XXXIV

Al alba, la vida regresó a la sagrada colina de la pirámide. Los gritos de los vigilantes resonaban en el aire, así como los reclamos de las trompetas y los cánticos de los sacerdotes. Entonces se abrió la puerta, dejando salir al exterior a dos espectros, y luego se cerró de nuevo. Iban cubiertos con sendas gruesas capas, parecidas a las que visten los sacerdotes durante los sacrificios. El más bajo le dijo al otro:

—¡Alteza, os esforzáis demasiado!

—Jomini, cuanto más viejo me hago, más tengo la sensación de regresar a la infancia. Estoy tan entusiasmado por este noble trabajo como me entusiasmaban en el pasado la caza y la equitación. Debo duplicar mis esfuerzos, Jomini, no tengo mucho tiempo.

El ministro Jomini dijo, elevando las palmas de sus manos hacia el cielo:

—¡Que los dioses os den larga vida!

—¡Y que los dioses te escuchen hasta que termine mi obra!

—No quiero ser de mal agüero, pero espero que mi señor disfrute de tranquilidad eterna.

—No, Jomini, Egipto me ha construido una morada espiritual, y yo no le he dedicado más que mi vida terrenal.

Los dos hombres dejaron de hablar. El rey subió a la carroza real; el ministro montó también, tomó las riendas y los caballos se pusieron al trote. Cada vez que la carroza pasaba ante un grupo de sacerdotes o soldados, se postraban para saludarle. Los caballos continuaron galopando hasta cruzar la colina en dirección al valle de la muerte, camino que conducía a las puertas de Menfis. Las tinieblas todavía eran densas y el cielo se veía lleno de estrellas que parecían estar a punto de caer a una esfera inferior. Su magia subyugaba y atraía al mismo tiempo a los corazones.

La carroza se hallaba en medio del valle eterno. El rey y su ministro estaban sentados, tranquilos y reflexionando. De repente, uno de los caballos relinchó y pegó un brinco, luego cayó al suelo. Su caída cortó el paso a la carroza, y el otro caballo también se paró. Los dos hombres se miraron extrañados, y el ministro bajó para ver lo que había sucedido, pero enseguida exclamó:

—Cuidado, mi señor…, me han alcanzado.

El faraón se dio cuenta de que alguien había alcanzado al caballo y a su ministro. Pensando que se tratase de salteadores de caminos, gritó:

—Atrás, cobarde; ¿quién quiere atacar al faraón?

Sin embargo, enseguida se oyó una voz que retumbaba: «A mí, Snefru», Buscando el origen de la voz —mientras Jomini se apoyaba en él—, el faraón vio una sombra que se lanzaba como una flecha hacia él desde la parte derecha del valle. Le oyó gritar de nuevo:

—Mi señor, escondeos detrás de la carroza.

Entonces vio otra sombra que llegaba por la izquierda. Los dos se enzarzaron en una violenta lucha intercambiando mortales estocadas con sus espadas. Finalmente, uno de los dos cayó lanzando un aullido, sin duda muerto… ¿Quién había caído, amigo o enemigo? La confusión del rey no duró mucho, porque oyó la voz de su salvador:

—Mi señor, ¿estáis bien?

Respondió:

—Sí, valiente, pero han alcanzado a mi ministro.

El rey oyó de nuevo ruido de armas detrás de la carroza, se volvió enseguida y vio a un grupo de soldados que se enzarzaban en una terrible batalla. El valiente que le había salvado se unió a ellos y dio la victoria a uno de los dos grupos. El rey, desarmado, observaba la batalla con tristeza. Los hombres del rey derrotaron a sus enemigos uno a uno. Estos se asustaron al ver que se acercaba un escuadrón de caballería desde la colina sagrada llevando antorchas y gritando el nombre del faraón; se echaron a temblar e intentaron huir, pero su adversario era muy poderoso y no dejó vivo a ninguno de ellos.

Los jinetes rodearon la carroza del rey e iluminaron el valle con sus antorchas, mostrando los cadáveres y los rostros ensangrentados de los defensores del rey.

El jefe de los jinetes se acercó a la carroza real y cuando vio a su señor en pie, le dijo arrodillándose:

—¿Cómo está mi señor el rey?

El faraón se apeó sosteniendo a su ministro, y dijo:

—El faraón está bien gracias a los dioses y a la valentía de estos hombres… Pero ¿cómo estás, Jomini?

El hombre respondió con voz débil:

—Bien, mi señor. La herida es en el brazo, y no es importante. Recemos todos una oración de gracias a Ptah, que ha salvado la vida del rey.

El rey miró a su alrededor y distinguió al general Djedef:

—¿Estás ahí, general Djedef? Es como si no hicieras nada más que servir a la familia real.

El joven se inclinó con profundo respeto, y dijo:

—Todas nuestras vidas son propiedad del faraón.

El rey le preguntó:

—Pero ¿cómo ha sucedido todo esto? Parece que ha sido algo importante, y no un mero incidente fruto de la casualidad. Me huelo una traición abortada por vuestra lealtad y valentía. Pero, veamos quiénes son los muertos… Veamos a ese que nos disparó una flecha…

Se dirigió hacia la carroza, con Djedef, Snefru y el jefe de la caballería delante de él iluminándole el camino con sus antorchas. Jomini les seguía lentamente. Encontraron el cuerpo cerca de allí, tumbado boca abajo con una flecha mortal en el costado izquierdo. Gemía dolorosamente. El rey se alteró al escuchar sus gemidos, corrió hacia allí y le dio la vuelta, preocupado. Al ver su rostro gritó:

—¡Rejaef, hijo mío!

El faraón olvidó a su majestad y miró a su alrededor en busca de ayuda para evitar lo inevitable. Observando de nuevo el rostro de su hijo, tumbado a sus pies, le dijo con tristeza:

—¿Eres tú quien ha intentado matarme?

Pero el príncipe agonizaba y estaba ya casi inconsciente, y no se dio cuenta de los ojos fijos en él. Empezó a gemir de dolor espantosamente, jadeando con violencia. Djedef estaba apesadumbrado y dolido como si aquella desgracia le cogiera por sorpresa, y todo el mundo permaneció en silencio. Jomini, olvidando el dolor de su brazo, miraba a hurtadillas, apenado, al rey, mientras rezaba a Ptah para que se terminaran las penas de aquel momento. El faraón se inclinó sobre el cuerpo de su hijo agonizante mirándole con ojos como dos lagunas de aguas tranquilas. Estaba alterado, en su alma se debatían sentimientos contradictorios y no sabía por cuál de ellos decidirse. Se quedó contemplando el rostro de su hijo, que había perdido su majestad y estaba rígido para siempre.

El rey permaneció inmóvil no poco rato, y finalmente recuperó su compostura y su firmeza, se puso en pie, se volvió hacia Djedef y le preguntó en un tono extraño:

—General, cuéntame todos los detalles que conozcas sobre este drama.

Djedef narró a su señor, con voz temblorosa y triste, lo que le había contado Snefru, las sospechas que tuvieron ambos y el plan que organizaron para salvarle.

Él iba y venía tranquilamente, y le sorprendió la traición de su querido hijo el heredero. Los dioses le salvaron de un gran mal, pero el alto precio fue el alma de su hijo, mancillada con el peor de los pecados que un hombre pueda cometer… Se había salvado, pero no podía felicitarse, pues el heredero estaba muerto. La vida le mostraba su peor rostro en sus últimos días…