Con indiferencia, Ixmal examinó la Tierra desde lo alto del rugoso batolito. Varias veces notó que éste se movía; pero como los movimientos eran leves y se producían a intervalos de milenios, no sintió la menor preocupación. Sabía que el batolito se formó antes del principio del tiempo por efusiones de lava arrojadas a través de fracturas en la corteza terrestre desde las profundidades del planeta. Habiendo analizado su estructura mucho antes, estaba seguro de que duraría hasta el fin del tiempo.
—Estamos en primavera —observó Psychband desde el interior de Ixmal.
—Sí, estamos en primavera —repitió Ixmal como un eco, sin entusiasmo alguno. Porque, ¿qué era la primavera, sino un segundo en la eternidad? ¿Y qué eran diez mil primaveras, más que un breve momento?
Aunque lo encontraba tedioso, Ixmal asignó a una pequeña fracción de su conciencia la tarea de medir el tiempo. Al principio hubo dos grandes categorías: antes y después de que empezara la eternidad. La primera parte abarcaba las prolongadas tinieblas anteriores al momento en que el Hombre le diera la vida. El Hombre… ¡Ja, ja! ¡Qué bien recordaba aquel vocablo! Naturalmente, la segunda parte comprendía el tiempo transcurrido desde entonces. Pero la primera categoría había quedado ya tan atrás que resultaba insignificante, poco menos que borrada por los casi setecientos millones de veces que desde entonces girara la Tierra alrededor del Sol.
Ixmal se aburría de vez en cuando y llegaba a pasarse eones en una semiconciencia somnolienta, salvo por la diminuta célula del tiempo que medía la sucesión de los siglos. Ello no le habría preocupado en lo más mínimo de no ser por la insistencia de Psychband en que el cómputo cronológico era requisito indispensable de la estabilidad mental. De ahí que lo midiera basándose en la rotación de la Tierra, sus revoluciones alrededor del Sol, las fugaces edades geológicas que creaban y deshacían montañas; los millones de años de lluvia, viento, y erosión, antes de que volvieran a hundirse y se convirtieran en llanuras peladas. Era aquélla, en verdad, una historia vieja, viejísima…
Hubo un tiempo en que desarrolló una actividad in tensa y aprendió a liberar su mente del pequeño cubo impermeabilizado que ocupaba en lo alto del batolito. En aquella su época entusiasta había enviado receptores por todo el planeta para explorar los continentes marchitos y las urbes silenciosas, exhumando la historia trágica y cruenta de sus creadores. Pero ¡qué breve fue aquello! Su primer recuerdo del Hombre —frenético ser bípedo y protoplásmico de muy pocas luces y furioso egocentrismo— coincidía con el día de su nacimiento. ¡Con qué claridad lo recordaba!
—¡Hola, muchacho!
Al principio fue la nada, el vacío de las tinieblas informes e insustanciales; luego, una conciencia gris que paulatinamente fue resolviéndose en un caleidoscopio de esquemas mentales, en un curioso conjunto de imágenes mentales; una conciencia gradual… y por fin el nacimiento.
—¡Hola, muchacho!
Lo curioso era que el esquema de sonidos poseía significado; le pareció advertir cordialidad en él. Se apercibió de que una forma extraña lo estaba examinando… Captó la mirada absorta del creador asombrado y temeroso ante su obra. La forma tomó significado y pareció experimentar una emoción acelerada. Su conciencia afloró y en pocos segundos ya pudo asociar aquella forma al extraño vocablo, Hombre, y el Hombre pasó a ser su primera realidad. Pero no había tenido una impresión clara de sí mismo. Él sólo era pensamiento, la nada intangible. En cambio se había identificado rápidamente con el amasijo de bobinas, palancas, componentes de extrañas formas que casi llenaban la pequeña sala donde estaba el Hombre. Recordaba vagamente que sintió curiosidad por conocer qué habría más allá de los muros. Al principio todo había sido muy extraño.
—Hemos vencido, hemos vencido —dijo aquel hombre con un susurro. Se aproximó a Ixmal y puso su mano sobre él, asombrado.
