Capítulo 7

BLAKE despertó y la habitación estaba gritándole:

—¿A dónde fue usted? Vamos, hable. ¿Qué le ocurrió?

Se hallaba sentado en el suelo en el centro de la habitación, con las piernas cruzadas. Aquello era un absurdo, ya que debía encontrarse en la cama.

La habitación comenzó de nuevo:

—¿A dónde fue usted? ¿Qué es lo que le ha ocurrido? ¿Qué hizo?

—¡Oh, cállate de una vez! —restalló Blake.

La habitación dejó de hablar.

La luz del amanecer se filtraba por las ventanas y, en alguna parte del exterior, un pájaro cantaba alegremente. En la habitación todo era normal. No había cambiado nada. Estaba exactamente como la recordaba a la hora de irse a la cama.

—Y ahora, explícate —dijo—. ¿Exactamente qué ocurrió?

—¡Se marchó usted! Y además, construyó una pared a su alrededor…

—¡Una pared!

—Con algo parecido a la nada —dijo la habitación—. Una burbuja de algo invisible. Me ha llenado usted con una nube de algo incomprensible.

—Tú estás loca —repuso Blake—. ¿Cómo he podido hacer una cosa así?

Pero aunque pronunciaba aquellas palabras, Blake sabía que la habitación tenía razón. La habitación solo podía informar con toda exactitud del fenómeno que había percibido. No era cuestión de imaginación. Era solo una máquina, aunque muy sofisticada y en sus experiencias no existía nada parecido a la superstición, al mito o a los cuentos de hadas.

—Desapareció usted —dijo la habitación—. Se envolvió usted en la nada y desapareció. Pero antes de envolverse en esa extraña sustancia, usted cambió.

—¿Cómo pude cambiar?

—No lo sé; pero lo hizo. Se fundió usted y adoptó otra forma, o comenzó a tomarla y después se envolvió con esa extraña nube a sí mismo.

—¿Y no pudiste sentirme? Eso será el por qué pensaste que me había ido.

—No podía sentirle. No pude penetrar esa especie de nada.

—¿Nada?

—Simplemente algo parecido a la nada —explicó la habitación—. No pude analizarlo.

Blake se levantó del suelo, tomó los pantalones cortos que había dejado caer en el piso cuando fue a acostarse la noche anterior. Se los puso y también el resto de la ropa que había sobre una silla. Era la misma ropa pesada y de lana, de color marrón, y repentinamente recordó la noche pasada; la extraña casa de piedra con el senador y su hija.

Ha cambiado usted, le había dicho la habitación. Ha cambiado usted y construido a su alrededor un muro de algo parecido a la nada. Pero a Blake le resultaba imposible tener el menor recuerdo de semejante hecho.

Por lo mismo que tampoco podía recordar en absoluto lo que había ocurrido la noche anterior en el intervalo existente entre que se vio en el patio y el momento en que se halló envuelto en la tormenta y a unas buenas cinco millas de su domicilio.

Dios mío, pensó. ¿Qué está ocurriéndome?

Se sentó en la cama pensativamente.

—Habitación —dijo—. ¿Estás segura?

—Absolutamente segura.

—¿Alguna especulación?

—Sabe usted muy bien que yo no puedo especular sobre nada.

—Claro, por supuesto, no podrías…

—La especulación es ilógica —dijo la habitación.

—Sí, desde luego, creo que tienes razón —le respondió Blake.

Blake se dirigió hacia la puerta.

—¿No tiene usted nada más que decir? —preguntó la habitación en tono desaprobatorio.

—¿Y qué podría decir? Tú sabes mucho más que yo de lo sucedido.

Salió y se asomó a la baranda. Mientras se dirigía a la escalera, la casa le saludó en su habitual forma alegre y cortés.

—Buenos días, señor —le dijo alegremente—. Ya ha salido el sol y hace un día espléndido. Se acabó la tormenta y no hay nubes. Los pronósticos son de buen tiempo. La temperatura ahora es de 49 grados F, y antes de que el día termine superará los 60. Ha amanecido un bello día de otoño y todo es magnífico. ¿Tiene usted alguna preferencia, señor? ¿Qué opina sobre la decoración? ¿Y de los muebles? ¿Qué le parece algo de música?

