Los soldados egipcios se habían acercado a las murallas del castillo hasta poder tocarlas con las puntas de sus lanzas. Estaban rodeados por los arqueros, que apuntaban sus arcos y terminaban con todo aquel que asomaba, y el enemigo no podía hacer más que tirarles piedras y lanzar flechas a quien intentara trepar la muralla. Permanecieron así durante algún tiempo, cada parte acechando a su adversario, y al alba del vigésimo quinto día Djedef dio la orden a los arqueros de iniciar la ofensiva definitiva. Se dividieron en dos grupos: uno controlaba la muralla y el otro avanzaba, protegido por el primero, llevando escaleras de madera, largas corazas, arcos y flechas. Apoyaron las escaleras a la muralla y subieron levantando ante ellos las corazas como si fueran banderas. Entonces pusieron las corazas sobre la muralla, tomando la forma de las almenas de los castillos egipcios. Las flechas les llovían de todas las direcciones, y muchos de ellos cayeron. Las flechas de los enemigos silbaban en el aire y los gritos se alzaban hasta las nubes; gritos de victoria a los que se mezclaban, otros de dolor y de miedo. Durante la ardiente lucha, un grupo de infantería, cargado con troncos de palmera, consiguió acercarse a la gran puerta y embestirla con fuerza. Se oyó un terrible estruendo…
Djedef estaba en pie sobre su carro de guerra, observando la batalla con preocupación. Observaba alternativamente a los que habían trepado la muralla y a los que estaban golpeando la gran puerta, que estaba empezando a resquebrajarse.
Después de no poco rato vio cómo los arqueros se disponían a saltar al interior de la muralla. Los infantes empezaban a subir por las escaleras con sus lanzas desnudas y protegiéndose con sus corazas y comprendió que el enemigo estaba empezando a abandonar sus posiciones detrás de la muralla y se retiraba al interior de la península. Pasó todavía una hora de violentos combates y angustiada espera. Los carros, dirigidos por el joven general, esperaban alineados, y no tardaron en abrirse las puertas de par en par, cuando los soldados forzaron la cerradura desde el interior. Djedef dio a Snefru la orden de ataque y dieron rienda suelta a los caballos. Detrás de ellos iban los carros, causando un estruendo que parecía un terremoto y levantando tras de ellos un torbellino de tierra y polvo. Los carros cruzaron la puerta uno tras otro, girando alternativamente a derecha y a izquierda, dibujando dos anchas alas que se unían en el carro del general. Cayeron sobre el enemigo como un gigantesco puño que se estrechara sobre un pajarillo. Mientras tanto, los arqueros habían ocupado los lugares estratégicos y las colinas más altas y los lanceros cuidaban de proteger la retaguardia de los carros, combatiendo a quien pretendiera rodearlos.
Snefru guiaba el carro del general con decisión mientras Djedef disparaba sus certeras flechas. El enemigo emprendió la retirada y los soldados caían sobre los rezagados con sus lanzas, y los que no consiguieron huir resultaron muertos, heridos o fueron hechos prisioneros.
La batalla decisiva terminó en pocas horas y las aldeas de las tribus quedaron a merced de las tropas ocupantes. El campo de batalla estaba repleto de cadáveres y heridos de los dos bandos y los soldados estaban dispersos por todas partes. Los egipcios buscaban entre los muertos a sus compañeros caídos en el combate para llevarlos al campamento, fuera de la muralla. Otros amontonaban los cadáveres de los enemigos para contarlos y otros ataban con cuerdas a los prisioneros, se apoderaban de sus armas y los disponían en hileras. Después cogieron a todas las mujeres y a los niños de las aldeas y los agruparon al lado de los prisioneros mientras no paraban de gritar y aullar y la guardia los rodeaba por todas partes. Los soldados regresaron luego, cada uno a donde vio la bandera de su división y se dispusieron en filas, cada una encabezada por su oficial, si este había sobrevivido a la batalla.
Llegó el general seguido por los otros jefes y pasó revista al ejército vencedor, que le saludó con gran entusiasmo. Saludó a los oficiales y les felicitó por su victoria y por haber salido con vida, y bendijo el recuerdo de los que habían perecido como mártires. Luego se trasladó con los miembros del estado mayor hasta donde se encontraban los cadáveres enemigos. Estos estaban tendidos uno al lado de otro, inmersos en un río de sangre. Un grupo de soldados con un oficial montaba guardia. Les preguntó:
—¿Cuál es el número de muertos y heridos?
El hombre respondió:
—Entre los enemigos hay tres mil muertos y cinco mil heridos.
—¿Y cuántas víctimas ha habido en nuestro ejército?
—Mil muertos y tres mil heridos.
Su rostro se ensombreció:
—Las tribus de beduinos nos han costado caras.
El general se trasladó al lugar donde se encontraban los prisioneros. Era una gran muchedumbre de hombres, ordenados por las cuerdas que los ataban, con las manos a la espalda, las cabezas bajas hasta que las barbas tocaban sus pechos. Djedef les miró y dijo a los que le rodeaban:
—En las minas de Qaft se alegrarán de recibir a estos hombres tan fuertes. Se quejan de la escasez de trabajadores.
