XXVI

Amaneció el día siguiente. El general Djedef estaba sentado en su tienda, en el centro del campamento del ejército fuera de las murallas de Menfis, estudiando un plano de la península del Sinaí, sus grandes murallas y los caminos desérticos que llevaban a ella. En el campamento reinaba una ruidosa actividad; relinchos de caballos, retumbar de carros, ir y venir de soldados. Todo lo cubría la luz azul de la aurora.

El oficial Snefru se presentó ante el general y le saludó con respeto:

—Ha llegado un mensajero de su alteza faraónica el príncipe Rejaef y pide audiencia.

Djedef pareció interesado:

—¡Que entre!

Snefru desapareció por un momento y enseguida reapareció con el mensajero y les dejó a solas. El mensajero vestía los ropajes holgados de los sacerdotes, que cubren desde los hombros hasta los tobillos, un bonete negro cubría su cabeza y su espesa barba caía sobre su pecho. Djedef se sorprendió al verle, porque se esperaba ver una cara conocida. A pesar de que hablaba muy bajo, le pareció haber oído su voz en otra ocasión:

—General, vengo por un asunto de la máxima importancia. Deseo que ordenéis cerrar la tienda y prohibáis que entre nadie sin permiso previo.

Djedef escrutaba al mensajero, dudando, pero sacudió sus anchas espaldas y no le dio importancia. Llamó a Snefru y le ordenó que cerrara la tienda y no dejara entrar a nadie. Snefru obedeció, y cuando estuvieron a solas, Djedef miró al mensajero y le dijo:

—¿Qué es lo que te trae?

Cuando el mensajero estuvo seguro de que estaban solos, se quitó el bonete y apareció una cabellera negra y abundante que cayó sobre sus hombros, dibujando un halo alrededor de una cabeza extraordinariamente bella. Luego echó mano a la barba y tiró de ella con delicadeza, y abrió los ojos, que había mantenido entornados adrede; su rostro resplandecía en la tienda con los primeros rayos del sol en el aire del desierto.

El corazón de Djedef dio un vuelco, y gritó con voz humilde:

—¡Mi señora Meresanj!

Voló hacia ella como un pájaro asustado, se arrodilló y besó la orla de su holgada túnica. La princesa miraba fijamente hacia delante, avergonzada. Su delicado cuerpo se estremecía cada vez que sentía los ardientes suspiros del joven sobre sus perfumadas piernas a través del tejido de sus pantalones… Entonces le acarició la cabeza con los dedos y le susurró al oído: «Levántate». El joven se levantó con los ojos relucientes de alegría. Le dijo:

—¿Es cierto, mi señora? ¿Es cierto lo que oigo? ¿Es cierto lo que veo?

Ella le miró entregándose, como si le estuviera diciendo «Tú ganas, me rindo». El joven añadió:

—Todos los dioses de la alegría cantan en mi corazón en este momento. Su canto me hace olvidar los largos meses de tormento, las noches sin dormir, la amargura de la desesperación. ¡Dioses! ¡Quién diría que soy el mismo que ayer despreciaba la vida!

Ella pareció afectada, y dijo con voz delicada como el canto de una paloma:

—¿Es cierto que la vida no tenía ningún valor para ti?

Él respondió comiéndose con los ojos aquellos labios que le hablaban:

—Sí, deseaba morir. La muerte es deseable para quien ha perdido la esperanza. Nunca he sido un cobarde, mi señora, y seguí cumpliendo con mi deber, pero me atormentaba el hecho de que mis esfuerzos fueran inútiles.

Ella suspiró y dijo:

—Yo luchaba contra mi orgullo, me esforzaba, me atormentaba.

—¡Qué cruel fuiste conmigo!

—¡Todavía más cruel fui conmigo misma! ¿Recuerdas aquel día a la orilla del Nilo? Dejó una extraña angustia en lo más hondo de mi corazón. Más tarde supe que era mi destino que mi corazón despertara de su largo letargo al oír tu voz. Descubriendo esa verdad experimenté el placer del riesgo y el miedo a lo desconocido. Pensé en tu orgullo y en tu seguridad en ti mismo y me rebelé. Cada vez que te veía era cruel contigo y conmigo misma.

Él suspiró y dijo con pesar:

—¡Cuánto me atormentó mi pasión! ¿Recuerdas la segunda vez que nos vimos, en el palacio de su alteza? Me despreciaste con violencia y con crueldad, y ayer mismo no escuchaste mis quejas, no me dedicaste ni una palabra de adiós. ¿Sabes cuánto me dolió? ¡Ojalá hubiera sabido leer el destino! Era uno de mis días más aciagos, precisamente cuando más merecía la felicidad. Me quejé ante los dioses de mi destino, y ellos se rieron de mi ignorancia.

Ella sonrió y respondió:

—Los dioses veían mi orgullo, y se reían de mi insignificancia. ¿Has conocido jamás dos juguetes como nosotros?

—¡Lamentables juguetes! ¡Cada vez que pienso en el tiempo precioso que hemos perdido!

Ella suspiró con tristeza.

—Ha sido por mi culpa.

Él la miró con ternura:

—Que todas tus culpas recaigan sobre mí.

