Capítulo 2

LA LLUVIA azotaba a Andrew Blake en el rostro y la propia tierra temblaba con el estampido del trueno; las grandes masas de la hendida atmósfera rugían juntas de nuevo y, según parecía, por encima de su cabeza. El aire tenía el penetrante olor del ozono y se dio cuenta del frío barro que se mezclaba en los dedos de sus pies.

¿Cómo es que había llegado hasta allí, en plena tormenta, sin tener con qué cubrirse la cabeza, con la ropa mojada y chorreando y sin sandalias?

Blake había comenzado a andar, tras la cena, para echar un vistazo a la tormenta que parecía gestarse al oeste de la montaña y allí, segundos más tarde, se encontraba inmerso en la propia tormenta, o al menos, esperó que lo fuera.

El viento rugía entre un grupo de árboles y desde el pie de la ladera en donde se hallaba pudo oír claramente el sonido del agua corriendo y, justamente al otro lado del arroyo, ver la luz brillando en las ventanas de un edificio.

Su casa, tal vez…, pensó con una sensación de embriaguez. Pero allí donde estaba edificada su casa, no existía ninguna ladera en el monte, ni ninguna corriente de agua. Había árboles, pero no muchos, y debería haber otras casas.

Levantó la mano y se la pasó por la cabeza con un gesto de perplejidad. El agua que le empapaba los cabellos chorreó libremente por su rostro.

La lluvia, que había cesado por unos momentos, comenzó a golpearle nuevamente con nueva intensidad, y se volvió hacia la casa. No era la suya, con toda seguridad; pero era una casa y allí habría alguien que le dijese donde estaba y…

Pero… ¿decirle dónde estaba? ¡Qué insensatez! Un segundo antes había estado en su patio contemplando las nubes tormentosas, y no había habido lluvia.

Debió soñarlo o había sufrido una alucinación. Pero el golpeteo de la lluvia no tenía nada de sueño, y el olor a ozono fluctuaba todavía en el aire. ¿Y quién había notado jamás el olor del ozono estando en sueños?

Comenzó a caminar hacia la casa, y al mover el pie derecho, éste entró en contacto con algo duro. Un ramalazo de dolor flameó a través del pie y la pierna. Terriblemente dolorido levantó el pie agitándolo al aire, mientras se sostenía sobre la otra pierna. Un agudo dolor se había concentrado en el dedo mayor del pie levantado y tuvo que apretar los dientes perdiendo casi el equilibrio. El pie sobre el que se sostenía resbaló en el barro y él cayó desplomado al suelo, esparciendo el barro en todas direcciones. El suelo estaba encharcado y frío.

Se quedó allí momentáneamente. Atrajo hacia sí el pie dolorido e intentó a ciegas, con las manos, calmarse el agudo dolor que sufría.

No, no se trataba de un sueño. Soñando, ningún hombre era tan estúpido como para tropezar con el dedo mayor del pie.

Algo había sucedido. Alguna cosa, en una fracción de segundo, le había transportado, sin saberlo, tal vez a muchas millas de distancia desde el patio en que se encontraba. Le habían transportado corporalmente, colocándole, en medio de la lluvia y el trueno, en una noche tan obscura que no se veía nada.

Se frotó nuevamente el pie y se sintió algo mejor a los pocos momentos. Cuidadosamente se levantó e intentó caminar con el pie dañado. Apoyándose en el talón y con todo el cuerpo tenso, pudo servirse de la pierna. Como un borracho, dando tumbos y resbalando en el barro, fue descendiendo por la ladera y a través del arroyo, para seguir por la ladera opuesta hacia arriba y en busca de la casa.

Los relámpagos iluminaban el horizonte y por un instante vio destacarse la silueta completa de una casa contra el resplandor lejano de uno de ellos, como algo macizo, con pesadas chimeneas y ventanas situadas profundamente, como ojos, en la propia piedra.

