Tu padre yace bajo cinco brazas de agua;

de sus huesos se ha hecho el coral;

aquellas perlas fueron sus ojos.

No ha desaparecido nada de él,

sino que ha sufrido el cambio marino

en algo rico y extraño.

«Romance de Ariel»

La tempestad

Brillante… como una aguja de fuego…

¿De quién era aquella voz? No lo sabía.

Los interestelares… Son dos

Todos hablaban a la vez, produciendo un caos de voces.

Se llevan uno allende Plutón, para la prueba, dijo alguien.

Magnífico. Estamos esperando… estamos esperando. Reconoció la voz femenina y sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo.

Eso era lo malo de su aislamiento. Todavía le era posible oírlo todo.

No sólo en el despacho del superintendente de Marsópolis, donde se encontraba, sino en cualquier parte.

Los susurros sonoros que cruzaban el sistema solar, las medias palabras, los pensamientos incompletos que desde los planetas interiores se lanzaban hacia las estaciones espaciales situadas más allá de Plutón.

Y la soledad fue como un tormento repentino que sollozaba en su oído. La soledad y la pérdida de dos mundos.

Claro que podía dejar de oír aquellas voces si lo deseaba, aquellas voces distantes que tejían una red espacial recorriendo distancias inmensas a velocidad superior a la de la luz; pero…

Más le valdría entonces cerrarse a todo pensamiento de vida y buscar el estado inconsciente, fatal, del simple existir.

Volvía de nuevo aquella voz monótona que leía las referencias de un cargamento. Hizo el pequeño cambio mental, y la sólida masa de transistores instalados en su cuerpo de plástico y metal captó la voz con claridad. Era una nave de línea triplanetaria que circulaba por el Cinturón Crepuscular de Mercurio.

Le llegó la imagen fugaz de las llanuras calcinadas por un monstruoso Sol de luz cegadora.

Luego captó aquella voz que decía Conforme… Rumbo tres cero seis, cuenta atrás a partir de diez para caída libre

Aquella voz llegaba de más allá de Saturno. Recordó una visión de brillantes cintas luminosas en el cielo de un azul asombroso. Pensó que nunca volvería a verlo.

Radiofaro espacial tres a MRX dos dos… Radiofaro espacial tres… Alfil a torre de reina cuatro

Y allá estaba la voz suave, aquella voz diferente: Bart, Bart… ¿Dónde estás? Bart, responde… Bart

Aquélla prefirió ignorarla.

Para conseguirlo, se puso a observar a la recepcionista, que con los dedos trenzaba una complicada danza sobre el teclado de la máquina de escribir.

Bart… Bart

¡Basta ya!, pensó. Para él, aquella voz sólo contenía amargura. El aislamiento de quien está separado de la humanidad. La soledad. ¿Amor? ¿Afecto? En su existencia estas palabras no significaban nada.

Dedos finos volaban sobre las teclas de plástico, y el papel blanco florecía con incontables ramilletes de palabras.

Comprendió que aquel viaje del primer martes de cada mes por la silenciosa ciudad marciana hasta el Puerto Triplanetario se había convertido en un ritual. Un tributo a algo ya completamente muerto… Un gesto de un rito vano, débil e inútil.

Sabía que aquella mañana no iba a encontrar nada.

—No, nada —había afirmado la chica del despacho del superintendente—. Absolutamente nada.

No había nada para él en su monótono mundo de robots, donde todo carecía de tacto, de sabor.

Ella le miró como todos los que veían más allá de su apariencia humana, de su rostro de plástico y de sus ojos sin brillo.

Esperó y siguió.

—¡Hola, Bart! —le saludó el superintendente con una sonrisa cuando entró en la oficina, para invitarle con un movimiento de cabeza—: Pasa.

La chica frunció el ceño con manifiesta desaprobación.

—¿Por qué no te vuelves a casa? —le preguntó el superintendente en cuanto se hubieron acomodado en sendas butacas.

—¿A casa?

—Sí, a la Tierra.

