—Me están siguiendo —dijo de pronto Tarl Brent, mientras llevaba a la muchacha hacia el bordillo de la acera—. Estoy seguro, Maud —insistió—. No lo diría si no lo supiera con seguridad.
La muchacha frunció el ceño hasta que el estridente sonido de un claxon se acalló, y luego se acercó más a él mientras caminaban por la acera llena de gente.
—¡Tonterías! —exclamó, frunciendo los labios—. ¡Seguirte! ¡Qué cosa tan ridícula!
Pero él aceleró el paso por entre el gentío de mediodía y dirigió una mirada a la izquierda, sirviéndose de los espejos que cubrían una columna de una tienda para examinar el espacio que quedaba a su espalda.
—¿Para qué querría alguien seguirte? —Maud dirigió a su alrededor una mirada dubitativa.
—Me apostaría las cejas —replicó él, ignorando la pregunta y sin apartar la mirada del espejo— a que se trata de ese hombre que lleva el sombrero marrón y un traje a rayas… ¡Espera! —La sujetó por el brazo con fuerza—. ¡No te vuelvas ahora!
Habían rebasado la tienda y no contaba ya con el espejo.
—Pronto lo descubriremos —dijo él.
La joven se rió, burlona.
—Todavía estoy interesada en saber por qué crees que alguien te sigue.
—Hace el tiempo suficiente que eres mi secretaria —le recordó él—, para saber bastante acerca de mí. El hecho de que me sigan los pasos constituye, precisamente, otro de los misterios personales que querría resolver.
—¿Misterios? —repitió Maud, enarcando una ceja.
—Eso es, misterios. Todos los «por qué» a los que quisiera encontrar respuesta. Ya sabes, Maud, que hace tan sólo tres años era un don nadie. Y mira ahora dónde estoy; a punto de conseguir mi primer millón.
—Pero si no hay ningún misterio en todo esto. Emprendiste tus negocios después de heredar unos cien mil dólares de…
—De un pariente a quien nunca conocí —añadió él completando la frase—. Y todavía abrigo serias dudas de que tal persona haya existido.
Se hallaban en la esquina esperando a que cambiara el semáforo. De nuevo dirigió él una mirada hacia atrás, por encima del hombro.
Luego cruzaron la calle.
—Y no se puede decir que haya alcanzado el éxito gracias a un cerebro privilegiado —confesó—. Sabes tan bien como yo hasta qué punto ha intervenido en todo la suerte… Sin ir más lejos, la semana pasada habría perdido unos cincuenta mil dólares en la bolsa, si nuestro agente no se hubiera equivocado al tomar nota de mis instrucciones.
—Bonito error —se rió la joven—. Te proporcionó un beneficio de treinta mil, ¿no es verdad? ¿Por qué preocuparse por una cosa así, digo yo? No perdería ni un segundo pensando en ello, en tanto que la suerte no empezara a cambiar.
Cruzando junto a una anciana, Tarl condujo a su secretaria en diagonal, atravesando la acera en dirección al patio de un restaurante, salpicado de mesas protegidas por grandes sombrillas.
—Pero, Maud —protestó—, cada maldita cosa que me ha sucedido durante los tres últimos años ha sido suerte. Es…
Soltó el brazo de la muchacha, empujándola suavemente en dirección a la entrada del patio.
—Ve —susurró— y toma una mesa.
—¡Tarl! —exclamó Maud—. ¿Qué vas a hacer?
—Voy a agarrar al tipo que nos ha estado siguiendo y a descubrir qué pasa con todo esto.
Se volvió bruscamente y se alejó.
—Espera —llamó ella, pero el hombre desapareció entre un grupo de personas.
Tras recorrer un corto espacio a grandes zancadas, distinguió de nuevo al hombre que buscaba. Una expresión de sorpresa apareció por el rostro de éste. Tarl le tenía ya casi cogido por el hombro cuando un anciano, que usaba gruesas gafas, salió por una puerta, cargado de paquetes. Tarl y el anciano chocaron y cayeron al suelo. El tercer hombre giró rápidamente sobre sus talones, se lanzó a la carrera y dobló la esquina.
Incorporándose de un salto, Tarl se encontró sujeto por el hombre de las gafas, que, tendido en el suelo, se asía al borde de su pantalón.
—Después de derribarme, al menos podría ayudarme a ponerme de pie… ¡jovencito! —dijo el anciano con enojo, manteniéndose agarrado, con una fuerza sorprendente, a los pantalones de Tarl.
Tarl miró al hombre que se hallaba en el suelo, dirigió una inútil ojeada hacia la esquina y suspiró:
—Ahora es ya demasiado tarde.
—¿Qué está diciendo?
—Oh, nada importante, abuelo —eludió Tarl, ayudándole a ponerse de pie.
Cuando regresó al patio, Maud seguía inquieta.
—¿Qué ha ocurrido?
—Se ha escapado. —Se sentó junto a ella—. Estoy seguro de ello, Maud. Ese hombre estaba siguiéndome.
La joven se rió y, de una silla cercana, tomó un periódico que algún cliente debió dejar olvidado.
—Aquí hay algo más interesante como tema de conversación. Dice: «Los físicos establecen una nueva velocidad de la luz…».
—¿Qué razón crees que pueda haber para que alguien esté interesado de forma tan vital en lo que hago? —preguntó Tarl con la mirada perdida en el vacío, mientras se pellizcaba el mentón.
—Tres renombrados físicos de los Estados Unidos —continuó ella leyendo— han confirmado hoy las nuevas estimaciones del Dr. Randel Steffington acerca de la velocidad de la luz, que el científico de Washington estableció ayer en su laboratorio.
»Los tres científicos, después de llevar a cabo experimentos por separado, llegaron a la conclusión de que la luz se desplaza a ciento sesenta y cinco mil kilómetros por segundo, es decir, a ciento treinta y cinco mil kilómetros por segundo menos de lo que hasta ahora se suponía…»
Tarl se echó a reír repentinamente.
—De acuerdo, tú ganas —cedió.
Apareció un camarero, que tomó nota de lo que deseaban. Luego, Tarl permaneció sentado en silencio por unos minutos, mientras su secretaria estudiaba los rasgos de su rostro.
—Mira, Tarl —dijo ella finalmente—. Si vas a ponerte a darle vueltas, no quiero ser yo quien te impida discutir el tema. Así que hablemos de ello.
La expresión de Tarl se volvió pensativa.
—No es que imagine que se trate de nada misterioso… —Cruzó los brazos y se reclinó sobre la mesa—. Empecé a sospechar a raíz de mi desplazamiento a Nueva York, cuando me informaron de lo de la herencia. No tenía dinero, e inicié el camino viajando como polizón en el ferrocarril… Por poco no llego. Al entrar el tren en un apartadero, se produjo un incidente en que me vi envuelto en un lío con un par de borrachos. Les habría bastado un minuto para dar cuenta de mí con sus botellas de cerveza rotas. Cuando ya se aproximaban zigzagueando, otros tres tipos saltaron de detrás de un furgón. No tuve tiempo de dar un solo golpe. Aquellos tres dejaron fuera de combate a la pareja en un abrir y cerrar de ojos. Tampoco tuve ocasión de darles las gracias: desaparecieron a toda prisa.
»A partir de entonces, las cosas han sucedido siempre de esta forma. Siempre aparece alguien, surgido de la nada, que frena mi avance cuando da la impresión de que voy a cruzar por una calle llena de tráfico… Si salgo en el yate y el mar se agita un poco, aparecen botes a mi alrededor sin que se sepa de dónde… Pero todos estos incidentes, sin aparente relación entre sí, carecían de sentido hasta que empecé a unirlos hace unas semanas. Ahora veo que encajan todos en un mismo patrón: el de que alguien o algún grupo está haciendo cuanto puede para protegerme de todas las maneras concebibles. Física, económicamente, en cualquier forma imaginable… ¿Sabes qué hizo que me diera cuenta de ello, Maud? —preguntó de pronto.
La joven negó con la cabeza.
—Lo recordarás. Los periódicos lo publicaron el mes pasado.
—¡Ah!, ¿te refieres al atraco?
—Eso es… Ocurrió frente a mi casa. Mi chofer y yo nos apeamos del coche al mismo tiempo. Aquel tipo salió de detrás de un seto y empuñó un revólver. Antes de que terminara de decir «es un atraco», empezaron a disparar desde todas partes a nuestro alrededor… La policía contó veintiséis balas en su cuerpo. ¿Quién hizo aquellos disparos? ¿Por qué los hizo, si no para protegerme? ¿Por qué no se halló a aquellos hombres?
Hubo una ligera vibración en la silla de Tarl al ser golpeada por la silla de una mesa vecina. El hombre que la había ocupado acababa de levantarse bruscamente y desapareció en el interior del restaurante.
Otro hombre ocupó su lugar. Por un momento los ojos de Maud se encontraron con los del recién llegado. Luego volvió a fijar su atención en Tarl.
En un edificio modesto, próximo al centro de la ciudad, sonó el teléfono en una oficina del quinto piso. Un hombre enjuto, de mediana edad y facciones inexpresivas, respondió a la llamada.
—¿Diga?
—¿Oficina Central?
—Sí, aquí la Oficina Central. Habla el Director Jefe.
—M-3 informa.
—¿Se ha hecho el relevo correctamente?
—Desde luego… Pero dejémonos de formalidades, T.J. Esto es serio… Está todavía más suspicaz que ayer. Charles, su chofer, y su secretaria…
—No mencione nunca a ningún miembro del proyecto por su nombre o relación —amonestó T.J., cortante.
—Bien; S-14 y B-1 tenían razón cuando informaron que mostraba una creciente tendencia a no considerar el trabajo de los agentes de la Oficina Central como incidencias casuales. He llegado a la conclusión de que se da perfecta cuenta de que se halla sometido a constante vigilancia. Según parece, ha tratado de atrapar…
—Sí, ya lo sé. B-22 ha informado hace cinco minutos. El intento ha fracasado gracias a la agilidad mental de F-5.
M-3 habló con rapidez, sin vacilaciones. Un grabador telefónico acoplado a la línea registraba las palabras del agente en una cinta magnética destinada al archivo. Sus palabras constituían un resumen de la conversación que Tarl había sostenido en la mesa del Patio.
T.J. le interrumpió una sola vez; cuando mencionó la cita del periódico que había leído la secretaria:
—¿Reaccionó ante la mención de la velocidad de la luz?
—No. Pero creo que se debería prevenir a B-1 para que, en lo sucesivo, evite el uso de palabras «gatillo» si, como usted dice, existe la posibilidad de una acción de respuesta.
—Se le recordará —aseguró T.J.
—¿Puedo ocupar de nuevo mi sitio? —inquirió M-3.
—¡Desde luego que no! Ya sabe usted que no puede tener más de una asignación al mes.
—Entonces, ¿tengo el resto del día libre?
—Libre durante el tiempo que tarde en regresar aquí y meter la nariz en los archivos durante los próximos treinta días.
T.J. se reclinó en su asiento. Pulsó varios botones que estaban sobre la mesa. Momentos después, entraron en la habitación tres hombres, quienes se sentaron alrededor de la mesa.
Tras mirarles fijamente, uno tras otro, T.J. anunció:
—¡Está empeorando!
Los tres mostraron evidente preocupación. Uno de ellos preguntó:
—¿Qué podemos hacer, T.J.?
—No lo sé. —El Director Jefe jugueteaba con el lápiz—. Pero habrá una asamblea de consejeros esta tarde. —Echó una mirada al reloj—. Dentro de una hora.
—Existe la posibilidad —dijo otro— de que hayamos extremado la vigilancia. Estamos echando a perder nuestro propio objetivo, T.J., si dejamos que lo descubra. Sus sospechas podrían provocar precisamente lo que nosotros esperábamos eliminar.
—¿Cree usted que la noticia que dio ayer Steffington podría haber actuado a modo de percutor? —preguntó nerviosamente el agente que se hallaba a la derecha de T.J.
—No —aseguró el Director Jefe—. Hemos tenido prueba de ello no hace más de diez minutos. Por lo menos, no hay respuesta consciente, según parece, al estímulo de la «velocidad de la luz». De hecho, no ha existido una reacción consciente a ninguno de los anuncios científicos que se han producido durante los últimos tres años. Bueno es que su mente, digamos más bien su consciente, no sienta inclinación hacia ninguna ciencia.
El tercer hombre sentado a la mesa se secó la frente distraídamente con el pañuelo.
—Todo se acabaría —empezó a decir— si llegara, a descubrir que él es el responsable de todos esos pasmosos descubrimientos iconoclásticos y…
T.J. le cortó en seco:
—No olvidemos que es responsable de todos excepto del primero, aun cuando no lo sepa. Nosotros somos los responsables del primero, indirectamente. Desde luego, él lo causó, pero la culpa debe achacársele indirectamente a nuestra incitación.
El cuarto hombre, que hasta entonces había permanecido silencioso, dijo titubeante:
—Me pregunto si no habría ido todo mejor de no haber intentado verificar la hipótesis; si hubiéramos dado por ciertas nuestras sospechas sin tratar de demostrarlas, provocando la respuesta inicial.
T.J. alzó una mano en señal de protesta: —Bien, ahora todo esto pertenece ya al pasado. Es demasiado tarde para hacer nada. Ciertamente, nuestra prueba dio como resultado una desaparición «inexplicada» del planeta Mercurio. Sabemos que el planeta no cayó en el Sol cuando se encontraba en el apogeo. Sabemos que fue desmaterializado, sencillamente… Pero con ello averiguamos, sin duda posible, lo que estaba acechando tras el subconsciente de Brent.
El agente sentado frente a T.J. empezó a transpirar de nuevo:
—¡Si por lo menos le hubiéramos dejado solo! Si no le hubiésemos dopado ni permitido a Mendel que…
—El doctor Mendel —interrumpió T.J.— es el mejor psiquiatra del mundo. El estímulo para la prueba fue perfectamente administrado. Brent se hallaba en uno de los estados de sonambulismo más completos que he visto nunca. La sugestión alcanzó su subconsciente, y aun más allá de su subconsciente —T.J. se estremeció— y extrajo la respuesta probatoria. Las sugestiones post-hipnóticas actuaron suavemente, a juzgar por los informes que hemos recibido. Brent nunca ha recordado nada, ni siquiera los incidentes que condujeron a su dopado. No creo que nadie más, aparte de Mendel…
—¿Se discute acerca de mí?
La frase, pronunciada por una voz grave, llegó procedente de la puerta abierta. Erguido junto a ella se encontraba un hombre de rasgos muy acusados.
—¡Ah! ¡Doctor Mendel! —T.J. se incorporó, avanzó en dirección a la puerta y acompañó al doctor para que tomara asiento junto a la mesa—. Estamos convocando una asamblea de consejeros —explicó T.J. después que Mendel se hubo acomodado.
—Entonces, ¿piensa usted que la situación es muy seria?
—Brent tiene cada vez mayores sospechas. —T.J. tabaleaba con los dedos en la mesa—. Precisamente estábamos discutiendo la posibilidad de que algo estuviera marchando mal.
—Yo decía —agregó el hombre que se sentaba a la derecha del Director— que en algo nos debemos de haber equivocado… Están apareciendo respuestas no provocadas de forma casi periódica desde que iniciamos este proyecto… ¡destinado precisamente a impedir tales respuestas! La verdad es que confiamos en que no habría más respuesta que la inicial. Pero siguieron otras, y ahora son cada vez más frecuentes… ¡Les digo que esta cosa es perturbadora! ¿Qué pueden decirme sobre la desaparición del resfriado común, hace un año?
—Bueno, eso fue… —interrumpió T.J.
El agente ignoró la interrupción.
—Y Juego está ese otro asunto relativo a la nueva distancia establecida entre la Tierra y el Sol. Y el descubrimiento imprevisto de tres elementos de imposible clasificación en la tabla periódica. Y la refutación de la Hipótesis de Avogadro… Son demasiadas cosas a la vez. Les digo que la cosa es perturbadora.
—Si lo es hasta el extremo de que no se puede detener y reintegrarla a su estado de inactividad, entonces no podemos hacer gran cosa, ¿no es cierto?
Con la mano, el Director Jefe palmeaba suavemente sobre la mesa.
Los tres hombres restantes volvieron la cabeza lentamente y se miraron unos a otros. El doctor Mendel se incorporó, caminó hacia la ventana y, pensativo, observó la atareada calle que se extendía a sus pies.
—Señores —dijo—, ¿alguna vez se han relajado ustedes lo bastante como para adquirir conciencia de la tremenda e ilimitada fuerza con que estamos jugando? Si pudiera ser dominada… ¡Imaginen que tienen a su disposición toda la energía que ha existido en el universo!
El doctor se volvió con lentitud y se encaró con los hombres sentados en derredor de la mesa. Sus ojos, sin embargo, no contemplaban nada de lo que se encontraba en la habitación. Tenía la voz enronquecida, cuando prosiguió:
—Si tan sólo existiera alguna forma en que esa fuerza pudiera ser controlada, liberada bajo control a fin de utilizarla… en ese caso, nada sería imposible. ¡Nada! —recalcó.
A medida que hablaba, su tono de voz se había ido elevando en forma alarmante. T.J. se aclaró la garganta.
—Me estremezco sólo de pensar en estas cosas —dijo en tono de reproche—. El destino de la humanidad depende de que seamos capaces de domeñar esa fuerza de modo que sólo pueda ser aplicada de una forma natural.
—Pero, T.J. —el doctor Mendel se volvió hacia el Director—, la fuerza está ya casi liberada. Ha desaparecido un planeta. Ha quedado extinguido un universo entero de microorganismos responsables de una enfermedad. Se producen otras manifestaciones y descubrimos que los astrónomos han estado equivocados durante los dos últimos siglos; que la Tierra está ahora más cerca del Sol; que el calor del Sol no es tan intenso como creíamos… Estoy convencido de que habrá otras manifestaciones. Quizá deberíamos abandonar nuestro actual proyecto. Tal vez deberíamos elevar la cosa a un estado consciente e intentar una comunicación…
—No, Mendel —T.J. negó severamente con un movimiento de la cabeza—. Éste es nuestro último recurso. De todas formas, creo que aún quedan esperanzas para nuestro plan de acción original. Podemos calmar las sospechas de Brent; nuestros agentes han aflojado un poco la vigilancia a que le tienen sometido. Y yo tengo otro plan…
Los cuatro hombres fijaron la mirada en él, expectantes.
—Hasta ahora —prosiguió T.J.— hemos pasado por alto un factor principal… No hemos llevado a cabo ningún esfuerzo coordinado para introducir el afecto en su ambiente. Brent no tiene todavía una dependencia sentimental.
—Pero —Mendel frunció el entrecejo—, yo pensaba que Maud, quiero decir, B-1…
—No, no hay nada por ese lado. —T.J. negó con la cabeza—. Si hubiese habido algo entre ellos, habría sido accidental, no planeado. Creo que si encontramos una personalidad que le agrade y un tipo físico que le atraiga, entonces, tanto su consciente como el subconsciente volverán a estar preocupados, lo que tal vez permita que la cosa se calme y caiga en completo letargo…
T.J. se levantó del sillón giratorio. Los tres consejeros visitantes interpretaron el movimiento en el sentido de que la conferencia había terminado y abandonaron la habitación. T.J. se volvió hacia Mendel.
—En cualquier caso, este asunto quedará totalmente liquidado dentro de las dos próximas horas. Entretanto, pondremos a trabajar en los archivos a todas las personas que estén disponibles, desenterrando cualquier cosa que pueda arrojar alguna luz acerca de sus preferencias en cuanto a mujeres.
