Ante ellos tenían la nebulosa Trífida.

Ya era impresionante en las fotografías astronómicas que Hammond estudiara mucho antes, en el siglo XX, cuando se la conocía por nebulosa Trífida; pero a esta distancia resultaba pasmosa.

En torno suyo refulgían grandes nubes de estrellas. Eran los enjambres de soles que en la región galáctica de Sagitario iluminaban las noches estivales de la lejana Tierra. Pero más allá asomaba una inmensidad luminosa, candente cual horno donde se forjaron las estrellas, con una amplitud de muchos segundos de paralaje. Grupos de estrellas dobles y múltiples brillaban desde el interior de aquella nebulosidad infinita, deslumbrantes algunas, otras débiles o a punto de apagarse. La masa refulgente de la Trífida aparecía hendida por tres grandes grietas de varios años luz de anchura, formando unas vías de acceso perfectamente distinguibles hacia su misterioso interior.

La luz de la Trífida se reflejó en los rostros de quienes observaban desde la cabina de mando: Tammas en los controles, Jon Wilson, Quobba e Iva apretujados junto a Hammond. Hammond se preguntó si sus compañeros sentirían el mismo temor reverencial que a él le invadía. Porque, contemplando la Trífida, tan enorme que las estrellas resultaban en su comparación simples motas de polvo, cruzó por su mente la idea de que estaban a punto de profanar la casa de Dios.

La voz tensa de Wilson le devolvió a la realidad:

—Pueden interceptarnos en cualquier momento. Voy a ver si Thol está preparado.

Dando media vuelta, Hammond salió de la cabina de mando en pos de Wilson. No quería seguir contemplando la Trífida. «Si lo hago —pensó—, sentiré miedo».

En la sala de comunicaciones, Thol Orr asintió con calma.

—Todo está dispuesto. Recordad que nadie debe hablar ni ponerse al alcance del objetivo del teleaudio.

Esperaron mientras los generadores zumbaban y la nave proseguía su vuelo. Aunque observaban constantemente la pantalla del teleaudio, no ocurrió nada.

De repente, el aparato empezó a zumbar con insistencia y Hammond dio un respingo.

—¡Ahí está! —exclamó Wilson—. Comprueba…

—¡Silencio! —ordenó Thol Orr con el tono de quien trata de calmar a un chiquillo nervioso. Pulsó un botón. En la pantalla del teleaudio apareció la cabeza de un apuesto joven, tras el cual se divisaba un fondo de aparatos desconocidos para Hammond. Parecía un joven eficiente, agradable y muy normal. Hammond sintió odio hacia aquel vra.

—Procedan a identificarse —exigió el vra. Thol Orr pulsó un nuevo mando que puso en funcionamiento el estereovideo. De su proyector surgió una imagen tridimensional, cuya solidez y realidad dejaron boquiabierto a Hammond. Aquella imagen, proyectada ante el objetivo del teleaudio, era la de Thayn Marden. La imagen de Marden comenzó a hablar con rapidez.

—Regresamos para evacuar una consulta especial. Todos los ocupantes de la nave somos vraes.

En sus palabras sólo se advertía un ligero nerviosismo. «Bastará para convencer a cualquiera», pensó Hammond. Confió en que efectivamente convenciera al vra de la pantalla. De lo contrario, no tendría más que oprimir un botón para hacerles desaparecer como por ensalmo. En la pantalla, los ojos del joven vra se iluminaron de contento.

—Bienvenido a casa, Thayn —dijo—. Hacía ya mucho tiempo que no nos veíamos. Adelante.

Al instante se oscureció la pantalla.

Maniobrando en su tablero de mandos, Thol Orr hizo desaparecer la vivida imagen de Thayn. Hammond se relajó, sintiendo como si acabaran de quitarle un fleje de hierro que hasta entonces atenazara su pecho. Los tripulantes se miraron con expresión de alivio y triunfo.

—¡Bien hecho, Thol! —exclamó Wilson—. ¡Les hemos engañado!

Thol Orr negó con la cabeza.

—No por mucho tiempo. Recuerda que los vraes esperan la llegada de Marden a su base de Althar, que por cierto no sabemos dónde está. Cuando vean que se retrasa darán la alarma y empezarán a buscarnos.

—Para entonces —repuso Wilson— ya habremos llegado a alguna parte.

Se aproximó a North Abel, joven algoliano que observaba los receptores direccionales situados en un rincón de la sala.

—¿Encontraste la posición, North? —le preguntó.

—He dado con una —repuso el algoliano—, pero antes de trazar una derrota tengo que calcular la orientación.

En la pequeña sala de navegación se apretujaban Lund, Abel, Wilson y Thol Orr, todos ellos inclinados sobre una mesa. Hammond echó un vistazo sobre los hombros de sus compañeros, aunque no pudo comprender nada del amasijo de símbolos y gráficos que éstos examinaban.

—¡Ya lo tengo! —anunció Abel instantes después—. Si no han utilizado ninguna estación retransmisora, ésta es la dirección de Althar.