—¿Eso es «casa»?

Las voces seguían susurrándole al oído, mientras el superintendente encendía un cigarro con expresión contrariada.

Bart, Bart… Caballo cuatro a… Tres vertical… Dos vertical… Pasamos Deimos, el Sol resplandece por sus bordes… Bart

—¿Qué pretendes? —preguntó el superintendente—. ¿Separarte completamente del mundo?

—Eso no lo he hecho yo —respondió—. Alguien lo hizo por mí, y además a conciencia.

—Escucha, seamos francos: no te debemos nada.

—Cierto —reconoció.

—Si no fuera por nosotros, ahora estarías muerto.

—Supongo que sí.

—Podrías regresar mañana a la Tierra, a una vida nueva. No hace falta que nadie lo sepa, y nadie lo sabrá si tú no insistes en decírselo.

Se miró las manos, surcadas de finas venas. Unas manos muy humanas. Y los muslos de fuerte musculatura, ceñidos por los pantalones celotérmicos.

—Vuestros técnicos hicieron un buen trabajo —reconoció—. En realidad, es mejor que mi cuerpo anterior. Es más fuerte y durará más tiempo. Pero…

Flexionó las manos, observando cómo las finas tiras de plástico contráctil articulaban los dedos.

—Pero la farsa no dará resultado, y tú lo sabes. Nos fabricaron con un propósito bien claro.

—Yo no puedo cambiar los planes de la empresa —explicó el superintendente—. Desde luego, sé que el experimento no dio resultado. De todos modos, era un mal compromiso. Necesitábamos algo un poco más rápido, algo sobrehumano capaz de pilotar aquellas naves de los primeros tiempos. Las reacciones humanas, los impulsos nerviosos, eran demasiado lentos, y el equipo electrónico resultaba voluminoso. Lo cierto es que no quisimos aceptar la realidad. Intentamos un compromiso, manteniendo al menos las formas humanas.

—Nosotros os dimos lo que necesitabais —afirmó—. Os dimos los pilotos para vuestras naves, y eso merece algo a cambio. ¿Crees que habría firmado vuestro contrato de haber sabido que al morir ibais a meter mi cerebro en algo que no era humano?

—Bueno, nosotros cumplimos nuestra parte del contrato. Te salvamos de aquel aterrizaje violento, a ti y a otros cien como tú. Todo ello a cambio de algo que sólo vosotros teníais. Creo que fue un trueque correcto.

—Muy bien. Pues entonces dame una nave. No pido más.

—Ya te lo he dicho otras veces. Ha de ser con contacto en circuito directo.

—No.

—Atiende: en este preciso momento se está probando uno de los interestelares. Y además, quedan las estaciones transplutonianas.

—¿Las estaciones? ¿Por qué voy a dejarme aislar en una de esas estaciones? Completamente inmóvil. ¿Qué clase de vida inútil es ésa, existir como unidad autónoma durante años sin el más mínimo contacto con los humanos?

—Esas estaciones no tienen nada de inútil —repuso el superintendente. Inclinándose hacia adelante golpeó con la palma de la mano la superficie de la mesa—. Sabes muy bien que la Propulsión Bechtoldt no puede instalarse en los pesados campos gravitatorios de nuestro sistema solar. En esas condiciones, el campo Bechtoldt hace explosión. Por eso necesitamos las estaciones. Se construyen para instalar la Propulsión una vez la nave abandona el sistema solar propiamente dicho, utilizando sus motores atómicos. Todavía no has respondido a mi pregunta. El Observador Estelar sale para una de las estaciones transplutonianas. El Observador Estelar II le seguirá pocos días después.

—¿Y qué?

—Te confío cualquiera de los dos, si quieres. ¡Ah! No pienses que te regalo nada, ya sabes que ése no es nuestro sistema. Las últimas dos naves estallaron porque los pilotos no utilizaron bien el enlace. Te necesitamos porque tú eres el mejor.

Hizo una pausa que pareció larguísima.

