo, yo mismo. ¿Cómo podría haber más?

—Ha sido una tontería de mi parte, por supuesto —se excusó aquella extraña criatura—, pero cuando le vi la primera vez, hubiese podido jurar que hay muchos más que usted.

Comenzó a comer el tercer bocadillo; pero ahora mucho más despacio que los otros dos anteriores.

Lo terminó y apartó de los pelos del bigote las migajas que habían quedado prendidas.

—Se lo agradezco mucho.

—¡Oh, no hay de qué! —Dijo Blake—. ¿Estás seguro de que no quieres otro más?

—Otro bocadillo no, desde luego. Pero si le sobra algún pastel…

—Tómalo tú mismo.

La criatura lo hizo así.

—Y ahora —dijo Blake— que ya me has hecho varias preguntas, creo que yo podré hacerte otra.

—Es muy justo, ciertamente. Adelante y pregunte lo que quiera.

—No dejo de preguntarme quién eres exactamente.

—Vaya, bendito sea Dios —dijo la criatura— y pensé que lo sabría. Ni se me había pasado por la cabeza que no me hubiera reconocido.

Blake sacudió la cabeza con un gesto negativo.

—Lo lamento, pero no lo sé.

—Yo soy un duende —dijo aquella criatura inclinándose graciosamente—. Estoy a su servicio, señor.