Una casa de piedra…, pensó. ¡Qué anacronismo! Una casa de piedra y alguien viviendo en ella…

Se dirigió hacia la valla, sin sufrir daño, ya que caminaba con la mayor cautela y despacio. Siguió la valla a ciegas hasta dar con el hueco de la entrada. Más allá, tres pequeños rectángulos de luz marcaban lo que tomó por la situación de una puerta.

Unas piedras lisas se extendían bajo sus pies y siguió el sendero que formaban. Cerca de la puerta, disminuyó aún más su marcha hasta no ser más que un inaudible deslizamiento. Tal vez hubiera algunos escalones que condujesen a la puerta y tenía que cuidarse el pie tan dolorido. Efectivamente, había unos escalones. Los halló con el pie todavía dolorido y se quedó, deteniéndose un momento, rígido y tembloroso, con los dientes apretados, hasta que el agudo dolor hubo pasado.

Después, subió los escalones y encontró la puerta. Buscó algún timbre o señal de llamada; pero no existía ningún aparato parecido. Siguió buscando y encontró una aldaba.

¿Una aldaba? Por supuesto, se dijo a sí mismo, una casa como aquella tendría una aldaba para llamar a la puerta. Una casa tan hundida en el pasado…

Un miedo incontrolable surgió en su interior. No era el espacio, sino el tiempo, imaginó. ¿Había sido desplazado —de haberlo sido—, no en el espacio, sino en el tiempo?

Levantó la aldaba y golpeó con ella. Esperó. Parecía no existir señal alguna de haber sido oído. Volvió a golpear de nuevo.

El sonido de unos pasos se oyó a su espalda y un cono de luz se esparció envolviéndole por completo. Dio rápidamente la vuelta y el ojo redondo de la luz de la linterna le cegó momentáneamente. Tras aquella luz creyó ver dibujada la figura de un hombre, vagamente, con un débil perfil entre las espesas sombras de la noche. A su espalda se abrió la puerta de acceso a la casa de piedra, y la luz de su interior contrarrestó la otra, viendo al hombre que sostenía la linterna en una mano, abrigado con una chaqueta de piel de oveja y llevando en la otra un objeto metálico que Blake tomó sin duda por una pistola.

El hombre que había abierto la puerta preguntó secamente:

—¿Qué es lo que ocurre?

—Alguien que intenta entrar, senador —respondió el hombre de la linterna—. ¿Cómo se las habrá arreglado para esquivarme?

—Conque le ha esquivado —dijo el senador—. Es natural, estaría usted acurrucado en cualquier sitio, huyendo de la lluvia. Si ustedes, amiguitos, quieren jugar a ser guardias, me gustaría que de verdad hicieran bien su papel.

—Estaba obscuro —protestó el guardia—, y se deslizó… y…

—No creo que se deslizara —continuó el senador—. Este hombre, sencillamente, ha llegado hasta aquí y ha utilizado el picaporte. Si hubiera intentado pasar inadvertido, no veo para qué lo hubiera utilizado. Ha venido hasta aquí, como cualquier ciudadano corriente, y usted no le ha visto.

Blake se volvió lentamente para ver al hombre que estaba en el marco de la puerta.

—Lo siento, señor —dijo—. No lo sabía… No tuve la menor intención de causar ningún trastorno. Simplemente vi la casa, y…

—Y eso no es todo, senador —interrumpió el guardia—. Esta noche han ocurrido otras cosas extrañas. Hace un momento vi un lobo…

—Vamos, no diga tonterías. No hay lobos. No existen en absoluto. No los hay desde hace más de un siglo.

—Pero yo he visto uno —insistió tozudamente el guardia—. Se produjo un gran relámpago y lo vi, en las colinas, al otro lado del arroyo.

El senador se dirigió a Blake.

—Lamento tenerle hasta ahora en la puerta con todo este parloteo. No está la noche para eso.