—Prefiero decírtelo —añadió al fin el superintendente—: nos lo jugamos el todo por el todo con esas dos naves. Si cualquiera de ellas fracasa, pasará un siglo antes de que se vuelva a intentar. Estamos hartos de no poder salir de los nueve planetas. Queremos llegar a las estrellas, y tú puedes participar en el intento.

—Antes estas cosas tenían significado para mí, pero… —se encogió de hombros—. Con el tiempo, acaba uno por sentir indiferencia hacia la humanidad y sus empresas.

—Sabes —dijo el superintendente cuando comenzaba a incorporarse— que no puedes pilotar naves o estaciones modernas si sigues ligado a un cuerpo humanoide. Le falta eficacia. Tienes que convertirte en parte de toda la estructura.

—Ya te he dicho que eso no servirá de nada.

—¿A qué le tienes miedo? ¿A la soledad?

—No es la primera vez que me encuentro solo.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó el superintendente.

—¿Qué es qué? ¿Lo que me da miedo? —preguntó él a su vez, abriendo los labios en una sonrisa mecánica—. Me da miedo lo que ya me ha pasado.

El superintendente enmudeció.

—Cuando uno empieza a perder las emociones básicas, las maneras básicas de pensar que le hacen a uno humano… ¿Qué me da miedo? Tengo miedo de ser más máquina todavía —concluyó, y abandonó el lugar antes de que el superintendente pudiera abrir la boca.

Fuera ya de la oficina, se subió la cremallera de su chaquetilla celotérmica y se ajustó el respirador. Luego, accionó los mandos del reóstato situado en la pechera de la chaquetilla hasta que la lucecita indicadora brilló suavemente en la semipenumbra matutina. Naturalmente, no le hacía ninguna falta el calor de las prendas; pero la farsa, la pretensión de ser totalmente humano, habría quedado incompleta sin ese importantísimo detalle.

Durante el camino de regreso por la luz gris perla escuchó las múltiples voces que cruzaban los canales aéreos. Oyó los engaños del comercio desde un centenar de puertos distintos y siguió mentalmente el rápido avance del Observador Estelar I, que, rebasada ya la órbita de Urano, se dirigía a la estación donde se le acoplaría la Propulsión Bechtoldt.

«Señor —pensó—, si pudiera hacer esa travesía…» Pero nunca a ese precio… No al precio que pagaron los otros, Jim, Martin, Walt y… Beth.

La ciudad había recobrado su normal animación diurna mientras él estuvo en el despacho del superintendente. Junto a él pasaron muchos seres presurosos, semejantes a osos con su indumentaria celotérmica y los respiradores transparentes. Nadie se fijó en él, y por un momento sintió el loco impulso de arrancarse el respirador que llevaba en la cara y quedarse quieto, esperando.

Esperando, retador y colérico, a que alguien se dignara mirarle.

Las contorsiones torturadas de los rótulos luminosos refulgían en las amplias calles. De vez en cuando pasaba un cochecito eléctrico, equilibrado ligeramente sobre sus dos ruedas, zumbando con suavidad y abriendo regueros de luz en la senda. No lograba acostumbrarse a la luz crepuscular del día marciano. Pero aquello era culpa de los técnicos que construyeron su cuerpo. En su deplorable deseo de imitar el cuerpo humano, en más de una ocasión habían mezclado las cualidades humanas con limitaciones inhumanas.

Se detuvo ante una tienda para echar un vistazo a la exposición de pequeños objetos, frágiles y extraños, procedentes de las ciudades muertas del norte marciano. Pensó que aquel escaparate tenía tan poco que ver con el entorno como la misma calle donde se encontraba y sus edificios, dotados de presión artificial. Como alguien sugiriera en cierta ocasión, habría sido mejor edificar toda la ciudad bajo una sola unidad con presión artificial. Pero los primeros establecimientos marcianos no se construyeron así, y los hombres seguían apegados a unas costumbres más propias de otro mundo.