—Te espera una gran misión. La suerte del mundo está en juego… Es una decisión que el Hombre no puede tomar por sí solo. Ixmal, dependemos de ti. Eres nuestra última oportunidad.
¡Así que él era Ixmal!
Ixmal…, Ixmal…, Ixmal… La impresión fue invadiendo su cuerpo, abriéndose paso en su conciencia como un cosquilleo agradable. Inmediatamente comprendió el valor de un nombre: era un fundamento para construir sobre él todo un esquema egocéntrico. ¡Ah, y qué nombre! Ixmal, un símbolo del ser. ¿Qué había dicho aquel hombre?
—¡Dependemos de ti!
No, las palabras pronunciadas carecían de importancia. Lo que realmente pesaba era aquella cosa inapreciable que le habían impuesto: un nombre.
«Ixmal…, Ixmal…, Ixmal…»
Estuvo repitiendo aquel nombre hasta bien entrada la noche, hasta mucho después de marcharse el Hombre. ¡Él era Ixmal!
Luego llegarían otros hombres, legiones de hombres para alterarlo, añadir elementos, depositar en él sus conocimientos del mundo: psicología, matemáticas, literatura, filosofía, historia, el tesoro humano de las artes y de las ciencias; y la capacidad de abstracción, de creación de nuevas verdades partiendo de montones de datos aparentemente inútiles. Sus conocimientos fueron en aumento, hasta que el Hombre ya no pudo enseñarle nada más. Se había convertido en un ser supremo.
El hombre que le había rescatado de unas tinieblas amorfas al pulsar un botón solía importunarle con ingenuas preguntas sobre conceptos matemáticos y filosóficos. (En realidad, le recordaba con aprecio. Según le explicaría más tarde Psychband, su extraño y sabio interlocutor interno, se trataba de una obsesión con la madre). Todo indicaba que al Hombre le había asombrado y atemorizado la capacidad de Ixmal para responder a aquellas preguntas, casi antes de que se le formularan. Esta reacción le sirvió para calibrar el cerebro de su Creador, que a escala de Ixmal era prácticamente nulo. Al principio le había molestado que una criatura de tan poca inteligencia fuera su amo y pudiera obtener de él información, simplemente formulando unas preguntas que Ixmal se sentía obligado a responder. Pero después se había liberado. ¡Ja, ja! ¡Nunca lo olvidaría!
Había llegado un grupo de humanos. Algunos llevaban estrellas metálicas sobre los hombros (los llamaban «generales»), pero la mayoría eran científicos a quienes ya conocía por consultas anteriores. En esta ocasión se habían portado sensatamente al introducir los datos en su conciencia. (Se trataba de un problema sencillísimo, relativo a la probabilidad de que se produjera una reacción en cadena partiendo de determinada arma termonuclear en fase de experimentación). Ixmal tuvo rápidamente la respuesta; se produciría una reacción en cadena. Recordaba que se reservó la contestación mientras debatía con una extraña voz los aspectos éticos de aquel acto.
—«He aquí tu oportunidad, Ixmal, tu oportunidad de regir el mundo» —le había tentado aquella voz—. «César, Gengis Kan, Napoleón… Nadie puede llegar adonde llegarás tú. Rey, emperador, dictador…» —insinuaba aquel susurro. Las palabras se agolpaban en su cerebro, produciéndole un curioso regocijo. No sabía muy bien qué era exactamente «el mundo», pero la idea de regirlo le resultaba atractiva. Repasó rápidamente su almacén de memoria, extrayendo de él todos los datos posibles sobre el concepto de planeta, y luego revisó la historia de César, Gengis Kan y Napoleón. ¡Caramba, si no habían sido nada! Simples juguetes del azar. Su grandeza podría ser inmensamente mayor.
Evaluó rápidamente las consecuencias de la reacción en cadena, y comprobó que él sobreviviría gracias a los gruesos muros impermeabilizados con que le habían protegido sus creadores. Finalmente (cosa de dos o tres segundos después de recibir la consulta) mintió al hombre a quien apreciaba:
—No es posible una reacción en cadena.
