El faraón y sus compañeros regresaron a palacio. Lucía un sol espléndido, pero el gran monarca se sentía agotado, se retiró inmediatamente a sus aposentos y se tumbó en la cama. La triste e inquietante noticia se difundió por todo el palacio; la reina Miritatis ardía de dolor, de forma que ni toda el agua del Nilo hubiera bastado para apagar su fuego. La mujer corrió a su lado, intentando consolarlo y tranquilizarlo con su presencia. Él estaba durmiendo, o lo parecía, ella le tocó la frente con los dedos; estaba ardiendo de fiebre. Murmuró en voz baja:
—¡Mi señor!
Al oír su voz, abrió los ojos y se sentó en la cama con una extraña energía. La miró con los ojos echando chispas y le dijo, en un tono enajenado que nunca antes había oído:
—Reina, ¿lloráis por el pecador asesino?
Ella le respondió con lágrimas en los ojos:
—Lloro mi desgraciada suerte, ¡mi señor!
Él exclamó enloquecido:
—¡Me disteis un hijo asesino, mujer!
—¡Mi señor!
—La sabiduría divina ha querido que muriera, pues un criminal no debe ocupar el trono.
—¡Tened misericordia, mi señor! ¡Tened misericordia de mi pobre corazón y del vuestro! ¡No me habléis en ese tono! Necesito compasión. No olvidéis que era nuestro hijo, y también él merece ser llorado.
El rey sacudió los hombros con violencia:
—¡Veo que tenéis piedad de él!
—Debemos llorarle, mi señor. Se ha condenado en este mundo y en el otro.
El rey se llevó las manos a la cabeza y dijo, aturdido:
—Dioses, ¿qué es esta locura que ronda por mi cabeza? ¿Cómo puedo continuar llevando la corona de los dos Egiptos con todas las canas que el tiempo me ha legado? Reina, el faraón quiere empezar una nueva vida. Vuestro dolor es inútil. Que vengan mis hijos y mis hijas…, que vengan todos mis amigos. Llamad a Jomini, Mirabó, Arbó y Djedef…
Todos acudieron rápidamente y en silencio a su llamada, como esperando un fatal desenlace. Entraron en el real aposento, y la cama no tardó en verse rodeada por dos filas formadas por la familia real y por sus compañeros. El rey todavía estaba muy excitado, con la mirada perdida, y cuando vio a su médico Kari le gritó con violencia:
—¿Por qué has venido, médico, sin que te llamara? Has estado a mi lado durante cuarenta largos años y no me he quejado ni una sola vez. ¡Quien ha prescindido de médicos durante toda su vida más vale que prescinda de ellos también en su última hora!
Todos temblaron ante la mención de la muerte y ante la excitación y el nerviosismo del rey. El médico Kari sonrió con delicadeza y dijo:
—Mi señor necesita un jarabe…
El rey le interrumpió gritando:
—¡Deja a tu señor en paz y desaparece de mi vista!
El médico se entristeció y dijo en voz baja:
—Hay ocasiones en las que un médico no debe obedecer las órdenes de su señor.
El rey, todavía más enojado, gritó a los presentes:
—¿No oís lo que dice este hombre? ¿Nadie mueve un dedo? ¿Acaso sois todos unos traidores? ¿Acaso el faraón no le importa ni a sus hijos ni a sus amigos? Ministro Jomini, ¿cuál es el castigo para quien desobedece al faraón?
Jomini, visiblemente fatigado, se acercó al médico y le susurró algo al oído. El hombre hizo una reverencia ante el faraón, retrocedió hasta la puerta y abandonó la habitación. Jomini se acercó al lecho de su señor y dijo:
—Calmaos, mi señor, pues ese hombre no desea más que vuestro bien. ¿Mi señor quiere que le traiga un vaso de agua?
El ministro salió de la habitación antes de que le dieran permiso y el médico Kari le dio un vaso en el que había disuelto un calmante. El ministro se lo llevó a su señor y este se lo bebió de un sorbo hasta el final. Sus efectos se hicieron sentir rápidamente, el rey se calmó y recuperó su mirada habitual. De todas maneras, estaba pálido y extenuado y, suspirando, dijo:
—La mayor desgracia del hombre es la vejez y la enfermedad, que se ríen del hombre más poderoso.