En fin, era aquél un rasgo común que compartía con su raza. Desde luego, el superintendente estaba en lo cierto. Él tenía tanto de compromiso entre dos soluciones distintas como la propia ciudad. Persistían los viejos hábitos mentales que moldeaban formas nuevas.

Pensó que debía comer algo. No había desayunado antes de salir hacia el puerto. Sus constructores habían conseguido dotarle del sentido del apetito, aunque fracasaran en lo relativo al sabor de los alimentos.

Sin saber por qué, la idea de la comida le resultó desagradable.

Entonces se le ocurrió emborracharse.

Pero tampoco eso se le antojó demasiado atractivo.

De todos modos, siguió andando hasta meterse en un bar. Se despojó del respirador en la cámara de aire y, observado por un hombrecillo obeso que revolvía en su billetera, hizo como si desconectara el reóstato de su traje.

Penetró en el salón, saludó con una leve inclinación de cabeza al barman y ocupó una mesa en un rincón. En cuanto el barman le hubo servido el whisky con agua que pidiera, empezó a escuchar.

Seis y siete… y veinte-cero-tres

Recibido

Ahí, en el exterior, no se ve absolutamente nada. Es como

Bart, Bart

A caballo cuatro… Tres en jaque

Bart

Y las piedras refulgen como un millón de brillantes, según cómo inciden los rayos del Sol

Bart

Por vez primera desde hacía varias semanas consiguió el cambio. Pudo hablar sin producir ningún sonido audible, lo cual era una suerte. Subverbalización, lo llamaban.

Adelante —dijo en silencio.

Bart, ¿dónde estás?

En un bar.

Yo estoy lejos… estoy muy lejos. Desde aquí, el Sol es como un puntito de luz en una sábana negra. ¿Te adiestraron alguna vez en uno de aquellos viejos simuladores McKeever? ¿Los de capota negra? Yo me adiestré con ellos, y tenían un agujerito en la capota por donde entraba la luz. Pues es igual

Creo que voy a emborracharme.

¿Por qué?

Porque quiero emborracharme. ¿No es una razón tan buena como cualquier otra? Porque es la única cosa total y exclusivamente humana que sé hacer bien.

Te he echado de menos.

¿Que me has echado de menos? Habrás echado de menos mi voz, porque nunca me has visto… ni yo a ti.

Cayó en la cuenta de que aquello era muy cierto. Por lo menos debería tener una imagen mental de ella. Trató de evocarla, sin conseguirlo. Nunca había sido, nunca sería, más que una voz, alguien tan intangible como los personajes silenciosos que nos hablan desde las páginas de una novela.

Eso no tiene importancia. ¿No crees?

¿Importancia? Puede que no.

Deberías estar aquí con nosotros —dijo ella con voz ronca—. Están saliendo las grandes naves. Son una maravilla. Más grandes y más rápidas que cualquier otra nave.

Es que van a probar el Observador Estelar I.

Ya lo sé. En mi estación tenemos uno de los propulsores. En este momento es la estación número tres la que se encarga del Observador Estelar I.

Tragó saliva brutalmente, pensando en lo que el superintendente le había dicho.

¡Cuánto me gustaría ser uno de ellos! —exclamó Beth.

La mano de Bart apretó el vaso, y por un momento pensó que le estallaría entre los dedos. No había dicho estar en. Ser… Ser… «¡Cuánto me gustaría ser uno de ellos!»

¿Te gustaría? —preguntó—. Está bien.

«Sí, está bien, ojos brillantes, te amo. Y amo el firmamento y las estrellas y la sensación de ser… Yo soy la nave… Soy la estación… Soy cualquier cosa, menos humano…»

¿Qué ocurre, Bart?

Que voy a emborracharme.

Se acerca una nave. Está haciendo señales.

Vio que el barman le observaba de una manera extraña. Comprendió entonces que llevaba quince minutos con la misma bebida. Alzó el vaso y con parsimonia se tragó el contenido.

Tengo que dejarte un momento —le dijo ella.