Una atropellada multitud se afanaba por la calle mientras empezaba a anochecer. Con el abrigo al brazo, en pie tras las puertas de cristal, en el vestíbulo del edificio donde tenía su oficina, Tarl esperaba impaciente la llegada de su chofer.
Un destello de cromo y metal negro rodó hasta situarse frente al edificio. El rostro anguloso, firme, de Charles se enmarcaba en la ventanilla delantera derecha del automóvil. Alargó el brazo por encima del asiento y soltó el pestillo de la puerta trasera.
Tarl se bajó el ala del sombrero, salió del edificio a rápidas zancadas y fue a tropezar con una joven que en aquel momento cruzaba, andando a buen paso. La fuerza del golpe arrancó de sus labios un agudo grito, al tiempo que, asiéndose al abrigo de Tarl, caía tendida en la acera; él consiguió mantener el equilibrio. El sombrerito cónico que llevaba la joven se había deslizado hacia un lado y caía precariamente sobre su frente, cubriéndole un ojo. Sobre los hombros de su cuidado vestido caían unos bucles de lustroso cabello rojo, armonizando con el aspecto amelocotonado de sus mejillas.
La falda de la joven se le había subido al caer. El dobladillo se ofrecía a la vista, cruzando sobre sus piernas, a medio camino entre las rodillas y la cadera, revelando unas pantorrillas y muslos firmemente modelados. Sorprendida, se sentó por unos momentos, con una expresión de sobresalto en su atractivo rostro.
—¡Uf! —exclamó, componiéndose el sombrero mientras Tarl la ayudaba a ponerse de pie—. ¡Vaya encontronazo!
—Lo siento muchísimo —dijo él, compungido—, yo no…
—¡Oh, no se excuse! —sonrió ella—. Seguramente ha sido culpa mía.
La frente de Tarl se frunció ligeramente, al pensar, de pronto, en las coincidencias que existían entre aquél y otros incidentes que se habían producido ya durante el mismo día. La muchacha parecía estar estudiando su rostro, como si esperase algo. Tras un silencio de varios segundos, desvió la mirada con cierto azoramiento. Un timbre de alarma sonó en la mente de Tarl.
Soltó los brazos de la muchacha, quien dio unos pasos hacia la puerta para apartarse de la gente que les rodeaba. De pronto vaciló y estuvo a punto de caer. Por segunda vez, la sujetó por el brazo.
—Yo, yo… —la joven se agachó y se pasó una mano por el tobillo—. Creo que me lo he torcido. —Hizo una pausa—. No sé si podré llegar a casa…
De nuevo, la nube de sospecha flotaba en su mente. Aquella joven parecía ansiosa por prolongar el contacto accidental.
—Puedo enviarla a casa en un taxi —sugirió, rompiendo el silencio.
La joven echó una rápida ojeada al automóvil aparcado junto al bordillo. Las cejas de Tarl se enarcaron al interpretar que aquella ojeada traicionaba el hecho de que ella sabía, sin que se lo hubiera dicho, que tenía un coche y un chofer esperando.
—Vamos a ver —dijo Tarl tomándola por el codo y obedeciendo a un impulso—. Tomaremos un taxi y veremos que llegue a casa sin dificultades.
—Me llamo Leila Smithers —rezongó, mientras cruzaba la acera junto a él, cojeando—. ¿Y usted?
—Tarl —respondió, mientras hacía señas a un taxi—. Tarl Brent.
—Vivo en el 8642 de Chesnut —aclaró, hablando por encima del hombro, mientras subía al vehículo.
Con movimientos automáticos, Tarl depositó un billete en la mano del chofer, cerró de golpe la portezuela detrás de la joven y le dijo al taxista:
—Ya oyó la dirección, ¡adelante!
El vehículo se puso en marcha penetrando en el flujo de tránsito.
Apenas había desaparecido el taxi cuando ya lamentaba lo que había hecho. Si no era errónea la intuición que había tenido, debió continuar con la joven y seguirle la corriente, para averiguar así todo lo que ella quería saber.
Cuando estuvo instalado en el asiento delantero de su coche, notó algunos síntomas de dolor de cabeza. Deseó que esta vez no fuera demasiado fuerte, que no durara tanto como los que había tenido antes.
—Vaya belleza, jefe —observó Charles, mientras introducía el coche en la corriente de vehículos—. ¡Diablos, cómo me gustaría toparme con algo así!
—Habérmelo dicho antes, Charles; la habría retenido para ti…
Esbozó una sonrisa pese a la sensación palpitante que notaba en la base del cráneo.
—¡Uf! —Charles movió otra vez la cabeza y silbó—. ¡Era una auténtica belleza!
—Como las otras dos —masculló Tarl, meditabundo.
—¿Qué otras dos?
—Bueno, Charles, te lo contaré todo. La señorita pelirroja no ha sido la única con la que me he «tropezado» hoy. Ha sido sólo una entre tres primorosas muchachas. La primera era rubia; la otra, trigueña. Todos los encuentros han sido casuales. Y las tres chicas estaban ansiosas por entablar relación. —Se volvió hacia el chofer para preguntarle—: ¿Qué opinas de todo esto?
—Si es como dice, pienso que se puede caer en la trampa para salir después oliendo como una rosa.
Tarl se rió.
—No captas la onda… Tres mujeres. Las tres mujeres más hermosas que he visto en mi vida. Encontrármelas a todas, no en el mismo año, ni en el mismo mes… sino en el transcurso de un solo día. ¿No te parece muy raro?
—Uf, jefe —le reprochó Charles—, no empezará usted otra vez a lamentarse de su suerte, ¡vamos!
—Bueno, Charles, no puedes decir…
—¡Por todos los demonios, jefe! ¿Por qué no se relaja y disfruta de ella? Si se topa con tres hermosas mujeres que tienen ganas de trabar amistad con usted, ¿por qué no les deja hacerlo? Diablo, ¡yo no tendría ningún reparo en ello!
—Ni yo tampoco, Charles, si supiera por qué… por qué han de ser tantas a la vez.
Tarl permaneció callado unos momentos. Fue Charles quien rompió el silencio:
—¿No hubo nunca una mujer, jefe?
—Desde luego, hubo una mujer. Aunque ahora no parezca estar muy interesado en ellas, eso no quiere decir que no lo estuviera en otro tiempo.
—¡Oh, oh! —Charles volvió la cabeza en dirección a su patrón—. Así que se trata de eso. Dígame, jefe, ¿cómo era? ¿Qué ocurrió?
—Bueno, era bonita. No hermosa. No era fea, sino más bien… atractiva.
De nuevo guardó silencio. Pero esta vez Charles se abstuvo de interrumpir sus pensamientos.
—Supongo que me habría casado con ella —resumió Tarl—, pero advirtió lo que estaba pasando. Comprobó mi creciente afición al alcohol y decidió despreocuparse de lo que fuera de mí. Tal vez se portó egoístamente. Tal vez pensó que podría desviarme del camino que estaba emprendiendo… pero no lo consiguió. Seguí bebiendo. Antes de que me enterase, abandonó la localidad. Vino aquí. En estos momentos es probable que se encuentre en cualquier lugar de esta ciudad.
—¿Cómo se llama?
—Marcella, Marcella Boyland.
—¿Vivía cerca de usted?
—En una casa de apartamentos, al otro lado de la calle.
—Me gustaría ver a esa chica. Sabe…
—Tengo una fotografía suya. —Tarl sacó la cartera, hurgó en ella unos segundos y extrajo una pequeña fotografía. Se la pasó a Charles mientras se volvía a meter la cartera en el bolsillo. El chofer encendió la luz del techo y dividió su atención entre la conducción del coche y la instantánea.
—¡Caramba! —exclamó—. ¡No está del todo mal! Desde luego, no se puede comparar con la pelirroja… pero ¡está muy bien!
Charles devolvió la fotografía, que Tarl introdujo en el bolsillo lateral de su chaqueta.
De pronto, el vehículo frenó con fuerza y Tarl fue lanzado hacia adelante. Un sedán último modelo que les precedía se había detenido bruscamente en el cruce que tenían delante, a pesar de que el semáforo estaba en verde.
Charles no fue capaz de frenar el coche con la rapidez, necesaria y su pesado automóvil abolló la parte trasera del otro.
Tarl sabía que no podían haberle producido un gran daño. No obstante, por el lado del bordillo, se abrió la puerta del coche que estaba delante.
Pero no fue un hombre airado quien salió del automóvil. Supo, al ver un tobillo y una pantorrilla bien formados asomando por debajo de la portezuela, que se trataba de otra mujer joven.
—No fue culpa mía —Charles se volvió hacia su patrón—. Ha sido él.
—No, Charles —corrigió Tarl—, no es él… Se trata de una mujer. Otra Venus. Míralo tú mismo.
Ambos hombres se apearon. La mujer, que no contaría más de veintiún años, salió hecha una furia y se apoyó las manos en las caderas, echando llamas por los ojos.
—Supongo que encontrará una excusa —masculló, rabiosa, echando un vistazo a Charles y fijando después su mirada en Tarl.
—¡Perdone, señora! —estalló Charles—. Usted no debió parar tal como lo hizo.
La joven soltó un grito ahogado.
—¿Acaso no vio que sacaba la mano? —inquirió, golpeando el asfalto de la calle con su diminuto pie.
—Si ha habido algún daño —Tarl se interpuso entre los dos— me ocuparé de que lo reparen; lo tendrá mañana al mediodía, como máximo.
La joven pareció calmarse un poco, pero su pecho seguía moviéndose al ritmo de su respiración agitada, bajo el ceñido suéter. «¡Es del tipo vivaz, y tiene genio!», pensó Tarl. Era más que una sospecha lo que le decía que la joven estaba representando una comedia. ¡Estaba totalmente seguro de ello!
—¿Dónde vive usted?
Tarl sonrió, tratando de seguir el juego en la forma que, pensó, a ella le gustaría que lo hiciera.
De nuevo sus ojos se encendieron.
—¡No irá a enviarme un abogado para que discuta conmigo!
—Trato de hacer que se ocupen de su coche inmediatamente. —Y con una sonrisa, agregó—: Y si me lo permite, la acompañaré a su casa.
La expresión de la joven se suavizó. Tarl hizo ademán de tomarla por el brazo, pero en lugar de asir su codo, se detuvo tambaleándose, con las facciones contraídas por el dolor. Charles le sujetó fuertemente por el brazo para sostenerle.
—Me ha dado otra vez ese dolor de cabeza —murmuró Tarl—. Ayúdame a volver al coche. Se me pasará.
Dicho esto, se desplomó en brazos de Charles.
Una expresión de estupor apareció en el rostro de la joven.
—Se ha desmayado —aclaró Charles, colocando a su patrón en el interior del coche. Los curiosos que se habían detenido no se hallaban lo bastante cerca para poder escuchar sus palabras.
—Bien, pero, por amor de Dios, ¡llévale a un médico! —La joven se retorcía las manos desesperadamente—. ¡Haz algo!
—Se repondrá. La Oficina Central está al corriente de Su estado. Se halla en manos del doctor Mendel. Lo mejor que puedes hacer es regresar para informar; diles también que envíen al doctor Mendel directamente a su residencia… Yo le llevo allí ahora mismo. ¡Mientras la chica regresaba a su coche, Charles se inclinó sobre su patrón y le palmeó las muñecas. Sintiendo que la cabeza le daba vueltas lentamente, Tarl recobraba el sentido.
—Pronto estará bien, jefe —aseguró Charles—. Voy a llevarle a casa. Ya he avisado al doctor Mendel y le he dicho que venga a reunirse con nosotros.
Tarl sentía un dolor sordo en la cabeza, y la almohada le devolvía los fuertes latidos de sus sienes. En el espejo del dormitorio se reflejaba la imagen impasible del doctor Mendel. De espaldas a Tarl, el psiquiatra llenaba una jeringuilla, controlando cuidadosamente la cantidad de líquido que penetraba en ella.
—Con esto dormirá profundamente el resto de la noche.
Mendel se volvió de pronto hacia la cama, sosteniendo la jeringuilla con la aguja en alto.
—Esta noche me quedaré aquí y por la mañana veremos si se encuentra mejor.
El psiquiatra siguió hablando en tono tranquilizador mientras introducía la aguja en el brazo de Tarl.
—Desde luego, ya comprenderá que después de esto ha de observar completo reposo. Deberá guardar cama por lo menos durante un par de días… y dejar de ir a la oficina durante unas semanas.
El líquido ardiente penetró en su torrente sanguíneo y el efecto fue casi instantáneo. Se empezó a nublar su visión de los objetos, al tiempo que los párpados adquirían un peso cada vez mayor.
Pero, en los momentos en que su conciencia se iba desvaneciendo, sintió que la cabeza le latía furiosamente. Se afanaba trabajosamente bajo la sensación de que algo que formaba parte de él (y que, sin embargo, era ajeno a él) rugía en su interior, intentando romper las cadenas que le sujetaban y escapar.
—¿Puede oírme todavía, Brent? —le llegó la voz del doctor Mendel, tenue y distante, en el momento en que la conciencia le abandonaba del todo…
El psiquiatra se sentó en el borde de la cama, escrutando las facciones de Tarl. Con el pulgar le levantó sucesivamente ambos párpados. Satisfecho por el aspecto de los ojos de Tarl, se quitó la chaqueta y la arrojó sobre una silla. Las facciones de Mendel mostraban una leve sonrisa, expectante.
Asió la manta y la sábana que cubrían a Tarl y, de un tirón, las apartó a los pies de la cama. Volvió el cuerpo de Tarl, le sacó las piernas inertes fuera de la cama, por el borde del colchón, y luego, tomándole por los hombros, lo incorporó hasta dejarle sentado.
Con los ojos cerrados, Tarl se balanceó, pero Mendel le afianzó hasta lograr que permaneciera inmóvil, sentado en el borde de la cama. Apartando los cabellos que caían sobre su frente, el psiquiatra se arrodilló delante de Tarl.
—Yo soy… —dijo Mendel con voz incisiva, agarrando a Tarl por los brazos. El tono era expectante, persuasivo—. Yo soy… —repitió el médico en voz más alta, aumentado la presión de sus manos sobre los brazos del otro.
La cara de Tarl se crispó mientras su boca se abría y se cerraba. Alrededor de sus ojos la piel se tensó, pero los párpados no se levantaron. Parecía como si estuviera en trance.
—Yo soy… Tarl Brent —dijo finalmente.
Mendel aproximó más su cara hasta que su aliento, jadeante, casi rozó la mejilla de Tarl.
—Pero yo… soy más que Tarl Brent. Yo soy…
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Tarl y la piel de su rostro se humedeció. Pero esta vez permaneció en silencio, con la boca entreabierta.
—¡Yo soy más que Tarl Brent! —repitió Mendel, alzando el tono y el timbre de su voz al tiempo que sus ojos se encendían de cólera—. Yo soy…
Tarl permanecía callado. Mendel esperaba, presa de una ansiedad que le hacía apretar fuertemente los dientes.
De pronto, un violento escalofrío recorrió el cuerpo de Tarl, que profirió un alarido ronco. Hubo más gritos, pero sus ojos permanecieron cerrados.
Mendel cubrió con una mano los labios temblorosos y sacudió a Tarl con inquina.
—¡Cállate, idiota! —chilló—. ¡Cállate, maldito!
Las convulsiones espasmódicas que se descargaban por medio de la garganta de Tarl desaparecieron y Mendel le soltó. Pero los temblores siguieron estremeciendo su cuerpo.
Con una expresión de disgusto en el rostro, Mendel echó atrás el brazo derecho y abofeteó la mejilla de Tarl. Los nudillos dejaron una huella grabada en rojo sobre la palidez de la piel. Pero ni siquiera la violencia del golpe sacó al hombre de su profunda hipnosis.
Con un ademán brusco, el psiquiatra empujó a Tarl, que cayó de espaldas en la cama. Luego, con las manos cruzadas detrás de la espalda, el psiquiatra empezó a recorrer la habitación; en sus labios se dibujaba una mueca sardónica.
—¡Está a punto de producirse! ¡A punto! —murmuraba abstraído—. Estoy seguro… ¡Llegará el momento en que despertará del todo!
Redujo el ritmo de sus pasos hasta convertirlos en un incansable caminar arriba y abajo de la habitación, mientras abría y cerraba los puños rítmicamente.
—¡El poder! —susurró—. ¡El inmenso poder, sólo con que pueda despertarle en el momento oportuno! Transferirlo de él a mí no sería muy difícil. Pero hay que matar a Brent en el momento preciso… El envite es fuerte: todo para mí, o el fin de todo, de todos, ¡incluido el mío!
Mendel se detuvo bruscamente junto a la cama.
—Soy Tarl Brent —dijo en voz alta, esperando a que el hombre inconsciente repitiera la frase.
Tarl se agitó.
—Soy Tarl Brent —repitió con dificultad—. Y no conservaré ningún recuerdo de lo que haya podido adquirir desde que fui inyectado hasta el momento en que despierte.
—Y no conservaré ningún recuerdo… —musitó Tarl.
—Este dolor de cabeza fue todavía peor —explicó S-14, moviendo la cabeza, abatido.
El Director Jefe fijó la mirada en el agente que aún vestía el uniforme de chofer.
—Espero que no se marchara usted antes de la llegada del doctor Mendel, ¿no?
—Mendel estaba ya allí. No soy tan estúpido como para haberle dejado solo.
—¿Y dice usted que tiene la fotografía de la mujer?
—Aquí está. —S-14 la extrajo del bolsillo interior de la chaqueta—. La tomé de las ropas de Brent cuando nos dirigíamos a casa.
Charles dejó la fotografía sobre la mesa. Los siete consejeros restantes alargaron el cuello.
—Ha sido un buen trabajo —aprobó el Director Jefe con una sonrisa. Pulsó un botón que estaba junto a su codo.
Entró una anciana y se quedó de pie a su lado.
—Ésta es su fotografía —dijo T.J.—. También sabemos que hace seis años vivía en Broadview; se llama Marcella Boyland. En estos momentos debería encontrarse en esta misma ciudad.
—La reconozco por haberla visto en los archivos —dijo: la mujer secamente—. Estoy segura de que podrá disponer usted de amplia información acerca de ella. Hay un expediente a su nombre.
—Deberíamos tener información más que suficiente acerca de ella —replicó T.J.—. La obtención de todo ese material informativo nos cuesta más de dos millones de dólares… Datos relativos a cada persona que establece algún contacto con él, y resúmenes sobre sus antepasados que se remontan hasta tan lejos como alcanzan los registros…
La mujer tomó la fotografía que T.J. le alargaba con el brazo tendido y a grandes pasos se dirigió hacia la puerta por donde había entrado.
Regresó al cabo de diez minutos, seguida por dos hombres. Cada uno de ellos llevaba dos cajones de archivador. La mujer alargó a T.J. una hoja de papel mecanografiada.
—Extracto de resumen —aclaró.
El Director Jefe estudió la hoja; sonrió y luego emitió un suspiro.
—Marcella Jean Boyland —leyó—. Veintiocho. En contacto con él desde los veintidós años y ciento cuarenta y seis días de su vida, hasta los veinticinco años y doscientos trece días. Residencia habitual, 2247 de Shakespeare. Profesión, vendedora en Marton Clothiers. Localización actual, 2249 de Shakespeare, de visita en casa de unos vecinos. Se prevé que permanezca allí hasta las once cuarenta y cinco, aproximadamente.
T.J. se aproximó a uno de los cajones de archivador que sostenían los ayudantes. Extrajo un puñado de fotografías de tamaño veinte por veinticinco centímetros, echó una ojeada a unas cuantas e hizo que circularan por la mesa entre los demás consejeros.
