Capítulo 3

CUANDO Blake volvió a la gran habitación de la chimenea, el senador le estaba esperando. Estaba sentado en un sillón y en el borde de uno de los brazos lo estaba una mujer de cabellos obscuros.

—Bien —dijo el senador—, ya apareció usted, joven. Me dijo su nombre, pero me temo que lo he olvidado a medias.

—Mi nombre es Andrew Blake.

—Lo lamento. Mi mente parece no tener ya el poder de retención de que tiempo atrás hacía gala. Ésta es mi hija Elaine y yo soy Chandler Horton. No me cabe duda, a juzgar por lo que ocurrió en la puerta, que ya sabe usted que soy un senador.

—Me siento muy honrado, senador —dijo Blake—. Señorita Elaine, es un placer conocerla.

—¿Blake? —Preguntó la joven—. He oído ese nombre alguna vez. Muy recientemente, además. Dígame, ¿por qué es usted famoso?

—Pues creo que por nada en absoluto.

—Pero apareció en todos los periódicos. Y además, apareció usted en el dimensino. ¡Sí, ahora me doy cuenta! Usted es el hombre que ha regresado de las estrellas…

—¡No me digas! —exclamó el senador, adelantando el cuerpo en el sillón—. Pero qué interesante, señor Blake. Ese sillón de ahí es muy confortable. Es el sitio de honor de la casa, pudiéramos decir. Cerca del fuego.

—Papá —comentó entonces Elaine— tiene la tendencia a volverse aristocrático y a sentirse todo un caballero a la antigua usanza cada vez que alguien cae por aquí. No debe hacerle mucho caso.

—El senador —repuso Blake— es un maravilloso anfitrión.

El senador tomó un frasco de cristal y buscó unos vasos.

—Recordará que le prometí a usted una copa de buen brandy.

—Tenga cuidado en alabarlo —dijo Elaine sonriendo—. El senador tiene el orgullo de considerarse un gran juez respecto al brandy. Bueno, algo más tarde, supongo que le gustará un poco de café y lo tomaremos todos. Ya he puesto en marcha la autococina.

—¿Otra vez en funciones la autococina? —preguntó el senador.

Elaine hizo un gesto con la cabeza.

—No es nada especial. Para hacer café en la forma en que lo he programado y además huevos fritos y jamón. ¿Quiere usted tomar un poco? —preguntó a Blake—. Creo que están aún calientes.

Blake denegó con la cabeza.

—No, muchísimas gracias.

—Los dispositivos mecánicos han estado constantemente de moda durante muchos años —comentó el senador—. A mí no me gustan —se levantó, repartió los vasos y se sentó en su sillón—. Por eso es por lo que me agrada este sitio. Es un domicilio sin complicaciones. Fue construido hace trescientos años por un hombre que impregnaba de dignidad todas sus cosas y tenía un cierto sentido ecológico que le hacía construirlas con sus materiales verdaderos y genuinos. Esta casa la construyó con piedras nobles y con maderas de los bosques próximos. No impuso su casa sobre el habitat; hizo de la misma una parte de él. Y excepto por lo que respecta a la autococina, aquí no hay ni el menor chisme mecánico.

—Estamos chapados a la antigua —dijo Elaine—. Yo he sentido siempre vivir en un lugar como éste; es algo semejante, bueno, digamos, a vivir tranquilamente en una antigua cabaña a estilo del siglo XX.

—Sin embargo —comentó Blake—, hay en ello un cierto encanto. Y la sensación de seguridad y solidez.

—Tiene usted razón —intervino el senador—. Así es; la tiene. Puede escucharse el murmullo del viento. Y la lluvia.

Y dio vueltas a la copa en las manos, calentando el brandy.

—No vuela, por supuesto —añadió el senador—, y no le habla a uno. Pero quién desea una cosa que vuele y…

—¡Papá! —exclamó Elaine.

—Tiene que excusarme, señor mío —dijo el senador—. Tengo mis entusiasmos y me gusta charlar sobre ellos y a veces no me doy cuenta de que solo hablo yo, y sospecho que a veces no tengo buenas maneras. Mi hija dijo algo respecto a haberle visto a usted en el dimensino.