Muy bien —respondió. Y en seguida—: Perdona, Beth. No era mi intención descargar en ti mi mal humor.

Volveré —prometió la voz.

Siguió sentado y echó un vistazo al salón, fijándose por vez primera en sus detalles. En la barra había dos turistas: un hombre gordo de frágil mentón, vestido con un traje de tela a cuadros, y una mujer delgada, probablemente su mujer, con aspecto de sufrir alguna afección del tiroides. Charlaban animadamente y el hombre gordo movía mucho las manos. Se preguntó por qué habían salido a hora tan temprana.

Resultaba gracioso aquel hombre gordo que parloteaba como una urraca nerviosa, haciendo con sus manos regordetas gestos ondulantes ante sí.

Vio que tenía el vaso vacío y se dirigió a la barra. Encontró un taburete, se acomodó en él y pidió otro whisky.

—Le haré pedazos —estaba diciendo el hombre, casi gritando—. Y que se vaya a paseo la fusión…

—George —le interrumpió la mujer con tono áspero—, no deberías beber por la mañana.

—Sabes muy bien que…

—George, quiero visitar las ruinas.

Bart… Bart

—Tienen una cerámica preciosa en la tienda de la esquina. Y es de las ruinas. Esas figurillas de enanos… Ya sabes, los marcianos.

Es la grande, Bart. Es el Observador Estelar. Está llegando. Con un poco de suerte, lo veré maniobrar. Una maravilla. Ojalá pudieras ver cómo le brillan los costados con la luz de nuestro faro. Parece un gran balón de plata pura

—Perdone —dijo la mujer, volviéndose en el taburete hacia él—. ¿Sabe usted a qué hora empiezan las visitas a las ruinas?

Se esforzó por sonreír mientras le proporcionaba la información.

—Gracias —dijo ella, y prosiguió—: Supongo que a veces se cansan ustedes de tanto turista curioso.

En sus grandes ojos apareció una mirada expectante, inquisitiva.

—No seas tonta —intervino George—. Hay que ser prácticos. El turismo deja mucho dinero.

—Eso es verdad —reconoció Bart.

Bart

—Es que —explicó la mujer— cuando no se sale mucho de la Tierra, hay que verlo todo en el menor tiempo posible.

Bart… Intranquilidad

—Por supuesto —contestó a la mujer en voz alta. Trató de beberse el whisky y dijo silenciosamente:

¿Ocurre algo malo?

Bart, algo le pasa a la nave. El campo gravitatorio… Está reverberando

La voz empezó a desvanecerse.

¡Vuelve! —gritó Bart en silencio.

Nada.

—Allá en la Tierra trabajo en el negocio de los Mantas —explicó George.

—¿Los Mantas? —Alzó con precaución una de sus cejas mecánicas.

—Sí, hombre, los reactores con colchón de aire. Es el nombre de nuestro modelo, Manta, porque se parece al pez. Los reactores lanzan un chorro y quedan suspendidos en el aire como un helicóptero. Y en cuanto a velocidad… Seguro que nunca ha visto un helicóptero que vuele tan rápido.

—Es verdad, no lo he visto.

Beth… Beth… —gritó su voz silenciosa. Por un instante quiso hacerlo en voz alta, pero un control férreo le detuvo.

—¡Créame! —seguía George—. Cinco años más, y el mercado será nuestro. Ya hay demasiados helicópteros en circulación. Han dejado de ser aparatos seguros. Oiga, si la turbulencia que hay sobre Rochester es algo…

—Somos de Rochester, ¿sabe? —explicó la mujer.

Bart, escúchame. Es el generador Bechtoldt, me parece. La radiación… Creo que ha matado al piloto. No consigo que me responda. Y no hay nadie más, sólo los instrumentos.

¿A qué distancia de la estación?

A menos de un kilómetro

¡Santo cielo! ¡Si la nave estalla…!

¡Estallaré con ella!

Percibió claramente una nota de temor en las palabras de su lejana interlocutora.