—Fue informada de la situación a los veintinueve años y cuarenta y dos días. —El Director Jefe aludía de nuevo a la hoja compendio—. Se la sometió a sugestión posthipnótica para borrar el conocimiento consciente de la información, según la rutina que se sigue con todas aquellas personas que han establecido contacto con él. Tipo cooperativo. La información y el programa se pueden reactivar en su mente de inmediato. Tiempo estimado de reactivación, dieciocho minutos…
—Pero T.J. —protestó uno de los consejeros—, ¿cree usted que sería oportuno reactivarla como agente?
—Creo que debemos reactivarla. —T.J. apretó las mandíbulas con firmeza y miró fijamente el rostro de los demás. La mayoría de ellos asintió con un movimiento de la cabeza.
—Yo he vivido la situación muy de cerca —intervino S-14—. Si puedo dar mi opinión, me aventuro a creer que esto tiene muchas probabilidades de dar resultado. De hecho, diría que es la única posibilidad que tenemos.
Un hombre con el rostro encendido, vestido con una chaqueta de hule y goma, entró precipitadamente en la sala. En sus ojos había una mirada extraviada.
—¡T.J.! ¡T.J.! —gritó con voz alarmada—. ¡El material radiactivo! ¡No queda nada!
Los consejeros, en silencio, cruzaron entre ellos miradas de asombro.
—¡Todos los materiales radiactivos han dejado de ser radiactivos! —continuó el hombre—. Lo hemos comprobado en nuestros laboratorios después de que nos pasaran la información los agentes que tenemos infiltrados en los proyectos atómicos de la nación. Todos los elementos radiactivos (torio, radio, uranio), cada uno de sus pedazos, ¡no son ahora más que materia estable! Pueden ustedes comprobarlo con las existencias que hay abajo.
T.J. mantuvo la mirada fija en un punto, con una expresión grave en el rostro.
—Desde luego, los gobiernos han clasificado esta materia como secreto oficial. A todos los poseedores de permisos para la tenencia de materiales radiactivos se les está ordenando que guarden silencio sobre el particular.
—El durmiente se despierta —murmuró uno de los consejeros, al tiempo que movía la cabeza en un gesto de triste resignación. Tenía los ojos húmedos—. El durmiente se agita suavemente, poco a poco.
—Si tan sólo hubiera un lugar donde esconderse, caballeros… Algún lugar al que ir… Pero es todo tan inútil… Aunque nos fuéramos al rincón más remoto del universo, incluso más allá del universo, ¡no hay escape!, ¡no se puede escapar!
A la mañana siguiente, Tarl sentía como si su cerebro se expandiera y contrajera rítmicamente, mientras desayunaba con el doctor Mendel en el comedor de su casa. Comía lentamente, dudando que pudiera digerir la comida. El dolor de cabeza había desaparecido, al fin. Y no quería hacer nada que pudiera provocarlo de nuevo. De todos modos, no tenía ninguna prisa; había llamado a su oficina para decir que no le esperasen.
Cuando acabó el desayuno, aquella sensación y el mareo habían desaparecido, dejando sólo cierta indolencia. Antes de partir hacia su consulta, el doctor Mendel le prescribió descanso completo. Además, dejó concertada una cita para examinarle en su consulta al día siguiente por la mañana.
Después que Mendel se fuera, Tarl decidió no acostarse de nuevo. Tuvo la impresión de que se recuperaría más fácilmente si pasaba el día al aire libre, al calor del sol de otoño y respirando aire puro.
También Charles estaba tranquilo mientras conducía a Tarl hacia el amplio parque que se extendía a unos kilómetros de distancia.
—No quiere que le aguarde, ¿verdad? —preguntó el chofer cuando Tarl se apeó del coche.
—No. No te molestes. Te llamaré por teléfono si te necesito.
Caminó a lo largo de varios cuadros, por veredas flanqueadas de árboles cuyas copas se unían formando arcos. Una ligera brisa arrastraba las crujientes hojas secas caídas en el suelo; pero era una brisa tibia. Y todo estaba excepcionalmente tranquilo; parecía como si fuera la primera vez en muchos años que encontraba la soledad. Qué pocas posibilidades había de que allí estuviera alguien espiándole, iba pensando. Muy separados entre sí, árboles de tronco delgado y abiertos prados se extendían más allá de los pequeños arbustos que flanqueaban la calzada.
Llegó al extremo de la avenida principal y entró en el zoo, casi desierto a aquella temprana hora de la mañana. Todavía bajo los efectos de la indisposición sufrida la noche anterior, se dirigió hacia un banco que estaba cerca de una hilera de jaulas de leones. Relajándose en el asiento de piedra, dejó caer los hombros.
Involuntariamente, su mente reanudó la búsqueda de una explicación para lo que consideraba como sucesos raros. Tal vez se hubiera estado engañando todo el tiempo pensando que había personas siguiéndole… Quizás existía alguna conexión entre las jaquecas y sus sospechas. ¿Eran infundadas aquellas sospechas? ¿Sería posible que estuviera afectado por algún aspecto psicológico? Si realmente había personas «protegiéndole» en todo momento, ¿por qué no habían de seguirle en un parque? Y, desde luego, era indudable que no había nadie alrededor…
Sólo se divisaba un empleado del zoo que, sirviéndose de un palo rematado en un clavo, recogía fragmentos de papel y hojarasca, y los depositaba en una amplia bolsa que llevaba apoyada en la cadera… No había en él nada anormal.
Interiormente, Tarl sonrió. Esta vez se convencería a sí mismo, pensó. Se acercaría al hombre, entablaría conversación con él, y comprobaría personalmente que no había nada extraño por aquel lado. De lo contrario, seguiría sospechando de todo el mundo.
Se había levantado ya y comenzaba a andar, cuando su mirada se posó en el banco contiguo. Sentada en él estaba una joven, a quien hasta entonces no había visto porque se la ocultaban unos arbustos que se alzaban entre los dos bancos. Tenía la cabeza inclinada y leía un libro; de pronto, alzó los ojos. Tarl experimentó un sobresalto… «No —pensó—, ¡no puede ser!»
La joven dejó caer el libro en su regazo y le miró fijamente.
—¡Marcella! —exclamó Tarl, incrédulo, acercándose a ella.
—¡Tarl! —repuso la joven, que se levantó, vacilante.
—Marcella. —Tomó sus manos—. ¿Quién había de decirme que te encontraría… a ti?
—Pero Tarl, no… no te reconozco. ¡Has engordado!
Y diría que también tienes un aspecto más saludable. ¿Te has…, te has…?
—¿Curado? Desde luego, yo…
—Pero Tarl…, cómo… ¿A qué te dedicas ahora? Tienes un aspecto de tanta… ¡tanta prosperidad, y…!
De nuevo se sentaron en el banco, en el que permanecieron más de una hora, contándose ambos cuanto les había sucedido durante los últimos seis años y profiriendo exclamaciones de sorpresa por el azar que les reuniera allí.
Mientras él estudiaba el rostro de Marcella y tomaba nota mentalmente de todas las pequeñas líneas que se habían ido formando en él desde la última vez que se vieron, ella le habló de su empleo, de dónde trabajaba, de sus amigos.
Tarl observó con un destello de satisfacción que se conservaba tan bonita como antes. Se habían producido algunos cambios; estaba un poco más delgada de lo que la recordaba. Y su actitud despreocupada se había trocado por otra un tanto contenida. Pero, igual como antes, era muy atractiva. Y seguía teniendo el mismo encanto. Algo completamente natural, sin afectación alguna.
Los martes no trabajaba, le dijo la joven. Y solía ir al parque a leer.
Antes de que terminara el día, habían comido juntos y asistido a un espectáculo. Caía la tarde cuando Tarl acompañó a la joven a su apartamento.
Y se marchó con la promesa de que cenarían juntos la noche siguiente. Caminó hasta el «drug» de la esquina y llamó por teléfono a Charles.
Mientras esperaba al chofer, reflexionaba acerca de los cambios que había observado en Marcella. ¿Había habido cambios realmente? ¿O era tan sólo que en el intervalo de aquellos seis años había estado adornando el recuerdo de la joven hasta el extremo de que, al encontrarse de nuevo con Marcella, no coincidía con la imagen mental que de ella tenía?
Se encogió de hombros y sonrió; en cualquier caso, bienvenida fuese la emoción que sentía al volver a verla.
Charles conducía despacio cuando sonó la sirena detrás de ellos.
—Los bomberos —exclamó, mientras arrimaba el coche al bordillo de la acera y lo detenía.
—Sí. —Tarl alargó el cuello, mirando hacia delante—. El incendio está ahí enfrente, en esta manzana.
Mientras hablaba, lo que fueran pequeñas llamas apenas visibles en diversas ventanas en el edificio de tres plantas de la esquina, se transformaron en un alucinante infierno. El coche de bomberos cruzó por su lado a toda velocidad, con las sirenas aullando hasta que se detuvo. Otros coches lo seguían.
—Podemos salir y gozar del espectáculo —dijo Tarl abriendo la portezuela.
Charles cruzó la calle tras él.
—No se acerque demasiado, jefe —le rogó.
La policía aún no había llegado para controlar a los espectadores.
Charles y su patrón se abrieron camino por entre el laberinto de mangueras que en un instante habían llenado de grandes meandros la calzada. Cerca del edificio en llamas se había congregado un tropel de gente que se daba empellones. Repetidas veces intentaron los bomberos dispersar a los mirones, sin conseguirlo.
—Me gusta esto —comentó Tarl, sonriente.
—¡Eh, amigo! ¿Es suyo aquel coche? —le interpeló un bombero, tirando de su manga—. Quítelo de en medio. Está estorbando.
—Ve a quitarlo, Charles —ordenó Tarl.
—Venga conmigo.
—¿Por qué? Te espero aquí.
—¡Podría ser peligroso!
—¡Cuernos! Vete de una vez…
—Acaben pronto con este juego —cortó el bombero—. ¡Si no sacan ese maldito cacharro, lo quitaremos de en medio con el autobomba Treinta y Dos!
Charles miró fríamente al bombero, y luego a Tarl. Forzado por las circunstancias, dio la vuelta y echó a correr hacia el coche.
—Y usted, amigo, también sería conveniente que retrocediera —advirtió a Tarl el bombero.
Un ruido crepitante constituyó el primer aviso que recibió Tarl. Con ademán brusco levantó la cabeza, y una expresión de terror apareció en su rostro cuando vio que se desmoronaba un lienzo de pared. Sobre la estructura de hierro de la escalera de incendio caían ladrillos, que luego rebotaban, para describir un ancho arco por encima de las cabezas. Había empezado a volverse para echar a correr cuando notó unos brazos que hacían presa en sus piernas, mientras un hombre le golpeaba bruscamente, con fuerza, por debajo de las rodillas. Alguien le había hecho una llave.
Cuando caía en el húmedo pavimento vio a tres hombres que llegaban volando. Se posaron sobre él y, junto con el hombre que le hiciera la llave, que se les unió, formaron una masa humana que le aplastó contra el suelo.
Trató de resistirse, pero el peso de los cuatro hombres le tenía inmovilizado. Entonces oyó el golpeteo sordo de los ladrillos que caían a su alrededor. El ruido más atenuado de ciertos golpes significaba que algunos ladrillos habían dado en el caparazón de hombres que protegía su cuerpo.
Por fin cesó la lluvia de cascotes. Tres de los hombres que se habían tendido sobre Tarl se incorporaron. El cuarto, el que le había derribado sobre el pavimento, no lo hizo. Yacía inmóvil, murmurando algo ininteligible. De una profunda herida que tenía en el cuero cabelludo manaba abundante sangre. Tarl observó que algunas astillas de hueso sobresalían de la fractura. Se arrodilló junto al hombre.
—¡Oh, Dios mío! —Las palabras del herido resultaban apenas perceptibles—. ¡Oh, Dios mío! ¿Se ha escapado? ¿Se ha ido? ¡Oh, Dios mío!
Por encima del agonizante, Tarl observó a los otros tres. A su alrededor se había reunido mucha gente, y unos bomberos se acercaban corriendo hacia el herido. Los tres hombres cambiaron unas miradas, con las caras pálidas por el temor. Uno de ellos se llevó la mano al bolsillo.
—¡Miren! —gritó una mujer, con la mirada helada por el espanto—. ¡Tiene un revólver!
Tarl se puso de pie de un salto. Uno de aquellos hombres apuntaba a la cabeza del herido con un revólver. Apretó el gatillo. Antes de que se apagara el eco del disparo, los tres giraron sobre sus talones y se precipitaron a través del paso que les abría la atemorizada multitud.
El hombre caído en el suelo estaba muerto; en su frente, un agujero púrpura señalaba el punto de entrada de la bala.
Echando a correr a través de la muchedumbre, Tarl divisó al terceto en el momento en que doblaba una esquina, y se lanzó tras él.
De pronto, advirtió el resplandor de unos faros a su espalda, y por encima del hombro echó una rápida ojeada al coche que se acercaba. ¡Qué suerte! ¡Era Charles!
Saltó dentro del automóvil.
—¡Rápido, Charles! Sigue a unos hombres que corren por allí… ¡Alcánzales!
Charles soltó el embrague. Pero su acción fue demasiado rápida y, dando algunas sacudidas, el motor se paró. Volvió a ponerlo en marcha. Mientras notaba que el sudor empezaba a humedecer el cuello de su camisa, el chofer puso la primera y arrancó, suavemente al principio; pero Tarl exigió mayor velocidad.
Uno de los tres fugitivos se volvió e hizo un disparo de revólver. Por la dirección de la lengua de fuego, Tarl dedujo que el disparo no se había hecho apuntando al coche, sino más bien hacia lo alto.
Charles dio un grito ronco y, con un acusado balanceo del vehículo, dobló en ángulo recto por la única bocacalle que había entre ellos y los tres hombres.
—¡Maldito estúpido! —rugió Tarl—. ¡Quiero atrapar a esos hombres! ¡No nos harán ningún daño!
—¡Tienen una pistola, jefe! —replicó Charles, pisando el acelerador.
—Dobla por esa esquina de la izquierda. ¡Daremos la vuelta y les pillaremos de cara!
—Mire, jefe —Charles pisó el acelerador a fondo—, no me voy a echar atrás si está en juego mi empleo y su aprecio, ¡pero que me aspen si vuelvo a perseguir a alguien que tiene una pistola!
Tarl soltó un bufido de enojo y se recostó en el asiento. Sabía que era ya demasiado tarde para continuar la persecución.
—Está bien, Charles… Vámonos a casa.
T.J. recorría la habitación, cruzando una y otra vez ante la mesa del consejo. A excepción del suyo, todos los asientos estaban ocupados, y algunas personas más, hombres y mujeres, asistían a la reunión, sentados, en tensión, en el borde de sillas alineadas junto a las paredes de la gran sala.
El Director Jefe se detuvo y se enjugó la frente.
—Caballeros, la fase crítica ha llegado —anunció—. Por más que hayamos hecho para impedirlo, ahí está. Probablemente tendremos que emplear ahora los últimos planes… aquellos que se reservaban sólo para los acontecimientos más extremos.
Sus palabras sólo obtuvieron el silencio por respuesta. Entonces, T.J. tomó asiento.
—T.J. —dijo el doctor Mendel poniéndose de pie—, tengo una sugerencia que creo haríamos bien en considerar. Todos estamos de acuerdo en que las sospechas que abriga Tarl en su mente son la causa de todo lo que ocurre. Yo le tengo ya casi convencido de que necesita un descanso total. No sería, pues, demasiado difícil dar un paso más y persuadirle de que mi sanatorio de Coveville es el lugar más adecuado para pasar un período de descanso.
Los consejeros ponderaron la sugerencia.
—Entonces podrían ustedes retirar a todos los agentes —continuó Mendel—. Y, al mismo tiempo, podrían tener ustedes la certeza de que se encontraría tan seguro como podría estarlo vagando por las calles con una veintena de agentes tras él. Yo estaré a su lado continuamente. Les garantizo que en ningún momento estará a más de dos metros de mí.
T.J. movió la cabeza con preocupación.
—No, Mendel… Dudo que ése sea el camino correcto. Con ello dispondría de todo el tiempo para darle vueltas, mentalmente, a todo lo que ha sucedido. Eso podría producir un efecto contraproducente.
El psiquiatra extendió las manos en gesto de resignación y se sentó.
—Ha sido lamentable —terció uno de los consejeros— que se produjera ese incidente en el incendio. Estoy seguro de que la vuelta a escena de la joven habría sido la solución para todo.
Otro consejero apuntó, reflexivo:
—¡Si por lo menos no se hubiera producido esa escena en el incendio!
Llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo T.J. alzando la voz.
Entró Marcella.
—Tengo entendido que me han convocado, ¿verdad?
—Sí. —T.J. acercó otra silla a la mesa—. Todas las personas principales han sido convocadas. Y, tal como van las cosas, en estos momentos es usted la más importante.
Marcella recorrió la habitación con la mirada, reflejándose en su rostro un leve gesto cada vez que distinguía caras conocidas diseminadas entre el grupo. Allí estaban los dos socios de Tarl, su secretaria, el chofer, su patrona y la patrona que había tenido Tarl en Broadview. Marcella se sentó junto al Director Jefe.
Podemos necesitarla —le informó éste— para algunos detalles y el posterior informe. Por cierto, A-1 —T.J. carraspeó—, ¿se le ha informado de cuál era la razón para convocar esta sesión extraordinaria?
—Me dijeron tan sólo que era de extrema importancia que acudiera rápidamente.
—Bien, señorita Boyland —empezó el Director Jefe, empleando su nombre por primera vez—, parece ser que se ha producido otra señal.
La joven arqueó las cejas.
—Sí, otra señal —repitió—. Y esta vez ha aparecido sin coincidir con ninguna jaqueca o cualquier otra manifestación clara por su parte.
Marcella retorció el pañuelo que tenía en las manos hasta convertirlo en un nudo.
—¿Sabe usted lo que esto significa, A-1? —susurró T.J.
—Sí —asintió ella estremeciéndose—. Significa que ahora la cosa está empezando a actuar sin que dependa de él.
T.J. dejó caer la mano sobre la mesa y murmuró:
—Y que este asunto está prácticamente fuera de nuestro control… Por si les interesa, la señal es el Teorema de Pitágoras.
—¿El Teorema de Pitágoras? —Las palabras se le enredaban en la lengua.
—Sí. Ha sido refutado. El axioma hasta hoy aceptado de que la suma de los cuadrados de los catetos de un triángulo rectángulo, es igual al cuadrado de la hipotenusa… Nuestra sección de matemáticas lo descubrió hace solamente una hora, en su proyecto de investigación permanente. Por supuesto, pasarán unos cuantos días antes de que los científicos independientes se enteren de ello.
»Nuestra sección de matemáticas pudo fijar el momento en que ocurrió con un margen de media hora. ¡Y este período corresponde al incidente del fuego!
De nuevo se hizo el silencio en la sala.
Al extremo de la mesa, un hombre se puso de pie:
—Seguro que, puesto que todo lo hecho hasta hoy ha sido inútil, ahora lo único que nos queda por hacer es llamarle e intentar establecer contacto con ello a través de su consciente y del subconsciente.
—¡No! ¡No! —gritó el doctor Mendel. Pero su frenético ruego pasó inadvertido en medio del estrépito producido por las protestas que se alzaron.
—¡Imposible! —T.J. estaba de acuerdo con la facción que protestaba—. Eso es totalmente ridículo. ¿Cree usted que ello puede considerar que algo es importante?