—Pregúntale —intervino la cocina—, qué es lo que desea comer.

—Claro —siguió la casa—, ¿qué desea comer?

—¿Qué tal unas gachas de avena?

—De acuerdo.

—El señor desea gachas de avena —repitió la casa.

—Está bien —repuso la cocina, vencida—. Ya se están preparando.

—No tiene usted que hacerle mucho caso a la cocina —dijo la casa—. Está trabajando al parecer bajo la impresión de una fuerte frustración. Tiene programadas una serie de recetas de fantasía que son realmente buenas; pero casi nunca tiene la oportunidad de utilizar ni una sola de ellas. Alguna vez, señor, por darle gusto, ¿por qué no le hace caso a la cocina?

—Gachas de avena —repitió Blake.

—¡Oh, muy bien, señor! El periódico de la mañana está en la bandeja del postálgrafo. Esta mañana parece que trae pocas noticias.

—Si no te importa, lo consideraré yo mismo.

—Perdone, señor. A su completo gusto. Estaba intentando serle útil e informarle.

—Limítate a intentarlo, pero sin insistir —repuso Blake.

—Lo lamento, señor. Me vigilaré a mí misma.

En la entrada recogió el periódico y se lo puso doblado bajo el brazo. Se dirigió hacia la ventana para echar un vistazo a su alrededor.

La casa de al lado se había marchado. La plataforma se erguía vacía.

—Se marcharon esta mañana —explicó la casa—. Hace más o menos una hora. Supongo que será un viaje de vacaciones de corta duración. Todas nos alegramos.

—¿Todas?

—Pues claro que sí, señor. Todas las otras casas, señor. Nos alegramos de que estén poco tiempo fuera y de que vuelvan pronto. Son todas muy buenas vecinas, señor.

—Parece que sabes mucho acerca de ellas.

—Bueno, señor. No me refiero a la gente. Era solo de las casas en sí mismas.

—Entonces, vosotras las casas, os consideráis vecinas.

—Vaya, por supuesto que sí. Nos visitamos entre nosotras. Y también hablamos unas con otras.

—Supongo que para intercambiaros información…

—Naturalmente. Bien, ahora, permítame insistir sobre la decoración.

—Está perfectamente así.

—Es que lleva así varías semanas…

—Bien —dijo Blake pensativamente—. Puedes hacer algo sobre ese papel que recubre los muros, en el comedor.

—No es el papel, señor.

—Ya me figuro que no lo es. Lo que quiero decir es que ya me estoy aburriendo de ese conejo y de esas flores.

—¿Qué le gustaría en su lugar?

—Cualquiera cosa que te guste a ti. Algo que no tenga conejos en escena.

—Pero, señor, puedo hacer millares de combinaciones…

—Bien, cualquier cosa que te parezca —dijo Blake—, pero asegúrate de que no aparezcan más conejos.

Se alejó de la ventana y se fue al comedor. Una serie de ojos le miraban fijamente desde las paredes; miles de ojos, ojos desprovistos de una simple faz, ojos de todos los colores y de todas las formas. Unos aparecían en pares y otros en solitario. Y todos y cada uno parecían mirarle a él directamente sin pestañear. Había ojos de un azul claro, ojos de bebé con una mirada llena de inocencia, otros inyectados en sangre que miraban con furia o con odio, otros con temor y otros, en fin, jóvenes, bellos, junto a los arrugados y sin vida de los ancianos. Todos parecían conocerle, saber quién era, le miraban con fijeza y de una forma horrible, como si formasen parte de otras tantas caras que quisieran gritarle o morderle con furia.

—¡Casa! —gritó.

—¿Qué le pasa, señor?

—Esos ojos.

—Pero usted dijo, señor, que pusiera cualquier cosa, menos conejos. Pensé que los ojos constituían toda una novedad para usted…

—¡Quítalos de ahí ahora mismo!

Los ojos desaparecieron y en su lugar apareció una playa deliciosa como fin de una ribera suave y plácida. La blanca arena llegaba hasta las suaves olas que venían a morir a la playa con su eterno y monorrítmico ir y venir. Unos árboles se inclinaban ante el empuje del viento. Por encima del paisaje, unas aves marinas gritaban alegremente mientras volaban. E incluso dentro de la habitación se percibía distintamente el olor de la sal y la arena.