—Por eso pensamos que ahora era el momento de hacerlo. En cuanto se complete la fusión, George estará demasiado ocupado…

Procura establecer contacto con el piloto.

Bart… Bart… Me parece que

Procura

—¿Le ocurre algo? —preguntó la mujer del tiroides defectuoso.

Negó con la cabeza.

—Necesita otro trago —explicó George. Vio que su vaso estaba vacío, mientras George hacía una seña al barman.

Beth, la cuenta atrás.

Oh, Bart. Tengo miedo.

La cuenta

—Buen whisky —aprobó George.

Va subiendo… No me responde el piloto.

—En la nave que nos trajo tenían un whisky asqueroso. Esas naves me ponen la carne de gallina.

—George, cállate ya.

Beth, ¿dónde estás?

¿Qué quieres decir?

¿Cuál es tu posición? ¿En el centro o en un extremo?

Estoy a unos quinientos metros del centro de la estación.

—¿No te he dicho que no bebieras por la mañana?

¿Dispones de máquinas motrices secundarias? ¿Mandos de robots?

Sí, a veces tengo que descargar bultos.

Bien, pues destroza la pila auxiliar de energía.

Pero

Toma los ladrillos y amontónalos contra la pared exterior de la estación. Quedarás protegida de las radiaciones. Luego tendrás que hacer rotar la masa de la estación entre tú y la nave.

Pero ¿cómo?

El uranio es denso. Te protegerá de las radiaciones cuando estalle la nave. Y rompe órbita. Aléjate todo lo que puedas.

Es imposible, Bart. La estación no tiene energía.

Si no lo haces

Imposible

Y luego, silencio.

George y la mujer le miraban expectantes. Alzó el vaso hasta los labios, sorprendido de que no le temblara el pulso.

—Disculpe —se excusó en voz alta—. No entendí lo que me dijo.

Beth, las unidades propulsoras del Bechtoldt.

¿Sí?

¿Puedes activarlas?

Tendré que situarlas con un aparejo provisional. Soldarlas.

¿Tiempo?

Cinco minutos, tal vez más. Pero el campo gravitatorio… Se hundirá, como está ocurriendo con el de la nave.

No, si lo vigilas atentamente. De todos modos tendrás que correr ese riesgo. De lo contrario

—Decía —explicó George con voz pastosa— que si había viajado usted alguna vez en esas naves tripuladas por robots.

—¿Robots?

—Bueno, ya sé que no son robots.

—He viajado en una —dijo—. A fin de cuentas, ¿cómo habría llegado a Marte?

Su interlocutor pareció turbarse.

—Es que George, a veces, es un poco torpe —terció la mujer.

Beth

Me falta poco. La cuenta sigue subiendo.

Date prisa

Si se hunde el campo

No pienses en eso.

—Me ponen la carne de gallina —insistía George—. Es como volar en una nave encantada.

—El piloto está muy vivo —dijo él—. Y es de lo más humano.

Bart, ya he colocado los ladrillos de la pila. Unos minutos más y…

Date prisa… Date prisa… Date prisa

—George habla demasiado —aclaró la mujer.

—¿Qué diablos? —se defendió George—. Es que… En fin, la verdad es que esas cosas ya no son humanas.

Estoy lista, Bart… Tengo miedo.

¿Puedes controlar tu empuje?

Con las unidades de control remoto. Exactamente igual que si yo fuera el Observador Estelar.

Pues ahora

La cuenta sube con rapidez… Voy a… ¡Bart! Es cegador… Una bola de fuego… Es…

Beth

Silencio.

—¡No me importa! —protestó George con petulancia—. ¿Es que no tengo derecho a decir lo que pienso?

Beth

—George, ¿quieres callarte? Vámonos de aquí.

Beth…

Miró al exterior del bar y se imaginó un estallido ígneo en las tinieblas del espacio…

—Ya han dejado de ser hombres —le dijo a George—. Y hasta quién sabe si no han dejado de ser humanos. Pero no son máquinas.

