Y, FINALMENTE, llegó el tiempo en que el hombre comenzó a admitir que se hallaba bloqueado totalmente, para viajar por el espacio. Primeramente, lo había sospechado, cuando Van Allen descubrió los cinturones de radiación que circundan la Tierra [1] (y que llevan su nombre) y los sabios de Minnessota emplearon globos especiales para captar el bombardeo de los protones solares. Pero el hombre había soñado demasiado tiempo con la aventura para abandonarla, incluso ante semejante dificultad insuperable y no quiso desistir de ese sueño, sin antes intentar lo imposible.
Y lo intentó… y siguió intentándolo, aún después de que muchos valientes astronautas dieron sus vidas, para demostrar sencillamente que no podía realizarse. El hombre era demasiado frágil para los vuelos interestelares. Moría con demasiada facilidad. O era destruido por las radiaciones primarias del Sol, o lo era por las secundarias, que se originaban en los metales de sus propias astronaves.
Después de muchos años se convenció trágicamente de que su sueño nunca sería una realidad positiva, debiendo contemplar las estrellas con amargura y desilusión, ya que parecían hallarse más lejos todavía de lo que lo estaban en la realidad.
Y tras mucho tiempo, tras incontables aventuras mortales en los espacios y un millón de fracasos rotundos, el hombre se rindió al fin.
Y abandonó la empresa.
Pero existía, no obstante, un camino mejor.