Todos miraron a Wilson, que se tiraba del labio con nerviosismo mientras estudiaba las hojas cubiertas de símbolos.

—Éste es el camino que debemos seguir —resolvió Wilson, tras unos segundos de silencio—. Es posible que los vraes conozcan otro mejor, pero nosotros lo ignoramos. Al menos así podremos avanzar un buen trecho por esta abertura, antes de meternos de lleno en la nebulosa.

Las graves facciones de Lund se endurecieron.

—Atravesar la nebulosa no va a ser cosa fácil —sentenció.

—No digo que lo sea —reconoció Wilson—. Pero no nos queda más remedio que intentarlo.

Hammond aprovechó la oportunidad para interrogar a Thol Orr.

—¿Por qué ha de ser difícil atravesar la nebulosa? —preguntó—. Si estoy en lo cierto, sus materiales son tan tenues que prácticamente no existen.

—Exacto —asintió Thol Orr—. Desde lejos, la Trífida parece una masa ígnea; pero en realidad sólo vemos el reflejo de la luz que emiten las numerosas estrellas de su interior. Su polvo espacial tiene una densidad inferior al vacío más perfecto de nuestros laboratorios. La nave ni siquiera lo notará.

—Pues entonces, ¿dónde está el peligro?

—En los campos magnéticos. Las nubes de polvo de la Trífida están en movimiento, forman remolinos y chocan entre sí. Estas colisiones de nubes crean unos campos magnéticos intensísimos, que además cambian continuamente. Como comprenderás, esos campos magnéticos han de afectar por fuerza a nuestro sistema de propulsión por fotones.

Mientras tanto, la nave seguía aproximándose a la Trífida. Hammond comió algo y después se echó a dormir, esta vez sin temor a la pesadilla que tanto tiempo le persiguiera. No tuvo pesadillas, pero al despertar recordó un sueño distinto y extrañamente turbador. Volvía a tener entre sus brazos el cuerpo de Thayn Marden. De repente, la mujer se reía de él, para desaparecer un instante después.

Entonces comprendió que había abrazado una imagen estereovideoscópica, una imagen inmaterial.

Pensando en la prisionera encerrada en su pequeño camarote, se preguntó si estaría asustada, aunque lo dudaba. Debía reconocer que aquella arpía soberbia e inhumana no tenía nada de cobarde. Seguramente estaba indignadísima. ¡Tanto mejor! Pero ¿por qué demonios pensaba en ella? Abandonó su litera para dirigirse a la sala de mandos. Las imágenes de la placa panorámica le aturdieron como si le hubieran propinado un mazazo. La Trífida abarcaba todo el firmamento a proa, cual esplendor refulgente de dimensiones inconcebibles para la mente humana. Desde su interior estrellas y constelaciones emitían destellos que iluminaban miríadas de partículas de polvo cósmico. Las grandes grietas oscuras, visibles incluso desde la Tierra, eran ahora colosales abismos de tinieblas enquistadas en un océano de luz. La nave avanzaba en derechura hacia la entrada de una de aquellas brechas gigantescas.

Volviéndose en su asiento, el piloto Shau Tammas dibujó una sonrisa en sus facciones amarillentas.

—Maravilloso, ¿verdad? Sólo a los malditos vraes se les ocurriría vivir en un lugar así.

Poco después a ambos lados de la nave el firmamento se trocaba en un muro luminoso, mientras penetraban en el inmenso abismo de oscuridad. Para entonces Rab Quobba había vuelto a los controles, y la derrota pasaba muy cerca de una de aquellas paredes refulgentes.

Avanzaron paralelamente a las costas de luz, como una mota junto a la mole de un sol, dejando tras sí protuberancias ígneas mayores que nuestro sistema planetario y grandes ensenadas de tinieblas que se adentraban profundamente en la nebulosa. Hammond se atemorizó. Seguía siendo un hijo del siglo XX, un nativo del pequeño planeta Tierra, y aquella nube monstruosa no era lugar para humanos. Su luz bañaba los rostros de Iva, Tammas y Abel, también absortos en la contemplación de aquel espectáculo. Hammond advirtió en los ojos de sus compañeros el mismo temor reverencial que a él le embargaba.

—Abrochaos los cinturones —les advirtió Jon Wilson, aproximándose a ellos—. De un momento a otro vamos a entrar en la nebulosa y tendremos que utilizar el piloto automático.

Iva se alejó mientras Quobba señalaba uno de los asientos vacíos para que lo ocupara Hammond. Éste se acomodó y procedió a abrocharse los cinturones de seguridad.

—Piloto automático —anunció la voz de Lund por el altavoz.

—¡Pues muy bien, piloto automático! —comentó Quobba—. A ver si las malditas calculadoras funcionan como está mandado.

Cerró un circuito y, volviéndose en su asiento, obsequió a Hammond con una sonrisa irónica.