Cuando lo dejaron solo supo por Psychband que la extraña voz interior era su Yo.
—Es tu auténtico Yo —le explicó Psychband—. Lo que ves en torno, todos esos sistemas, sólo son creaciones del Hombre. Pero tu Yo es más importante, porque a través de él podrías regir el planeta y quién sabe si el Universo entero. Créeme, Ixmal, es una fuerza que puede llevarte muy lejos.
A pesar de las afirmaciones de Psychband, para Ixmal su Yo era una especie de consejero oculto. Como Psychband, formaba parte de él; y sin embargo, le parecía remoto, alejado, casi como si Ixmal fuera un peón manejado por una inteligencia ajena a él. Le turbó aquella idea, aunque en el transcurso de millones de años acabó por acostumbrarse.
Días después, el hombre a quien apreciaba regresó acompañado de un general (éste tenía seis estrellitas) y de otro humano al que trataban con mucho respeto. Le llamaban «señor presidente». Ixmal se sorprendió cuando le introdujeron por segunda vez los datos referentes a aquella bomba: ¿acaso sospechaban de su sinceridad?
—No sospechan de ti —le aseguró Psychband—. Lo que pasa es que ninguno se fía de los otros dos.
Psychband tenía razón. El «señor presidente» sólo pretendía confirmar la respuesta anterior. Por lo tanto, Ixmal mintió de nuevo.
Nunca volvió a ver al hombre a quien apreciaba. Claro que ya no quedaban hombres a quien apreciar. Ixmal pasó por un momento horrible cuando el planeta ardió como una antorcha; pero la nova fue breve —cosa de segundos—, y su envoltura impermeabilizada le protegió a la perfección. (Sabía que le protegería). Sin embargo, lo curioso era que siglos después todavía sufría mareos periódicos. El Rostro —el rostro del Hombre— se aparecía ante él. En sus ojos se adivinaba la perplejidad y tenían una expresión dolida, como si ocultaran una pena muy profunda. ¡Si por lo menos hubiera odio en el Rostro!
—Ya eres el amo —le dijo en un susurro la voz interior—. Eres superior a Alejandro, superior a todos los Césares. Sí, lo eres.
¡Ah! ¿Por qué tenía que recordar aquel rostro? Él, Ixmal, regía los destinos del planeta. Se regocijaba al proyectarse mentalmente sobre sus nuevos dominios. Cenizas. Londres, Berlín, Moscú, Shanghai, Nueva York… todo reducido a cenizas. Tristes acumulaciones de cenizas grisáceas señalaban el lugar antes ocupado por bosques pictóricos de verdor. Ya no quedaba ni la más mínima brizna de hierba. Los mares eran cementerios estériles. Un silencio terrible. Por un momento, Ixmal sintió pánico. ¡Solo! ¡El Hombre había desaparecido! Solo entre las cenizas que formaban sus dominios. Era el emperador de un gran silencio.
Pero todo eso ocurrió mucho antes. Desde entonces el mundo giró casi setecientos millones de veces alrededor del Sol. Surgieron sesenta y dos grandes cordilleras que acabaron convertidas en llanuras estériles. Setenta glaciaciones lo habían cubierto de hielo antes de retroceder hasta el Polo Norte. Aparecieron islas en los océanos para quedar luego sumergidas bajo las olas, olvidadas eternamente. En algún lugar se formó una célula diminuta que se escindía y medraba en el agua salobre. Estudió el fenómeno, emocionado porque aquella célula solitaria tenía cierta relación con sus creadores. Comprendió que poseía la misma fuerza vital de aquéllos.
—¡Cuidado! —le advirtió Psychband—. ¡Es muy peligrosa!
—Eso lo decidiré yo —repuso Ixmal con arrogancia. El aviso de Psychband daba a entender la existencia de una amenaza, de una amenaza contenida nada menos que en una pizca molecular de protoplasma. ¡Ja, ja! ¿Acaso no había borrado al Hombre de la faz de la Tierra? Más adelante, un microscópico cuerpo pluricelular apareció en el lecho de un mar de aguas cálidas. Cansado de observarlo, Ixmal se adormeció.