Mirando a los presentes, prosiguió:
—Señores…, he sido un gobernante poderoso. Decidía la vida y la muerte, dictaba las leyes y obligaba a cumplirlas y no olvidé ni por un momento de inspirarme en el bien y en el provecho general. Deseando que mi muerte fuera de algún provecho a mis siervos, escribí una larga epístola sobre medicina y sabiduría que será útil mientras las enfermedades sigan sin tener piedad del hombre y mientras el hombre siga sin tener piedad de sí mismo… He envejecido, como veis, y los dioses han querido castigarme debido a algo que quise ignorar. Eligieron como instrumento a mi hijo, liberaron un maligno ejército en su corazón y se convirtió en mi enemigo. Me acechó en la oscuridad para matarme, pero estaba escrito que debía salvarme y mi desgraciado hijo pagó con su vida las pocas horas que quedan de la mía.
Todos dijeron en tono de súplica:
—¡Que los dioses den larga vida al rey!
El rey alzó la mano y todos se callaron:
—Señores, se acerca mi última hora, y os he llamado para que escuchéis mis últimas palabras. ¿Estáis preparados?
A Jomini se le escapó una lágrima, y replicó:
—Mi señor, no habléis de la muerte… Superaremos estas tristezas, y viviréis muchos años, por Egipto y por nosotros.
El faraón sonrió y dijo:
—Amigo Jomini, no estés triste. Aunque la muerte me obligue a dejar el trono de Egipto a cambio de la vida eterna, Keops no teme a la muerte ni se entristece… Pero estate tranquilo por lo que respecta a mi gran legado.
Luego se volvió hacia sus hijos y los miró de uno en uno, como si intentara leer sus pensamientos en sus rostros.
—Veo que intentáis ocultar vuestra angustia. Os miráis el uno al otro con sospechas y rencores. ¡Cómo no iba a ser así, cuando ha muerto el heredero y el rey está agonizando! Todos deseáis el trono, y yo no niego que todos sois nobles y capaces, pero quiero quedarme tranquilo en cuanto a mi herencia y en cuanto a vuestra concordia…
El príncipe Rabaef, el mayor, dijo:
—Señor padre, sean cuales sean nuestras ambiciones, estas están por detrás de la obediencia que os debemos. Vuestra voluntad es ley sagrada para nosotros sin necesidad de ningún juramento.
El rey sonrió tristemente y se quedó absorto, con la mirada perdida:
—Dices bien, Rabaef. La verdad es que en esta hora terrible hallo en mí mismo una fuerza inesperada para estar por encima de los sentimientos humanos. Siento que mi paternidad sobre todos mis súbditos es más importante que la que tengo por mis hijos. Debo decir la verdad y es lo que voy a hacer.
Miró de nuevo a sus hijos y prosiguió:
—Veo que mis palabras no os sorprenden. No renuncio a mi paternidad, pero hay alguien que merece más que vosotros el trono. Se trata de un joven cuya misión le ha llevado prematuramente a ser general. Su valor le ha conducido a obtener una gran victoria para la patria y a salvar la vida del rey, amenazada por los traidores. No me digáis que no puede heredar el trono alguien por cuyas venas no corre sangre faraónica, pues es el marido de la princesa Meresanj, de sangre real.
Djedef parecía sorprendido e intercambiaba miradas de estupefacción con la princesa Meresanj. Los príncipes y hombres de Estado se quedaron sin habla debido a la sorpresa. Todos dirigieron sus miradas hacia Djedef.
El príncipe Rabaef fue el primero en romper el silencio:
—Mi señor, salvar la vida del rey es un deber de todos, y nadie dudaría en hacerlo. ¿Cómo puede ser recompensado con el trono?