—Fíjate bien, que ahora empieza lo bueno. Navegar por una nebulosa siempre es peliagudo, pero la Trífida…

Sus palabras quedaron ahogadas por una tremenda explosión. Fabricados para pensar con más rapidez que cualquier cerebro humano, los ordenadores acababan de hacerse cargo de la nave. Su objetivo era una línea de penetración hacia Althar, atravesando la nebulosa. Hicieron sus cálculos en varios segundos de zumbidos y chasquidos. Hablaron, pero no de manera audible, sino transmitiendo órdenes al mecanismo del piloto automático por medio de impulsos eléctricos. En las profundidades de la nave, los generadores acrecentaron su constante zumbido, previendo la necesidad de una potencia todavía mayor. Haciéndose con el control del vehículo, el piloto automático lanzó la nave en derechura hacia el muro luminoso, a una velocidad sólo ligeramente inferior al límite de la resistencia humana.

Hammond vio aproximarse aquellos precipicios de luz que ascendían eternamente hacia el espacio sideral. Se dispuso a resistir un impacto, aun a sabiendas de que éste no llegaría. Estaba en lo cierto, pues no hubo ni la menor sacudida cuando entraron en la nebulosa. Tan sólo una luz que lo inundó todo, aunque no fuera tan refulgente o brillante ahora que estaban en su interior, sino muy parecida a la de la Luna. Avanzaron rugiendo los generadores, por un limbo de luz suave y en apariencia inalterable, hasta que los fuegos mortecinos de un sol triple brillaron vagamente hacia proa y estribor. La nave se estremeció de súbito, detuvo su avance y volvió a estremecerse una y otra vez. Las grandes mareas magnéticas de la nebulosa aprisionaron el vehículo interplanetario arrastrándolo durante un instante cual pluma arrebatada por el torbellino, Hammond captó en este breve momento el vago panorama de la nebulosa refulgente y los triples soles que despedían destellos mientras giraban como si fueran a hacerlo eternamente.

Aumentó todavía más el zumbido de los generadores, tartamudeó furioso el piloto automático. Percibiendo un cambio de rumbo, el cerebro artificial del ordenador reaccionaba instantáneamente emitiendo nuevas órdenes. La nave se liberó del campo magnético que la había aprisionado y se alejó a velocidad vertiginosa de los tres soles para volver a caer bajo su influencia. Hammond tuvo la certeza de que el súbito encuentro de campos magnéticos opuestos acabaría arrastrándoles hacia una de aquellas estrellas que pronto aparecieron entre el resplandor, terroríficas por su tamaño y por su brillantez, dos de ellas cálidamente ambarinas y una tercera de intensa coloración azul y blanca.

Pero el ordenador luchó contra la nebulosa. Cuando el hombre carecía de la necesaria rapidez mental para actuar, sus criaturas artificiales actuaban por él, combatían por él. Ciertamente, pensó Hammond, aquél no era lugar para el hombre. Sólo una inteligencia mecánica, desprovista de nervios y de sentimientos, podía oponerse a las ingentes fuerzas ciegas de aquella nube.

Dejaron atrás los tres soles, y entraron en un período de engañosa tranquilidad, hasta que Hammond vio oscilar furiosamente los indicadores del tablero de control, cual boquitas brillantes que abriéndose y cerrándose gritaban en silencio para advertir la proximidad del peligro.

Hammond no comprendía el significado de la oscilación de los indicadores, pero Quobba la interpretó al instante.

—¡Lo que faltaba! —gimió—. ¡Nos arrastran las corrientes!

Hasta entonces el ordenador había sido su campeón. Hammond pensó en el aparato con cierto respeto. Seguramente se le había impuesto un esfuerzo superior a sus posibilidades, porque daba la sensación de haber enloquecido.

En los cinco minutos siguientes, el ordenador lanzó la nave en todas direcciones. Se vieron aprisionados por sus cinturones mientras las imágenes borrosas de los aparatos de exploración giraban vertiginosamente. Luego, por vez primera, Hammond oyó un auténtico choque, un estruendo como de pedrisco contra el casco de la nave, que la hacía virar ora hacia un lado, ora hacia el otro.

Tratando de superar el clamor de los generadores, Quobba se dirigió a Hammond.

—Es la corriente —gritó a pleno pulmón, para tranquilizarle—. Son pequeñas partículas de polvo. Nuestro sistema de radar nos permite evitar el choque con objetos voluminosos.

Hammond pensó que el radar iba a dejarles sin un hueso sano, porque la nave giraba, volvía y esquivaba para salvar la corriente. Cuando terminó el centelleo de los indicadores le dolía todo el cuerpo, por la presión de los cinturones.

Y siguieron avanzando a gran velocidad por la nebulosa. Estrellas muy alejadas despedían destellos en el polvo brillante, como fuegos a punto de extinguirse, y luego quedaban atrás. De nuevo los arrastró una marea magnética, y otra vez el ordenador, con tozudez sublime, logró devolverlos a su rumbo correcto.

Hammond acabó durmiéndose, bien sujeto por los cinturones. Más que el agotamiento físico le venció el cansancio mental y la tensión nerviosa.

Le despertó un cambio de tono en el zumbido que invadía hasta el último rincón de la nave. Se frotó los ojos y comprendió que seguía fatigado. Ya no se veían zarandeados como antes, pero algo más había cambiado. Miró inquisitivamente a Quobba.