—Desde luego, papá —dijo Elaine—. Tú, es que no pones nunca atención. Estás tan envuelto en tus cuestiones políticas y en la bioingeniería que no tienes interés por lo demás.

—Pero, querida —protestó el senador—, las audiencias y la política son cosa importante. La raza humana necesita decidir antes de que pase mucho tiempo qué debe hacer con todos esos planetas que estamos encontrando. Y te digo que el terraformarlos[1] es la solución de un lunático. Piensa en el tiempo que eso se llevará y las ingentes cantidades de dinero que habría que gastar.

—Y a propósito —interrumpió Elaine—. Lo había olvidado. Mamá ha telefoneado. No vendrá a casa esta noche. Ha oído hablar de una tormenta y se quedará en Nueva York.

El senador dejó escapar una sorda exclamación.

—Me parece muy bien. Es una noche de perros para viajar. ¿Cómo estaba Londres? ¿Dijo algo al respecto?

—Ha disfrutado mucho con la representación.

—Music-hall —explicó el senador a Blake—. Es el resurgimiento de una forma antigua de entretenimiento. Muy primitivo, lo comprendo. Pero a mi esposa le encanta. Es una persona muy sensible a las cuestiones artísticas.

—Es una cosa horrible decirlo —dijo Elaine.

—En absoluto —repuso el senador—. Es la verdad. Pero volvamos a nuestro tema de la bioingeniería. Quizás, señor Blake, tenga usted algunas opiniones sobre el asunto.

—No, no puedo decir que las tenga. Me encuentro en cierta forma como desplazado.

—¿Desplazado? ¡Ah, sí, comprendo! Supongo que debe estarlo. Este asunto de las estrellas. Ahora recuerdo la historia. Encapsulado, si mal no recuerdo y encontrado por algunos mineros de los asteroides. ¿De qué sistema se trataba?

—En la proximidad de Antares. Una pequeña estrella, solo un número en los catálogos estelares, sin nombre. Pero no recuerdo nada de eso. Esperaron a revivirme hasta que fui traído a Washington.

—¿Y no recuerda nada?

—En absoluto —repuso Blake—. Mi vida comenzó, por lo que a mí respecta, hace menos de un mes. No sé quién soy, y…

—Pero usted tiene un nombre.

—Un mero convencionalismo —indicó Blake—. Uno que elegí al azar. John Smith habría servido igual. Parece ser que un hombre tiene que tener un nombre especial.

—Pero, si mal no recuerdo, usted tiene conocimiento de su pasado.

—Sí, y aquí está lo extraño. Un conocimiento de la Tierra, de sus gentes y sus formas de vida; pero en muchos aspectos desfasado, sin esperanza. Me encuentro asombrado y confuso continuamente. Tropiezo a cada instante con costumbres, ideas y palabras que me resultan totalmente extrañas y nada familiares.

—No tiene que hablar de ello —dijo Elaine con calma—. No deseamos escudriñar en su vida.

—No me importa —le contestó Blake—. Ya he aceptado la situación. Es una extraña posición la mía; pero algún día lo sabré. Espero que llegue el momento en que sepa quién soy, de dónde vengo y cuándo, y qué ocurrió entre las estrellas. Por el momento, como podrán ustedes comprender, me encuentro realmente confundido. Sin embargo, todos han sido muy considerados conmigo. Se me ha dado una casa para vivir. No he sido molestado. Se encuentra en un pueblo pequeño…

—¿En éste? —preguntó el senador—. Cerca de aquí, supongo.

—Pues realmente no lo sé ahora —dijo Blake—. Me ocurre algo chocante y divertido. No sé dónde estoy. El pueblo se llama Middleton.

—Está allá abajo, al fondo del valle —indicó el senador—. Debe estar a menos de cinco millas. Por lo visto, vamos a ser vecinos.