—¿Así es mejor? —preguntó la casa.

—Sí, mucho mejor. Muchas gracias.

Blake se sintió encantado por el paisaje. Era como si estuviera en la misma playa.

—Hemos puesto el sonido y el olor —comentó la casa—. Podemos añadir, si lo prefiere el señor, el viento…

—No, es suficiente.

Las olas seguían yendo y viniendo y los pájaros volando adornaban con sus chillidos la perfección del paisaje vivo que reflejaban las paredes, al igual que las nubes algodonosas que flotaban en el cielo. ¿Acaso habría algo que la casa no pudiera reproducir? Millares de combinaciones, había dicho la casa. Un hombre podía estar allí sentado y contemplar cualquier escena que deseara.

Una casa… pensó. ¿Qué era una casa? ¿De qué forma había evolucionado? Primeramente, en los albores de la humanidad, no era más que un refugio con qué escudarse contra el viento y la lluvia, un lugar en donde acurrucarse, un sitio para esconderse. Y aquello, básicamente, todavía podría ser su definición; pero ahora un hombre hacía algo más que esconderse y abrigarse contra los elementos y las fieras; una casa era un lugar para vivir. Tal vez llegara el día, en algún tiempo futuro, en que el hombre no tuviera que abandonar su casa para nada, sino vivir su vida en el interior, sin aventurarse fuera de sus puertas.

Aquel día, se dijo a sí mismo, tal vez estuviera más cerca de lo que pudiera pensarse, ya que una casa había dejado de ser un simple refugio, o un lugar para vivir. Era un compañero y un sirviente; dentro de sus paredes se encontraba todo lo preciso, cuanto pudiera desearse.

Próximo al comedor, estaba el saloncito que albergaba el dimensino, la lógica expansión y el desarrollo de la televisión que había conocido doscientos años atrás. Pero entonces ya no era algo que se observaba y escuchaba, sino algo que se experimentaba. Una obra maestra de la fantasía, pensó, viendo aquel trozo de costa marina sobre la pared. Una vez en el interior de aquella habitación, con el aparato en funcionamiento, se entraba en la acción y en el sentido de la forma del entretenimiento. No solo se sentía captado por el sonido, el olfato y el gusto, la temperatura y el sentimiento de lo que se iba desarrollando junto con la imagen; sino que de una forma sutil, el espectador llegaba a ser, por simpatía, y por comprensión, una parte de la acción y la emoción que el dimensino proporcionaba en sí.

En la parte opuesta del dimensino, en un rincón, estaba la biblioteca, que contenía dentro de la simplicidad de su constitución electrónica toda la literatura que aún sobrevivía procedente de la larga historia del hombre. Allí bastaba con girar un dial y oprimir un botón para tener a la vista todos los pensamientos y las esperanzas de cada ser humano que hubiera escrito algo, manejando la palabra, intentando plasmar en una hoja de papel el fermento de la experiencia, el sentimiento o la convicción que hubieran existido albergados en su cerebro.

Aquella casa era el pregón lejano de hacía dos siglos, una estructura y una institución de la que había que maravillarse.

Y todavía no estaba acabada. En otros dos futuros siglos podría tener tantos cambios y refinamientos como los que había sufrido en los dos pasados. ¿Tendría alguna vez un fin el concepto de lo que era una casa?

Tomó el periódico que tenía doblado aún bajo el brazo y lo abrió. La casa había tenido razón. Pocas noticias.

Se había seleccionado a tres hombres para el Depósito de Inteligencia, para unirse a todos aquellos otros hombres seleccionados cuyos pensamientos y personalidad, conocimiento e inteligencia, habían tenido, en el decurso de los últimos trescientos años, el privilegio de formar parte masivamente del Banco de la Mente, que tenía en su interior los pensamientos de los hombres de más fina intelectualidad del género humano. Otra noticia se refería a que el Proyecto norteamericano de modificación del tiempo quedaría finalmente ubicado en Roma, en donde residía el Tribunal Supremo. La disputa sobre las masas de camarones aparecidas a lo largo de la costa de Florida continuaba en todo su apogeo. Una astronave de inspección y exploración había llegado finalmente a Moscú, tras haber salido diez años antes de viaje y ser dada por perdida. Y que, al día siguiente, las discusiones sobre la ingeniería biológica comenzarían en Washington.

