Radde Didit contó su triste historia sin dejar de llorar. Djedef sentado a su lado, escuchaba su voz temblorosa y sentía sus cálidos suspiros sobre su cara. Contemplando sus queridos ojos llorosos, su corazón palpitaba con ternura hasta casi salirse del pecho.
Cuando terminó de narrarle su dramática historia, le dijo:
—¿Quién es actualmente el sacerdote de Ra, hijo mío?
—Shudara.
—¡No hay duda de que tu padre se sacrificó!
Djedef dijo atónito:
—Estoy tan asombrado que no sé qué decir, madre. Ayer mismo era Djedef, hijo de Bisharo, hoy soy un personaje completamente nuevo, con un pasado dramático. Acabo de nacer, de un padre muerto y una madre que ha estado cautiva veinte años. Mi nacimiento fue de mal agüero, madre.
—No digas eso, hijo querido, no pongas esa maléfica carga sobre tu corazón.
—¡Desgraciado! ¡Mi padre muerto y mi madre cautiva durante veinte años!
—¡Que los dioses se apiaden de nosotros, hijo mío! ¡Olvida tus tristezas y pensemos en nuestra salvación!… No estoy tranquila…
—¿A qué te refieres, madre?
—El peligro todavía se cierne sobre nosotros, hijo. Quien ayer era tu benefactor ahora te amenaza.
—¡Djedef enemigo del faraón! ¡El faraón, que ayer me concedía todos sus favores, se ha convertido en el asesino de mi padre y torturador de mi madre!
—¡Que la sorpresa no nos detenga! Vamos, salvémonos, hijo. No quisiera perderte hoy después de tan largos sufrimientos.
—¿Adónde quieres ir, madre?
—¡Ancho es el mundo!
—¡Sería una locura huir sin haber cometido ningún pecado!
—¿Acaso cometió algún pecado tu padre?
—Mi naturaleza me impide huir.
—Ten piedad de mi corazón desgarrado de terror.
—No tengas miedo, madre. Mi lealtad al trono intercederá por mí ante el rey.
—Nadie podrá interceder por ti cuando sepa que eres su antiguo competidor, a quien los dioses han creado para heredar su trono.
El joven la miró con estupor:
—¿Heredar su trono? ¡Esa es una falsa profecía!
—Hijo, te lo ruego, obedéceme para que me quede tranquila.
La cogió de la mano y la apretó contra su pecho con ternura:
—Durante veinte años nadie, ni yo mismo, ha sabido mi secreto. He vivido en el olvido y eso no volverá a suceder.
—No sé por qué, pero tengo un mal presentimiento. Quizá Zaya…
—¡Zaya! Durante veinte años la he llamado madre, y si la maternidad es amor, compasión y entrega, ella también es mi madre. Nunca nos haría daño. Es una mujer desgraciada, como una reina destronada por sorpresa.
Antes de que pudiera abrir la boca entró corriendo un criado e informó al general de que su secretario Snefru deseaba verle al instante y sin demora. El joven se sorprendió porque hacía un momento que se había separado de Snefru. Tranquilizó a su madre, se excusó y salió al jardín para encontrarse con él. Encontró al oficial alterado, preocupado e impaciente. Cuando este le vio corrió inmediatamente hacia él y, sin saludarle, le dijo:
—General… por casualidad han llegado a mis oídos cosas muy importantes: el mal se cierne sobre nosotros.
El corazón del joven dio un vuelco e involuntariamente se volvió hacia la habitación de los huéspedes, preguntándose qué les depararía el destino. Luego se volvió hacia su secretario y le preguntó:
—¿Qué sucede, Snefru?
El oficial, muy alterado, respondió:
—Hoy, al atardecer, entré en la bodega para coger una botella de buen vino, y mientras revolvía —estaba al lado del tragaluz que da al jardín— llegó a mis oídos la voz del chambelán del heredero hablando con un desconocido en tono bajo. No llegué a distinguir sus palabras, pero sí que oí claramente cómo al final rezaban por el príncipe Rejaef, quien, dijeron, iba a ser faraón al alba. Me estremecí aterrorizado, y di por cierto que su alteza el rey moraba al lado de Osiris. Olvidándome de lo que estaba haciendo, corrí a los cuarteles y encontré a los oficiales charlando y alborotando como hacen siempre cuando no están de servicio, y pensé que la terrible noticia todavía no les había llegado. No queriendo ser yo el funesto mensajero, me escabullí, monté en una carroza y me dirigí al palacio del faraón para ver si podía cerciorarme de la noticia. Encontré el palacio tranquilo, las luces relucían como estrellas y los sirvientes iban y venían como si nada. No me cupo la menor duda de que el señor del palacio gozaba de una salud inmejorable, y empecé a pensar en lo que había escuchado en la bodega. De pronto, pensé en ti, y ese pensamiento fue como el faro que guía a buen puerto las naves en medio de la tormenta y de las tinieblas, así que corrí hacia aquí, confiando en tu sentido común.
