He ahí una cita tomada de una de las narraciones de este volumen. Usted se adentrará en el relato paso a paso; sin embargo, lea ahora esto…
Un gran resplandor iluminó el cielo. Por entre los árboles contempló la nave en forma de pez que, envuelta en estruendo, se elevaba cada vez más hasta desvanecerse a través de la capa de nubes. La playa estaba silenciosa; sólo se escuchaba el murmullo del oleaje.
Ella caminó hacia la orilla donde la marea comenzaba a extenderse. A medida que caía la noche, las nubes iban adquiriendo un tono grisáceo.
Durante unos minutos escudriñó el cielo, escuchando.
Ningún sonido llegaba hasta ella. Una tenue brisa sopló en su rostro, agitándole los cabellos.
El estilo del relato, el ambiente que se describe, se mantienen fieles a una tradición. En su esencia, la escueta despedida que se narra probablemente constituye una parte de la experiencia vivida por cada ser humano desde los días de Neanderthal. Pero este pasaje describe el momento en que una nave del espacio deja a una hembra extranjera en un lejano planeta. Tan sólo en este siglo les ha ido dado a los escritores relatar una escena así y situarla en tal escenario.
En el siglo pasado se alimentó la imaginación con la existencia de remotos lugares desconocidos, hasta hoy inexplorados.
En el siglo XVIII, el empleo de la fuerza del vapor dio lugar a una creciente demanda de carbón. La extracción de este mineral atrajo, lógicamente, la atención de los geólogos hacia las rocas carboníferas.
Bajo las vetas de roca carbonífera, y contrastando violentamente con su color gris negruzco, yace otra capa de piedra de tonalidad roja. Se estima que tiene un espesor de unos tres mil metros, lo cual supone un considerable período en la historia de la Tierra (tan apropiado es decir «el tiempo es oro» como «el tiempo se convierte en piedra»).
Las rocas rojas recibieron el nombre de Viejas Areniscas Rojas. En ellas reposan fósiles pertenecientes al período que llamamos Devónico. Un considerable número de estos fósiles fue descubierto por un escocés llamado Hugh Miller, uno de los primeros entre los muchos que, con su trabajo abnegado, abrieron nuevas perspectivas acerca del tiempo geológico.
El mundo del pasado se fue ampliando poco a poco, a medida que se ensamblaban nuevas piezas del «puzzle». Se pobló con una gama extraordinaria de plantas y criaturas hoy extinguidas, con otros continentes y otros climas. Y a partir de las teorías de Darwin y Wallace, lo que de otra forma habrían podido ser una serie de hallazgos fortuitos recibió una poderosa cohesión intelectual. Más aún: por encima de todo (hecho que hoy podríamos olvidar), aquellas teorías dieron una continuidad al panorama del pasado que se iba ofreciendo a los investigadores y llevaron a descartar antiguas hipótesis relativas a catástrofes, hipótesis que hasta entonces habían prevalecido y que hacían incomprensible la leyenda de la prehistoria.
Ustedes han tenido la ventaja de conocer directamente el principio de continuidad que, reforzado por una teoría dinámica como es la de la evolución, permite a la inteligencia extender los esquemas del pasado hacia el futuro. Llegados a este punto, cuando el cambio sustituye al azar, el futuro puede ser inventado; y no es una coincidencia que definan la etapa aspectos tan diversos como el florecimiento de enormes y prudentes compañías de seguros (que raramente pueden contar con clientes capaces de planificar su futuro) y la publicación de la novela de H. G. Wells La Máquina del Tiempo, que transmite el mensaje del pasado remoto hacia el lejano futuro.
A partir de este momento, el presente se expandió todavía más en ambas direcciones. También la extensión del espacio que puede abarcar la imaginación humana, al igual que la extensión del tiempo, se ha incrementado enormemente desde los días en que Galileo Galilei observó, a través de un telescopio, que Júpiter tenía cuatro satélites, y en que Leuwenhoek, gracias a su microscopio, descubrió sus «animalitos». Nuestra imaginación dispone de tremendas esferas de espacio/tiempo por las que vagar.
Resulta curioso comprobar cuán marginal es la respuesta literaria a este campo de operaciones de tan amplio crecimiento. Escritores tan distintos como Proust, Joyce, Nabokov y Durrell han llevado a cabo introvertidas experiencias con la estructura del tiempo, pero las respuestas directas a la expansión del universo imaginario se limitan a unas pocas obras (entre las de mayor éxito, citaría The Dynast, de Thomas Hardy, con su ciega y omnipotente Voluntad Inmanente evolucionando hacia la conciencia, Star Maker, de Olaf Stapledon, y quizá las obras de George Bernard Shaw Hombre y superhombre y Back to Methuselah.
La respuesta más entusiasta a las nuevas conquistas ha procedido de un sector de la literatura conocido como ciencia ficción. Aunque ingenua y cruelmente —si bien a veces no es ingenua ni cruel—, la ciencia ficción trata de explorar y humanizar confines que de otro modo sólo existirían en forma de tenues conceptos matemáticos. En este sentido, la ciencia ficción forma parte de la operación de avanzadilla de la ciencia. Los escritores de ciencia ficción que han alcanzado más fama y consideración son aquellos que llevaron la Palabra a lo Desconocido, entre los cuales se hallan Arthur C. Clarke, Ray Bradbury y Kurt Vonnegut Jr.