—Salí a la calle después de la cena —les dijo Blake—. Estaba en el patio, mirando hacia las montañas. Se aproximaba una tormenta. Grandes nubarrones, truenos y relámpagos; pero todavía se estaba bien al exterior. Y entonces, repentinamente, me encontré sobre la colina que hay al otro lado del arroyo que discurre bajo esta casa, lloviendo a cántaros y empapado hasta los huesos…

Se detuvo y puso la copa cuidadosamente sobre la mesa. Entonces se quedó mirando con fijeza a ambos, alternativamente.

—Así es como ha ocurrido —continuó Blake—. Ya sé que suena a fantasía.

—Suena a algo imposible —repuso el senador.

—Lo creo. Y no fue solamente el espacio, sino el tiempo lo que se ha implicado en esta situación. No solamente me encontré a varias millas de distancia del sitio en que estaba mirando la tormenta, sino que era de noche y cuando salí al patio, apenas si comenzaba a obscurecer.

—Lamento que ese estúpido guardia le deslumbrara con la linterna. El hecho de encontrarse aquí, ya era suficiente sorpresa para usted. Nunca he solicitado a nadie que me guarde. Es más, no me gustan los guardianes. Pero Ginebra insiste en que todos los senadores necesitan estar custodiados. Lo cierto es que ignoro por qué. No hay nadie, estoy bien seguro, que quiera hacernos daño. Por fin y tras muchos años, la Tierra es, al menos, algo en buena parte civilizado.

—Bueno, papá, hay esa cuestión de la bioingeniería —dijo Elaine—. Parece que es un gran problema…

—No tiene nada de particular, excepto una determinación de pura política. No hay razón…

—Pero sí que la hay —insistió Elaine—. Los viejos conservadores, y también los mezquinos convencionalistas, están mortalmente en contra —dijo volviéndose hacia Blake—. Debería usted saber que el senador, que vive en una casa construida hace trescientos años y se jacta de que no hay en ella ni una simple máquina…

—La autococina —interrumpió su padre—. Te has olvidado de ella.

Elaine ignoró al senador.

—… y que se jacta de que no hay en ella ni una simple máquina, se alistaría junto a esos fanáticos, a los ultraprogresistas y al grupo más avanzado que existiera. El senador intervino entonces.

—Bueno, querida, no exageres. Es una simple cuestión de sentido común. Eso costaría miles de millones de dólares, solo para terraformar un simple planeta. A un costo mucho más razonable y en una fracción de tiempo determinada, podríamos instrumentar una raza humana que pudiera vivir sobre ese planeta. En lugar de cambiar el planeta para el hombre, cambiaríamos el hombre para que se ajustara al planeta.

—Ése es exactamente el problema —dijo Elaine—. Ahí radica la cuestión en que insisten tus oponentes. Cambiar al hombre, ése es el aspecto en que más se encarnizan. Suponen y afirman que cuando eso se pudiera conseguir, esa cosa que tuviera que vivir en otro planeta, no sería ya un hombre.

—Puede que no tuviese ese aspecto —dijo el senador—, pero aún seguiría siendo un hombre.

Elaine se dirigió a Blake.

—Comprenderá usted, sin duda, que yo no estoy contra el senador. Pero hay veces que resulta terriblemente duro hacerle comprender con quién tiene que habérselas.

—Mi hija —dijo entonces el senador—, hace a veces el papel de abogado del diablo, y a veces también me presta un buen servicio. Pero en esta cuestión, no hay ninguna necesidad de hacerlo. Conozco muy bien la postura agria y hostil de la oposición.

Entonces, levantó la botella de brandy. Blake sacudió la cabeza con un gesto negativo.

—Señor, si hubiera una forma de volver a casa… Creo que ya es demasiado tarde.

—Puede usted quedarse esta noche con nosotros.

—Gracias, senador; pero si hubiera alguna forma de irme…

—Ciertamente, Mr. Blake. Uno de los guardias le llevará. Creo que será mejor utilizar un coche para terreno firme. Es mala noche para un flotador.

—Se lo agradezco de todo corazón.

—Le daré a uno de esos guardias la oportunidad de ser útil —dijo el senador—. Mientras conduce, no verá lobos. Y a propósito, cuando anduvo usted por ahí fuera, ¿no vio algún lobo?

—No, señor. No vi ningún lobo.