Ella sonrió dulcemente:

—Ahora el tiempo va a ser cruel con nosotros.

Él suspiró y la miró con ojos tristes, y ella le dijo, para infundirle esperanzas:

—Tenemos un largo futuro lleno de esperanza…, debes desear vivir como deseaste la muerte.

Él manifestó con alegría:

—Mi corazón no morirá…

Ella puso un dedo sobre sus labios y dijo:

—¡No digas eso!

Pero él respondió con demencial entusiasmo:

—¿Qué puede la muerte contra un corazón que ha conocido la eternidad del amor?

—Permaneceré en palacio, sin salir, hasta que tenga noticias de tu victoria y de tu regreso.

—Que los dioses no alarguen nuestra separación.

—Sí, rezaré a Ptah, pero en palacio, no aquí, porque no tenemos tiempo.

Se puso el bonete, y a él le dolió ver desaparecer la negra cabellera. Le dijo:

—Esto es peor que perder un miembro de mi cuerpo.

Ella le miró. Sus ojos brillaban de amor y de esperanza, pero vio que el rostro de él se ensombrecía y que una oscura nube pasaba por su mente. Preocupada, le preguntó:

—¿En qué estás pensando?

—¡En el príncipe Abur!

Ella se rio y dijo:

—¿También te llegaron los rumores que circularon durante un período? ¡Es asombroso! En Egipto no se pueden ocultar ni los secretos del palacio del faraón. Pero sabes sólo una parte. El príncipe es un hombre de noble espíritu, y un día me habló en privado sobre ese asunto. Me excusé y le dije que prefería seguir siendo su amiga. Seguramente sufrió una decepción, pero sonrió y me dijo que amaba la sinceridad y la libertad. Odio tener que humillar a un espíritu noble, pero…

Djedef dijo con alegría:

—¡Qué noble hombre!

—Sí, es honrado…

—¿No hay nada en nuestro futuro que llame al pesimismo? Me refiero… al faraón.

Ella bajó la mirada tímidamente:

—Mi padre no será el primero que se emparenta con alguien del pueblo.

Su respuesta le encantó, y su pudor le pareció delicioso. La deseaba dolorosamente, y tendió la mano hacia ella —que estaba a punto de engancharse la barba postiza— apenado de ver desaparecer aquel rostro resplandeciente y hermoso. Dejó su mano en la de su amada, y su contacto fue un dulce tormento. Se arrodilló ante ella y le besó la mano, perdidamente enamorado. La mujer le dijo:

—¡Que los dioses te guarden!

Luego se pegó la barba postiza, se ajustó el bonete hasta que el borde le llegó a la frente, y volvió a ser el mensajero del príncipe heredero, pero antes de darle la espalda, se llevó la mano al pecho y sacó el pequeño retrato que la naturaleza había usado para provocar aquel amor. Se lo entregó sin decir nada. Él lo tomó con cuidado y lo besó, lo guardó en su seno, en el lugar en el que solía estar y la despidió con una sonrisa, como si deseara hacerla reír. Ella le hizo el saludo militar y salió al exterior marchando como un soldado.

El muchacho al que dejó aturdido, radiante de alegría, no era el mismo que había encontrado al llegar, triste, alicaído, desesperado: el amor lo había resucitado. En aquel feliz instante recorrían su imaginación fantasmas del pasado: la hermosa exposición de Nafa, la ancha y verde orilla del Nilo, aquel grupo de hermosas doncellas, la tristeza y la desesperación de su alma paciente y perseverante. Luego recordó la esperanza que brillaba en medio de aquellas tinieblas de desesperación y de tristeza. La verdad del amor y de la vida se le representó como un río que riega un fresco jardín donde brillan las flores y cantan los pájaros mientras corre su agua clara, pero cuando el manantial se seca, los nidos del jardín se quedan vacíos, su belleza se marchita y se convierte en un desierto abandonado.

La entrada de Snefru le despertó de sus ensoñaciones. El oficial le informó de que todo estaba preparado. Él le ordenó que tocase el cuerno para que empezara la marcha. Inmediatamente, un impresionante movimiento se difundió por el campamento, sonó la música y la vanguardia del ejército se puso en marcha. Djedef montó en la carroza de mando, conducida por Snefru. También montaron los grandes oficiales y todos juntos se dispusieron en medio del escuadrón de los carros. Tocaron de nuevo el cuerno y la carroza de Djedef se puso en marcha con la vanguardia, entre dos alas de grandes carros de oficiales. En filas paralelas le seguía el escuadrón de los carros, formado por tres mil carros de combate cargados de armas y detrás de ellos la infantería, cada uno con su bandera, precedidos por los arqueros y seguidos por los lanceros y los espadachines. Seguían al ejército los carros cargados con armas, provisiones y medicinas, rodeados por fuerzas de la caballería.

Todo aquel ejército cruzaba el desierto dirigiéndose a las murallas inexpugnables tras las cuales se escondían las tribus. El ardiente sol de mediodía quemaba sus rostros mientras hacían temblar la tierra como gigantes, y aunque esta parecía quejarse de tener que soportar su peso, de sus labios no salió ninguna queja.