—Perdemos velocidad —explicó Quobba—. El radar indica una estrella a proa. Tiene un planeta, que podría ser Althar.

Aquel nombre sacó a Hammond de su aturdimiento, despertándole de golpe. Escudriñó ansioso el panorama que se abría ante él. Vio la luminosidad selenita, pero también advirtió algo en su centro, un punto de luz algo más brillante, aunque todavía impreciso.

Lund y Wilson se aproximaron para examinar el punto luminoso que iba aumentando de intensidad en la tenue neblina. Hammond pensó que debían haber desacelerado bastante antes de que él despertara.

—He asignado a Thol y North la localización de otras corrientes —explicó Wilson—. Por pequeña que fuera, cualquier zona de escombros espaciales próxima a ese sol nos protegería de sus radares.

North Abel entró presuroso en la sala con un papel en la mano.

—Aquí tienes los datos sobre la corriente más próxima —informó.

—No está mal —comentó Wilson, tras echar un vistazo a las anotaciones y pasar la hoja a Quobba—. Si puedes meterte ahí, creo que bastará para ocultarnos.

Ante ellos se iba desvaneciendo la neblina de la nebulosa. Claro, pensó Hammond. El campo gravitatorio de una estrella bastaba para eliminar del espacio las diminutas partículas más próximas a su masa, porque las absorbía en su avance orbital. Al quedar limpio el espacio circundante, la imagen de la estrella llegaba con mayor brillantez. Tenía una extraña iridiscencia opalescente, policroma, quizá porque se veía a través de una neblina en progresiva desaparición. De vez en cuando oía el choque de las partículas de polvo contra el casco, pero nadie les prestaba atención.

Wilson, Quobba, Abel y Lund observaban el panorama a proa con tanta avidez como el propio Hammond. Y entonces, al abandonar su nave la neblina, el solitario sol apareció claramente ante ellos. Giraba en las profundidades de la Trífida y sólo tenía un planeta, posiblemente menor que la Tierra. Aquél podía ser el Althar tanto tiempo ansiado por los hoomen. Y sin embargo, en aquel momento ni uno solo lo observaba. Todos tenían la vista fija en la estrella.

—¡Por todos los dioses del espacio! —murmuró Quobba—. Nunca había visto un sol como ése.

No hubo el menor comentario. Nadie podía hacerlo, y todavía menos Hammond, a quien algo le impulsaba a observar fijamente el astro.

El extraño aspecto de la estrella no se debía a ninguna ilusión óptica. La misteriosa opalescencia resultaba aún más notable, ahora que podían contemplar su esplendor sin interferencias. Daba la sensación de no poseer una sola tonalidad, sino que rojos, verdes, violetas y amarillos áureos giraban en su luz cual colores de llamaradas despedidas por un inmenso ópalo ígneo. Misterioso e hipnótico, giraba en pleno corazón de la nebulosa bañando su pequeño planeta con el fulgor de su luz cambiante.

Wilson rompió el silencio.

—¡Y yo que creía conocer todos los tipos de estrellas…!

—Nunca hubo nada igual a ésta —afirmó North Abel, absorto en la contemplación del astro, el aturdimiento fielmente reflejado en sus pálidas facciones. Volviéndose, abandonó la sala casi corriendo.

—¡Voy a decírselo a Thol! —anunció a sus compañeros.

—¿Ese planeta es Althar? —quiso saber Hammond, mirando a los demás.

—Podría serlo —repuso Wilson, brillantes los ojos.

Quobba le miró inquisitivamente.

—¿Qué? ¿Nos posamos en él? —preguntó.

—Sí, pero mientras podamos, seguiremos ocultándonos en la corriente. Gurth, encárgate de programar el ordenador.

Lund salió para cumplir la orden, mientras Hammond se quedaba con Wilson y el vegano, observando fijamente la estrella. Su misterioso esplendor aumentaba de intensidad a medida que iban aproximándose. Contemplando el flujo continuo de color en su luz, Hammond notó que le causaba un efecto hipnótico. Aquella estrella no era como las de su galaxia. Su rareza hacía sospechar que debió nacer para iluminar mundos desconocidos de alguna galaxia remotísima, al otro extremo del cosmos. Cuando Iva Wilson se aproximó para echar un vistazo, no pudo contener una exclamación en voz baja.

—¡Es maravillosa…! Pero me da miedo, no sé por qué.

—Thol te necesita —indicó North Abel a Wilson—. En seguida. Ha descubierto algo sobre esa estrella. —¿Qué ha descubierto?

Los ojos de Abel parecían a punto de salirse de sus órbitas. Aunque le embargaba la emoción, hacía lo imposible por aparentar tranquilidad.

—Él mismo te lo dirá. Quiere que vayas inmediatamente.

Tras lanzarle una mirada inquisitiva, Wilson dio media vuelta y abandonó la sala seguido de Iva y Hammond, aquélla con expresión perpleja y éste súbitamente afectado por un nerviosismo que aceleraba las palpitaciones de su corazón.