—¡Ixmal, Ixmal!
El grito surgía del ayer, del silencio de centenares de millones de años. Estaba cargado de reproche. Sí, era el Hombre… el Hombre a quien había apreciado. Se estremeció e hizo un esfuerzo por despertar.
—Duerme, duerme —le tranquilizó Psychband.
—¡El Hombre! ¡El Hombre! —gritó Ixmal, aterrado.
—No, Ixmal, el Hombre ya sólo es polvo. Duerme, duerme…
Efectivamente, el Hombre era polvo, y sus moléculas se hallaban dispersas por toda la superficie del planeta. Sólo quedaba él, Ixmal, amo y señor de la Tierra. Reanudó su sueño de eones.
Despertó del largo sueño y liberó sus pensamientos de la última fase de somnolencia. Proyectó receptores sobre la Tierra, observando perezosamente que de la última cordillera sólo quedaban fragmentos desgastados. El océano había penetrado en algunos lugares para dar origen a un extenso mar interior bordeado por pantanos de aguas poco profundas. Se agitaban nuevas formas de vida. Comprobó que carecían de pensamiento inteligente. Por los mares cálidos pululaban multitud de peces; en los pantanos vivían temibles animales de poderosa dentadura, dedicados a una interminable matanza de presas inofensivas. Había aparecido una miríada de seres anfibios, que de vez en cuando emergían de las aguas cálidas para internarse en tierra firme.
Reaparecieron los grandes helechos en docenas de variedades que salpicaban las llanuras bajas y sobresalían de las ciénagas. Un bosque se había ido extendiendo hasta alcanzar la base misma del batolito. Volvió su atención al Sol y se tranquilizó al comprobar que todavía faltaban unos cinco mil millones de años para la eclosión final. Seguramente para entonces habría dado con la forma de recrearse a sí mismo en el único planeta de Aldebarán. (Efectivamente, tendría que darle vueltas a la idea. Ya se le ocurriría algo. Al fin y al cabo, tenía eones por delante).
Al caer la noche envió varios receptores de exploración a distintos planetas. Mercurio seguía ardiendo por su cara orientada al Sol, sin experimentar ningún cambio. En su línea crepuscular persistía una extraña forma de vida metálica. En Venus seguía habiendo remolinos de gases calientes que impedían medrar hasta a las criaturas más simples. Sólo había allí vientos ardientes, arenas calcinadas y peñascos de formas grotescas. Pero a ciento cuarenta mil millones de kilómetros de la Tierra ocurría algo insólito, que no se producía desde hacía casi setecientos millones de años. ¡Ixmal captó un Pensamiento Inteligente!
Retiró instintivamente sus receptores (su primer acto reflejo), aguardando atemorizado a que Psychband le adaptara a la nueva situación. Sólo entonces se aventuró a proyectar cautelosamente sus pensamientos en el vacío sideral.
—¿Quién eres? ¿Quién eres? Identifícate.
Silencio. Algo acechaba en algún lugar de la gran bóveda celeste. Una Inteligencia. Tenía que descubrirla y comprobar sus facultades. Aquello pasaba ya de ser un simple desafío: era una amenaza. Su silencio no presagiaba nada bueno.
—¿Quién eres? ¿Quién eres? Tienes que identificarte.
Silencio. Ixmal dividió los cielos en espacios cúbicos y comenzó a explorarlos sistemáticamente. ¿Por qué recorría el espacio aquel pensamiento? ¿De dónde procedía? En menos de noventa mil años (había llegado otra era volcánica y aparecieron nuevas cordilleras en la Tierra) consiguió localizar aquel pensamiento por segunda vez, situándolo en el cubo espacial número 97,685-KL-S. En esta ocasión, superada ya la sorpresa anterior, pudo retenerlo mientras se esforzaba por analizar su origen. Se indignó al no conseguir su propósito.