Djedef le preguntó, agitado, olvidando todas las sorpresas personales que aquel día le había deparado:
—¿Estás seguro de que tus oídos no te engañan?
—Tan seguro como que ahora estoy aquí ante ti.
—¿Estabas borracho?
—Hoy no he bebido en todo el día.
El joven le miró con seriedad y le preguntó, en un tono que le pareció extraño:
—¿Y tú qué consecuencias extraes de todo ello?
Snefru permaneció en silencio, como si no osara responder a su pregunta y dejara esa respuesta para el general. Djedef comprendió su silencio, y se quedó por un instante absorto, recordando las extrañas directivas del príncipe Rejaef, pidiéndole que no licenciara al ejército, que esperase sus órdenes al alba y que las obedeciera fueran cuales fueran. Recordó también la conversación que tuvo con Snefru el primer día en que se encontraron en la guardia del príncipe sobre el carácter del heredero, su impaciencia y su descontento. Todo eso pasó rápidamente por su cabeza. ¿Qué les deparaba el destino? ¿Estaba en peligro el faraón? ¿Existía una traición?
Oyó que Snefru decía con entusiasmo:
—Somos soldados de Rejaef, pero hemos jurado lealtad al faraón. Todos los soldados lo son del faraón, a menos que sean traidores.
Se dio cuenta de que los pensamientos de Snefru coincidían con los suyos, y contestó:
—Me temo que el faraón está en peligro.
—No me cabe la menor duda. ¡Debemos hacer algo, general!
—El rey pasa la mayor parte de la noche en el interior de la pirámide, dictándole a su ministro Jomini su gran libro. Debemos dirigirnos a la pirámide. Me temo que la traición ocurrirá en la sala mortuoria.
—Eso es imposible, pues sólo tres personas saben cómo abrir la puerta de la pirámide: Jomini, Mirabó y el mismo rey, y la colina está llena día y noche de guardias y sacerdotes de Osiris.
—¿Acompaña al rey algún guardia en su carroza?
—No, el gran monarca que ha dedicado su vida a sus siervos no tiene necesidad de guardias en su patria, entre sus siervos. Snefru, si nuestros temores son fundados, creo que el peligro le espera en el valle de la muerte, ese camino largo y solitario donde el traidor puede acechar a su presa.
Snefru le dijo jadeando:
—¿Y qué debemos hacer?
—Tenemos una doble misión: proteger al rey y detener a los traidores.
—¿Aunque sean príncipes?
—Y aunque esté entre ellos el mismo heredero.
—General, no podemos fiarnos de la guardia del heredero.
—Hablas sabiamente, Snefru, y no nos hace ninguna falta. Tenemos a nuestros valientes soldados, que no dudarían en dar su vida por su señor.
El rostro del oficial se iluminó:
—¡Llamemos al ejército sin demora!
Pero el joven general puso su mano sobre el hombro de su entusiasta secretario y le dijo:
—¡Los ejércitos no sirven más que para combatir a otros ejércitos! Si no me equivoco, nuestros adversarios son un puñado de personas que se refugian en la oscuridad y organizan su traición por la noche. Debemos acecharles y asestarles el golpe definitivo antes de que lo hagan ellos.
—¿Mi señor el general no cree que deberíamos avisar al faraón?
—No creo que sea lo más apropiado, Snefru. No tenemos ninguna prueba de la traición, más que nuestras suposiciones. Podrían ser meras imaginaciones, y no podemos tramar una acusación tan grave contra el heredero basándonos en ellas.
—Entonces ¿qué hacemos?
—Lo más prudente será escoger a algunas decenas de oficiales de confianza, entre los cuales estarás tú, Snefru. Luego nos dirigiremos, de uno en uno, al valle de la muerte y nos esconderemos cuidadosamente para esperar: no podemos perder el tiempo, debemos llegar antes que nuestros enemigos para poder verles sin ser vistos.
El joven no perdió el tiempo, pero a pesar de los importantes asuntos que tenía entre manos, no se olvidó de su madre, así que la acompañó hasta donde estaba Nafa y la encomendó a su mujer, Mana. Volvió a Snefru, montó con él en la carroza, y partieron hacia el campamento, fuera de las murallas de Menfis. Ahora comprendía por qué el heredero le había mandado esperar sus órdenes al alba, mientras él urdía sus tretas para matar a su padre; luego le habría ordenado entrar en la capital con el ejército para acabar con la guardia faraónica y con hombres del rey como Jomini, Mirabó, Arbó y otros leales al faraón. Así hubiera quedado libre para autoproclamarse rey de Egipto… ¡Qué baja traición!
Sin duda al príncipe se le había acabado la paciencia, pero su misma ambición iba a terminar con sus esperanzas, y eso estaba al caer… ¡Iban a comprobar si sus temores eran ciertos o si se trataba de su imaginación!