—Parece que me encuentro perdido —repuso Blake, luchando por evitar que le castañetearan los dientes—. Si fuese tan amable de decirme dónde estoy y señalarme el camino…

—Apague esa linterna —dijo el senador al guardia— y vuelva a su puesto.

La linterna se apagó.

—¡Lobos, pues no está mal! —exclamó el senador en tono zumbón—. Si tiene la bondad de entrar —le dijo a Blake—, podría cerrar la puerta.

Blake entró y el senador cerró la puerta. Se encontró en una espaciosa estancia, flanqueada a ambos lados, y desde el suelo hasta el techo, por unas enormes puertas de madera. En una habitación contigua, más al fondo, ardía un fuego delicioso en una gran chimenea de piedra. La habitación estaba repleta de pesados muebles tapizados en colores brillantes.

El senador pasó delante y se detuvo para mirar a Blake.

—Me llamo Andrew Blake —dijo éste—, y me temo que esté manchándole el suelo. Lo siento, señor.

La lluvia caída sobre sus ropas iba formando pequeños charcos en el piso y una línea de huellas de sus pies mojados venía desde la entrada hasta el sitio en que se hallaba.

El senador era un hombre alto, esbelto, de cabellos blancos y un bigote plateado, bajo el cual se hallaba una boca de labios finos en cuyo trazo se apreciaba una mueca de firmeza e inteligencia. Vestía una bata blanca en cuyos bordes aparecía un motivo de color rojo parecido a una sierra dentada.

—Tiene el aspecto de una rata ahogada —le dijo el senador—, si no le importa que lo diga así. Y por lo que veo, además, ha perdido usted sus sandalias.

Se volvió, abrió una de las grandes puertas laterales de la estancia y apareció un inmenso perchero lleno de ropa. El senador eligió una bata gruesa de color marrón.

—Tome esto —dijo entregándosela a Blake—. Le servirá. Es de lana pura. Estoy seguro de que tiene frío.

—Sí, ciertamente —repuso Blake con el mismo esfuerzo de siempre para no rechinar los dientes.

—La lana le calentará —dijo el senador—. No se ve con frecuencia. Ya no hay más que tejidos sintéticos. Esta lana la consigo de un tipo medio chiflado que vive en las Colinas Escocesas. Tiene una forma de pensar bastante parecida a la mía… en que hay una cierta gran virtud al hecho de seguir apegado a las viejas realidades.

—Estoy seguro de que tiene usted razón —repuso Blake.

—Considere esta casa —dijo el senador—. Tiene ya tres siglos de antigüedad y aún es fuerte y tan sólida como el día en que se construyó. Construida con verdaderas piedras y buenas maderas. Y por hombres trabajadores y honrados… —Entonces miró fijamente a Blake—. Pero aquí me tiene declamando, mientras que usted está helándose. Suba por esas escaleras a la derecha. La primera puerta a la izquierda. Es mi habitación. Encontrará sandalias en el armario. Supongo que su ropa interior estará chorreando…

—Supongo que sí.

—Encontrará lo que necesite. El baño está a la derecha, conforme se entra. Creo que no le vendrá mal un buen baño caliente, aunque tenga que esperar diez minutos. Mientras, le diré a Elaine que prepare un buen café y yo descorcharé una buena botella de brandy.

—¡Oh! No tiene por qué molestarse tanto. Ya ha hecho demasiado…

—En absoluto —dijo el senador—. Me alegro de que haya venido.

Apretando contra sí las ropas de lana que le había entregado el senador, Blake subió la escalera y llegó al primer piso entrando en la habitación que le había indicado su anfitrión. Pronto descubrió el metálico resplandor de la bañera. Aquello era magnífico. Se metió en el baño y al hacerlo se dio cuenta de que estaba tan desnudo como un arrendajo. En alguna parte y de algún modo, había perdido hasta los calzoncillos.