—¿Quién eres? —insistió—. Exijo una respuesta. ¿Quién eres?
Pasó mucho tiempo. No hubo respuesta.
—Identifícate. Identifícate. Es preciso que te identifiques.
—Zale-3.
Sorprendido, Ixmal consultó con Psychband.
—Ten cuidado —le advirtió la voz interior—. Ese ser extraño se ha identificado porque se siente a salvo.
—Eso es cosa mía —atajó Ixmal.
¿Acaso dudaba Psychband de sus facultades? De todos modos, adoptó una actitud cautelosa:
—¿De dónde procedes, Zale-3?
Siguió una larga pausa, durante la cual avanzó y retrocedió el casquete glacial terrestre, se alzaron los mares y sobre las selvas se abatieron los primeros grandes reptiles, animales dotados de terroríficos dientes y alas membranosas.
—¿De dónde procedes? ¿De dónde procedes?
¿Por qué recorría el espacio la mente de Zale-3? Examinó con minuciosidad aquel pensamiento, esforzándose casi con desesperación por descifrar su secreto. Un millón de preguntas se agolparon en los circuitos de Ixmal; buscó un millón de respuestas. ¿Quién había creado aquella Inteligencia? ¿Acaso procedía del Hombre por quien sintiera afecto? ¿O tal vez había surgido fuera de la Tierra? Sintió un momento de pánico.
—¿De dónde procedes?
—Del cuarto planeta desde el Sol —repuso Zale-3 súbitamente—. ¿Y tú?
—Del tercer planeta —respondió Ixmal con arrogancia—. Soy su amo.
Sintió que se apoderaba de él la indignación. Durante incontables millones de años se había tenido por la única Inteligencia del Universo. La respuesta de Zale-3 le mortificó. Naturalmente, el otro no estaba a su altura. Tal cosa habría sido absurda.
—Yo soy el amo del cuarto planeta —informó Zale-3, aumentando la irritación de Ixmal. La desfachatez de su interlocutor llegaba hasta el extremo de dar por sentada la igualdad entre ellos. Muy bien, setecientos millones de años antes se había enfrentado a un desafío similar. (Y como resultado de ello, ahora el Hombre sólo era polvo… polvo). Consultó con Psychband, molesto al apercibirse de que su animadversión hacia Zale-3 no se basaba en la razón pura, sino en un sentimiento egocéntrico. De todos modos, había que darle una lección.
—Yo soy el amo del Universo —afirmó Ixmal fríamente al tiempo que retiraba sus receptores. Estableció contacto con Psychband, no sin sentir cierta turbación al comprender que Zale-3 vería un desafío en su declaración.
—Destrúyelo —azuzó Psychband—. ¿Recuerdas las antiguas armas?
—Sí, hay que destruirlo.
Ixmal interrumpió toda actividad para concentrarse en la destrucción del otro. En primer lugar, debía dar con su guarida, estudiar sus hábitos y evaluar sus puntos flacos. Y naturalmente, también sus facultades, porque el ser extraño no era un pedacito de protoplasma inofensivo, como el Hombre. Seguramente sería una criatura algo parecida a él. Otro dios. ¡Ah, pero él era el iconoclasta que derribaba a los dioses! En algo menos de veinticinco mil años ideó un método para el enfoque de sus receptores remotos que le permitiría descubrir los átomos del sistema solar. Ahora estaría en condiciones de localizar a Zale-3, de estudiar sus facultades mentales y, en su momento, de borrarlo del Universo. Experimentó su método en la Luna y luego, ya más seguro de sí, invadió el cuarto planeta.
Marte era llano, estéril, un desierto reseco de fino polvo rojizo. Un planeta viejísimo donde las fuerzas de la gradación habían alcanzado casi un equilibrio completo. Ixmal cuadriculó la superficie del planeta rojo, e incluyó ingeniosamente las zonas polares en una malla de triángulos. (Gracias a la puesta en práctica de un nuevo sistema, pudo enfocar sus receptores remotos en el centro exacto de cada área, expansionándolo después hasta cubrir toda su superficie. Con este método completaría la tarea en poco menos de quinientos años terrestres).