El hombre que se sentaba en el lugar contiguo al ocupado por el que se había levantado, asió a éste por el hombro y le forzó a sentarse. Sin soltarle, empezó a hablar:
—T.J. tiene razón. Aun en el caso de que se dignase comunicar con nosotros, hay una posibilidad entre cien de que ello quisiera hacer nada para preservar nuestro sistema.
Marcella se levantó.
—Señores —anunció—, si la situación es tan desesperada, no veo ninguna razón para que yo siga con esta farsa… esta representación.
—¿Cómo dice? —La mirada de T.J. se endureció—. Debe hacerlo. ¿No se da cuenta de que usted es nuestra única; esperanza?
—¿Por qué debo continuar? —dijo la joven amargamente—. He estado en los archivos… en sus archivos. Es bueno. Es, incluso, noble. Y totalmente inocente. Y sucede, además, que estoy enamorada de él. No puedo ver cómo se mantiene indefinidamente este engaño; engañándole como hemos venido haciendo… sobre todo cuando esta farsa no es más que un medio para luchar contra ello o apaciguarlo.
—Pero —protestó el Director Jefe— no le estamos engañando, a él… Tratamos de protegernos de lo que está más allá de él… en él…
—En lo que a mí se me alcanza, continúa siendo él —replicó la joven.
—Su colaboración —insistió T.J. hablando con gran severidad— forma parte del plan. Si no participa voluntariamente, recurriremos a Mendel para que la someta a tratamiento… Entonces lo hará de manera involuntaria… aunque con la misma eficacia.
Un hombre de mediana edad rodeó la mesa hasta situarse junto a Marcella. Tomó la mano de la joven entre las suyas y le dio unas suaves palmadas:
—Y no olvide, señorita, que no somos nosotros lo único que está en juego… es todo este mundo. El universo entero está en sus manos… ¡No puede usted fallarnos!
Marcella se mordió los labios y se sentó, con el semblante pálido…
La aguja no le dolió al penetrar, pero, inmediatamente, una sensación de náusea recorrió el cuerpo de Tarl. Se sujetó con más fuerza en el borde metálico de la mesa donde estaba sentado. Pero advirtió que su presa se debilitaba y que apenas evitaba que se desplomase sobre el suelo embaldosado del consultorio de Mendel.
—Esta inyección no le hará perder el sentido por completo —explicó Mendel, colocando la jeringuilla en la mesa que se hallaba tras él y volviéndose de cara a Tarl.
El perfil de Mendel era vago y Tarl sacudió la cabeza para disipar el velo que cubría sus ojos. Recordaba que otras inyecciones que le había administrado el psiquiatra no le habían afectado de aquella forma. La sensación que ahora experimentaba era distinta a la de otras veces… era como si le hubieran drogado. Se preguntaba si le habrían inyectado sodio-amytal.
—No, Brent —oía la voz irónica de Mendel como un eco—. No es sodio-amytal… pero sí algo que contiene mucho sodio-amytal… Es un preparado muy especial.
Vagamente, Tarl se dio cuenta de que no había estado reflexionando mentalmente acerca de la naturaleza de la droga… sino que manifestó sus pensamientos en voz alta sin apercibirse de ello…
—Sí, Brent. —La voz de Mendel volvía—. Ha estado pensando en voz alta. Éste os uno de los efectos de la inyección. Pero tiene otro efecto aún más importante… Le resultará imposible recordar nada de lo que se ventile mientras esté bajo su influencia. Por ejemplo, yo podría torturarle… casi matarle…
Un puño golpeó lateralmente el rostro de Tarl, pero sus sentidos estaban abotagados y eran incapaces de detectar el dolor.
La fuerza del golpe le desplazó la cabeza bruscamente y le lanzó al suelo cuán largo era. Furioso y al mismo tiempo perplejo, ordenó a su cuerpo que se incorporase. Pero no hubo respuesta: permaneció allí tumbado, fláccido, hasta que el médico le agarró por los hombros y le obligó a adoptar una posición vertical, erecta.
—Estaba diciendo, Brent —continuó el médico—, que podría casi matarle sin que usted se acordase de nada en el momento de marcharse de aquí… Pero este tipo de tortura física que deja sus secuelas no resultaría, y podría provocar su muerte en un momento inoportuno…
»Oh, usted tiene que morir, desde luego, pero es preciso que ello sea en el instante adecuado. Y no hay por qué lamentarse del hecho de que tenga que morir. Verá, sólo hay dos alternativas: o muere usted y convertimos a ello en una parte de mí, o todos, incluido usted, morimos y todo se desintegra y disuelve en la nada. Yo prefiero la primera opción.
Tarl, que tenía la capacidad de razonar reducida al mínimo a causa de la droga, sólo captaba a medias lo que Mendel le estaba diciendo. Nebulosamente, se dio cuenta de que el psiquiatra le colocaba en una silla adosada a la pared y provista de brazos metálicos. Reunió toda su capacidad de concentración y enfocó su visión sobre Mendel… consiguiendo llevar claramente a su cerebro, por primera vez después de la inyección, la imagen de una cara. Entonces vio una sardónica máscara de odio y malicia que ocultaba propósitos inescrutables.
Trató de conservar enfocada aquella imagen. Y, mientras se esforzaba en mirar, vio cómo las manos de Mendel se hacían más nítidas a medida que se aproximaban a su rostro, sosteniendo los extremos de unos finos y rígidos alambres.
—Esto no le dolerá… mucho —dijo el psiquiatra—. Sólo causará una pequeña irritación cuando los electrodos se deslicen por detrás de los glóbulos oculares y penetren en los hemisferios cerebrales… ¡Mantenga los ojos abiertos!
Tarl comprendió que sus párpados habían empezado a cerrarse de forma instintiva. Pero la orden los mantuvo rígidamente abiertos. Intentó desviar la cabeza a un lado en un gesto defensivo, pero los músculos del cuello estaban tensos y no respondieron.
Quiso gritar cuando los alambres se deslizaron entre la carne y el hueso, arañándole, pero el cuerpo que estaba siendo sometido a la tortura había dejado ya de ser el suyo.
—El shock, desde luego —expuso Mendel con voz que rebosaba sarcasmo—, es necesario para este tratamiento. Lamento profundamente que haya de causarle estos inconvenientes. Pero debe haber tortura, agonía, para que se alcancen los fines… Y tiene que ser mental, de modo que no queden vestigios físicos.
La sensación vibratoria en el cerebro de Tarl evidenciaba que se había aplicado corriente a los electrodos. El terror inundó todo su ser. Intentaba gritar y arrancarse los instrumentos de la cabeza. Al mismo tiempo, quería reflexionar y encontrar una explicación a la actuación de Mendel. Pero no pudo hacer ninguna de las dos cosas.
—Ya no se halla usted en este laboratorio. —La voz áspera del psiquiatra llegaba en un murmullo—. Ahora está caminando junto al borde de un precipicio escarpado y tremendamente alto. Abajo, en el fondo, el mar está martilleando furiosamente las aristadas rocas…
De pronto, había desaparecido la voz de Mendel… y también el laboratorio. Sólo estaban Tarl, el precipicio, el mar, las rocas. Trató de apartarse del borde, pero no pudo. Una fuerza invisible le empujaba hacia adelante… hacia el borde… Empezó a caer, gritando… Su cuerpo empezó a dar vueltas y las peñas asomaban cada vez más cerca… más cerca… ¡más cerca! Aquel terror abyecto era algo que conducía su mentalidad toda hacia la destrucción. Cerró los ojos, pues no quería ser testigo visual del momento del impacto…
Pero el impacto no se produjo. Y la agudísima sensación de estar cayendo desapareció. Cautamente, abrió los ojos de nuevo. En las proximidades no estaban ni el tremendo precipicio ni el mar… Se encontraba de pie, rodeado de hierba que le llegaba hasta la cintura, en una estepa brumosa. Pero no estaba solo. A uno y otro lado de Tarl había indígenas armados con lanzas. Él empuñaba un rifle y, al igual que los indígenas, estaba mirando en dirección al lugar de donde procedía un clamor salvaje y grandes rugidos. En aquel momento, una manada enloquecida de gigantescos elefantes se precipitó sobre ellos. Trompas inmensas atrapaban a los nativos y los lanzaban al aire, o los arrojaban con violencia al suelo. Otros cuerpos eran atravesados por enormes colmillos. Y grandes y pesadas patas aplastaban a los que habían caído, convirtiéndolos en formas irresponsables.
Luego, una de aquellas bestias se alzó ante Tarl, sosteniéndose sobre las patas traseras y manifestando su ira con horribles bramidos…
Pero no fue el elefante lo que se abatió sobre Tarl, sino: un objeto pequeño y redondo, cubierto de ranuras. Lo tomó del suelo y lo miró perplejo, con atención, entrecerrando los ojos. Entonces lo reconoció. ¡Aquello era una granada de mano! ¡Y le habían quitado la anilla! Con un nuevo grito, la arrojó lejos de sí. Estalló al otro lado del cerro. Tarl se contempló, luego miró a su alrededor; descubrió que llevaba puesto un uniforme de soldado. Y por doquier se oía el tronar de la artillería, disparos de armas cortas y fragor de combates.
Otra granada cayó a sus pies. Frenéticamente, la arrojó lejos. Desde detrás de otra loma, un lanzallamas le apuntaba. Esquivó su fiera lengua de muerte. Presa de pánico, se dejó caer al sucio y se arrastró en busca de un parapeto, sabiendo que no había nada a mano para resguardarle, cuando el artefacto abrió fuego a menos de diez metros. El lanzallamas rectificó la puntería y, al mismo tiempo, otras tres granadas cayeron cerca de su cuerpo.
Por un momento su mente quedó en blanco y luego, de improviso, no hubo en ella más que la voz de Mendel. Y supo que los efectos de la droga empezaban a disiparse. Sólo vagamente pudo recordar las espantosas pruebas que su imaginación había tenido que sufrir por su culpa. Con menos claridad aún pudo evocar las palabras de Mendel y sus actos antes de las horrorosas experiencias. Todo ello había sido el resultado de un vuelo fantástico de la imaginación, se dijo a sí mismo, al tiempo que se borraban de su mente los últimos recuerdos de las imaginadas experiencias…
Tarl Brent estuvo visiblemente trastornado durante los dos días siguientes. Recordaba haber ido al despacho de Mendel y que le había puesto una inyección que le sumió en un profundo sueño sin sueños. No obstante, tenía la sensación de que aquel sueño le había extraído toda la energía.
Abandonó su oficina, informando a la secretaria de que el médico le había ordenado descanso absoluto. Esas dos tardes las pasó con Marcella. Y sentía que era la presencia de la joven lo que le daba determinación para luchar contra el letargo que se había apoderado de él.
Por la tarde del tercer día después de su visita al laboratorio, ya se había convencido de que en cualquier momento le pediría a Marcella que fuera su esposa. Aquella tarde, después de acompañarla a su casa, se pasó varias horas sentado delante del hogar, en la sala de estar, pensando despaciosamente en todo ello. Aplastó un cigarrillo en el cenicero y lo echó al fuego. Espontáneamente se le había ocurrido un plan. Dio un puñetazo en el brazo del sillón y esbozó una sonrisa amenazadora. Antes de acostarse, examinó su revólver, calibre treinta y ocho. Luego, se durmió profundamente.
Por la mañana, Charles le acompañó a la oficina de la Agencia Privada de Detectives Pradow. El chofer se sentó a su lado mientras Tarl explicaba el objeto de su visita al individuo de faz rubicunda que se hallaba al otro lado del escritorio.
—Así, pues —concluyó—, ésa es la historia.
—Y usted, señor Brent, se imagina —resumió el empleado de la agencia, mientras miraba a través de la ventana— que puede tener a varios hombres nuestros siguiéndole los pasos para averiguar si tiene usted otros seguidores.
Tarl asintió con un movimiento de cabeza.
—Esto es nuevo. —El empleado sonrió, envuelto en la nube de humo de su cigarro—. Ponerle rabo al rabo…
—Quiero más de un hombre. Por lo menos necesito tres. Quiero estar seguro de que sacaremos algo en claro.
El empleado fue hasta una puerta lateral, metió la cabeza en la habitación contigua y habló con un hombre vestido de uniforme. Cuando regresó a la oficina privada, le seguían tres hombres.
—Éstos son Joe Harrison, Mike Vinson y Arthur Homar —dijo el empleado. Se volvió hacia ellos y agregó—: Muchachos, el señor Brent, Tarl Brent, os dirá lo que quiere.
Tarl empezó de nuevo a exponer sus problemas. Charles le interrumpió cuando andaba por la mitad, pidiendo permiso para ausentarse a fin de telefonear al garaje acerca de una reparación que debían hacer en el coche.
Cuando el chofer regresó, Tarl estaba preparado para partir.
—Espere un momento, jefe —pidió Charles—. No irá usted a salir de aquí con estos tipos detrás pisándole los talones, ¿verdad?
Tarl dirigió una mirada interrogativa al chofer.
—Si realmente le están siguiendo —aclaró éste—, sea quien fuere el que le sigue, sabrá inmediatamente lo que ha ocurrido… en cuanto le vea salir de la oficina privada de un detective seguido por tres hombres.
—Gracias —dijo Tarl—. Sabes usar la cabeza. —Se volvió hacia los detectives e indicó—: Empiecen a trabajar esta tarde a las cuatro. A esa hora estaré en casa…
Cuando, aquella tarde, Tarl acompañó a Marcella a un cocktail-lounge, la joven estaba más elegante que en cualquier otra ocasión que él pudiera recordar. Una ceñida falda de lana ponía de relieve los contornos más notables de su figura en forma de suaves curvas. Se sentaron en una mesa cerca de la orquesta, pidieron whiskys y dedicaron unos minutos a escuchar las canciones en sordina que fluían del estrado.
Mientras Marcella tomaba un sorbo de bebida, él recorrió la sala con la mirada, al azar.
—¿Ocurre algo malo, Tarl? —preguntó ella de pronto.
—¿Malo?
—Sí. ¿Por qué estás tan nervioso? ¿A quién buscas?
—A nadie, Marcella… Te lo estás imaginando.
En aquel momento observó que dos hombres se sentaban en una mesa contigua. Tarl esbozó un movimiento con la cabeza, dirigido a ellos.
—¡Te he visto, Tarl! —exclamó Marcella, acercándose a él—. ¿Quiénes son esos hombres? ¿Qué significa todo esto?
—Por favor, olvídalo. —Movió la cabeza—. No es nada que te concierna.
—Sí me concierne… ¡Estoy aquí contigo!
—Mira, Marcella —empezó, tomando la mano de la joven—, hemos venido aquí para…
—¡Vamos, Tarl! —Marcella cruzó los brazos—. Suéltalo ya. Quiero saberlo.
Él lanzó un suspiro de resignación.
—Está bien. Se trata de que…
Le contó que tenía pruebas de que le estaban siguiendo constantemente y había contratado los servicios de una agencia para resolver el enigma.
—Un incidente que se produjo el mismo día que nos encontramos en el parque, por la tarde, me convenció de mis sospechas —añadió, y a continuación le narró lo sucedido en el incendio.
—Ya lo ves, Marcella —concluyó—. Sea lo que fuere aquello de lo cual quieren mantenerme alejado, debe de ser bastante importante… tan importante como para justificar el asesinato de aquel hombre herido, cuando comprendieron que podría ser identificado e interrogado.
—Ahora me siento realmente preocupada. —La congoja se reflejaba en el rostro de la joven—. ¿Por qué te están siguiendo? ¿Has hecho algo que te pudiera poner en peligro?
Tomándola por el brazo, Tarl trató de aliviar sus temores sacándola a la pista de baile. Bailaron un vals entero y la pieza siguiente, que era un ritmo rápido. Pero cuando regresaron a la mesa, la joven todavía estaba mohína.
—Tarl —dijo dubitativa—, supongamos que te digo que, en mi opinión, deberías olvidarte de todo esto… dejar de pensar que alguien te persigue… Si te han seguido, no has sido atacado. ¡Y podrías serlo! Si emplearon una pistola en el incendio, es que son peligrosos.
—¡No sigas! —protestó él—. Estás tratando de aconsejarme, cuando no sabes nada acerca de las circunstancias, sólo lo que te dije.
—Tarl, por favor, ¡olvídalo!
—Marcella —se rió—, vas a hacer que también sospeche de ti… ¿Sabes?, podría poner en tela de juicio el encuentro fortuito que nos reunió el otro día. En una ciudad grande como ésta, las probabilidades en contra eran muchísimas más…
—¡Oh, Tarl! —Marcella apoyó una mano fría y temblorosa en la muñeca del hombre—. ¿No ves que puedes herirte tú mismo? Físicamente, si tus sospechas tienen fundamento; mentalmente, si no lo tienen. ¡Por favor, Tarl! —Había una súplica en sus ojos—. Ha sido todo tan bonito…
Él tomó la mano de Marcella entre las suyas y sonrió.
La música seguía fluyendo y llenaba la sala de alegría. Pero en aquel momento, de súbito, la orquesta estalló en una cacofonía de sones discordantes.
Mientras el batería mantenía el ritmo inalterado, el trompeta, de pie delante de su silla, hinchaba los carrillos con frenesí y soplaba el instrumento, pero sin obtener ningún sonido.
El clarinetista tenía las mismas dificultades, en tanto que un grupo de trombones seguía produciendo sus acordes melódicos con normalidad. El conjunto sonaba como si alguien hubiera machacado pasajes enteros del arreglo para los instrumentos de viento. En un extremo del estrado, el pianista golpeaba el teclado repetidamente pero sólo obtenía chasquidos. Los músicos abandonaron sus tentativas, confusos y sobrecogidos.
Dejando los instrumentos en sus soportes, se miraron unos a otros, aturdidos. Algunas personas del auditorio se reían, en la creencia de que estaban presenciando una nueva actuación. Hecho una furia, el director del establecimiento cruzó la pista y se detuvo frente a la orquesta, con los brazos en jarras.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó.
—¡Algo infernal está ocurriendo! —contestó el pianista—. Mire, puedo tocar la escala hasta aquí. —Lo demostró, recorriendo con los dedos el teclado desde las notas más graves hasta el Mi central—. ¡Pero el siguiente grupo de notas está en blanco! —Siguió ascendiendo en el teclado, pero sólo obtuvo del piano unos chasquidos disonantes.
—Está bien. —El director se encogió de hombros—. Dejen eso.
—Pero —uno de los trompetas alzó su instrumento—, ¡lo mismo ocurre con mi trompeta! No pasa del Mi por encima del Do medio. —Hizo la demostración, soplando una serie de notas empezando por el Do bajo. Más allá del Mi central sólo salió de la boca de su instrumento una serie de bufidos.
—De acuerdo, muchachos. —El director se volvió para marcharse—. Déjense de comedias. Si estáis cansados, tomaos un descanso de quince minutos. Pero no queráis hacer el payaso cuando no figura en el programa.
Algunos clientes que estaban sentados muy cerca de la orquesta volvieron a reírse. Sin embargo, Tarl tenía el ceño fruncido.
—Discúlpame un minuto. —Marcella tocó su brazo—. Voy a empolvarme la nariz.
—¡A-1! —T.J. mantuvo en alto su mano libre mientras apretaba más el auricular contra su oído. Por señas pidió a Mendel, que estaba sentado al otro lado de la mesa, que guardara silencio—. ¿Desde dónde llama usted?
Marcella dio el nombre y dirección del cocktail-lounge.
—Esto es importante, T.J. —dijo con voz aguda—, ¡creo que se ha producido otra señal!
—¿Qué quiere usted decir?
—Acaba de suceder algo… Y esta vez, tampoco ha habido un dolor de cabeza simultáneo.
Le relató el incidente ocurrido en el estrado.
