XXVII

Apareció el carro de inspección galopando hacia ellos. Todos lo siguieron con interés, hasta que su conductor se paró ante el general para informarle de que habían avistado un grupo de beduinos alrededor de Tell al-Duma. Los oficiales opinaban que había que enviar un escuadrón del ejército para combatirles. Djedef extendió ante ellos un mapa del Sinaí y buscó con atención Tell al-Duma. Luego les dijo:

—Tell al-Duma está al sur de nuestro camino. Sabemos que esos beduinos van en pequeños grupos para poder saquear y huir enseguida y nunca se les ocurriría enfrentarse a un gran ejército como el nuestro. No encontraremos ninguna resistencia en nuestro avance.

Uno de los oficiales intervino:

—Señor, creo que no sería sabio dejarles…

Pero el joven replicó:

—Sin duda encontraremos en nuestro camino muchos grupos como ellos. Si enviamos un escuadrón detrás de cada uno nuestra fuerza se dispersará. Dirijámonos a nuestro objetivo principal, que es el de destruir sus murallas, golpearles en su misma guarida y capturar a su jefe Hanu.

De todos modos, Djedef consideró necesario reforzar la vigilancia de los carros de armas y provisiones. El ejército continuó avanzando sin encontrar ni rastro de los hombres de las tribus. Les llegó la noticia de que todos los que corrían por el desierto habían huido al oír que el ejército avanzaba hacia la península. Recorrieron un camino solitario y tranquilo hasta llegar a Arsina, donde acamparon para descansar un poco. El príncipe Abur se apresuró a visitarles; preparó una recepción oficial como correspondía a su alto rango e inspeccionó las unidades del ejército. Se quedó con el general y sus principales colaboradores conversando sobre asuntos relativos a la expedición, y les propuso que mantuvieran un contacto con Arsina para mantenerle informado y abastecerse de lo que les fuera necesario:

—Os informo de que todas las fuerzas de Arsina están preparadas para el combate y de que importantes refuerzos de Serapeum, Diqa y Mendes están a punto de llegar a Arsina.

—Alteza, roguemos a los dioses para que esas fuerzas no sean necesarias, con todos los respetos para su alteza, que se preocupa por las almas de sus siervos.

Los soldados durmieron profundamente aquella noche y se despertaron al sonar las trompetas, advertidas por el canto del gallo.

Prosiguieron su marcha hacia el este con estruendo y magnificencia, y no pararon de montar y desmontar las tiendas hasta que avistaron la gran muralla, que empezaba al sur del golfo de Hieropolis y giraba hacia el este dibujando un gran arco. El ejército se dirigió hacia el norte y un poco hacia el este y se apostó en un lugar inalcanzable por las flechas de los sitiados. Desde el campamento podían observar la solidez de las murallas y avistar a los vigilantes que las recorrían arco en mano, preparados para defenderse de aquel ejército vengador.

Djedef y los oficiales estuvieron de acuerdo en que, en su caso, la espera no era útil como hubiera podido serlo en el sitio de una ciudad —para hacer pasar hambre a sus habitantes—, y acordaron empezar con pequeñas escaramuzas para comprobar las fuerzas de sus enemigos.

Era peligroso emplear los carros en la primera batalla por miedo a perder sus caballos, así que avanzaron unos centenares de soldados con armaduras y armados con arcos formando una especie de semicírculo, dejando una separación de unos diez brazos entre uno y otro, hasta que llegaron a un lugar que el enemigo pensó que podía alcanzar con sus flechas. Ellos les respondieron con sus mismas armas y empezó la primera batalla. Las flechas caían espesas como nubes de saltamontes, pero la mayoría se perdían debido a la distancia.

Djedef contemplaba la batalla con interés, observando con asombro la habilidad de los arqueros egipcios que les había valido su tradicional fama, y contemplando la gran puerta de la muralla dijo a Snefru:

—Esa puerta es tan grande como la del templo de Ptah.

El oficial le respondió con entusiasmo:

—Espero que sea suficientemente grande para dejar pasar a nuestros carros, que la cruzarán tarde o temprano.

La escaramuza no fue en balde, pues Djedef observó que los hombres de las tribus no habían construido almenas para proteger a sus arqueros de las fuerzas enemigas, y no podían lanzar sus flechas sin exponerse al peligro. Le pareció útil un ataque con aquellas corazas llamadas «cúpulas»… Esas corazas eran parecidas a los nichos de las paredes de los templos, y debido a su gran tamaño protegían a un hombre de pies a cabeza y eran lo suficientemente gruesas como para resistir las flechas. El único lugar vulnerable eran unos pequeños agujeros en la parte superior.

Djedef dio la orden de que avanzaran unos centenares de hombres acorazados para combatir contra la guardia de la muralla. Se alinearon detrás de sus corazas en un ancho semicírculo y avanzaron hacia la muralla sin importarles la lluvia de flechas que caía sobre ellos. Luego apoyaron sus cúpulas en el suelo y empezaron a disparar sus flechas. Entonces se entabló una batalla violenta y sangrienta entre ellos y sus enemigos, en la cual los dos bandos se lanzaban mensajes de muerte. Los hombres de las tribus caían en cantidad, pero mostraron una rara entereza y valentía. Cada vez que un grupo caía le sustituía otro, y a pesar de las extrañas corazas de los egipcios, alcanzaron a muchos a través de los pequeños orificios, y hubo muchos heridos y muertos entre los egipcios.

Aquella violenta batalla continuó hasta que el horizonte occidental se tiñó con la sangre del crepúsculo. Se dio la orden de retirada y regresaron extenuados.