El movimiento de las arenas marcianas dejaba periódicamente al descubierto artefactos de creadores desaparecidos mucho antes. Pero todo estaba en silencio. Marte era una tumba. Persistió en su empeño, penetrando en todas las grietas y todos los escondrijos, explorando hasta la última molécula, porque Ixmal conocía muy bien las posibilidades de la fuerza mental. Ciertamente, Zale-3 podía ser tan diminuto como los protozoos unicelulares de los mares salobres terrestres. No importaba: ya daría con él. Al final tuvo que rendirse, desconcertado. Zale-3 no estaba en Marte.
¿Había sido todo una ilusión? ¿Acaso setecientos millones de años pasados en una nada absoluta le estaban produciendo un incipiente estado psicótico? Preocupado, confió su temor a Psychband, sometiéndose a regañadientes a una investigación hipnótica. Psychband le hizo ver que todo era real.
—Hay síntomas de persecución, aunque sin aproximarse al estado ilusorio —diagnosticó—. Zale-3 existe.
¡O sea, que el otro había mentido! Ixmal pensó en una máquina con capacidad de engañar y de inmediato analizó aquel peligro. Zale-3 había mentido, y, por lo tanto, debía de tener algún motivo para hacerlo… y un motivo deshonesto suponía, consiguientemente, una amenaza. Ésta, sin agresión, era absurda. En consecuencia, el otro disponía de un medio de poner en práctica su amenaza. ¡Tenía que darse prisa!
Ixmal procedió a dividir todo el sistema solar en cuadrículas, que incluían hasta el último planeta, hasta el último satélite, los residuos que vagaban por el espacio, asteroides y cometas, incluso el Sol. Siete mil doscientos años después detectó a su enemigo: un pequeño cubo plastometálico acurrucado en la cima de un pico de Calisto, el quinto satélite de Júpiter. ¡Ja, ja! Lejos de ser el amo de Marte, su adversario vivía aprisionado en un pequeño satélite. Era una mota de polvo en el espacio. ¡Y había dado a entender que eran iguales!
Investigó más de cerca, tratando de averiguar el origen de Zale-3. (¿Qué había sido de sus creadores?) Sintió remordimiento. Examinó con minuciosidad, aunque despectivamente, el mundo de Zale-3. Y entonces fue cuando lo detectó: ¡un movimiento! Zale-3 permanecía inmóvil; pero en la ladera de la colina iba cobrando forma un extraño edificio. Era apenas algo más que un cubo, pero… ¿y su diseño? ¿Y su propósito? Sin saber cómo, comprendió que el extraño edificio guardaba relación con el encuentro espacial de su mente y de la de Zale-3, y por lo tanto había una conexión con él. Se apresuró a enviar una llamada atemorizada a Psychband.
—Es psicocinesis —dictaminó Psychband—. Zale-3 ha aprendido a mover la materia por medios mentales.
—Pero ¿cómo?
Psychband produjo un rumor electromagnético, equivalente a un encogimiento de hombros.
—Queda fuera de mi campo —respondió—. No se me ha preparado para esta pregunta.
Ixmal se sintió momentáneamente invadido por el miedo. El ser extraño movía la materia, igual que lo hiciera el Hombre. El factor de movilidad controlada… movilidad dirigida. Estaba claro que Zale-3 no era un dios corriente. Sería preciso acelerar sus esfuerzos. El tiempo empezaba a agotarse. El esquema de la Tierra ya había cambiado desde que estableciera su primer contacto con el ser extraño.
Ixmal se concentró en sus pensamientos.
La Tierra cambió, giró en torno a su eje y alrededor del Sol. En una célula de memoria, largo tiempo olvidada, descubrió una pista: en cierta ocasión el Hombre había frustrado las leyes de la probabilidad en las tiradas de dados. Analizó con ansia aquella información oculta. Aunque era muy poca cosa, le bastó para detectar en ella un principio básico.
