Menfis esperaba con tranquilidad las noticias del combate debido a la gran confianza que tenían en su ejército y al gran desprecio que les inspiraban las tribus de beduinos salteadores de caminos, pero había algunos corazones que latían con ansia: amaban y temían. Uno de ellos era el del gran monarca del Nilo, que a pesar de su grandeza se había dedicado a la sabiduría para escribir con la tinta de su corazón un mensaje eterno para su amado pueblo. Otro era el de Zaya, dolido, temeroso, insomne. Otro, que conocía el dolor y el miedo por primera vez, era el de la princesa Meresanj, a quien los dioses habían otorgado la más esplendorosa belleza y a quien habían concedido todos los placeres de este mundo. Había sometido a su amor a los más grandes hombres, las fuerzas de la naturaleza no podían nada ante ella, pues no tenía frío en invierno ni calor en verano, ni tenía que soportar los embates del viento del sur ni la alcanzaban las lluvias del norte. Pasaba todo su tiempo en juegos hasta que el amor llegó a su corazón como el inocente niño que acerca sus dedos a la llama, se quemó con su fuego y abrió su pecho a sus tormentos…
Su estado no se les escapaba a sus sirvientas, y en particular a su sirvienta Nay. Un día le dijo mientras la observaba con mirada de duda y compasión:
—Mi señora, ¿suspiráis? ¿Y qué hará entonces quien no tiene el favor de los dioses y del faraón? ¿Os postráis implorando humildemente? ¿A quién podemos suplicar, a quién podemos implorar? ¿Bajáis la mirada, mi señora? ¿Y para quién está hecho el orgullo?
Pero la princesa no tenía paciencia para los juegos de su sirvienta, y en aquellos días prefería estar sola. Le hubiera gustado poder cumplir con la palabra que le diera a su amado de no abandonar el palacio hasta que se anunciase su regreso victorioso, pero se consolaba visitando el palacio de su hermano el heredero para saludar de corazón el lugar en el que su amado la recibía cada vez que iba allí.
El heredero la recibía y conversaba con ella, y pudo percatarse de una tendencia que antes ignoraba en él. Hablando sobre la política del rey, en una ocasión él le dijo, enojado:
—¡Nuestro padre está envejeciendo muy deprisa!
Ella le lanzó una mirada de desaprobación. Él prosiguió:
—Es cierto que todavía conserva su integridad de juicio, pero empieza a chochear. ¿No ves que está dando la espalda a una política sabia, y que cada vez es más propenso a la reflexión y a la misericordia? ¡Pierde el tiempo escribiendo! ¿Acaso es ese uno de los deberes de un sabio gobernante?
Ella le respondió enfadada:
—La misericordia, como la fuerza, es una virtud del gobernante completo.
—Mi padre no me enseñó esa sabiduría, Meresanj, sino que, con sus grandes obras, me dio ejemplos de su extraordinario poder. Movilizó a todo un pueblo para construir la pirámide, trasladando montañas y dominando las rocas: Rugía como un león, y hacía que todos se arrodillasen ante él atemorizados. Todo el mundo se plegaba a su voluntad. Mataba a quien quería y perdonaba a quien quería. Ese es mi padre, a quien busco y no encuentro. No veo más que un viejo que se pasa las noches enteras en su cámara funeraria pensando y dictando. Un viejo que huye de la guerra y tiene compasión de los soldados, como si no estuvieran hechos para combatir.
Meresanj dijo:
—¡No hables del faraón en ese tono! Un día sirvió a la patria con su fuerza, y la servirá doblemente con su sabiduría.
Pero sus visitas a palacio no se limitaban a aquellas conversaciones. En un día memorable —habían pasado veinte días desde la partida del ejército—, encontró al príncipe contento y satisfecho. Sus duras facciones se adornaban con una sonrisa inusual. Ella se alegró, y su corazón voló hacia su amado.
Le preguntó a su hermano:
—¿Qué noticias hay, alteza?
—He sabido que nuestro ejército ha obtenido grandes victorias y que pronto asaltará el castillo del enemigo.
Ella exclamó:
—¡Cuéntame más!
—Dice el mensajero que nuestros soldados avanzan con corazas hasta llegar a unos pocos brazos de la muralla, y que los hombres de las tribus no pueden asomarse, pues nuestras flechas derriban inmediatamente a quien se arriesga a ello.
Esta noticia fue lo más alegre que oyó decir a su hermano en su vida. Salió del palacio del príncipe para dirigirse al templo de Ptah, donde rezó al gran dios y oró pidiendo la victoria del ejército y la salvación de su amado. Se sumió en la oración en un modo que sólo conocen los enamorados y luego regresó al palacio faraónico con el desasosiego de quien está a punto de alcanzar su fin.