Beth

—George no quiso decir que…

—Ya lo sé —dijo él—. George tiene parte de razón. Pero ellos tienen algo que los hombres normales nunca poseerán. Han encontrado un papel que desempeñar en el sueño más grande de la humanidad. Y para eso hace falta valor, valor para ser lo que ellos son. No son hombres, y sin embargo forman parte de lo más grandioso que jamás haya buscado la humanidad.

Beth

Silencio.

George se alzó de su taburete.

—Puede que sí —accedió—. Pero, en fin…

Le tendió su mano abierta.

—Hasta la vista.

George hizo una mueca de dolor cuando la mano de Bart apretó la suya. Un brillo fugaz en sus ojos indicó que había comprendido. Murmuró algo con voz confusa y se dirigió a la puerta.

Bart

Beth, ¿estás bien?

La mujer permaneció un momento más junto a él.

Sí, estoy bien. Pero la nave, el Observador Estelar…

Olvídate de él.

Pero ¿enviarán otro? ¿Se atreverán a probar otra vez?

Estás a salvo. Eso es lo único que importa.

—George casi nunca ve más allá de su nariz —explicaba la mujer. Sonrió confusa—: Tal vez por eso se casó conmigo.

Bart

Limítate a esperar. Alguien irá por ti.

No, si no necesito ayuda. La aceleración sólo me dejó inconsciente unos minutos. Pero ¿no comprendes?

Si no comprendo, ¿qué?

Tengo la propulsión instalada. Ahora soy una unidad autónoma.

No, no puedes hacer eso. Olvida esa idea.

Alguien ha de demostrar que puede hacerse. De lo contrario, nunca se arriesgarán a construir otra nave.

Necesitarías años para volver.

—Lo supe desde el primer momento —explicaba la mujer—. Lo de usted, quiero decir.

—No era mi intención ponerles en una situación violenta —aseguró Bart.

Beth, responde. Beth

Estoy saliendo… Voy cada vez más de prisa. Bart, voy a llegar antes que nadie. Seré la primera. Pero tendrás que venir por mí. Mi estación no tendrá suficiente energía para el viaje de regreso

—No me ha puesto en ninguna situación violenta —aseguró la mujer.

Sus grandes ojos despedían un brillo extraño.

—Para mí es una novedad —siguió explicando a Bart—. Es una novedad encontrar a alguien que vive con un propósito.

Beth, respóndeme.

Ya estoy muy lejos… y sigo acelerando. Ven por mí, Bart. Te esperaré allá fuera… orbitando en torno a Centauro

Clavó la vista en la mujer, sin apenas verla.

—¿Sabe una cosa? —preguntó la mujer—. Creo que podría enamorarme de usted.

—No —repuso él—. No le gustaría.

—Tal vez —reconoció ella—. Pero tenía razón en lo que le dijo a George. Hace falta mucho valor para ser lo que usted es.

Se volvió y salió en pos de su marido.

Miró hacia atrás antes de que la puerta se cerrara. En sus ojos se adivinaba la admiración que sentía.

No te preocupes, Beth. Iré, y lo más rápido que pueda.

Entonces llegaron hasta él los sonidos de los demás, los sonidos preocupados que se filtraban por las tinieblas espaciales, desde las llanuras calcinadas de Mercurio hasta los océanos de nitrógeno del oscuro Plutón.

Les contó lo que Beth estaba haciendo.

Por unos momentos, su oído interior crujió con el asombro de sus interlocutores.

Y luego se produjo la unanimidad. Supo entonces qué debía hacer, cuál iba a ser su próximo acto.

Todos estamos contigo —aseguró a Beth, sin saber si todavía podía oírle—. Siempre estaremos contigo.

Dirigió su pensamiento hacia el espacio, sintiéndose unido en un deseo silencioso con aquellos centenares de cerebros, proyectándose en una fraternidad del metal por las distancias interminables del espacio.

Proyectándose en una tensa banda metálica, como lo que era: un organismo que quería llegar hasta las estrellas.