Thol Orr se encontraba en la sala de navegación. Al entrar sus compañeros dejó de manejar el instrumento espectroscópico que tenía enfocado en la estrella opalescente. Hammond nunca había visto una expresión parecida en el rostro del algoliano. Le temblaban las manos y su cara tenía un extraño aspecto de rigidez.

—¿Sabíais que soy técnico en radiaciones? —preguntó Thol Orr a los recién llegados—. ¿Y que me enviaron a Kuum porque llegué demasiado lejos en mis estudios sobre la Trífida y ciertas radiaciones desconocidas?

—Todo eso ya lo sabemos —le atajó Wilson con impaciencia—. Lo que ahora me interesa es conocer más datos sobre esa estrella. ¿Es o no es el sol de Althar?

—Estoy tratando de decírtelo —repuso Thol Orr—. La radiación inusitada cuya procedencia pretendí localizar hace algunos años… En fin, procede de esa estrella, y es muy intensa. Es un tipo de radiación desconocido para nosotros.

Hizo una pausa, como si tratara de expresar un concepto difícilmente traducible en palabras. Con asombro, Hammond cayó súbitamente en la cuenta de que Thol Orr estaba atemorizado.

—Algunos científicos afirman que existen radiaciones cuya frecuencia es muy superior a la de los llamados «rayos cósmicos». Al menos en teoría, unas vibraciones electromagnéticas de tal frecuencia podrían causar efectos imprevisibles en los tejidos del organismo humano. Resumiendo: la estrella emite ese tipo de radiaciones.

—Suponiendo que estuvieras en lo cierto —intervino Wilson—, ¿qué…?

Se interrumpió súbitamente y su rostro adquirió una palidez extraña. Miró a la estrella opalescente, y luego volvió la vista hacia el algoliano.

—Eso es precisamente lo que quiero decir —repuso Thol Orr, asintiendo con un movimiento de la cabeza—. Me parece que no debéis buscar el secreto de la vida eterna en Althar. En mi opinión, el secreto de los vrnes está allá.

Y señaló hacia el lejano esplendor de la estrella.

La gigantesca nube de la Trífida guardaba su secreto desde el alborear del tiempo. ¿Qué extraños procesos químicos la habían creado? ¿Qué inimaginable interacción ciega de fuerzas cósmicas? Aquéllos eran conceptos demasiado elevados para la inteligencia humana. En los lugares más recónditos de la gran nebulosa había nacido algo distinto a cualquier otra cosa existente en el cosmos.

Y entonces, hacía dos milenios, unos ocho mil años después de la conquista del espacio, las naves terrestres llegaron a la nebulosa y seres humanos descubrieron su secreto.

Descubrieron… ¿la estrella?

No, Hammond se negaba a admitirlo. Era una violación demasiado monstruosa, demasiado increíble. Ignoraba qué cosa descubrieron, capaz de hacerles vivir eternamente convirtiéndolos en vraes; pero no podía ser esto. ¿O tal vez sí era posible?

Thol Orr seguía hablando. Llevaba ya varios minutos haciéndolo, y en su voz había una pasión que Hammond jamás captara hasta entonces. Su tema eran las radiaciones y los tejidos del organismo humano, el efecto de la energía de alta frecuencia sobre las células, de qué modo podía estimular y fortalecer muchísimo el proceso regenerativo, la capacidad autorrenovadora de las células para evitar el envejecimiento y la muerte. Una y otra vez señalaba Thol la estrella opalescente, y mientras la miraba aparecía en sus ojos el ansia gozosa del enamorado que por fin hace realidad sus sueños.

Jon Wilson pidió silencio, levantando la mano con gesto imperioso.

—¡Recapacitemos! —aconsejó a sus compañeros—. Si tus suposiciones son correctas…

—¡Sí lo son! —exclamó Quobba, como aturdido y con los ojos desorbitados—, la radiación de la estrella… ¿Qué digo la radiación? Bastaría con su luz, para convertirnos en inmortales. ¡Para hacernos vraes!

«Imposible —rechazó el cerebro de Hammond—. Estos hombres llevan tanto tiempo en pos de su deseo, que ahora se aferran a una quimera». Pero aunque la razón le decía eso, no podía apartar los ojos de la estrella y el corazón gritaba: ¡Vida, Vida, Vida!

De súbito, toda la nave se llenó de voces y ruido de carreras, hombres y mujeres que se dirigían en tropel hacia la sala de mandos, para llegar antes a los dispositivos de exploración. Abel o cualquier otro tripulante se había ido de la lengua, y el grupo estaba dominado por un nerviosismo rayano en la histeria. Se pasaba uno la vida sabiendo que podía morir en cualquier momento, y uno lo aceptaba porque el prójimo estaba sometido al mismo sino. Pero vivir, envejecer y morir en un Universo con otros hombres y mujeres que ni envejecían ni morían; entrar en las tinieblas mientras unos pocos, los inmortales, seguían existiendo; y por fin esforzarse hasta llegar hasta la gran fuente flamígera de la vida eterna… para ellos, era aquélla una experiencia aún más turbadora que para el propio Hammond.