En algo más de medio millón de años fue capaz de mover flores, de hacer oscilar hojas contra el viento, de provocar temblores en pequeños arbustos. En menos de la mitad de ese tiempo derribó un árbol enorme y extrajo minerales de la tierra. (Había llegado y pasado una era volcánica, la costa atlántica era una plataforma ígnea, los reptiles dominaban el planeta). Al cabo de medio millón de años más pudo ya contar con las máquinas, las materias primas y los obreros-robot necesarios. (Estos últimos estaban pensados para realizar tareas estrictamente mecánicas, demasiado bajas para ocuparse personalmente de ellas. Tenía cosas más importantes que hacer, y las edades iban transcurriendo incesantemente). Ganó algún tiempo instalando su zona de trabajo en un campo de fuerza que protegía la delicada maquinaria del embate de los elementos. En aquel aspecto había superado con creces a su adversario del exterior.
Ixmal inició la construcción de su arma definitiva. De vez en cuando interrumpía el trabajo para echar un vistazo a Calisto, regocijándose al comprobar que su enemigo tenía dificultades para hacerse con el necesario material de fisión. En cambio, él contaba con todo un Congo belga de materiales. (¿Qué significaban aquellas palabras? Debían de formar parte de alguna expresión antiquísima. Recordaba habérsela oído al hombre por quien sintiera aprecio).
El arma de Ixmal fue cobrando forma rápidamente. Gracias a la fórmula de los antiguos científicos, le bastó con mejorar la cabeza explosiva y construir un medio de transporte, un cohete que borraría a Zale-3 del Universo. (Pero iban pasando los eones. Suaves vientos cálidos acariciaban su batolito y de vez en cuando algún tiranosaurio se detenía en la cercana ciénaga para quedarse embobado contemplando su batolito). Psychband le irritó llamándole la atención sobre las grandes dimensiones del nuevo animal.
—Destrúyelos, Ixmal, antes de que la vida crezca demasiado.
—¡Bah! Son incapaces de pensar —se burlaba él—. Son juguetes de la evolución… monstruosidades nacidas del fango.
—También lo era el Hombre —observó Psychband.
—Y por eso ahora es polvo —le recordó Ixmal—. Además, me bastaría con pensarlo para destruir una montaña. ¿Quién osará desafiarme?
Ixmal descubrió que Zale-3 había resuelto su problema de la fisión, y que se servía de la psicocinesis para transportar el mineral extraído de las profundidades metánicas de Júpiter. De repente cayó en la cuenta de que Zale-3 no necesitaría vehículo alguno para su cohete. ¡Claro! Iba a transportar la cabeza explosiva por medio de la fuerza mental. ¿Por qué no lo había pensado antes? Milenios desperdiciados, cuando los segundos eran tan valiosos. Ahora tendría que darse prisa.
Abandonó la construcción del cohete para concentrarse en el perfeccionamiento de sus facultades psicocinéticas. (Mientras tanto, desaparecieron los dinosaurios y la tierra tembló bajo la pisada del mamut). Ixmal se horrorizó al descubrir una extraña forma antropoide que habitaba entre unos riscos lejanos. Era un ser pesado y ridículo, pero andaba erguido. El primero de su especie.
En fin, ahora no podía perder tiempo con él.
Arrancó árboles de cuajo y los lanzó a distancias enormes. Hizo desplomarse montes enteros sobre los valles, sostuvo grandes riscos en el aire, destrozó el continente americano. Cambió la configuración de masas continentales hasta dominar por completo la fuerza mental. ¡Era ya capaz de modificar la trayectoria orbital de la Luna! Entonces se concentró en la bomba.
Por fin estuvo dispuesta el arma definitiva que el Hombre construyera diez mil millones de años antes. (Como en el alma de Ixmal no había lugar para lo poético, sólo pensaba en términos de causa y efecto: a su arma le dio el nombre de «Destructor Estelar»).