Se trasladó con sus acompañantes a una zona con mucho alboroto, donde se encontraban las prisioneras que no habían conseguido huir. Sus hijos chillaban y berreaban, y ellas se abofeteaban y gemían. Sus hombres estaban muertos o heridos, eran prisioneros o fugitivos. Djedef no sabía su lengua, así que se limitó a mirarlas con compasión. Se fijó en un grupo que parecía gozar de cierta tranquilidad y le preguntó al oficial de guardia:
—¿Quiénes son estas mujeres?
—Son el harén del jefe de la tribu.
El general las miró sonriendo. Ellas le propinaron una mirada apagada, tras la cual se escondía sin duda un ardiente fuego. Hubieran querido dominar el corazón del general victorioso que había hecho prisionero a su señor y le había humillado. Una de ellas se separó del círculo de sus compañeras e intentó acercarse al general. Un soldado se interpuso en su camino, pero ella le dijo en lengua egipcia:
—General, deja que me acerque a ti para bendecirte en nombre del dios Ra.
Djedef se sorprendió al oír sus palabras, como todos los que estaban con él, y ordenó al soldado que la dejara pasar. Ella avanzó lentamente hasta llegar al lado del general y se inclinó respetuosamente. Era una mujer de unos cincuenta años, cuyo rostro adusto mostraba trazas de su antigua belleza, apenas borrada por el tiempo y las desgracias. Sus rasgos eran asombrosamente parecidos a los de las hijas del Nilo. Djedef le dijo:
—Veo que conoces nuestra lengua.
Los ojos de la mujer, muy afectada, se cubrieron de lágrimas.
—¡Cómo no iba a conocerla si de joven no sabía otra! ¡Soy egipcia, mi señor!
El joven, sorprendido, sintió enseguida una gran simpatía por ella. Le preguntó:
—¿Es cierto que eres egipcia?
Ella respondió firme y tristemente:
—Sí, mi señor, egipcia hija de egipcios.
—¿Y qué es lo que te ha traído hasta aquí?
—Tuve la desgracia de ser raptada cuando era joven por estos hombres despiadados que han recibido su merecido de vuestras manos. Me sometieron a los más duros castigos hasta que su cabecilla me salvó de sus manos para poder atormentarme él solo. Me encerró en su harén, donde he estado prisionera durante veinte años.
Djedef, muy impresionado, le dijo a la pobre mujer:
—Alégrate, pues hoy se ha terminado tu cautiverio.
La mujer, que tan dura suerte había corrido durante veinte años, suspiró e intentó arrodillarse ante el general, pero él la cogió de la mano con delicadeza y se lo impidió:
—Tranquilízate, mujer. ¿De qué pueblo eres?
—De Awn, mi señor, morada del dios Ra.
—No estés triste, el señor te ha impuesto tan largas penas por motivos que sólo él conoce, pero no te ha olvidado. Narraré tu historia al faraón y le rogaré que te deje en libertad para que puedas volver a tu pueblo sana y salva.
La mujer parecía preocupada, y dijo humildemente al general:
—Os ruego, mi señor, que me mandéis a mi pueblo inmediatamente por si los dioses me conceden el encontrar todavía a mi familia.
Pero el joven sacudió la cabeza y respondió:
—No antes de informar del asunto al faraón, porque ahora eres, como las otras prisioneras, propiedad del rey y es mi deber entregar la prenda a su propietario. Sin embargo, no te preocupes ni temas nada, pues el faraón es el señor de los egipcios, y nunca humillaría a sus siervos.
Luego, con la intención de tranquilizarla, la mandó al campamento con todos los honores.
Por la noche, cuando el ejército hubo terminado de enterrar a los muertos y vendar a los heridos, los soldados volvieron a sus tiendas para descansar después de aquel día agotador. Djedef se sentó a la entrada de su tienda, encendió un fuego y se puso a mirar a su alrededor con ojos soñadores. Sus pensamientos estaban dominados por aquellas banderas egipcias que ondeaban sobre la fortificación y por las estrellas que brillaban en el cielo como ojos sorprendidos ante el poder del creador y la belleza de su creación. Hermosos fantasmas recorrían su imaginación, como aquellas estrellas, representándole la bella Menfis, sus sueños y sus esperanzas. En sus sueños no olvidaba el momento que se avecinaba en que se encontraría ante el faraón para pedirle la mano de la criatura más hermosa de Egipto. ¡Qué terrible momento! Pero ¡qué hermosa era aquella vida de victoria en victoria y de felicidad en felicidad! ¡Ojalá fuera siempre así! ¡Ojalá el destino se apiadara de los hombres! Sin embargo, la felicidad parecía bastante rara en el mundo: no podía olvidar el rostro de aquella desgraciada mujer raptada por los beduinos y humillada durante veinticinco años. ¡Pobre!
Sí, en medio de la felicidad y la victoria, no podía olvidar la desgracia de aquella mujer…