La ingeniería biológica y su relato ocupaba dos columnas del periódico, una relativa al senador Chandler Horton y la otra al también senador Salomón Stone.

Blake se dispuso a leerlo entero:

WASHINGTON. Norteamérica.- Los dos senadores de Norteamérica se enfrentarán con sus respectivos puntos de vista en relación a la tan discutida proposición del programa de ingeniería biológica que se abre aquí mañana. Se esperan verdaderos fuegos de artificio. Ninguna propuesta de los últimos años ha captado tanto la imaginación del público, teniendo en cuenta que trata de la mayor controversia que existe por el momento en todo el mundo.

Los dos senadores de Norteamérica se hallan entre sí en una posición diametralmente opuesta, como en realidad lo han venido haciendo siempre en la mayor parte de su carrera política. El senador Chandler Horton, ha tomado la firme decisión de que se apruebe la propuesta, que sería sometida al comienzo del próximo año a referéndum mundial. Por e} contrario, el senador Salomón Stone, se halla obstinadamente opuesto a ella.

Que estos dos hombres se hallen el uno frente al otro, con tan dispares puntos de vista, no es nada nuevo. Pero el significado político de esta resolución es algo de gran profundidad a causa de la llamada Ley del Consentimiento Unánime, en asuntos de esta especie, que, como es sabido, han de ser sometidos a referéndum a escala planetaria, ya que el mandato de los votantes tiene que ser unánimemente aprobado en la sala de conferencias del Senado Mundial de Ginebra.

De esta forma, de ser favorablemente votado, el senador Stone sería requerido para que hiciese su votación en el Senado Mundial estipulando su punto de vista. Fallando este punto, debería, como es sabido, proponer la dimisión de su cargo. En todo caso, se produciría una elección especial para llenar la vacante producida por su renuncia. Solo serían elegibles para la vacante aquellos candidatos que con anterioridad hubieran conocido y sostenido sus puntos de vista respecto al problema que se discute.

Si el referéndum resulta contrario a la medida adoptada, sería el Senador Horton el que se encontraría en el mismo caso.

En el pasado, cuando se llegaba a una situación parecida, los senadores conservaban sus escaños votando las propuestas a las que se habían opuesto. Éste no sería el caso, según precisan la mayor parte de los observadores, bien se trate de Horton o de Stone. Ambos han situado sus vidas políticas y; su reputación limpiamente sobre el tapete de la cuestión. La filosofía política de ambos es tan opuesta como los dos polos de un imán, y a lo largo de los años, su personal y mutua antipatía se ha convertido ya’ en una leyenda senatorial. No se crea que en esta última ocasión, ni uno ni otro…

—Perdone, señor —dijo la casa—, pero las escaleras informan que algo extraño le ha sucedido a usted. Se encuentra bien, espero…

Blake levantó los ojos del periódico.

—Sí, me encuentro perfectamente.

—Pero pudiera no ser así —insistió la casa— y creo conveniente sugerirle que sería una buena idea que fuese a ver a un médico.

Blake dejó caer el periódico y se quedó con la boca abierta unos momentos, para cerrarla con firmeza. Después de todo, oficiosa como era, la casa parecía tener los mejores «sentimientos». Era un servomecanismo y su solo pensamiento robótico y su solo propósito era servir lo mejor posible al ser humano que albergaba.

—Tal vez tengas razón…

Era indudable que algo marchaba mal. En las últimas veinticuatro horas algo extraño le había ocurrido por dos veces.

—Hay ese famoso doctor en Washington —dijo Blake— en el hospital donde me llevaron para revivirme. Creo que su nombre es Daniels.

—Sí, el doctor Michael Daniels —afirmó la casa.

—¿Conoces ese nombre?

—Nuestro archivo de datos sobre usted es completísimo —repuso la casa—. ¿Cómo podríamos servirle, como se supone que debemos hacerlo, en caso contrario?

—Entonces tendrás su número. Podrás llamarlo.

—Pues naturalmente, señor. Si así lo desea…

—Por favor.