La ciencia ficción es un ser con cuernos, de grandes músculos, que lleva sobre el cráneo un montón de antenas erizadas y de propioceptores. Tiene una hermana menor, una amable criatura de labios rojos y cabello rociado con polvo de estrellas. Se llama Ópera del Espacio. Este volumen está dedicado a ella.
La ciencia ficción apunta a lo real; la ópera del espacio, a lo divertido, al menos en términos generales.
La ópera del espacio toma unos cuantos años luz y una pizca de realidad y los rellena con melodrama y sueños, sazonando el conjunto con ideas extravagantes.
En el período en que la ciencia ficción que se publicaba en las revistas constituía un género menospreciado, que subsistía sin ayuda de una crítica externa ni de cronistas, tenía ya a su lado un subgénero del que renegaba: la ópera del espacio, género impetuoso, de evasión, que se lanzaba a la carga sin demasiados miramientos para con la lógica o la literatura y a menudo generaba grandes imágenes, emociones y aspiraciones. En la actualidad —tal como sucede con la ópera— se la considera en declive y se halla en manos de imitadores, o bien ha evolucionado hacia un género de espadas y brujería.
Ahora que la ciencia ficción es objeto de una masiva revalorización por parte de la crítica, parece que ha llegado el momento de airear de nuevo la ópera del espacio. La recompensa será múltiple. Ahí está, por ejemplo, el placer de poder darse una vuelta por el sistema solar, e incluso más allá, sin ayuda de la NASA, en naves espaciales con frecuencia tan vastas como catedrales. En torno a alguno de los ejemplos más extremos, flota un aroma de campiña. Nostalgia aparte, las historietas constituyen una de las reservas del arte narrativo; más aún, nos hablan con largueza de las esperanzas y de los temores fundamentales en la confrontación del hombre con las incógnitas de las lejanas fronteras, siguiendo una tradición que se remonta, por lo menos, hasta la Odisea.
En su estilo, resumen los mismos impulsos que subyacen en los tradicionales cuentos de hadas.
Me resisto a la tentación de definir la ópera del espacio. Ya tuve bastantes problemas al definir el término «ciencia ficción» cuando escribí mi novela Billion Year Spree. El término resulta, a la vez, vago e inspirado, y en su acuñación debieron de intervenir tanto el afecto como cierta dosis de desdén, al igual que ocurre con «ópera de jabón» —soap opera, o serial radiofónico— y «ópera de caballos» —horse opera, o película de vaqueros—. Y lo mismo que la propia ópera, la ópera del espacio se halla supeditada a ciertas convenciones esenciales y que, en cierto modo, son su raison d’étre; estas convenciones pueden gustar o no, pero no cabe alterarlas como no sea a expensas del conjunto. Idealmente, la Tierra corre peligro, hay una búsqueda y existe un hombre que deberá dar la talla en la hora suprema.
Este hombre ha de enfrentarse a extrañas y exóticas criaturas. El espacio tiene que fluir con abundancia, como el vino de una jarra. La sangre debe correr por la escalinata del palacio y las naves serán lanzadas hacia lo profundo de la oscuridad ignota. Tiene que intervenir una mujer más clara que los cielos y un villano más oscuro que un Agujero Negro. Y el final ha de ser feliz.
La expuesta no es una antología rigurosa. Tanto este volumen como los que le seguirán están henchidos de voluptuoso vacío. Han sido recopilados para distraer. Y el éxito que actualmente obtienen las reimpresiones de viejas obras maestras del género debidas a pioneros como Edgar Rice Burroughs y E. E. «Doc» Smith, muestra con cuánto interés se inclinan hoy muchas personas hacia la hábil facilidad de este tipo de literatura. En ella se encuentra la amenaza de múltiples horrores galácticos, de una ciencia y una genética sedientas de sangre; están también las princesas primorosas, las búsquedas desesperadas, los mundos condenados, toda una gama de exóticas criaturas, armas mortíferas y el chirrido cortante de las espadas… todo aquello que merece ser defendido hasta el último «¡Aaarrrgh!». En esta literatura está el futuro del espacio, visto a través de la neblina con los ojos del ayer.
El objeto de mi búsqueda han sido, principalmente, narraciones que serán desconocidas para la mayor parte de los lectores. Demasiadas antologías de ciencia ficción se conforman hoy con recoger cuentos que han sido ya reimpresos en muchas ocasiones. Me he propuesto ir en busca de añejas y a menudo escasas fuentes y seleccionar autores que, en muchos casos, deberían ser mejor conocidos de lo que son, si bien he sido incapaz de resistirme a miss Bradbury, Van Vogt, Asimov y Sheckley. Las fuentes abarcan desde 1900 hasta el año 1972.
Cada cuento va precedido de un resumen. A fin de conservar la atmósfera, siempre que ha sido posible he, utilizado la reseña original, tomándola de la revista en que el relato se publicó por primera vez.
Brian W. Aldiss
Heath House
Southmor
Septiembre de 1973