El rey le interrumpió:
—Veo que estás ya encendiendo chispas de desobediencia, después de haber entonado hace un momento cánticos de obediencia. Hijos míos, vosotros sois príncipes y señores del reino, tendréis gloria, poder y riqueza, pero el trono será para Djedef. Este es el testamento del faraón para sus hijos y os exijo que lo acatéis; que lo escuche el ministro para hacerlo respetar con su poder y sus leyes, que lo escuche el general para hacerlo respetar con la fuerza del ejército. Este es el último testamento de Keops, pronunciado ante sus más queridos, ante quienes le han ayudado con buenas obras y ante quienes le han brindado su amor y su lealtad.
Se hizo un silencio reverencial que nadie osaba romper. Todos pensaban en sus cosas hasta que entró corriendo el jefe de los chambelanes, se postró ante el rey y dijo:
—Alteza, el inspector general de la pirámide, Bisharo, os ruega que le permitáis entrar ante vuestra presencia.
—Dejadle entrar, pues desde ahora es miembro de mi familia.
Bisharo, bajito y rechoncho, entró y se postró ante el faraón. Este le mandó ponerse en pie y le dio permiso para hablar. El hombre dijo en voz baja:
—Mi señor, intenté veros anoche por una cuestión muy importante, pero cuando llegué ya habíais salido hacia la pirámide, y he debido esperar con angustia hasta esta mañana.
—¿Qué sucede, padre del valiente Djedef?
El hombre dijo en voz más baja todavía, mirando hacia el suelo:
—Mi señor, ni yo soy el padre de Djedef ni él es mi hijo.
El rey, sorprendido ante esta afirmación, dijo sarcásticamente:
—Ayer era un hijo quien rechazaba a su padre, hoy es el padre quien niega a su hijo.
Bisharo dijo con dolor:
—Mi señor, los dioses saben que amo a este joven como un padre, y no diría lo que he dicho si no fuera porque mi lealtad al trono es más fuerte que mis propios sentimientos.
Todos los presentes mostraron su interés, y en particular los príncipes, que querían mal al joven para salvarse de la decisión del rey. Todos miraban alternativamente al inspector general Bisharo y a Djedef quien estaba pálido y con la mirada inerte.
El rey preguntó al inspector de la pirámide:
—¿A qué te refieres, inspector?
Bisharo respondió mirando al suelo:
—Mi señor, Djedef es hijo del anterior sacerdote de Ra, Man-ra.
El faraón le miró extrañado y con expresión soñadora. Los que escuchaban estaban todavía más interesados, y en particular Jomini, Mirabó y Arbó mostraban su preocupación en su mirada. El faraón buscaba entre los fantasmas del pasado y musitaba aturdido, hablando consigo mismo:
—Ra… ¡Man-ra…!
El ingeniero Mirabó era quien mejor recordaba aquel terrible día que tanto le había impresionado y dijo extrañado:
—¿El hijo de Man-ra? Eso no puede ser cierto, pues el hijo de Man-ra murió al mismo tiempo que su padre.
Entonces el faraón recuperó la memoria. Su débil corazón temblaba, y dijo:
—Sí, el hijo de Man-ra murió degollado en su misma cuna, ¿qué estás diciendo, hombre?
—Mi señor, no sé nada de ese niño degollado. Lo que sé es una historia antigua…, de la que me enteré por casualidad o debido a algún oscuro designio de los dioses, y fue un duro golpe para mí, que amo a este joven como no podéis imaginaros. Pero mi lealtad al trono me fuerza a contárosla.
Bisharo le contó su historia al faraón, con los ojos inundados de lágrimas; su historia con Zaya y su bebé desde el momento en que la encontró hasta que escuchó a hurtadillas la extraña narración de Radde Didit. Cuando terminó de hablar, el pobre hombre inclinó la cabeza y permaneció en silencio.
Todos estaban atónitos. Los ojos de los príncipes relucían con una secreta esperanza. En cuanto a la princesa Meresanj, su corazón se debatía entre la esperanza, el dolor y el miedo. Su mirada estaba fija en el rostro de su padre…, o en su boca, como si quisiera impedirle el pronunciar una palabra que pudiera dar al traste con su felicidad y con sus esperanzas.
