Durante las doce horas que sucedieron a la feliz recepción faraónica se desarrollaron algunos hechos sorprendentes e inesperados que iban a hacer zozobrar la vida de Djedef como las cataratas del Nilo, hechos graves e importantes…
¿Qué hizo Djedef en aquel breve tiempo lleno de sorpresas?
Cuando salió del palacio del faraón pidió audiencia al ministro Jomini para exponerle el caso de la prisionera egipcia, algo que estaba a punto de olvidársele. El ministro la soltó y se la entregó a Djedef.
Este le dijo:
—Te felicito por haber recobrado la libertad después de un largo cautiverio. Como es algo tarde, serás mi huésped hasta mañana. Luego podrás dirigirte a Awn en compañía de los dioses.
Ella por toda respuesta le besó la mano con agradecimiento. Cuando levantó la vista, dos grandes lágrimas corrían por sus mejillas. La acompañó hasta su carroza, donde les esperaba Snefru, quien le saludó y le dijo:
—¡Su alteza faraónica el príncipe Rejaef me ha encargado que te lleve inmediatamente a su presencia!
Djedef le preguntó:
—¿Dónde se encuentra su alteza ahora?
—En su palacio.
Subió a la carroza con el oficial y la mujer y se dirigieron al palacio del oficial. La mujer tuvo que esperar fuera mientras Djedef entraba seguido del oficial. Pidieron audiencia al príncipe. Cuando les recibió, este se encontraba, contrariamente a su costumbre, muy alterado, aunque intentara controlarse. Esta vez no se preocupó en devolverle el saludo y le acometió:
—General Djedef siempre recordaré tu lealtad al salvarme la vida, como te ruego que recuerdes que gracias a mí has pasado de ser un humilde soldado a ser un gran general, con la cabeza coronada de eternos laureles.
Djedef dijo con entusiasmo:
—Lo recuerdo muy bien y no lo olvidaré jamás.
—En este momento necesito de tu lealtad. Obedece lo que se te ordene y sigue mis órdenes con atención. No permitas que la duda penetre en tu corazón. General, no licencies a tu ejército; déjalo como está ahora acampado a las afueras de Menfis y espera las órdenes que te llegarán al alba. ¡Ay de ti si dudas en ejecutarlas por extrañas que te parezcan! Recuerda siempre que un soldado valiente se lanza como una flecha a cumplir su objetivo sin preguntar el motivo.
Djedef respondió:
—A vuestras órdenes, alteza.
—Espera a mis mensajeros al alba y no olvides cuáles son mis órdenes.
Después de estas palabras, el príncipe hizo una señal dando por terminada la audiencia. Djedef se inclinó ante su alteza y abandonó la sala perplejo: ¿Por qué motivo le habría ordenado dejar el ejército acampado? ¿Cuáles serían las extrañas órdenes que debían llegarle al alba? ¿Qué enemigo amenazaba a la patria o qué sublevación amenazaba la seguridad? Todos los egipcios podían mostrar sus intereses particulares bajo la tutela del faraón, ¿qué necesidad había del ejército?
Regresó preocupado a la carroza y partió con la mujer que le acompañaba. A medida que se aproximaba a la casa de Bisharo su humor iba mejorando, pensando en su familia, que le aguardaba con anhelo después de tan larga separación. La carroza llegó a la casa, la mujer fue conducida a la habitación de los huéspedes y él subió corriendo a ver a su amada familia. Su madre, Zaya, le recibió con los brazos abiertos, cubriéndolo de besos y abrazos, y no le soltó hasta que Bisharo le arrancó de sus brazos diciéndole:
—Bienvenido sea el hijo victorioso, bienvenido el intrépido general.
Después de besarle en las mejillas y en la frente, Djedef abrazó a sus hermanos Jana y Nafa y saludó a la mujer de este último, que llevaba en sus brazos a un bebé. Se lo ofreció diciendo:
—Este es tu tocayo, el pequeño Djedef. Le hemos puesto tu nombre para que los dioses le hagan parecido a su tío.
Djedef miró a Nafa, cogió al pequeño en brazos y le dio un beso en sus delicados labios. Le dijo a su hermano:
—¡Qué carita más hermosa!
Nafa, quien estaba tan satisfecho de su hijo como de su arte, sonrió y cogió al niño. Entonces Djedef tuvo ocasión de comunicarles su feliz compromiso, y le dijo a Nafa:
—¡No sólo tú serás padre, Nafa!