Dejó el periódico a un lado y se dirigió hacia la sala de estar. Se sentó ante el teléfono y la pequeña pantalla se encendió poco a poco.

—Un momento, señor —dijo la casa.

El panel se aclaró perfectamente y aparecieron la cabeza y los hombros del Dr. Michael Daniels.

—Soy Andrew Blake. ¿Me recuerda?

—Ciertamente que le recuerdo —repuso el Dr. Daniels—. La pasada noche estuve pensando qué sería de usted. ¿Qué tal se encuentra?

—Físicamente muy bien —dijo Blake—. Pero he tenido… bien, hasta que usted lo decida, supongo que podrían llamarse alucinaciones.

—Pero no pensará usted que lo son.

—Estoy seguro por completo de que no.

—¿Podría usted pasarse por aquí? Me gustaría hacerle un completo reconocimiento médico.

—Estaré encantado de ir a verle, doctor.

—Washington está en plena ebullición. Está lleno de gente por todas partes. Las gentes vienen a la cuestión de la bioingeniería. En la calle, frente a nosotros, hay una residencia. ¿Quiere esperar a que vea si puedo reservarle una plaza?

—Desde luego, gracias.

El rostro de Daniels desapareció de la pantalla, y la confusa imagen de una oficina, desfocada de la escena, danzaba vagamente en la pequeña pantalla.

En aquel momento, sonó la voz de la cocina:

—Las gachas de avena están ya listas y esperando. He hecho también tostadas y huevos con jamón, más una cafetera abundante de buen café.

—El amo está ocupado en el teléfono —le dijo la casa, en tono desaprobatorio—. Todo lo que ordenó fueron las gachas de avena.

—Ha podido cambiar de opinión —repuso la cocina—. Puede que las gachas de avena no sean suficientes. Puede que tenga más apetito del que creía. No irás a querer que diga que estamos matándole de hambre.

Daniels volvió a la pantalla.

—Gracias por haber esperado —dijo a Blake—. No hay reserva por el momento, ni sitio disponible. He reservado una plaza para mañana. ¿Le parece bien?

—Desde luego que sí. Yo solo quiero hablar con usted.

—Podríamos hablar ahora, si lo desea.

Blake hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Comprendo: —repuso Daniels—. Le veré mañana, pues. Digamos a la una en punto. ¿Qué planes tiene para hoy?

—No tengo plan alguno.

—¿Por qué no se va a pescar? Deje que su mente se libere de toda preocupación. Ocúpese de algo real y práctico. ¿Es usted pescador?

—No lo sé, no lo había pensado. Me parece que lo he sido alguna vez. El deporte tiene un sonido que me resulta familiar.

—Cosas que todavía están en el fondo de su memoria —comentó el médico—. Todavía recordando…

—No recuerdo nada en concreto. Solo como algo de fondo. Retazos de algo que va cayendo al azar aquí y allá. Pero en conjunto no me dice nada. Alguien menciona algo o leo alguna cosa que me resulta súbitamente familiar, alguna frase, cualquier hecho o determinada situación que puedo aceptar. Algo que haya conocido o visto en algún tiempo pasado; pero no dónde, cuándo o bajo qué condiciones lo encontré.

—Sería muy importante para nosotros poder encontrar alguna pista procedente del pasado de usted.

—Vivo sencillamente con él —dijo Blake—. Es la única forma en que puedo seguir adelante.

—Es la única aproximación sensata —opinó Daniels—. Pase usted un buen día y le veré mañana. Creo que en su localidad hay varios arroyos con muy buenas truchas. Trate de pescar alguna.

—Gracias, doctor.

El teléfono emitió un chasquido y la pantalla se obscureció. Blake se volvió y la casa le dijo:

—Tan pronto como haya usted tomado el desayuno, le tendremos el flotador dispuesto en el patio. Encontrará aparejos de pesca detrás del dormitorio que se utiliza como un cuarto trastero y la cocina le preparará un almuerzo. Mientras tanto, voy a buscar para usted, hasta encontrarlo, un buen arroyo truchero, le prepararé las direcciones, y…

—¡Ya está bien de tanto parloteo! —Interrumpió irritada la cocina—. ¡El desayuno se está enfriando!