El rey, pálido, se volvió hacia Djedef y le preguntó:
—General, ¿es cierto lo que dice este hombre?
Djedef respondió con su habitual valentía:
—¡Mi señor! Lo que ha contado el señor Bisharo es una verdad indudable.
El faraón miró hacia Jomini, Arbó y Mirabó como pidiéndoles ayuda, y luego dijo:
—¡Esto es sorprendente!
El príncipe Rabaef lanzó una mirada inflamada a Djedef y gritó:
—¡Al fin resplandece la verdad!
Sin embargo, el faraón no hizo caso de las palabras de su hijo, y prosiguió con voz débil y soñadora:
—Hace más de veinte años declaré la guerra al destino y amenacé la voluntad de los dioses. Organicé un pequeño ejército y lo encabecé yo mismo para combatir a un bebé. Nunca tuve la menor duda de que todo salía de acuerdo con mi voluntad. Pensaba que mis deseos eran la única verdad y que podía hacer prevalecer mi palabra. La realidad se ríe hoy de mi confianza, los dioses se ríen de mi orgullo y hoy habéis visto cómo he recompensado al hijo de Man-ra por haber matado a mi heredero eligiéndolo como mi sucesor al trono de Egipto. ¡Todo esto es sorprendente!
El faraón bajó la cabeza hasta que el mentón le llegó al pecho y se sumió en una profunda meditación. Todos sabían que el rey estaba a punto de proclamar su juicio irrevocable y por ello reinaba un gran silencio. Los príncipes aguardaban con angustia, debatiéndose entre el temor y la esperanza. La princesa Meresanj miraba a su padre, implorándole con los ojos de un ángel bueno. Todos miraban ora al rey ora al valiente joven que esperaba en pie ante él, entregándose al destino. Al príncipe Rabaef se le terminó la paciencia, y dijo angustiado:
—¡Mi señor, con una sola palabra podéis hacer cumplir vuestra voluntad!
El faraón levantó la cabeza como si despertara de un largo sueño, y miró largamente a su hijo y luego a todos los presentes. Finalmente dijo:
—Señores, la naturaleza del faraón es buena, como la tierra de su reino en el que florece la ciencia. De no haber sido por la ignorancia y la ceguedad de la juventud, no habría matado a un alma buena e inmaculada.
De nuevo se hizo el silencio. Algunos estaban amargamente decepcionados; habían recibido una puñalada envenenada. La hermosa princesa Meresanj suspiró desde lo más profundo de su corazón y su suspiro llegó hasta los oídos del rey, quien la miró con cariño y ternura. Le hizo un signo, ella corrió hacia él como una paloma que aprende a volar y se abalanzó a tomar su mano.
El rey miró a su ministro Jomini y dijo:
—Tráeme unas hojas de papiro para que selle mi legado con el mejor consejo que he aprendido en mi vida. Corre, pues no me queda mucho tiempo de vida…
El ministro trajo unos rollos de papiro y el faraón los puso sobre su regazo, cogió la pluma y escribió su último consejo. Meresanj permaneció arrodillada al lado de la cama y a su lado estaba la triste reina. Todos contenían la respiración, no se oía más que el ruido de la pluma.
El faraón terminó y dejó caer la pluma, extenuado. Apoyando la cabeza en la almohada, dijo:
—Aquí termina el mensaje de Keops a su amado pueblo.
El faraón suspiraba profunda y pesadamente, pero antes de entregarse miró a Djedef y le hizo un gesto. El joven se acercó al lecho real y se quedó inmóvil como una estatua. El faraón tomó su mano y la puso sobre la de la princesa Meresanj. Entonces él puso la suya sobre las de ambos y, mirando a la gente, dijo:
—Príncipes, ministros y amigos, saludad todos a mi nuevo rey.
Todos, sin dudarlo, dirigieron sus miradas hacia Meresanj y Djedef e hicieron una reverencia.
El faraón miró hacia el techo y se quedó absorto, inmóvil. La reina, preocupada, se acercó a él y vio su cara cubierta por una luz divina, como si estuviera viendo con los ojos de la mente el rostro espléndido de Osiris que le mirara desde lo alto.