—Lo comprobaremos inmediatamente —T.J. cubrió el micrófono con su mano y dio unas órdenes a Mendel. El psiquiatra abandonó la habitación apresuradamente.
—¡Esto es terrible! —T.J. hablaba de nuevo ante el micrófono—. ¿Qué ha sucedido? ¿Ha habido algo que marchara mal?
Marcella se sintió confusa. Pero se las arregló con éxito para eludir toda referencia al tema de la conversación que ella y Tarl habían sostenido antes del incidente.
—Será mejor que regrese a la mesa, T.J. —concluyó la joven—. No quiero alejarme de él por demasiado tiempo.
—Sí —aprobó el hombre—. Vuelva a su lado en seguida. Usted es ahora nuestro único triunfo frente a él.
T.J. colgó el teléfono y encendió un cigarrillo. Fumaba con rápidas chupadas cuando Mendel regresó a la habitación.
—Dentro de unos minutos tendrán los resultados —dijo el psiquiatra.
—De nuevo ha sucedido sin que él estuviera receloso. —T.J. pronunció las palabras lentamente, moviendo la cabeza—. Por lo menos, no lo estaba de una forma manifiesta…
—Hay la posibilidad de que estuviera receloso y la joven no lo haya advertido —observó Mendel encogiéndose de hombros—. Recuerde que no disponemos de los triunfos que solíamos tener, ahora que hemos retirado a todos los agentes, salvo los más esenciales. Y no me fío de la joven. ¡Ni pizca!
—Tampoco mostraba ningún signo de jaqueca. —Abstraído, T.J. meditaba—. Espero que uno de los tres detectives pase su informe dentro de unos instantes, y tendremos una confirmación sobre lo que ha ocurrido.
—Ha sido una ingeniosa idea aleccionar a los detectives, ¿no es cierto? —Mendel se dejó caer en una silla—. Fue una suerte que a S-14 se le ocurriera el plan cuando estuvo en la agencia con Brent.
—Sí. —T.J. cruzó las manos tras la nuca y fijó la mirada en el techo—. Podríamos decir que ha sido uno de los mejores aciertos que hemos tenido a lo largo del proyecto.
—¿Hubo algún problema para aleccionarlos?
—En absoluto… Por descontado, ofrecieron alguna resistencia cuando les echamos mano. Pero se aprendieron la lección en menos de dos horas. Luego, activarles fue cuestión de unos segundos nada más. Teniéndoles a ellos metidos en el juego, estábamos en condiciones de retirar, prácticamente, a todos nuestros agentes que tenían asignado un servicio de estrecha proximidad.
—Creo que debió usted retirarlos a todos.
—¡No! No podía correr este riesgo. Debía dejar a alguno.
—Pero eso sólo servirá para que entre en sospechas de nuevo… —Mendel se puso de pie y colocó las manos en las caderas—. ¿Por qué no me deja que le lleve a mi sanatorio? Tal como están las cosas, sólo puedo aplicarle un tratamiento parcial. Si le tuviera confinado, estaría bajo constante atención y tratamiento.
Caminando apresuradamente a causa de la excitación, un obrero del laboratorio penetró en la sala.
—La prueba es positiva, T.J. —dijo nerviosamente—. La chica tenía razón. Ha desaparecido parte de la escala de sonidos, una octava, para ser más exactos, que empieza precisamente donde A-1 ha informado.
—¡Eso es obra del diablo! —El Director Jefe se dio un manotazo en las rodillas—. Algo como la desaparición de una octava no puede pasar inadvertido. ¡Mañana, los periódicos no hablarán de otra cosa!
—Menos mal que no se produjo en una zona más baja de la escala —observó Mendel—, porque en ese caso habría afectado a la gama sonora de la voz humana. Tal como ha sucedido, los cantantes empezarán a sorprenderse de no poder emitir determinadas notas, lo mismo que les ocurrió a los músicos.
T.J. transpiraba profusamente.
—Esto va a resultar muy molesto —dijo—. Ésta es la primera señal que tendrá un efecto directo e inmediato sobre la población en general.
—¿Piensa usted, jefe —preguntó el obrero del laboratorio, con deseos de ayudar—, que estas señales van a ser permanentes?
—Probablemente no. Por lo menos, la junta ha sugerido que podemos esperar que tengan una duración de varias semanas, o incluso meses, después que hayamos invertido su despertar. La cosa tardará un tiempo en volverse a quedar completamente dormida, y algo más, luego, en reconstruir lodo lo que involuntariamente haya sido demolido. Pero no hay por qué preocuparse demasiado por este lado. Si la cosa se duerme de nuevo, todo volverá a estar en orden… finalmente. Si no, no tendrá ninguna importancia el que este puñado de manifestaciones se borre o no… porque ¡todo será arrasado! El obrero se mordió una uña.
—Pero —continuó T.J.—, todavía hay esperanza. Durante un tiempo las cosas se produjeron con calma, antes de este último suceso, que ha sucedido tres días después del precedente. Las manifestaciones anteriores se produjeron más próximas unas a otras, y a intervalos cada vez más cortos… Tal vez la próxima tarde unos cuantos días. Quizá la cosa está empezando a retirarse por sí misma.
Pero la voz del Director Jefe carecía de convicción…
Cuando Marcella regresó a la mesa, Tarl le espetó:
—¿Te importa que vayamos a dar una vuelta?
—¿Dónde vamos?
—Es temprano; podemos tomar un poco el aire y luego ir a un espectáculo cualquiera.
La joven dio su aprobación con una sonrisa y se encaminó hacia la antesala. Tarl hurgó en su bolsillo en busca del resguardo del sombrero, mientras Marcella entraba en una sala de descanso próxima.
Con el sombrero en la mano, Tarl pidió a uno de los mozos que avisara al chofer de que estaban ya listos para salir. Después tomó asiento en un mullido sillón, de cara a la parte frontal del local, lo que le permitía observar tanto las puertas de entrada como las de la sala de descanso y la de entrada al local. Un espejo situado sobre la puerta principal atrajo su mirada. Reflejado en él podía ver el interior de la sala de baile, que quedaba a su espalda. Encendió un cigarrillo y se recostó en el respaldo.
Observando a través del espejo, vio a un hombre, desconocido para él, que procedente de la sala de baile iba a cruzar la salida. El hombre colocó un pie en el umbral, pero se detuvo en seco cuando su mirada cayó sobre la nuca de Tarl. Luego, rápidamente, se retiró a la otra sala.
Tarl sintió el impulso de dar la vuelta y efectuar alguna indagación, pero advirtió que su posición era ventajosa y se inmovilizó en su sitio, sin dejar traslucir que se había dado cuenta de que era vigilado. Apretó los labios y esperó.
A los pocos segundos, aquel rostro se asomó de nuevo a la puerta para atisbar. Tarl le examinó. En aquella cara no pudo advertir nada siniestro o cruel; ni, por otro lado, pudo detectar ninguna benevolencia.
¿Habrían observado la presencia del hombre, también, los detectives? En tal caso, ¿qué estaban haciendo? Ciertamente, podían ver al individuo. ¿Por qué, se extrañó, no le echaban el guante allí mismo?
Otra vez desapareció la cara, y Tarl respiró aliviado. Su mano se deslizó por la cadera derecha en dirección al bolsillo trasero del pantalón, donde sintió la presencia del revólver; cerró los dedos sobre él, tranquilizándose.
Luego, apartó la mirada del espejo.
Pasaron unos minutos. Fuera, en la calle, aparecieron el guardabarros frontal y el capó de la limousine negra, que se situó frente a la marquesina de la entrada. Se abrió la puerta de la sala de descanso. Tarl hizo ademán de levantarse, pero contuvo el gesto al ver que no era Marcella quien salía. La mujer cruzó frente a él y entró en la sala de baile. A través del espejo, Tarl seguía sus movimientos. No había dado más que tres o cuatro pasos más allá de la puerta cuando se detuvo en seco. Inclinó la cabeza hacia el lado derecho. El hombre que había estado observando a Tarl le decía algo. Ella asintió y prosiguió su avance hacia el interior de la sala.
Salió Marcella. Tarl la tomó por el brazo y se dirigieron a la salida. Sus dedos la sujetaban firmemente por el codo, pero, de pronto, tiró de ella, deteniéndola en el momento de llegar a la puerta. Marcella, sorprendida, sofocó un grito.
—Cuando salgamos —le dio las instrucciones en un susurro—, entra en el coche tan aprisa como puedas. Dile a Charles que se aleje unos cien metros y que espere.
—¡Tarl! —La respiración de Marcella era agitada—. ¿Qué vas a hacer?
—¡No me preguntes ahora!
—Pero, Tarl, ¿a qué viene todo este misterio?
—¡No discutas! —Aumentó la firmeza de su tono en el momento en que abría la puerta y la empujaba hacia la acera.
Fuera, ella hizo un nuevo intento de protestar. Pero Tarl abrió la puerta posterior de su automóvil e hizo entrar a la joven medio a empujones, mientras echaba una ojeada por encima del hombro para cerciorarse de que su acción no podía ser observada por el hombre que le había estado vigilando. Marcella se sentó en el borde del asiento y él introdujo la cabeza en el interior del coche.
—Charles, conduce hasta ese árbol y espérame… ¡Rápido!
—¿Qué…?
—¡Maldita sea! No puedo explicarlo ahora… No hay tiempo. Limítate a conducir hasta allí. ¡Vamos, vamos!
Se separó del coche y cerró la puerta de golpe. Charles se encogió de hombros y arrancó.
Tarl sacó el revólver del bolsillo trasero, apretándolo fuertemente en su mano. Luego, metió el arma en el bolsillo lateral de la chaqueta, pero dejó la mano en el interior sujetándola, empañando el frío acero del arma con la transpiración de la palma de su mano. Cruzó la acera de un salto y se ocultó tras uno de los maceteros con plantas de grandes hojas verdes que flanqueaban la entrada del cocktail-lounge.
Esperó un minuto, dos… Y en el momento en que empezaba a dudar de que, después de todo, el hombre le hubiera estado siguiendo a él, se abrió la puerta. Atisbando a través de ella, el hombre miró a derecha e izquierda. Con precaución, avanzó unos pasos en la acera.
Al cabo de unos momentos de espera, se metió las manos en los bolsillos y echó a andar, alejándose de la entrada. Miró hacia la derecha y vio la limousine de Tarl aparcada. Se detuvo bruscamente y dio un salto atrás.
Pero Tarl había abandonado su escondite y, al tiempo que empuñaba el revólver, se interpuso entre el hombre y la puerta.
—¡No se mueva! —ordenó, mientras apretaba el cañón del arma contra la espalda del hombre—. ¡No levante las manos! Manténgalas en los bolsillos y no se dé la vuelta… Limítese a caminar.
El hombre empezó a protestar.
—¡Cállese! —Tarl habló en voz baja—. Vamos.
Indeciso, el hombre echó a andar por la acera. Tarl lanzó una mirada rápida tras él. No había nadie; nadie salía del edificio. Mientras andaba, escudriñó la acera delante y detrás de sí. Seguía sin haber nadie a la vista.
Luego, recorrió con la mirada la parte opuesta de la calle… Tampoco había nadie. A pesar de su argucia, casi había esperado que hubiera alguien allí para arrebatarle su presa. Incluso consideró la posibilidad de que alguien pudiera estar apostado cerca de él permanentemente con el propósito exclusivo de matar a cualquiera que consiguiera apresar.
Llegaron a la limousine. Tarl abrió la puerta delantera, e hincó con fuerza el revólver en la espalda de su prisionero.
—Mire… —el hombre vacilaba—, si se trata de un atraco…
Marcella gritó:
—¡Tarl! ¡Tienes una pistola!
Charles se volvió en redondo sobre su asiento.
—Jefe, ¿qué…?
—¡Entre! —gritó Tarl, agarrando por el hombro al hombre al que encañonaba.
—¡Tarl! ¿Qué estás haciendo? —Marcella hizo ademán de apearse.
—No, tú no te bajas —le dijo Tarl agitando el revólver en el aire—. ¡Ahora veremos si soy tan suspicaz! ¡Vamos a descubrir lo que hay detrás de todo esto!
Hizo entrar al hombre de un empujón y cerró la puerta. Luego subió en la parte posterior, apoyándose en el borde del asiento.
—¡No puede hacer esto, jefe! —se lamentó Charles—. ¡No puede ir por la calle intimidando a un ciudadano con una pistola!
—Cállate y arranca, Charles. —Tarl apoyó una mano en el respaldo, detrás del extraño, con el cañón del revólver apuntando a su nuca.
Charles y Marcella intercambiaron una fugaz mirada.
Luego, el chofer se encogió de hombros y suspiró. La joven lanzó un grito sofocado; el terror se reflejaba en sus ojos.
—Mira —explicó Tarl con impaciencia—, es uno de esos tipos. Le distinguí allá dentro. Sé lo que me hago. Le observé cuando me espiaba desde el otro lado de una puerta, mientras te esperaba.
Adelantando lentamente el cañón del revólver hasta apoyarlo en la nuca del hombre, ordenó:
—¡Díselo! ¡Diles que me estabas vigilando!
El hombre no dijo nada. Trató de inclinarse, en un intento de alejarse de la amenazadora pistola. Tarl le asió del hombro con brusquedad y le obligó a recostarse en el asiento.
—¡Díselo! —gritó.
El otro permaneció silencioso, dirigiendo al chofer una mirada implorante.
Tarl dejó escapar un bufido.
—Está bien, Charles —dijo—, alejémonos de aquí. Busca un lugar tranquilo. Este tipo tendrá muchas cosas que contarnos dentro de unos minutos.
A desgana, el chofer puso el motor en marcha y arrancó. Marcella empezó a sollozar. Furioso, Tarl se recostó en el asiento.
La sangre no latía ya en sus sienes con tanta fuerza como lo había hecho cuando comprobó que, por fin, había podido hacerse con su presa. En cambio, su cabeza empezaba a vibrar, tal como solía hacerlo poco antes de que se iniciara una jaqueca. Desesperadamente, deseó que no volviera entonces el dolor… que no volviera y le incapacitara para lograr su objetivo.
Marcella ocultó la cara entre las manos. Tarl pasó un brazo sobre su hombro, pero ella lo apartó con una sacudida.
—Marcella, sé lo que me hago…
—Pero Tarl… —La joven se frotaba los ojos con un pañuelo—. Yo…, no comprendo… ¿Qué te ha dado? Eso de empuñar una pistola y… y amenazar a una persona…
—Todo se aclarará, Marcella —afirmó taxativamente—. Descubriré todo lo que tengo que saber.
Pero, mientras hablaba, como el filo cortante de una cuchilla, un ramalazo de dolor atravesó su cerebro.
—¡Oh, querido! —Ella le miraba ansiosamente—. Espero que sepas lo que haces.
—¿Dónde quiere que vayamos, jefe? —preguntó, resignado, el chofer.
—Dirígete a la zona de los depósitos. Aquello es bastante solitario.
De nuevo se sentó en el borde del asiento, apuntando con el revólver a la cabeza del hombre.
—Mira, amigo —amenazó—, puedes ahorrarte este paseo si empiezas a explicarte desde ahora.
El hombre volvió la cabeza. Tarl le asió por los cabellos y le obligó a mirar de nuevo hacia adelante.
—Pero si yo… no sé de qué me habla —dijo al cabo el extraño. Tarl observó que un estremecimiento agitaba el cuerpo del hombre.
—Está bien. Charles —ordenó, mientras se recostaba—, busca un rincón tranquilo donde podamos tener una pequeña charla.
El automóvil parecía rodar por las calles refunfuñando. Tarl se mantuvo en silencio mientras el vehículo se desplazaba desde el distrito comercial, resplandeciente de luces, hasta una pequeña zona residencial no tan bien iluminada, y de aquí al barrio de los depósitos, cerca de los muelles.
Sólo de trecho en trecho, un farol proyectaba una luz lúgubre, amarillenta, sobre unas aceras y calzadas desiertas, flanqueadas por construcciones anodinas.
—Allí —dijo de pronto, señalando un callejón que se abría entre dos edificios de una planta, hechos de chapa ondulada.
Charles no redujo la velocidad, sino que frenó y se detuvo en la calle, antes de penetrar en el callejón.
—¿Por qué no llevamos este pájaro a la policía, jefe? —preguntó—. Ellos descubrirán lo que sea. Además, no infringiremos la ley, tal como hacemos secuestrándole de esta forma.
—Sí, Tarl —dijo Marcella ansiosamente, cogiéndose a su brazo con manos temblorosas—. ¿Por qué no hacemos eso?
Tarl movió la cabeza y se negó:
—No. Si me lo hubierais sugerido hace diez minutos, os habría escuchado. Pero ahora estoy ya demasiado cerca de las respuestas. Entra en el callejón, Charles.
El chofer volvió a suspirar y arrancó; describiendo un arco, se dirigió al callejón.
—Ya es suficiente —indicó Tarl después que el coche cruzara la acera y se situara fuera del campo de luz del farol más próximo—. ¡Ahora! —exclamó, apoyando el extremo del arma contra el cuello del hombre—. ¿Para quién trabajas? ¿Por qué me estabas siguiendo? ¿Qué queréis?
Se habría podido tomar al extraño por una estatua. No emitió ningún sonido ni efectuó el menor movimiento.
El aliento escapaba ruidosamente por entre los dientes apretados de Tarl. Cerró la mano en el hombro del extraño y le dijo:
—Yo… —No pudo seguir. Se encogió en el asiento y sacudió la cabeza. El dolor estaba superando el umbral de sensibilidad. Por un momento, cerró los ojos y permaneció inmóvil—. Quiero saber… —Ignoraba la sensación de dolor y apretaba su garra en el hombro de aquel individuo, hundiendo más profundamente el cañón del arma en la blanda piel—… quiero saber quién eres… ¡Ahora mismo!
El hombre permaneció callado. Marcella se retorcía las manos. Charles se volvió en su asiento; empezó a hablar. Pero Tarl le hizo seña de que callara.
La indignación competía con la jaqueca por obtener el dominio en el cerebro de Tarl. Comprendió que si no lograba pronto la información se quedaría a oscuras.
Separó la mano izquierda y golpeó al hombre por encima de la oreja:
—¡Habla, maldito! ¡Habla!
—¡No puedo! ¡No puedo! —aquel individuo estalló en sollozos—. Si lo hago…, ¡oh!, no puedo decir nada… ¿No ve usted que… que el mundo… que todo…?
Otra vez silencio.
Tarl amartilló el arma.
Bruscamente, Charles lanzó el brazo por encima del respaldo y golpeó a Tarl en la muñeca. Con un ruido sordo, el arma rodó por la alfombrilla del coche. Marcella rodeó con ambos brazos el cuerpo de Tarl. Perdiendo el equilibrio, éste cayó del asiento.
—¡Corre, maldita sea! —Charles alargó el cuerpo por encima del hombre y le abrió la portezuela.
—Pero… —vacilaba.
—¡Lo único que tienes que hacer ahora es correr! —Charles le echó fuera del coche y el otro desapareció en la oscuridad del callejón.
Marcella se agarró a Tarl, enrollando sus brazos alrededor del hombre hasta que, de pronto, su cuerpo se relajó.
—¡Charles! —había miedo en su voz—. ¡No se mueve!
Charles saltó de su asiento y, corriendo, rodeó el coche y abrió la puerta posterior. El cuerpo de Tarl, que estaba recostado contra la portezuela, se desplomó hacia fuera, pero Charles le sostuvo.
—¡Se ha vuelto a desmayar! —dijo el chofer, levantando a Tarl para colocarle en el asiento.
—Esto significa… —empezó la joven, atemorizada.