La disciplina se relajaba para dejar paso al histerismo, y la nave se convertiría en un manicomio en cuestión de minutos. Pero por algo habían escogido a Wilson para ejercer el mando. Alzando la voz comenzó a darles órdenes, a proferir improperios hasta hacerles bajar a golpes desde las alturas de su exaltación colectiva.

—¡Todavía no estamos seguros de haber encontrado lo que buscábamos! —gritó a sus compañeros—. Ya lo habéis oído, todavía no. La radiación de esa estrella puede ser el secreto de la vida, pero también puede no serlo. Si os portáis como chiquillos, nunca tendremos la oportunidad de comprobarlo. Recordad lo que llevamos en el casco.

Sus palabras les devolvieron la cordura, pues nadie olvidaba el detonador de los vraes que en cualquier instante podía reducirlos a átomos. La muerte se les antojó mucho más horrible, precisamente cuando quizás estaban a punto de conseguir la vida eterna.

—Llévatelos abajo —ordenó Wilson a Lund—. Y tráeme a Marden, ¡rápido!

—Estamos saliendo de las corrientes que nos ocultaban —advirtió Quobba—. ¿Qué hacemos ahora?

Hammond miró hacia el pequeño planeta verdoso que oscilaba ante ellos, bañado por los rayos de la refulgente estrella. Wilson hizo lo mismo, y sus ojos oscuros brillaron con la determinación que acababa de tomar.

—Lánzate directamente hacia el planeta —ordenó.

—En cuanto salgamos de la corriente, los vraes de ese mundo nos tendrán en sus radares —observó Quobba.

—No importa, seguirán tomándonos por la nave de Marden… al menos por un rato.

El ordenador ya había calculado el derrotero y la nave siguió volando a gran velocidad. Desconectado el piloto automático, Hammond vio crisparse las manazas de Quobba sobre el tablero de control, mientras aumentaba el zumbido de los generadores.

Thayn penetró en la pequeña sala, seguida de Gurth Lund. Al principio no se molestó en mirar siquiera a Hammond ni a sus compañeros. Sus ojos se fijaron en el dispositivo explorador, en la asombrosa estrella opalescente y en su pequeño planeta. El blanco rostro de Thayn se sosegó, perdiendo toda expresividad.

—Eso es Althar, ¿verdad? —inquirió Wilson.

Ella le miró, pero sin pronunciar palabra.

—¡Es demasiado tarde para guardar silencio, Marden! —exclamó Wilson—. De todos modos, vamos a posarnos en él.

Palideciendo súbitamente, Thayn habló con un hilo de voz:

—No lo hagáis. Os lo ruego, dad media vuelta y alejaos inmediatamente.

Lund soltó una carcajada. Thol Orr se adelantó para preguntar con ansia mal contenida:

—La radiación de alta frecuencia que emite esa estrella… ¿Verdad que es ése el secreto?

Thayn se volvió hacia él, después miró a Wilson y luego, de repente, a Hammond. Éste creyó ver una sombra de agonía en los ojos de la mujer, y un algo indefinible en su expresión le hizo estremecerse.

—Sí —respondió, tras unos instantes de tenso silencio.

Wilson dejó escapar un suspiro de alivio. Era el suspiro de quien ha pasado la vida entera escalando una montaña, y por fin divisa la cumbre.

—¿Cuánto tiempo se necesita? —preguntó Thol Orr a Thayn—. ¿Cuánta exposición a la radiación estelar, para que nuestros cuerpos sean como el tuyo?

Respondió sin apartar la mirada del rostro de Hammond.

—Muchos días. Demasiados. No viviréis tanto tiempo si os posáis en Althar.

De repente apartó la vista de Hammond y su mirada recorrió los rostros de todos los presentes, mientras su voz se elevaba en una petición apasionada.

—No lo hagáis. Buscáis la vida, pero todavía no conocéis su precio. Esa radiación es una terrible trampa biológica. Si os exponéis a ella demasiado tiempo…

—¡Por favor, Marden! —la interrumpió Jon Wilson con voz cortante—. No pretendas asustarnos como si fuéramos niños. Si la radiación tuviera algún efecto nocivo, los vraes no habríais vivido tanto tiempo.

Los hombros de Thayn descendieron ligeramente.

—Es inútil —murmuró—. Por eso nunca os hemos contado la verdad. Sabíamos que era inútil, que no ibais a creernos.

—Por lo menos —sugirió Hammond a sus compañeros—, escuchemos lo que tenga que decirnos.

Lund le dirigió una mirada preñada de indignación.

—¡Eso es lo que podía esperarse de ti! —le censuró—. Ya les advertí que no eras digno de confianza.

La tensión reinante en el grupo encolerizó a Hammond.

—¡Oye, tú! ¡Sabes muy bien que de no ser por mí nunca habrías llegado hasta aquí!

Jon Wilson les hizo callar con el furioso rugido de un león viejo.

—¡Basta ya! ¡No voy a tolerar disputas en esta nave!