Todos estaban atentos a sus palabras, y Nafa exclamó con alegría:
—¿Ya has escogido a tu compañera, general?
Djedef dijo, inclinando la cabeza:
—Sí.
Su madre lo miraba con los ojos relucientes de alegría, y preguntó:
—¿Es eso cierto, hijo?
Él respondió tranquilamente:
—Sí, madre.
—¿Y quién es ella?
Y Mana quiso saber también con interés:
—¿Y quiénes ella?
Nafa intervino:
—Vienes del campo de batalla, ¿acaso te has enamorado de una princesa?
El joven dijo con tranquilidad y orgullo:
—Es la princesa Meresanj.
Todos exclamaron:
—¡Meresanj! ¡La hija del faraón!
—Ninguna otra.
Todos estaban muy sorprendidos, incapaces de hablar de la alegría. Djedef les contó su historia y la bendición del faraón, llorando de alegría. Zaya tampoco pudo contenerse y lloró, rezándole a Ptah el todopoderoso. Bisharo se estremecía de alegría y paseaba arriba y abajo su corpachón gordo y fofo. En cuanto a Nafa, besó al feliz joven y se echó a reír a carcajadas. Jana le bendijo y le aseguró que los dioses no deciden estas gloriosas cuestiones si no es con alguna finalidad determinada que nunca había conocido antes hombre alguno. Todos expresaban la alegría y felicidad que sentían, cada uno a su manera.
Entonces Djedef se acordó de la mujer que había dejado en la habitación de los huéspedes, se levantó inmediatamente y les contó su historia.
Su madre le dijo:
—Voy a bajar a saludarla.
Djedef acompañó a su madre y bajaron juntos a la habitación de los huéspedes. Ella la saludó:
—Bienvenida, señora, estás en tu casa.
La mujer se levantó, inclinándose bajo el peso de los años y de las iniquidades sufridas, y tendió la mano a su noble anfitriona. Los ojos de las dos mujeres se encontraron por primera vez, y con la rapidez del relámpago se olvidaron de los saludos que estaban intercambiando y se miraron con estupor, como si hicieran esfuerzos por desgarrar el denso velo que el tiempo había corrido sobre el pasado. La extraña mujer abrió los ojos y exclamó fuera de sí:
—¡Zaya…!
Zaya parecía atemorizada, y miraba desconcertada a la mujer. Djedef miraba alternativamente a una y a otra, sorprendido al ver que aquella mujer conocía a su madre a pesar de haber pasado veinte años en el destierro. Le dijo:
—¿Cómo es que conoces a mi madre, mujer?
Pero la mujer no hizo caso a sus palabras, quizá ni tan siquiera las oyó, porque estaba concentrada en Zaya con todo su ser. No pudiendo resistir más en silencio, empezó a gritar:
—¡Zaya…! ¡Zaya…! ¿No eres tú Zaya…? ¿Por qué no hablas? ¡Habla, sirvienta traidora! Dime… ¿qué hiciste con mi hijo? ¿Dónde está mi hijo, mujer?
Zaya no hablaba, sus ojos no se apartaban de la enojada mujer, pero estaba atenazada por el miedo y empezó a temblar, pálida como la muerte. Djedef tomó su fría mano y la sentó en la primera silla que encontró. Entonces se volvió hacia la mujer y le amonestó con desdén:
—¿Cómo te atreves a dirigirle esas palabras a mi madre después de haberte salvado del cautiverio?
La mujer jadeaba como si estuviera agonizando. Afectada por las palabras del general que la había salvado intentó decir algo, pero tenía la lengua trabada. Lo único que pudo hacer fue señalar a su madre como diciendo: «Pregúntale a ella».
El joven se inclinó cariñosamente hacia su madre y le preguntó con delicadeza:
=Madre…, ¿conoces a esta mujer?
Zaya no dijo nada, y la mujer no pudo permanecer en silencio. Enojada de nuevo, dijo:
—Pregúntale si conoce a Radde Didit, esposa de Ra. Pregúntale si conoce a la mujer con quien escapó hace veinte años, llevando a su hijito, huyendo del tirano. Habla, Zaya, cuéntale cómo huiste en las tinieblas, robándome a mi hijo. Cuéntale cómo me dejaste perdida e indefensa en medio del desierto, hasta que me encontraron los salvajes y me hicieron prisionera, imponiéndome toda clase de castigos y humillaciones durante veinte años… Habla, Zaya… Cuenta qué has hecho con mi hijo.