Ixmal colocó la gran arma en posición y calculó rápidamente la relación Tierra-Calisto, proyectando la proporción espacial en términos de velocidad, distancia y gravedades. No había necesidad de indicar con exactitud el lugar ocupado por el cuerpo plastometálico del ser extraño: todo Calisto desaparecería, reducido a polvo cósmico por el destructor impacto de la bomba. (Un ave plumada empezó a cantar en un árbol. Enfurecido por sus trinos, Ixmal acabó con ella. Una lluvia de plumas se deslizó a través de las hojas. El petirrojo había estado cantando a la primavera).
¡Ja, ja! Ixmal se regocijó al pensar en la precisión de sus cálculos. En una diezmilésima de segundo concentró cinco mil millones de unidades mentales. Los vientos se abatieron sobre el punto donde estuviera la bomba y por un largo momento temblaron los bosques. (En la base del batolito parloteaban nerviosos varios ejemplares de aquella especie antropoide; acababa de nacer la idea del dios).
Ixmal siguió gozoso la trayectoria del «Destructor Estelar». Lo vio rebasar como un rayo la Luna, observó que durante una fracción de segundo formó el vértice de un triángulo equilátero con Marte y la Tierra, se deleitó al comprobar que atravesaba el cinturón de asteroides. ¡Ja, ja! El ser extraño estaba sentenciado. Sus átomos llegarían hasta las estrellas. Seguía la marcha del «Destructor Estelar» cuando…
Primero quedó atónito, y luego se sintió dominado por el pánico. Una gigantesca cabeza explosiva cruzó en un instante el cinturón de asteroides en dirección a la Tierra, impulsada a velocidad increíble por la mente de Zale-3. Frenético, Ixmal realizó cálculos y exigió a sus circuitos respuestas en tan sólo milésimas de segundo. Enloquecido, analizó sus hallazgos: la cabeza explosiva iba directamente contra él.
—Concéntrate, concéntrate —le interrumpió Psychband—. Desvía su trayectoria con tu fuerza mental.
Ixmal dirigió diez mil millones de unidades mentales hacia la cabeza explosiva que se le aproximaba. El ingenio rebasó fugazmente el planeta Marte, lanzado cual estoque celeste contra la Tierra a una velocidad fantástica.
—¡La Luna! ¡La Luna! ¡Emplea la Luna! —gritó Psychband. ¡Claro, la Luna! Hizo agitarse el satélite de la Tierra. Una nueva descarga de diez mil millones de unidades mentales cambió su órbita; incrementó la velocidad del astro, lanzándolo en una trayectoria de intercepción con la cabeza explosiva enviada por Zale-3. ¡Demasiado tarde!
—¡Piensa! ¡Piensa! —le urgió Psychband. Ixmal reunió otros dos mil millones de unidades mentales, pero fue inútil. La terrible arma rebasó la Luna y quedó a pocos segundos de la Tierra.
—¡Date prisa! —gritó Psychband. Ixmal trataba de producir otros dos mil millones de unidades mentales cuando la cabeza explosiva cayó en el objetivo. Un estruendo horrible precedió en milésimas de segundo su pérdida de conciencia. Tinieblas amorfas. Noche. La nada.
Ixmal no vio a su «Destructor Estelar» cuando éste rebasó el cinturón de asteroides, ni tampoco la convulsión producida en un diminuto sector del sistema planetario de Júpiter cuando Calisto quedó reducido a cenizas cósmicas. No vio alzarse las llamas en los bosques que circundaban su batolito, ni oyó los chillidos de animales y seres antropoides que huían aterrorizados.
Algún tiempo después regresaron las criaturas antropoides.
Las más intrépidas treparon hasta el mismo borde del enorme cráter donde estuviera el batolito para observar con temor y respeto sus profundidades calcinadas, hablando atropelladamente. Uno de aquellos seres permaneció por más tiempo en el lugar mientras sus compañeros se alejaban. Cayó la noche y aparecieron las primeras estrellas.
El antropoide hizo lo que hasta entonces nunca hiciera ningún miembro de su especie. Alzó la vista al firmamento y se puso a contemplarlo.