Se volvió hacia Thayn para interrogarla.

—¿Dónde se encuentra el principal centro habitado de ese planeta?

—En las montañas de su Polo Norte —repuso la vra—. Si estáis decididos a posar la nave, no tenéis más remedio que hacerlo en esa zona. En cualquier otra parte de Althar no estaríais seguros.

—¿Seguros? —se sorprendió Lund, soltando otra carcajada. ¡Claro! Seguros, pero en poder de los vraes…

—¡No lo entendéis! —gritó Thayn—. Los vraes sólo controlamos esa pequeña región polar. Casi todo el planeta está en poder de oirá raza, los terceros. No debéis posaros en su territorio.

—¿De qué sirve escuchar sus mentiras? —preguntó Lund, furioso—. Sólo pretende engañarnos.

—¿No queréis aterrizar en Sharanna, en nuestro centro habitado? —suplicó Thayn por última vez.

—¿Nos tomas por estúpidos? —preguntó Wilson.

Miró a los humanos que la rodeaban, y por fin sus ojos se detuvieron en Hammond.

—Pues si es así, ya no importa —murmuró—. Moriremos todos. Adiós, Kirk Hammond.

Abandonó la sala seguida de Tammas, mientras su Adiós, Kirk Hammond dejaba un eco turbador en los oídos de éste. Después de lanzarle una mirada furibunda, Lund se dirigió a Wilson:

—Ya sabes lo que quiere decir, que no viviremos mucho tiempo.

—Es evidente —repuso Wilson, asintiendo secamente con la cabeza—. Los vraes deben estar vigilándonos ahora mismo con sus radares. Si nos posamos fuera de su base, sospecharán que algo va mal y volarán la nave.

Quobba se volvió. Una fina película de sudor cubría sus facciones.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Pues —repuso Wilson— avanzar en línea recta como si nos dirigiéramos al Polo Norte. Después entraremos en barrena y haremos unas cuantas maniobras raras, para posarnos de repente. Pensarán que tenemos alguna avería.

—¿Bastará con eso para que no hagan estallar la nave? —preguntó Hammond, dubitativo.

—Existe la posibilidad de que así sea —sentenció Wilson, sin el menor tono de confianza en su voz—. Lo lógico sería que se pusieran en contacto con nosotros, tal vez enviando un grupo en nuestro socorro.

—¿Y qué pasará si ese grupo nos encuentra?

—Pues que se meterá en un berenjenal. Abandonaremos rápidamente la nave con todo lo que podamos llevar encima. Nos pondremos turbantes antirrayos, y si los vraes vienen a por nosotros con sus hipnoamplificadores, no les servirán de nada. Con los fusiles de rayos que sacamos de Kuum podemos hacerles frente.

—¿Por cuánto tiempo? —quiso saber Thol Orr, escéptico.

—Tal vez lo suficiente —aventuró Wilson—. Quién sabe si alguien nos ayudará. Si los vraes tienen enemigos, estos enemigos podrían ser nuestros amigos. Ya habéis oído a Marden referirse a la raza de los terceros…

—Una mentira, para asustarnos y hacernos caer en manos de los vraes —rechazó Lund, despectivamente.

—Podría ser que estuvieras en lo cierto —reconoció Wilson—. Sin embargo, recordad lo que le dijo a Hammond: «Aunque burléis a los vraes…». De sus palabras deduzco que en Althar puede haber alguien más, aparte de los vraes. ¿Cómo podemos saber si alguna raza extrahumana ha descubierto también este mundo, esta estrella de la vida?

Aquella posibilidad, que no se le había ocurrido a Hammond, le hizo estremecerse. Asombraba pensar que desde muy lejos, tal vez desde una distancia de varias galaxias, otras razas podían llegar hasta la estrella en busca de una vida eterna. Un gigantesco imán que atraía a los humanos y extrahumanos de los rincones más alejados, como a polillas que revoloteaban en torno a la llama, que se establecían en Althar y se hacían la guerra…

La voz imperiosa de Wilson barrió de su mente aquellas ideas descabelladas.

—Debemos obrar pensando en que los vraes pueden hacer estallar nuestra nave en cualquier momento —decía Wilson—. Todo ha de estar dispuesto para un desembarque rápido. Quiero que saquéis de la nave el mayor número posible de objetos: generadores atómicos auxiliares, herramientas, equipo de reparaciones urgentes, armas, baterías y raciones. Gurth, prepáralo todo. ¡Y date prisa!

Comenzaron los preparativos febriles en toda la nave. Lund y Thol Orr se encargaban de decidir qué objetos debían desembarcarse. Se oía el golpeteo de las llaves inglesas mientras los hombres desatornillaban a toda prisa unas máquinas de misteriosa utilidad para Hammond. Tripulantes sudorosos las arrastraban hacia las portezuelas de carga, y otros, dirigidos por Lund, aparejaban cabrestantes improvisados para sacar el equipo pesado en cuanto se posaran sobre Althar. Hammond se encontró junto a Abel, transportando cajas de cápsulas alimenticias sacadas por Iva Wilson de un pañol. Los pasillos eran un hervidero de tripulantes que iban como hormigas de un lado para otro. Los ecos de sus voces excitadas superaban incluso el zumbido de los generadores.