El cielo se iluminó de pronto con la tremenda descarga de un rayo acompañada por el seco estallido del trueno. El ruido era ensordecedor y Tarl se agitó, abrió los ojos y miró a su alrededor.
—¿Por qué lo hicisteis? —su cabeza rodó a un lado—. ¿Por qué le dejasteis escapar?
Marcella y Charles cambiaron una mirada.
—Teníamos que hacerlo, Tarl. —Con suavidad, la joven apoyó una mano en su frente—. Estabas perdiendo los estribos… ibas a matar a ese hombre.
—No. No iba a hacerlo. Yo… —Su rostro se contrajo—. Yo… —Se desplomó en el asiento.
—Vámonos de aquí —urgió Marcella—. Llevémosle a la Oficina Central. Algo va a ocurrir… algo gordo… ¡Se ha desvanecido dos veces! ¡Esto es peligroso!
Charles puso el coche en marcha y salió del callejón en marcha atrás. Cuando llegó a la calle e inició el avance, tuvo una clara percepción del cielo. Extrañas descargas luminosas se sucedían de uno a otro horizonte.
Pisó el acelerador a fondo. El coche saltó hacia adelante.
—Esos relámpagos… —comentó a Marcella—, no son verdaderos relámpagos… ¡no son como los que yo conozco!
Apenas se oían sus palabras. Quedaban ahogadas por un retumbar de truenos casi continuo.
—¡No hay nubes en el cielo! —gritó ella, acercando sus labios al oído del chofer.
Un rayo descargó sobre un almacén, media manzana por delante de ellos. El cegador fogonazo iluminó la escena con la claridad del día. Pero el edificio no se incendió. Ni hubo ladrillos que saltaran, ni humo, ni paredes desplomándose. Simplemente, la estructura se desintegró. Se levantaron nubes de polvo que, arremolinándose, envolvieron los edificios adyacentes. En el lugar donde hubo un edificio sólo quedó un montón de cenizas, que cayó en parte, como una, cascada, sobre la acera y la calle.
La limousine abrió un surco a través de ellas, lo mismo que si no hubiera absolutamente ninguna materia, dejando en su estela remolinos de humo hirviente.
De pronto, los relámpagos disminuyeron. El cielo volvió a oscurecerse.
Marcella estaba gritando.
—¡Tengo miedo! —sollozaba—. ¡Tengo mucho miedo!
Charles se inclinó sobre el volante para tener una visión menos restringida del firmamento. Señaló un punto. La joven apoyó la cabeza en la ventanilla y miró.
Miríadas de chispas luminosas consumían en un destello su efímera existencia, mezcladas con las estrellas. Las chispas iban aumentando de tamaño y dejaban ígneos resplandores tras ellas.
—¡Meteoros! —exclamó Charles.
Los resplandores se extinguieron antes de completar su descenso sobre la Tierra. En su estela quedaron prendidas hebras de luz que parecían agujas.
—Eso tiene su aspecto —dijo Charles ásperamente, pisando más fuerte el acelerador—. ¡Podríamos estar asistiendo al fin del mundo!
—¿Vamos a la Oficina Central? —preguntó la aterrorizada joven.
—Desde luego. —Charles dobló una esquina manteniendo el coche sobre dos ruedas—. ¿No reconoces esta zona? Estamos a pocas manzanas de distancia.
La joven pasó la mano repetidamente por la frente de Tarl. Estaba hundido en un rincón del vehículo. Consiguió enderezarle tomándole por los hombros y le reclinó la cabeza sobre su pecho.
—Pobre Tarl —murmuró, sujetándole con más fuerza—. ¡Es el único de los tres que no sabe qué sucede!
Se oyó un estruendo distante. Otro más próximo. Luego, otros dos, casi simultáneos.
—¿Qué es esto? —preguntó la joven dando un chillido, al tiempo que apretaba a Tarl contra su cuerpo.
—¡Los meteoros! —gritó Charles—. ¡Están aumentando de tamaño! ¡Y chocan!
Fuera, el cielo estaba cruzado por rayos de fuego. Algunas hebras ardientes se extendían hasta el suelo. Cuando aquellos hilos, que se alargaban, tocaron la superficie, la tierra tembló. Aumentaba el número de estallidos y los impactos eran cada vez más violentos. En unos segundos, el ruido de las colisiones se convirtió en un continuo estruendo.
Una inmensa esfera llameante hizo impacto en la calle, una manzana más allá de donde estaban. El calor sofocante que desprendía llegó hasta ellos a través de las ventanillas y de la chapa del automóvil. Pero la ola tórrida fue sólo temporal. El objeto que había caído penetró profundamente en el suelo, arrastrado por su propio ímpetu. Un segundo después, en aquel punto se agitaban olas que se hinchaban como burbujas, en una olla de alquitrán hirviente.
Charles pisó a fondo el freno y paró a unos trescientos metros del montículo, en el momento en que estallaba el centro de la burbuja, lanzando un chorro de gas llameante a más de doscientos metros de altura. De cada grieta de la burbuja fluía un chorro continuo de fuego que enviaba poderosas llamas hacia el firmamento.
La joven gritaba, presa de pánico; pero el diluvio de objetos llameantes empezó a decrecer, hasta cesar por completo. Le sustituyó la lluvia, cayendo en enormes gotas y golpeando con tanta ferocidad que abollaba las superficies de metal del automóvil.
Tarl se agitó, asido a la joven. Y, aterrorizada, ella le rechazó.
Gimiendo al tiempo que recobraba el conocimiento, Tarl se irguió en el asiento y se restregó la cara con manos temblorosas. Marcella se encogió en su rincón. Y la lluvia perdió su extraño carácter: las gotas se hicieron más pequeñas y empezó a caer de una forma natural.
La joven saltó del coche.
—¿Qué haces? —le gritó Charles.
—Tengo miedo —exclamó ella sin volver la vista atrás—. Miedo de todo…, incluso de él. ¿No te das cuenta de que ello está ahí… en el coche?
Permaneció de pie, fuera del vehículo, indecisa por el miedo, mirando erráticamente en todas direcciones.
—Marcella… —Tarl se asomó, agarrándose a su vestido—. No te vayas, ¡por favor!
Se desprendió de un tirón y echó a correr calle adelante. Desapareció en medio de la lluvia. Tarl se llevó las manos a la cabeza, desesperado, gritando de dolor.
—Esta maldita jaqueca, Charles —se lamentó—. ¿Por qué no desaparece?
La lluvia cesó. Fuera se oyó el sonido de unas pisadas. Determinadas pisadas, producidas por tacones femeninos. Frente a la puerta abierta apareció Marcella.
—¡Has vuelto! —Tarl intentó sonreír.
—Sí, Tarl. —Subió de nuevo al coche—. Sí, he vuelto.
Tarl miró, entonces, afuera, alrededor del vehículo. La burbuja ardiente destacaba. Con la mirada recorrió la calle que quedaba a sus espaldas. Había otras burbujas, todas ellas vomitando iracundas llamaradas en dirección al cielo. Pero el brillo incandescente que bañaba, por debajo, las nubes que se iban formando sobre la ciudad, le indicó que se requerían miles de fuegos como aquél para producir una iluminación de tal magnitud.
—¿Qué ha sucedido? —Dio un brinco en el asiento, con una expresión de asombro en su rostro. Miró a Marcella, luego a Charles—. ¿Ha habido un ataque?
—¡Tarl! ¡Oh, Tarl! —Marcella se abrazó de nuevo a él, con un abrazo muy estrecho, pegando su rostro al de Tarl. Luego se echó a llorar.
—¡Esto es la cosa! —dijo T.J. de pie junto a la ventana, recorriendo con la mirada los rostros aterrorizados que en la amplia sala de la Oficina Central estaban pendientes de él—. Ahora, ¡se ha soltado!
El edificio se estremeció de un modo inquietante. La mesa se desplazó varios centímetros por el pavimento, al tiempo que se hacía perceptible un repentino retumbar. La habitación se llenó con el ruido de objetos que, por todas partes, en el edificio, eran arrancados de sus emplazamientos.
—¡Un terremoto! —gritó una mujer histérica, agarrándose desesperadamente a los bordes de su silla.
—Pero de pequeña magnitud. —T.J. ocultó su preocupación con resignada serenidad—. Ahora está fuera —añadió abstraído, recorriendo con la mirada el panorama del exterior—. Está suelto…
—¿Hay alguien que pueda hacer algo?
Uno de los hombres atravesó la sala apresuradamente para colocarse junto al Director Jefe.
Pero ambos permanecieron callados, frente a la ventana, observando cómo miles de hogueras lanzaban su humo hacia el firmamento. Se divisaba la luna en cuarto creciente. Pero tenía el aspecto de un objeto intangible… ondulante, fragmentándose en múltiples partes que, luego, volvían a unirse en un todo.
—Solamente podemos tantear y ver si queda alguna línea de acción razonable —dijo T.J. por último.
—Pero ¿cuáles son nuestros planes? —insistió el hombre—. ¿Qué sigue ahora?
Otro terremoto sacudió el edificio hasta los cimientos.
—Si consiguiéramos traerle aquí, podríamos intentar el último plan —explicó el Director Jefe, y regresó a la mesa.
—Se refiere usted a la llamada directa a través de su consciente, ¿no es eso? —preguntó uno de los consejeros con expresión de alarma.
—¿Qué otra cosa nos queda por hacer? —T.J. abrió los brazos—. Ahora no tenemos ya por qué preocuparnos acerca de si lo vamos a despertar del todo. Ya está despierto. Y no tenemos ninguna razón para creer que quiera regresar al nivel del subconsciente… a la inactividad. Si pudiéramos tenerle aquí iniciaríamos el tratamiento inmediatamente… ¡Doctor Mendel! —recorrió el mar de caras que asistían a la reunión.
—El doctor Mendel está en el laboratorio, preparando su equipo —aclaró alguien. Luego, el mismo hombre se asomó por una puerta lateral y gritó el nombre del psiquiatra.
Mendel entró en la sala con el cabello resuelto, escrutando a la asamblea con mirada nerviosa.
—¿Lo tiene todo preparado? —le espetó T.J.
—Estoy totalmente preparado —respondió Mendel, extrayendo una jeringuilla de su bolsillo y levantándola para que T.J. pudiera verla—. Puedo administrar la inyección dentro de los diez segundos después que se manifieste… Pero —la voz de Mendel se quebró, volviéndose frenética—, ¿dónde está? ¿Qué le retiene? ¿Por qué no está ya aquí?
—No hay forma de saberlo —T.J. había recobrado la calma—. Todos los medios de comunicación con nuestros agentes han quedado fuera de servicio. Pero todos los agentes tienen instrucciones explícitas para traerle a la Oficina Central tan rápidamente como sea posible desarrollar la Fase Z. No podemos hacer nada más que esperar aquí.
Las manos de Mendel se aferraron a los brazos de T.J.
—Pero tenemos que encontrarle, T.J. —urgió, y repitió—: ¡Tenemos que encontrarle!
Una expresión de sorpresa cruzó momentáneamente por el rostro del Director Jefe.
—¿Cree usted —se sacudió de encima las manos de Mendel— que elevando su subconsciente al mismo plano que su consciente estará en condiciones de establecer comunicación directa?
—Deberíamos poder —Mendel bajó la mirada al suelo y se calmó un tanto—. Hemos estado muy cerca de la comunicación directa en un par de…
El psiquiatra se detuvo de repente en mitad de la frase.
Los ojos de T.J. fulguraron y sus puños se cerraron mientras miraba fijamente a Mendel. Luego, el Director Jefe dejó escapar una exclamación ahogada y bramó en tono acusador:
—¡Mendel! ¿Qué quiere decir? ¡Usted estuvo muy cerca!
Brillaba el miedo en los ojos del psiquiatra cuando retrocedió unos pasos. Una repentina calma inundó la sala, aislándola del estrépito del exterior.
T.J. se adelantó y asió al médico por las solapas de la chaqueta.
—¡Usted ha estado intentando el contacto en secreto! —le acusó.
—¡Miren! —gritó alguien—. ¡Cuidado, T.J., tiene una pistola!
Hubo otros gritos y varios consejeros se abalanzaron hacia él, al tiempo que Mendel, de un salto, se situaba a la espalda del Director Jefe, clavándole la boca del arma entre las costillas. Hizo una advertencia a los demás para que se mantuvieran alejados.
Usando a T.J. como escudo, Mendel retrocedió hasta la pared, lejos del grupo amenazador. El Director Jefe movió la cabeza anonadado, mientras musitaba:
—Y yo ni siquiera sospeché que pudiera haber alguien entre nosotros que estuviera tratando de despertarle, mientras nos esforzábamos en devolverle a su estado de letargo. Debí saber que si alguien podía sabotear el proyecto era precisamente usted, Mendel…
—¡Imbécil! —susurró Mendel con voz ronca—. Usted y su proyecto se proponían ahogar la cosa en un supino estupor; para reducir a la impotencia todos sus poderes; para preservar la naturaleza tal como la conocemos… Hay otro camino, T.J… Si la cosa estuviera en la mente adecuada, en una mente que pudiera controlarla, la mía, ¡piense por un momento en la ilimitada potencia que estaría a disposición de dicha persona!
T.J. sentía en su cuello el aliento cálido y excitado de Mendel.
—Porque —la histeria se iba adueñando de la voz del psiquiatra— yo podré regir el mundo sin encontrar oposición. Las riquezas del universo serán mías. No solamente las riquezas que existen, ¡sino también las que yo pueda soñar para que existan! ¡Seré inmortal y divino!
T.J. se volvió un tanto, para echar una mirada a través de la ventana y, moviendo la cabeza, dejó caer los hombros. Se había levantado un fuerte viento, que peinaba el humo de los incendios para convertirlo en gallardetes de cinta negra. Entre los gallardetes se podía divisar la oscuridad natural del firmamento. En el lugar acostumbrado, titilaban las familiares estrellas. Pero en cuanto las miró, también ellas dejaron de ser familiares.
Grupos enteros de estrellas abandonaron su lugar y se precipitaron en confusión a través de los cielos, perdiéndose algunas de ellas en el caos. Muchas estallaron, recorriendo todo el espectro de colores hasta desaparecer en el ultravioleta. Y la Luna había dejado de existir.
El cerebro de Tarl estaba embotado cuando supo por Marcella y Charles lo que había sucedido durante el tiempo en que permaneció inconsciente. Lleno de confusión, agitó la cabeza, musitando:
—¡No! ¡No! ¡No!
Pero sus exclamaciones fueron subrayadas por una serie de temblores que retumbaron a través de la corteza terrestre y sacudieron el automóvil sobre sus muelles.
—Pero ¿por qué? —preguntó horrorizado—. ¿Por qué está sucediendo todo esto? ¿Dónde está el fallo?
Marcella volvió los ojos hacia Charles y el chofer fijó los suyos en los de la joven.
Tarl sorprendió el intercambio de miradas.
—¡Lo sabéis! —dijo en tono de reproche—. ¡Vosotros lo sabéis! —Asió a la joven por los hombros y la sacudió—. ¿Qué es, Marcella? ¡Dime lo que sabes!
Sus cejas se unieron al sentirse herido por una nueva punzada de dolor, aunque no tan aguda como la que tuviera antes. Fuera se escuchaba un nuevo retumbar… otra inquietante agitación en la superficie terráquea.
Charles cedió.
—Podríamos decírselo, Marcella. Ahora no tiene ya ninguna importancia. Si no podemos llegar a la Oficina Central, se enterará. Y si llegamos allí, lo descubrirá de todos modos.
En la cara de Tarl se reflejaba una expresión de absoluta perplejidad.
—¿Por qué no vamos a la Oficina Central ahora? —preguntó Marcella mirando a Charles.
—No podemos arriesgarnos a continuar… al menos hasta que se calme todo este infierno.
La noche que envolvía a la ciudad parecía haber consumido su furia inicial. Los temblores empezaban a debilitarse. Pero el mismo aire era como una entidad amenazadora, al acecho… esperando para saltar sobre uno y devorarle.
La faz de Tarl seguía mostrando un doloroso aturdimiento. Miró al chofer y luego a la joven.
—Bien, Tarl —empezó Marcella, apoyando una mano en su hombro—, tenías razón. Te estaban siguiendo… cada minuto… cada segundo… ¡Pero lo hacían personas que querían tu bien! Personas que sólo se preocupaban de que no sufrieras ningún daño, de que no te afectara ningún problema, de que te hicieras rico. Te proporcionaron todo lo que pudiera hacerte feliz, sentirte satisfecho…
—¿Incluidas las mujeres? —Tarl rechazó la mano que se apoyaba en su hombro—. ¿Se preocupaban también de que estuviera bien servido en cuanto a mujeres?
Desviando la mirada, Marcella murmuró haciendo un esfuerzo:
—Sí.
—Y tú, Marcella, ¿formas parte del equipo?
Permaneció callada durante lo que pareció una eternidad.
—Sí, Tarl. Formo parte del equipo.
—Y también yo, Tarl —agregó Charles—. Y lo mismo casi toda la gente que conoces.
Tarl apretó los dientes.
—Quieren que sea feliz… pero ¿por qué? —Agarró a la joven por los brazos y volvió a zarandearla, gritando—: ¿Por qué?
—Déjala, Tarl —dijo Charles sin moverse—. Lo hace lo mejor que puede.
Tarl se relajó, se dejó caer en el asiento almohadillado y cerró los ojos. No sentía ya dolor en la cabeza… Tenía solamente una vaga y embotada sensación de vacío. Oyó la voz de la joven, sonando muy lejana:
—Había dos razones para protegerte, Tarl. Una era impedir cualquier daño físico que pudiera separar tu intelecto de tu cuerpo mediante la muerte… La otra, impedir cualquier lesión mental… cualquier psicosis, neurosis… que pudiera, de hecho, causar lo mismo.
«Verás, Tarl, si eso ocurriera, temíamos que algo… algo que está dentro de ti pudiera desprenderse. —Su cuerpo se estremeció a causa de la emoción—. ¡Oh, Charles! —dijo, volviéndose hacia el chofer—. ¿Cómo puedo explicarle? ¿Cómo se le puede explicar a alguien, sin ayuda de la inyección del doctor Mendel para ocultar una parte de irracionalidad…?
—¡Mendel! —exclamó Tarl.
—De eso se trata, Tarl. —Charles se inclinó hacia él—. Hace poco más de tres años, las mejores mentes científicas del país hicieron un descubrimiento: descubrieron lo que ellos denominaban «la verdadera naturaleza de nuestro mundo… del universo entero…» —El chofer le miró fijamente a los ojos—. ¡No existe! —soltó bruscamente— ¡Nada es real! Nada en absoluto es real… por lo menos en cualquier aspecto físico… ¡Todo es una ilusión! Este coche. Marcella. Ese edificio. Este planeta. ¡Cada estrella del firmamento!
Tarl se rió, fuerte y largamente. Pero sus carcajadas se desvanecieron cuando, por encima de sus cabezas, cortando el aire con un silbido escalofriante, cruzó un grupo de objetos parecidos a cometas, persiguiéndose entre sí desde el horizonte oriental hasta el oeste, y desapareciendo más allá de un bloque de edificios al final de la calle. En su estela, las estrellas se arremolinaron… se dispersaron, danzaron en pequeños círculos y por último, trabajosamente, se reintegró cada una a su lugar. El terror se reflejó en su mirada, y se olvidó de que había reído.
Luego, donde una estrella había lucido resplandeciente, todo un sector del firmamento enloqueció. Lo que había sido una estrella pequeña como la luminosa punta de una aguja, se expandió hasta formar un disco de blanca luminiscencia, grande como una luna llena. El área luminosa se fue haciendo más brillante y siguió creciendo lentamente. Al cabo de unos segundos, se había convertido en el globo de un ojo inmenso que ocupaba más de la mitad del firmamento.