Djedef más confundido que nunca, susurró al oído a su madre, dolido:
—Madre, perdóname, yo soy quien te ha causado este dolor trayendo a esta mujer enloquecida por la tristeza. ¡La echaré!
Pero ella se lo impidió sujetándolo por la mano. Él le preguntó en tono de súplica:
—¿Por qué no hablas, madre? ¿Conoces a esta mujer?
Zaya gimió y dijo, por primera vez desde que había perdido el habla:
—Es inútil…, mi vida está destrozada…
El joven rugió como un león:
—Madre, no digas eso. Yo daría mi vida por ti.
Ella suspiró con ardor y dijo:
—Por Dios que nunca he hecho daño a nadie ni he tenido malas intenciones, pero el destino decidió lo que ningún hombre podía evitar. Mi vida se derrumba de un solo golpe.
El joven estaba enloquecido de dolor:
—Madre, estoy a tu lado para protegerte; ¿qué es lo que te atormenta? ¿Qué es lo que te entristece? Da igual lo bueno o lo malo que haya en tu pasado, no quiero saber nada; me basta que eres mi madre y yo soy tu hijo y te ayudaré en cualquier caso, en el bien y en el mal. Te lo ruego, no llores: estoy a tu lado.
—¡Tú no puedes ayudarme!
—¿Qué historias son esas, madre?
—No podrás ayudarme, querido Djedef. Cuántas esperanzas había construido, todas ellas sin fundamento. Cuando estaban a punto de hacerse realidad se han derrumbado dejando mi pobre corazón como unas ruinas sobrevoladas por los cuervos.
El joven, aún más afectado, se volvió hacia la mujer, pero esta no sentía pena y continuaba gritándole a Zaya:
—Dime dónde está mi hijo. ¿Dónde está mi hijo?
Zaya se quedó atónita por un instante, y luego le gritó nerviosamente a la mujer:
—¿Crees que soy una traidora, Radde Didit? No, nunca te traicioné. Te velé durante todo aquel tórrido día, pero los beduinos nos asaltaron y no tuve más remedio que huir. Me dio pena el niño, lo cogí en brazos y eché a correr como una loca. Era natural que huyera, como era tu destino caer en sus manos. Luego cuidé a tu hijo y le dediqué mi vida. Le di todo mi amor y se convirtió en un hombre del que todo el mundo está orgulloso. Ahí lo tienes, delante de ti. ¿Acaso has visto antes a un hombre igual?
Radde Didit se volvió hacia su hijo. Quiso hablar, pero su lengua no le obedecía. Lo único que pudo hacer fue abrir los brazos, correr hacia su hijo y lanzarse a su cuello, repitiendo con labios temblorosos: «Hijo mío, hijo mío». El joven estaba aturdido, como si estuviera viviendo un extraño sueño, y se quedó quieto mirando alternativamente a Zaya, pálida como la muerte, y a la mujer que pendía de su cuello pretendiendo ser su madre. Zaya vio que se rendía y que le otorgaba una mirada de cariño y ternura y, gimiendo desconsolada, les dio la espalda y huyó de la habitación como una gallina que va a ser degollada.
Djedef se movió, pero la mujer se cogió todavía con más fuerza, suplicándole:
—Hijo mío…, hijo mío…, ¿vas a abandonar a tu madre?
El joven se quedó inmóvil donde estaba, mirando largamente aquel rostro que le había conmovido desde el primer momento, y que ahora le parecía todavía más puro, bello y desdichado. Su corazón latía rebosante de ternura, inclinó la cabeza hacia ella inconscientemente y la besó en la mejilla. La mujer respiró con alivio, en sus ojos brilló una lágrima y empezó a sollozar. Cuando se calmó, él la sentó a su lado en el diván. Ella contuvo las lágrimas, y le dijo:
—¡Llámame madre!
Él le dijo en voz baja:
—Madre…
Y luego añadió, perplejo:
—Pero todavía no entiendo nada…
—Pronto lo entenderás todo, hijo mío.
Enseguida le contó su larga historia. Le habló de su nacimiento y de las profecías que lo rodearon y de los importantes hechos que le sucedieron, hasta el momento feliz en el que volvió a verle con vida, feliz y respetado.