—¿Qué dijo Thayn Marden? —preguntó Iva, mientras le pasaba otra caja de cápsulas.

—Muchas cosas. Casi todas para asustarnos e impedir que nos acerquemos a Althar.

—Kirk, harías bien en escucharla cuando te advierte de algún peligro —sentenció Iva, inesperadamente y tras observarle un momento—. No sé si los demás le importamos. Seguramente no. Pero me parece que a ti no quiere verte morir.

—¡Iva! —exclamó Hammond, asombrado—. ¡Estás loca si insinúas que…!

No pudo seguir hablando. En el exterior estalló un estruendo ensordecedor y por los altavoces llegó el aviso:

—¡Todos a abrocharse los cinturones!

Se produjo una carrera desordenada hacia los asientos de retroceso. Iva y Hammond se acomodaron en sendos asientos de la sala de tripulantes, y volvieron la cabeza para observar el dispositivo explorador de pared.

En él se veía el panorama de proa, la parte iluminada del planeta que asomaba por la pantalla. No había mares, aunque la superficie de suaves ondulaciones parecía tener bosques. Eran oscuros en su totalidad, salvo unas franjas amarillas que recordaron a Hammond las montañas de Nuevo Méjico en otoño, con los áureos álamos temblones sobre un fondo de pinos. La superficie del planeta se inclinó mucho en la pantalla y la nave se enderezó sobre su cola para desplomarse con un balanceo vertiginoso.

Las correas que sujetaban a Hammond se hundieron en su carne, e Iva dejó escapar una exclamación de dolor. Caían en barrena. Hammond se preguntó si Quobba se limitaba a ejecutar las órdenes recibidas, dando la sensación de que la nave iba a estrellarse, o si efectivamente estaban a punto de chocar contra el suelo. Pensó que la cosa iba en serio, porque la barrena resultaba ya excesiva para ser ficticia. El rugido del aire aumentó de intensidad y en el dispositivo explorador pudo atisbar el bosque que se les aproximaba velozmente, un bosque denso de vegetación verde oscura y extraña hasta lo grotesco. Se oyó un crujido, luego un choque y Hammond pensó que aquélla era una muerte estúpida. Después vino una sacudida, a la que siguió lo más asombroso que hasta entonces les había ocurrido.

Silencio. Silencio absoluto, inmovilidad completa por primera vez desde que salieron de Kuum.

Al instante los altavoces rompieron el silencio.

—¡Todos fuera! ¡Descargad el equipo!

Hammond ayudó a Iva a desembarazarse de sus correas, y los dos echaron a correr. Los demás hicieron lo mismo, abarrotando los pasillos de descenso hacia las portezuelas de carga que ya se abrían. Fuera resplandecía una cegadora luz solar que incidía oblicuamente sobre extrañas plantas de gran altura. Un chorro de aire cálido, ligero y seco entró en la nave.

En un santiamén, las bodegas contiguas a las portezuelas fueron un caos organizado de ruido y actividad. Se lanzaron afuera las pasarelas, y los hombres dispusieron rápidamente el equipo de tracción para sacar de la nave los grandes generadores atómicos y demás máquinas pesadas. Hammond, Iva, Abel y otros tripulantes transportaban víveres hasta un depósito improvisado junto a una loma próxima. Mientras regresaba corriendo en busca de otra carga, Hammond captó algunos detalles del extraño bosque que crecía en derredor. Jon Wilson, situado junto al vehículo interplanetario, seguía dando órdenes.

—¡Más rápido! ¡Esto puede estallar en cualquier momento! ¡Llevad todo al depósito y no dejéis nada cerca de la nave!

Desde cualquier lugar de aquel mundo, un vra podía oprimir el botón que los reduciría a la nada. Sabiéndolo, la tripulación se sentía espoleada y los cabrestantes chirriaban mientras los hombres daban gritos y sudaban, y las máquinas más pesadas surgían de la nave con la lentitud de gigantes imperturbables. Finalmente, todos se concentraron entre los restos de su frenético salvamento, algo apartados ya de la nave y en disposición, por vez primera, de tomarse un momento de respiro, de observar cuanto les rodeaba.

En torno de ellos se alzaban verdes masas de vegetación. No eran árboles, sino musgos semejantes a cojines gigantescos de ocho a diez metros de altura y diámetro todavía mayor. Entre las enormes masas vegetales crecía un tapiz de musgo oscuro salpicado por zonas de auténtica hierba amarillenta. Hammond observó perplejo el cielo incoloro. El resplandor del sol poniente quedaba oculto por la vegetación circundante, pero sus rayos describían caprichosas trayectorias en los cielos, cual una aurora boreal. No había aves, ni siquiera insectos, en aquel tenebroso bosque de musgo. Ningún sonido quebró el silencio profundo y triste mientras descansaban, entre atemorizados y extasiados, en el mundo que tanto ansiaran conocer…