Creció hasta ocupar todo el hemisferio celeste, convirtiendo la noche en el más brillante de los días que jamás se hubiera visto. Tarl se tapó los ojos para protegerlos. Cuando volvió a mirar, la intensa iluminación había desaparecido. El cielo volvía a ser oscuro. Y de pronto se dio cuenta de que Marcella estaba chillando.
Finalmente dejó de gritar. Pero no lloró. Su expresión se hizo grave, rígida. Le miró. Había horror en sus ojos.
—Nosotros comprendemos, Charles —dijo, dirigiendo una mirada feroz a Tarl—. Pero probablemente él no puede saber de qué se trata… ¡No ha sido preparado! ¡A nosotros se nos ha explicado qué podía suceder!
Marcella tuvo un estremecimiento y pasó un brazo alrededor de los hombros de Tarl, quien se aproximó a la joven con el deseo de sepultar su rostro en el pecho de ella y llorar.
Pero su cerebro estaba entumecido y se hallaba demasiado aturdido para hacer más preguntas.
—No preguntes cómo descubrieron que nada era real —prosiguió el chofer—; el caso es que lo descubrieron. Ellos te lo dirán.
—Y lo probaron. —Atravesando la pared de su pecho, la voz de Marcella resonó en el oído de Tarl—. Lo probaron cuando nos dijeron que si sus sospechas eran ciertas, Mercurio desaparecería misteriosamente. Recuerdas que el planeta desapareció, ¿verdad?
Él asintió con la cabeza, sin apartarla del calor de su cuerpo.
—No se salió, simplemente, de su órbita, ni se precipitó en el Sol… Lo que está en ti lo destruyó. Lo destruyó al querer, subconscientemente, excluirlo de la existencia, mientras estabas dopado. Fue una comprobación, un experimento.
Tarl alzó la cabeza frente al rostro de Marcella, en muda interrogación.
—Sí, Tarl, dopado —asintió la joven—. Desde luego, tú no lo recuerdas. Ese recuerdo fue destruido mediante la sugestión posthipnótica. —La muchacha sollozó, apoyando la frente en la mejilla de Tarl—. ¡Oh, Tarl! —exclamó—. ¡Sigo pensando que tú eres ello! Y sigo queriendo alejarme de ti. ¡Correr! ¡Huir! Pero estás metido en el mismo barco que todos los demás. ¡Tú eres tan imaginario, tan irreal, como cualquier otro! Pero no es de ti de quien tengo miedo. Es del intelecto que comparte tu cuerpo y tu mente.
Tarl se incorporó de nuevo en el asiento. Nada tenía sentido para él. Nada en absoluto. Quiso pellizcarse para comprobar si se hallaba o no en algún fantástico país de sueños…
Pero una ojeada al aterrador panorama que les rodeaba le cercioró de la realidad.
—Tarl —continuó Charles—, esta cosa, este intelecto que está en tu interior, es la única cosa real que existe. No existe nada más. Ni siquiera el espacio. Ni siquiera el tiempo. Ni siquiera la materia. ¡Sólo ese intelecto, ese intangible e incorpóreo poder de razonamiento, es real! Ése y sólo ése es el universo, todo el universo. Todo lo que es, existe solamente en virtud de su imaginación.
De nuevo Tarl miraba, abstraído, frente a sí. Movió la cabeza:
—No lo comprendo. No puedo captarlo. ¡Me estoy volviendo loco!
Fuera del coche, tras la calma acechaba algo indefinible exhibiendo su imponderable amenaza, mientras el cielo se iluminaba con las hogueras que ardían dispersas por la ciudad.
—Nuestros consejeros —Marcella recobró el control de sí misma— creen que el universo entero, incluso tú y tu mente activa, sólo es parte de la imagen mental de este… este intelecto. Creen que esta entidad, a lo largo de un período indefinido, creó las cosas tal como ahora las conocemos en un acto motivado por la soledad.
»Es posible que primero te creara a ti, o a uno de tus antepasados. Si fuiste tú primero, entonces, no sólo creó las cosas como las conocemos, sino que también creó una historia para el universo y una memoria racial e individual para cada criatura de él.
»Si primero creó a uno de tus antepasados, entonces el intelecto se desplazó por línea de descendencia hasta ahora, aunque el cuerpo que lo aloja es el tuyo.
»Después de crearlo, gozó de su universo y de su mundo durante un tiempo, cayendo a continuación en un estado en que la actividad mental quedó suspendida. Relegó a su subconsciente la tarea de controlar todos los objetos y actos de los seres de su universo.
Tarl agitó la cabeza deliberadamente, tratando de absorber la revelación… tratando de hallar el hilo racional.
—Así, pues —Marcella tomó de nuevo su mano inerte—, los que te han estado siguiendo, y sus consejeros, piensan que sólo un mundo simple, un universo simple, fue creado por la cosa mientras se hallaba en estado consciente.
»Sospechan que solamente en el subconsciente, en la zona del sueño, llegó a completarse el todo… Tal vez mientras tenía un control consciente de su creación sólo te creó a ti, quizás a una o dos personas más, un pequeño calvero como morada, nada más que un puñado de cosas esenciales…
»Luego, satisfecha y en paz consigo misma, la cosa se sumió en un letargo. Pero, mientras se dormía arrebujado por esta satisfacción, el intelecto expansionaba su creación sin ningún esfuerzo consciente. El calvero se convirtió en un valle. El valle, en un continente. El continente, en un mundo. Luego, vinieron otros mundos y estrellas, y sistemas estelares y complejidades de la sistematización, orden, ciencias…
Por primera vez brilló en los ojos de Tarl un tenue destello de comprensión.
—Y si se despierta —vaciló—, si se despierta… ¡no puede abarcar la complejidad de las cosas que ha creado!
La joven asintió con un gesto.
—Pero ¿se está despertando? ¿Qué le hace agitarse?
—Exceso de cuidados —dijo Charles encogiéndose de hombros.
—Los consejeros se han estado afanando —explicó la joven hablando con rapidez—. Las sospechas que abrigan se filtraron hacia tu subconsciente, hacia el subconsciente del intelecto. Y eso pinchó, aguijoneó a la cosa. No una vez, sino muchas. Cada vez que sufría una perturbación, emitía un impulso desde su subconsciente hacia el orden que estaba manteniendo. Y cada vez se producía el caos. Finalmente, casi lo han despertado, si no lo han hecho del todo.
—¿Y? —Trataba de arrancar las palabras de labios de la joven.
Pero fue Charles quien rompió el silencio.
—¡Y ahí está! ¡Esto es el fin!
—¡No! —protestó ella, estrechando con más fuerza la mano de Tarl—. Queda una última oportunidad, si conseguimos llegar a la Oficina Central. Allí, los consejeros podrán establecer contacto… llamarle. Aunque no seamos más que transitorias ficciones libres de su imaginación, podríamos apelar con suficiente sinceridad como para obtener la continuación de nuestra existencia.
»Desde luego, nos damos cuenta de que la existencia no podrá ser lo que ha sido. La entidad, si se despierta del todo, no puede conservar en pie el universo con todos sus sistemas. Para poder manejar con éxito los principios esenciales… un puñado de personas y un trozo de tierra sólida para existir en ella… la entidad debería abandonar todo lo demás. Esto significa que casi todo lo que conocemos desaparecerá, se desmaterializará. Sólo podemos esperar que quiera escuchar nuestras sugerencias e intente proporcionar la supervivencia a tantos como sea posible.
—Más tarde —añadió Charles—, después que consiga conservar el mayor número posible, puede volver a dormirse profundamente, y entonces se iniciará otra vez el progreso. El puñado de personas evolucionará hacia una civilización. El pequeño pedazo de terreno donde existan se expandirá una vez más hasta convertirse en un continente. Y de nuevo habrá estrellas… y mundos.
—Y todo evolucionará normalmente —completó la joven con amargura—, hasta que algún científico descubra «la verdadera naturaleza de las cosas» y se preocupe de localizar el «intelecto» y tomar medidas para asegurarse de que no retornará al estado consciente.
—Pero ¿cómo… cómo supieron? ¿Cómo me localizaron a mí? —preguntó Tarl. Marcella suspiró.
—Fue una casualidad. Un científico, que estaba asociado con el que ahora es nuestro Director Jefe, perfeccionó un detector de ondas cerebrales. Se partía de la idea de que el instrumento tenía solamente propiedades direccionales, que le permitirían descubrir el origen de las ondas que estaba detectando.
»Sólo que comprobaron que el indicador nunca señalaba en dirección a la persona que era sometida a la prueba… Siempre señalaba en la misma dirección. Siguieron la aguja a través de medio continente… ¡y te encontraron a ti! —Pero ¿por qué no siento la cosa dentro de mí? ¿Por qué no me doy cuenta, ahora que se está agitando, de que está aquí?
—¿Por qué habrías de notarlo? —En los ojos de Charles había sólo una muda desesperación—. Sólo por casualidad la cosa está asociada contigo. Sólo por casualidad en el principio te creó a ti o a uno de tus antepasados y se asoció a tal persona para reemplazarla en el goce del mundo de ensueños que había producido. Durante todo el tiempo ha actuado con independencia de ti o de tus antepasados. Incluso durante las crisis de los últimos tres años ha estado actuando con independencia de ti.
»Al comienzo —prosiguió Charles—, los consejeros no eran más que un puñado de científicos que habían descubierto la verdad. Después de teorizar y de convencerse de lo que sospechaban, organizaron el experimento de Mercurio. La prueba tenía dos objetivos. Uno era reforzar la verdad. El otro, reunir fondos para el proyecto «protección».
»Con tacto, hicieron partícipes de sus sospechas a los más prósperos magnates, no sólo de este país, sino del mundo entero. Desde luego, los magnates no los creyeron… al principio. Pero cuando predijeron la desaparición de un planeta, las cosas cambiaron de aspecto. Los consejeros obtuvieron todo el dinero que quisieron para la Operación Madrugada.
—Charles —interrumpió Marcella, que, a través de la ventanilla, estaba mirando a la, ahora, tranquila noche—. ¿No crees que deberíamos tratar de llegar a la Oficina Central? Parece que todo está tranquilo.
—Sí. —El chofer abrió la portezuela de su lado—. Será mejor que nos vayamos ahora, antes de que empiece a revolverse otra vez. —Se volvió hacia Tarl y le dijo—: Está a unas seis manzanas de aquí. Tendremos que ir andando. Sus caras se chamuscaron a causa del calor que desprendía el volcán en miniatura que llameaba en la esquina, y avanzaron dando traspiés al atravesar por entre los humeantes escombros de un edificio retorcido. La calle por donde Charles les guiaba era un conjunto desordenado de acordeonadas aceras, rotas y gorgoteantes tuberías de agua, edificios en ruinas. En cada manzana, el fuego iba adquiriendo mayor impulso, extendiéndose a los edificios contiguos.
De las áreas residenciales próximas empezaron a llegar supervivientes, arrastrándose por entre la barahúnda de rugientes llamas y de maderos que se desplomaban crepitando, que martilleaban sus oídos y les producían un frenesí que aceleraba sus pasos.
Los zapatos de Tarl estaban cubiertos de arañazos, y las perneras del pantalón se habían rasgado. Los tacones de la joven se arrancaron de sus zapatos de noche cuando cruzaron el último bloque, en el distrito de los almacenes, y treparon por el terraplén para seguir por la vía del tren hasta una zona de viviendas desvencijadas.
Ante ellos sonaban, cada vez con más fuerza, gritos de dolor que habrían querido impedir que llegaran a sus oídos.
Tarl caminaba entre Marcella y Charles; de pronto se detuvo y se quedó rígido. Luego se le doblaron las rodillas y casi cayó al suelo. Entre la joven y su compañero le tomaron por los brazos y le sostuvieron.
—Se me pasará —murmuró.
Los tres permanecieron inmóviles, mientras Tarl, apoyándose en los otros dos, respiraba profundamente para enfrentarse a la creciente intensidad del dolor. Los sonidos de la angustiada humanidad que se hallaba frente a él, llegaban ahora directamente a sus oídos, golpeándole el cerebro, aumentando el terror sobrecogedor que sentía.
Ignorando el dolor, alzó la cabeza y afrontó el panorama. En la calle había un grupo frenético de personas enloquecidas. Algunos se habían caído y eran incapaces de moverse. Muchos estaban muertos. Una absoluta devastación lo envolvía todo. Los que trataban de ayudar a las personas caídas, estaban trastornados, silenciosos. Otros permanecían de pie, inmóviles, chillando.
Los había que reían histéricamente. Algunos parecían estar en trance y contemplaban los esfuerzos que hacían otros para escapar de edificios incendiados. Se oían los gritos de una madre en busca de su hijo… y de una miríada de chiquillos dando chillidos y llamando a sus padres. Incluso sonidos de animales se percibían a través del tumulto. Un gato arqueaba el espinazo refugiado junto a un tramo de escalera, maullando lastimeramente. Un perro ladraba de terror; otro aullaba en una dolorosa agonía…
Los sonidos llegaban directamente al consciente de Tarl, impidiéndole que se deslizara en el olvido.
Y mientras se producía una lucha en su interior, se preguntaba cuál sería la extensión de la escena que se desarrollaba ante él. ¿Abarcaría toda una ciudad? ¿Una nación? ¿El mundo? Volvió a cerrar los ojos y trató de expulsar el caos de su cerebro.
Entonces, de repente, ¡desapareció el dolor! Desapareció por entero y completamente. Como si hubiera roto una cadena quedando maravillosamente libre de la agonía. Y supo, instintivamente, que nunca más volvería a naufragar en la tortura.
También supo otras cosas. Que su mente no era enteramente suya. Que, paradójicamente, su mente era suya. Que podía aspirar a más de lo que era capaz la limitada mentalidad que hasta hacía pocos segundos había poseído. Que hasta aquel momento había estado empleando solamente una partícula diminuta de su inteligencia potencial. Y que ahora ¡tendría todo el potencial a su disposición!
¿Se había despertado del todo el intelecto en su interior? ¿O, sólo empezaba a despertar? Se decidió por lo último, puesto que la sensación de superinteligencia no era permanente. Iba y venía, quedándose sólo durante fugaces segundos, en los que su mente se abría a vastas visiones de supremo conocimiento. Luego, igual que una pulsación, la sensación desaparecía… para aparecer de nuevo.
Y, con la realización del gran conocimiento, llegó la arrebatadora evidencia de la gran belleza. Ya que la cosa que estaba dentro de él era intrínsecamente buena. En una cima de la sensación pulsante, comprendió que se ofrecían a su escrutinio mental todos los conocimientos que se habían adquirido a lo largo de la extensión temporal de la creación.
A su disposición, para que los inspeccionara, se hallaban todos los pensamientos que alguna vez alumbrase cualquier inteligencia que hubiera vivido en el pasado o en el presente.
Asomando por encima de la masa del intelecto universal como un telón que se levanta, estaba la maligna huella mental de su psiquiatra personal, Mendel. Tarl se sorprendió de que se hubiera asignado al doctor un lugar en apariencia tan preeminente en el misterioso esquema de las cosas. Se concentró en aquella huella mental y experimentó un sobresalto cuando comprendió su conexión con el proceso que se estaba desarrollando. Se dio cuenta de que el objetivo de Mendel era usurpar la suprema inteligencia; es decir, disponer su propia mente como receptáculo del huésped, para desarrollar un grado de control consciente. También vio que la consumación del plan implicaba el olvido para él, el que ahora albergaba a la suprema inteligencia.
Le alarmaron, y a la vez le divirtieron, las intenciones de Mendel. Le divirtieron porque comprendía que si se despertaba a la inteligencia lo suficiente para hacer posible la transferencia a otro alojamiento, el despertar sería completo y significaría el fin de todo, pensamiento que hizo que ahora destacase, resplandeciente, en su conciencia, el principio capital que había dado lugar a la concepción de la Operación Amanecer: probablemente el intelecto no sería capaz de conservar en un plano consciente lo que subconscientemente había creado y seguía creando mientras dormía.
Pero de pronto se preguntó si la premisa podría estar equivocada. ¿Sería posible que el ser pudiera despertar por completo, destruyendo con aquel acto todo cuanto había sido creado, sólo para descubrir que cuando se durmiera de nuevo tenía lugar una recreación universal? Una recreación que reprodujera cada cosa tal como era antes del despertar. Con la ayuda de la hiperinteligencia que comenzaba a ser una parte consciente de él, vio que era una posibilidad no desdeñable. «Es posible —meditó— que un durmiente se despierte por un momento, vuelva luego a dormirse y entre de nuevo en el mundo de sus sueños, encontrándolo exactamente tal como lo dejó».
No sabía hasta qué punto sus actos y sus pensamientos eran ahora motivados por su propia inteligencia y en qué parte eran producto de la hiperinteligencia. Se preguntaba si en realidad había alguna diferencia entre él mismo y ello.
Sacudiendo la cabeza para despejar las ideas de indecisión, anunció a la joven y a Charles:
—La jaqueca ha desaparecido.
Cuando sus ojos se encontraron con los de Marcella, la joven dio un grito. ¿Habría reconocido el cambio que se había experimentado en él?
La respuesta estaba en sus ojos. Marcella miraba fijamente, pero no a él, sino más allá de él. Se volvió y echó una mirada a la calle.
¡El asombro le hizo tambalearse! La escena estaba igual que antes, por lo menos en un espacio de unos mil metros.
Pero detrás de eso… ¡no había nada! ¡Absolutamente nada!
Era como si alguien, con un enorme cuchillo, hubiera desprendido de un tajo el resto de la existencia, dejando al otro lado del corte un vacío inimaginable, oscuro, sin estrellas, sin imágenes, sin sonidos.
Con un estremecimiento, se volvió en redondo y miró tras ellos. Lo mismo ocurría en aquella dirección. Se veía una manzana con escenas de devastación. Pero más allá… ¡nada! Él, Marcella y Charles se hallaban en un disco situado en medio de un vacío infinito. Eran el centro de una esfera, una esfera de realidad, de poco menos de dos kilómetros de diámetro, rodeados de un inmenso universo sin límites y sin materia.
Marcella seguía gritando. Charles gemía y se derrumbó en medio cíe la calzada, abatido. Apoyó la cabeza en sus manos y sollozó mansamente.
—¡Se ha terminado! —exclamó, convulso—. ¡Todo ha terminado! ¡Se está replegando sobre nosotros! Somos lo único que queda… No pensé que sucedería de esta forma… tan de prisa. Estaba seguro de que habría unos días de confusión, de caos. Pero ahora se acaba. Ni estrellas… ni Tierra… ni Sol… ¡Nada!
Marcella, desfallecida, se desplomó sobre el chofer, que apartó de sí su cuerpo inerte; rodó hasta el suelo.
En el rostro de Tarl aparecieron gotas de sudor. Horrorizado, percibió algo que Marcella y Charles no habían visto. ¡La orilla de la nada estaba avanzando! Se cerraba sobre ellos. La pequeña esfera de realidad se cerraba, se contraía. Comprendió que el vacío acabaría por alcanzarles y devorarlos, lo mismo que estaba engullendo todo lo que encontraba en la zona divisoria. Quiso dar la vuelta y echar a correr, pero cuando se volvió, comprobó que por aquel nuevo lado la oscuridad estaba tan cerca y tan amenazadora como por el otro.
Agitó una mano ante su rostro, como para detener el avance de la destrucción. Y, como si fuera una respuesta a su ademán, ¡dejó de avanzar!
Se concentró con mayor intensidad… y, muy lentamente, la nada retrocedió, vomitando tramos de aceras, pedazos de edificios, trozos de calle que había devorado. Se retiró sólo unos cuantos metros. Luego, otros más. ¡Lo conseguía! Él, haciendo actuar el poder de la entidad, se asía a lo que quedaba del universo concreto.
Marcella y Charles continuaban inmóviles. Deteniendo el vacío, Tarl dirigió la mirada a la oscuridad, por encima de sus cabezas. Imaginó una estrella situada en el centro de la nada. ¡Estaba allí! Imaginó otra. ¡Una segunda estrella surgió ante su vista!
¡Pero desapareció la primera!
Y cuando volvió los ojos a la escena que se desarrollaba ante él, vio que el vacío había reanudado su avance, consumiéndolo todo, como antes.
Sintió un estremecimiento. ¡No podía con todo a la vez! No podía impedir la desmaterialización de la materia y, al mismo tiempo, ordenar la aparición de nueva materia. ¿Podría impedir que su propio cuerpo se disolviera en la nada? ¿Cuánto tiempo podría resistir? ¿Avanzaría el vacío cuando se durmiese? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que él mismo no fuera más que un intelecto desprovisto de cuerpo, existiendo en el infinito mar o éter original?
¿No sería mejor, se preguntaba, si el intelecto pudiera ser apaciguado y devuelto a su letargo? Tal vez en este estado podría sujetar todo lo que quedaba… ¡Si pudiera llegar a la Oficina Central! Quizá con la ayuda de los consejeros podría salvarse algo.
¡Pero la Oficina Central había dejado de existir! ¿O no? Tal vez reaparecería si pudiera desplazar la esfera hacia el lugar que había ocupado y que ahora formaba parte del vacío que les rodeaba.
Charles seguía sollozando. Tarl se agachó y lo abofeteó. La fuerza del golpe arrancó al chofer de su estupor.
—¡Levántate! —le gritó.
—No —gimoteó Charles—. Déjame solo.
Tarl le dio otra bofetada:
—¡Levántate! ¡Todavía hay una oportunidad!
Charles se levantó, indiferente, actuando con la misma docilidad que un esquizofrénico. Tarl acudió a la joven y la tomó en sus brazos. Marcella respiraba normalmente, pero seguía inconsciente. Tarl dio unos pasos, seguido por Charles. La esfera de realidad avanzaba con ellos, conservando el perímetro a la misma distancia del centro que ocupaban ellos tres.
Caminó una manzana, y otra manzana de realidad se materializó ante ellos, al mismo tiempo que la manzana que acababan de dejar atrás se desmaterializaba progresivamente.
—¿Estamos en la calle donde se encuentra la Oficina Central? —le preguntó al chofer.
—Sí.
Tarl siguió avanzando. De pronto, se dio cuenta de que la luz que les envolvía no era natural. No procedía de las farolas, ni tampoco del cielo, ya que no había en el firmamento ningún cuerpo que emitiera luz, ni siquiera la estrella que él hizo aparecer.
Pero en el preciso momento en que Tarl reflexionaba conscientemente acerca del origen de la luz, ¡la pequeña esfera se vio sumida en la negrura de Estigia! Tarl sofocó un grito. Charles no reaccionó. Apresuradamente, Tarl imaginó que la luz había reaparecido, y de nuevo estuvo allí. Ordenó a la luz que permaneciera… preguntándose si surtiría efecto.
Unos segundos más tarde, el límite entre la esfera y el vacío, que iba avanzando con ellos, alcanzó a tres personas, devolviéndolas a la existencia, pero en el momento en que Tarl tuvo conciencia del hecho de que estaban allí, ¡se desmaterializaron! Trató de devolverlas a la existencia, pero se dio cuenta de que sólo podía hacerlo a expensas de una reducción en el tamaño de la esfera. ¡El intelecto no disponía ya de poder!
A medida que seguían avanzando, otros seres torturados se deslizaron por debajo de la cortina de la realidad. Algunos aparecieron corriendo de un lado a otro de la calle. Otros se arrastraban, dolientes, por la superficie de cemento. Muchos chillaban, y algunos yacían inmóviles en el suelo, mientras escapaba de sus cuerpos el último hálito de vida.
Pero todos ellos, tan pronto como eran devueltos a la existencia, se desmaterializaban… dejando sólo agrietadas aceras, pavimentos resquebrajados de los que surgían llamas por alguna de sus hendiduras, y edificios, edificios destruidos, edificios retorcidos, edificios consumidos por el fuego.
Sostenía trabajosamente a la joven, sintiendo cada vez más su peso. Marcella empezó a moverse y, con sus movimientos, Tarl experimentó mayor dificultad para seguir avanzando. Habría preferido que siguiera inconsciente un poco más.
Marcella profirió unos débiles lamentos y empezó a mover la cabeza. Tarl apoyó los pies de la joven en el suelo y vio que había abierto los ojos. Pero volvió a cerrarlos apresuradamente, sintiendo que sus piernas vacilaban.
—¿Estás bien, Marcella?
Ella se pasó una mano por la cabeza al tiempo que afianzaba su equilibrio.
—Estaré bien dentro de un momento —murmuró.
—No mires a tu alrededor —le previno—. No te gustará lo que veas.
—No lo haré.
Se estremeció. Luego, deslizó su mano en la de Tarl, dando a entender que estaba pronta para seguir adelante. Se marcharon. Charles les seguía, silencioso.
Sólo habían recorrido unos metros cuando el chofer alargó el brazo y tocó a Tarl en el hombro.
—Ése es —indicó a Tarl, señalando un edificio, a su derecha.
La joven miró en aquella dirección.
—La Oficina Central —dijo, sin emoción.
El edificio era uno de los pocos que en aquella manzana aún se sostenían. Tarl sujetó con más fuerza la mano de Marcella y se dirigió hacia él.
—Ya no necesita usted el revólver. —El tono de T.J. rebosaba desesperación cuando miró a Mendel por encima del cañón del arma—. Dentro de unos segundos habremos desaparecido.
El Director Jefe echó una ojeada a su alrededor; la sala estaba vacía.
—Volveremos a desaparecer; disueltos en la nada… lo mismo que hace unos instantes. Ignoro por qué hemos regresado a la existencia. Tampoco sé por qué no regresaron los demás…
—Yo le diré por qué. —De los ojos de Mendel desapareció, en parte, la expresión frenética—. Brent se está acercando. Anda ya cerca, y con él trae toda la existencia que queda. De esta forma me imaginé que ocurriría.
—¡Pero los otros no han regresado!
Mendel introdujo la pistola en su bolsillo:
—Tal vez nosotros seguimos con vida —se rió fríamente— porque somos, como si dijéramos, los «personajes principales»… Pero, mientras estemos aquí, en forma sólida, hay esperanza.
El psiquiatra empezó a recorrer la sala con pasos regulares.
—Brent llegará —dijo para sí; la piel se tensó alrededor de su boca—. Ha sonado la hora de la transferencia…
De pronto, rechinó la puerta al abrirse. T.J. alzó de golpe la cabeza y vio a Marcella que entraba.
—¡No entren aquí! —gritó—. ¡Manténganle fuera!
Pero, al oír el ruido del tirador de la puerta, Mendel había saltado a través de la sala. Y, a pesar del grito de T.J., el psiquiatra agarró a Marcella por la muñeca y la arrastró dentro de la habitación, al tiempo que sacaba el revólver y apoyaba el cañón en el costado de la joven.
—Las balas todavía pueden matar, Brent, incluso en esta irreal realidad —exclamó mientras Tarl entraba de un salto, con los puños cerrados.
T.J. le lanzaba un aviso frenético. Pero Tarl tan sólo prestaba atención al desarrollo de los acontecimientos… Con calma, Mendel apartó el revólver del costado de Marcella ¡y lo colocó en el bolsillo de su chaqueta!
Sin esperar a encontrar una explicación para aquel acto inesperado, Tarl dio un salto adelante y lanzó su mano, como una garra, hacia la garganta del psiquiatra.
Pero Mendel apartó a Marcella y ágilmente esquivó el brazo de Tarl, que pasó rozándole. Luego, el médico sacó la mano de su bolsillo; empuñaba la jeringuilla de acero. Incluso antes de que Tarl tuviera tiempo de recobrar el equilibrio y enfrentarse de nuevo a Mendel, la punta del instrumento le atravesó la ropa y penetró en su espalda.
El efecto fue instantáneo. Un fuego líquido corrió por su cuerpo, y, al desplomarse, vio que Charles atacaba sin convicción al psiquiatra. Pero el chofer no era rival para aquel hombre, mucho más corpulento que él, y los puños del médico le golpearon como mazas. Tarl vio a Charles caer derribado sin sentido en el momento en que una nube blanca le impedía seguir mirando.
T.J. no tuvo tiempo para reaccionar, pues Mendel había empuñado la pistola incluso antes de que el cuerpo del chofer se inmovilizara. Con el arma, Mendel empujó a Marcella y al Director Jefe al lado opuesto de la habitación, regresando luego donde yacía Tarl.
—¡Llegó la hora, Brent! —susurró, inclinándose sobre Tarl—. ¡Ahora puede hacerse!
Mientras el psiquiatra examinaba a Tarl, T.J. hablaba con Marcella. Algunas frases de la conversación flotaron a través de la sala y llegaron, amortiguadas, al oído de Tarl. Su cabeza giró débilmente en aquella dirección, pero los perfiles de la joven y el hombre no aparecían nítidos. Sin embargo, comprendió que Mendel debía haber expuesto sus propósitos al Director Jefe y, ahora, suponía Tarl, T.J. le estaría describiendo a Marcella la metamorfosis de Mendel.
El impacto inicial de la inyección… el dolor físico que le había causado en el primer momento… empezaba a disiparse. Y ahora, Tarl estaba atento solamente al profundo letargo mental y físico que se estaba apoderando de él.
Cuando desapareció el dolor, adquirió conciencia de que los dedos de Mendel tanteaban su cuerpo, comprobando su pulso. Notó la oreja del médico aplicada contra su pecho… escuchando los latidos del corazón.
Reuniendo todas las energías que le fue posible, levantó el brazo sobre la cabeza de Mendel. Pero, antes de que pudiera cerrar la mano y golpear, el brazo se desplomó, inerte, en el suelo.
Repitió el intento, pero no había en su cuerpo fuerza suficiente ni siquiera para tan simple gesto.
Débilmente oyó cómo Marcella chillaba otra vez y consiguió volver la cabeza en dirección a ella. Como entre nubes, vio que T.J. había apoyado la cabeza de la joven en su hombro para sustraer del área visual de Marcella aquello que había provocado su estallido.
—¡Se está reduciendo! —la frenética y distante voz de la joven casi no llegaba a sus oídos—. Tarl lo contuvo durante un tiempo. ¡Pero ahora no puede hacer nada!
Una mano ruda sujetó el mentón de Tarl y le obligó a volver la cabeza. Hizo un esfuerzo para concentrarse y consiguió enfocar de nuevo su visión.
—Sí, Brent. —La desdeñosa boca de Mendel se abría y se cerraba convulsivamente—. Se está acercando. Dentro de muy poco sólo quedaremos nosotros dos. Y, tiene usted que pensar, Brent… pensar que cualquier cosa que haya en su mente es algo vil. Algo de lo que debe desembarazarse. Yo le ayudaré a librarse de ello. Le ayudaré a extraerlo de su interior…
»Pero usted también debe ayudarme. Debe usted concentrarse tan intensamente como pueda: ¡Voy a librarme de ello! ¡Voy a librarme de ello! ¡Voy a librarme de ello…!
La voz de Mendel golpeaba sus oídos como un martillo pilón. Hizo un intento para sacudir la cabeza y librarse de las desagradables impresiones… del encantamiento hipnótico. Pero la incansable voz de Mendel no cedía.
Y, a medida que proseguía, sintió que apoyaba el cañón del revólver en su sien. Comprendió que el momento en que Mendel apretara el gatillo no estaba demasiado lejos.
Pero la voz del psiquiatra, con su insistencia, barrió cualquier otra sensación, y el consciente de Tarl se sometió, admitiendo:
—¡Voy a librarme de ello! ¡No lo quiero aquí! ¡Quiero que me deje!
Sus poderes mentales estaban entrando en resonancia con los poderes hipnóticos del psiquiatra, y se esforzaba ansiosamente por ayudar a que se cumplieran los propósitos de Mendel.
Notó unos leves signos de que se estaba produciendo un indefinible estremecimiento detrás de su mente… a gran profundidad en el subconsciente… más allá, incluso. Aquella sensación fluía, y empezó a latir en armonía con sus pensamientos conscientes. En aquel momento, las frases hipnóticas penetraban en su mente desde dos direcciones… Oralmente, desde el exterior de su cuerpo, y mentalmente, desde el interior.
Pero aquella sensación parecía estar creando una imprevista fortaleza que le hacía posible reasumir el mando de, por lo menos, una de sus facultades sensoriales.
¿Acaso esta fortaleza era algo que Mendel no había previsto? Tarl concentró los inesperados ergios de energía en su visión. Y los objetos de la habitación adquirieron una límpida definición. Los vagos perfiles de Marcena y T.J. se hicieron más claros.
A pesar de que Tarl les observaba con tanto interés como le permitía su mente drogada, la joven y el Director Jefe empezaron a desaparecer de su vista. Atravesando el lugar que sus cuerpos ocupaban se hallaba el borde del límite de la existencia. ¡Les estaba barriendo! ¡Más allá de la pareja estaba el vacío impenetrable! Y, mientras miraba, horrorizado, Marcella y T.J. se convirtieron en parte de la nada, y la creación siguió reduciéndose, sin que nada pudiera evitarlo.
—Sí, Brent. —La voz de Mendel sonó como un trueno en su oído—. Cuando se haya estrechado hasta nosotros… cuando a la entidad le queden sólo dos criaturas en su lamentable universo… entonces no tendrá más que un lugar donde ir después que abandone tu cuerpo sin vida.
Hubo un colérico retumbar en el cerebro de Tarl, se agitó convulsivamente. Tarl se preguntó si estaría el intelecto al corriente de las maquinaciones de aquel vil personaje que había creado. ¿Accedería complaciente a las intenciones de Mendel? Si se alojaba en Mendel, ¿habría un lugar en la subsiguiente nueva creación para T.J., para Marcella y para él mismo? Se daba cuenta de que no había ninguna razón para creer que ello fuera posible, pues Mendel se opondría, ciertamente, a la existencia de cualquiera que sospechase la verdadera, naturaleza de la realidad y pudiera enfrentarse a él, del mismo modo como él lo había hecho.
El horror le desgarraba al darse cuenta de que él y el mundo que le era familiar, podrían desaparecer para siempre. Entonces, se preguntó de pronto, ¿por qué la entidad, que él consideraba como básicamente buena, iba a permitir que sucediera tal cosa?
Una idea espantosa se insinuó en su mente: tal vez la entidad no se oponía al cariz que habían tomado los acontecimientos, simplemente, porque sentía absoluta indiferencia por su creación. Pero, en ese caso, asomaba otra posibilidad, incluso más plausible: ¡tal vez la entidad era subjetiva porque Tarl mismo lo era! ¡Quizá la situación existía realmente ahora, en que él y la entidad eran uno y el mismo!
Si era éste el caso, razonaba Tarl, cualquier cosa que él, Tarl Brent, imaginase, sería una realidad. El efecto de la inyección, por ejemplo, ¿podría anularse por medio de un propósito expresado mentalmente?
Aún no había terminado de considerar esta posibilidad, cuando su cuerpo dejó de estar encadenado por la droga. Tenía la cabeza despejada y había desaparecido toda confusión en sus ideas. En sus pupilas se reflejaba la vivida imagen de Mendel, que se inclinaba sobre él con un brazo extendido, colocado sobre su pecho, mientras sostenía la pistola con la otra mano.
Con un simple movimiento, Tarl rodó hacia un lado y se puso de pie de un salto, derribando a Mendel. Con una expresión de asombro en el rostro, el psiquiatra levantó rápidamente el arma y le apuntó.
Sólo el principio de una sensación de temor se abrió camino en la mente de Tarl. Antes de que este concepto se materializase, soltó una carcajada y miró deliberadamente el arma.
¡Había dejado de ser una pistola! ¡No era más que un inerte trapo mojado!
Mientras el miedo se reflejaba en su rostro, Mendel arrojó el pingajo y se volvió para huir. Pero el vacío se hallaba a muy pocos metros de distancia, y el espanto le dejó helado. Tarl fue hacia él.
—No se hará —dijo con los dientes apretados—. No habrá transferencia.
Le hizo dar media vuelta y le propinó un puñetazo en pleno rostro. Luego otro. Pero la sumisión de Mendel era prematura. Y Tarl cayó en la cuenta de que no tenía sentido magullarse los nudillos contra la cara huesuda del psiquiatra. La manera más simple de tratar con el perverso megalómano sería negarle la continuación de la existencia.
El vacío se tragó al doctor Mendel.
Cuando, segundos más tarde, empezó a expandirse, el psiquiatra no reapareció. Los bordes de la esfera se desplazaron hacia fuera, lentamente al principio, luego a creciente velocidad…
Dirigiendo conscientemente los poderes creativos del superintelecto, acogió en su cerebro la convicción de que, una vez terminada la crisis, la entidad volvería a dormirse y reemprendería su sueño de creación.
¿Cuántos recuerdos del período de vigilia que estaban viviendo borraría la inteligencia?
La esfera de realidad se expandió más y se materializó el cuerpo inconsciente de Charles. Luego, Marcella y T.J. emergieron del vacío. Al momento, Marcella estaba en los brazos de Tarl, sollozando.
Mientras la sujetaba con fuerza, se sintió impresionado por el aspecto de la situación, por las enormes posibilidades que habían tentado a Mendel; la ilimitada cantidad de riquezas y poder que acumularía la persona que controlara con éxito a la superinteligencia desde un plano consciente. Pero, se dijo a sí mismo con convicción, era mejor olvidarlo. Olvidarlo y dejar que el intelecto siguiera con su sueño sin ser molestado.
—¿Qué ha ocurrido, Tarl? —Marcella se apartó de su lado y volvió hacia él una cara en la que se reflejaba la curiosidad—. Tengo una extraña sensación de que algo insólito ha ocurrido… ¿Qué ha sido?
No contestó. Dirigió una mirada a T.J., que permanecía de pie con una expresión de perplejidad en el rostro. Después, Tarl se asomó a la ventana. En aquellos momentos, el borde de la esfera se hallaba ya varias manzanas más abajo y seguía expandiéndose a creciente velocidad. Y de nuevo las estrellas volvían a brillar en el firmamento.
¡Pero faltaba algo! Las señales dejadas por los incendios que habían asolado la ciudad no aparecían en el ámbito recobrado de la creación.
Un velo de misterio parecía extenderse por la mente de Tarl. Se sorprendía de haber pensado que un panorama de edificios carbonizados, destruidos, se extendía alrededor de la Oficina Central…
Qué curioso… ¡Había pensado en aquel edificio llamándolo «Oficina Central»! Una oficina central, ¿para qué? ¿Qué significaba aquello?
Sacudió la cabeza tratando de pensar con más claridad, pero no pudo. Había recuerdos muy metidos en su mente… retrocediendo a mayores profundidades… de las que no regresarían.
Abandonó los intentos para forzar su concentración y atrajo a Marcella hacia sí. Sintió una gran paz procedente de algún lugar muy profundo, en su interior. El secreto estaba sepultado para todo el mundo, incluso para él. De algún modo, lo sabía, él mismo lo había dispuesto así.
Marcella le besó…