XXV

Todo Egipto, desde el extremo norte hasta el sur, se vio involucrado en una movilización de gran alcance. Los soldados llegaban de todas partes, las barcazas surcaban las aguas del Nilo, del norte y del sur, cargadas de soldados, armas y provisiones hasta la magnífica Menfis, la de las blancas murallas. Los cuarteles y los mercados de la capital estaban llenos, por doquier se oía el ruido de las armas pesadas y los cánticos entusiastas de los soldados. Todos, cerca y lejos de allí, sabían que se acercaba una guerra y que los hijos del Nilo se aprestaban a defender la seguridad de su patria.

En aquel período de preparación, el príncipe Abur regresó a su provincia por cuestiones relacionadas con la guerra. Djedef, cuyos deberes no le habían hecho olvidar sus penas y tristezas, recibió la noticia preguntándose si el príncipe habría tenido éxito en su misión privada tanto como en la pública, y si volvía a sus provincias feliz con la declaración de guerra y habiendo ratificado un tratado de amor. ¿Qué habría ocurrido entre él y la caprichosa y orgullosa princesa? ¿Qué aventuras amorosas habrían tenido lugar en el jardín? ¿Qué confesiones de amor habrían escuchado los pajarillos? ¿Habría decidido la engreída princesa someterse a aquella musa que no conoce la misericordia ni se apiada de los soberbios? Aquellos labios, acostumbrados a las órdenes y a los desdenes, ¿habrían proferido lamentos de amor?

Armándose de paciencia, Djedef se preparó para el combate. Marchaba sin ningún temor a la muerte, deseando los peligros, anhelando las aventuras; ojalá consiguiese la victoria para su patria y diese la vida por esa victoria y por su honor, cumpliendo con su deber como soldado y encontrando la paz eterna que necesitaba su atormentado corazón. Qué hermoso y noble pensamiento al que dedicar la mente, seducida por el amor. Pero ¿cómo podía despedirse definitivamente de la patria sin antes ver a su amada por última vez? ¿Acaso su amor era un juego, un divertimiento? Sentía una dolorosa necesidad de verla. Una sola imagen era para él más querida que sus sentidos, que su misma vida. ¿Acaso esta tenía algún sentido sin la luz de su amado rostro? Tenía que verla y hablar con ella, algo importante para cualquier ser viviente, pero aún más para alguien que iba a morir.

El joven general no sabía cómo llevar a cabo sus deseos. Los pocos días de preparativos pasaron deprisa hasta que llegó la víspera del día en que debía partir. Los dioses quisieron darle algún alivio después de tantas penas y concederle lo que tanto deseaba, y la princesa fue por sorpresa a visitar a su hermano. El príncipe había salido a inspeccionar los cuarteles, y cuando el jefe de la guardia supo de su llegada voló a esperarla. La princesa no estuvo mucho tiempo dentro del palacio; su rostro seductor reapareció enseguida cuando la despidió el chambelán, y el joven corrió hacia ella con un atrevimiento que no había mostrado ante ella más que una vez, a la orilla del Nilo. Le hizo el saludo militar y luego la acompañó a solas después de que el chambelán se quedara a las puertas del palacio. Caminaba a menos de dos pasos de ella, llenándose la vista de su hermoso talle, de su elegancia, de la delicadeza de sus movimientos. Su pecho ardía de pasión; deseaba poner su corazón ante ella para que lo pisara, para sentir en su seno su huella, el contacto de sus dedos, de su aliento. ¡Qué delicia! A la sabiduría de la naturaleza no le falta ironía. ¡De qué manera ella sola pisoteaba las victorias de este jinete sobre otras poderosísimas fuerzas! ¡Cómo aquella delicada y asombrosa criatura que no estaba hecha para combatir era capaz de subyugarle!

Avanzaban lentamente por aquel sendero, adornado con rosales, mirtos, estatuas y juegos de agua. La barca faraónica se veía a lo lejos, con la proa amarrada a la escalinata del jardín. La angustia se apoderó del joven, y le pareció insoportable separarse sin una palabra de adiós. Ansiaba decirle algo, pero su seriedad no le daba oportunidad de hablar. Veía que la distancia disminuía y la barca se acercaba. Su angustia aumentó, un arrebato le deshizo el nudo que tenía en la garganta y le dijo con voz humilde:

—Qué feliz soy, alteza, de haberos visto antes de partir.

Ella pareció sorprendida por sus palabras, y lo miró extrañada y con dureza:

—General, has llegado a una posición muy alta; no creo que tengas ganas de poner en juego tu honor y tu futuro.

—¿El honor y el futuro, alteza? La muerte los deja en nada.

Ella replicó con desprecio:

—Veo que mi padre ha puesto al frente de sus ejércitos a un general cuyo espíritu está dominado por la desesperación y la muerte, no por la victoria y la conquista.

A Djedef se le subieron los colores, y rectificó:

—Conozco mi deber, alteza, y cumpliré con él como corresponde a un general egipcio a quien los dioses han otorgado el obtener la confianza de su señor, y daré mi vida por ello.

Ella sacudió los hombros y dijo:

—El hombre valiente no olvida su pasado ni rompe con las tradiciones buscando refugio en la muerte.

A ese punto, presa de un arrebato, le respondió:

—Eso es cierto, alteza, pero ¿qué valor tiene mi vida si esas tradiciones me impiden expresar mis sentimientos? Mañana debo partir; les pedí a los dioses que me concedieran el veros antes de marcharme y lo han hecho. No podía contrariar la voluntad divina callándome como un cobarde.

—¡Debes aprender la virtud del silencio!

—Después de decir una última palabra.

—¿Qué quieres decir?

Adoptó una actitud soñadora y manifestó:

—Os amo, mi señora. Os amo desde que os vi. Es la terrible verdad que jamás habría osado revelaros a no ser por su extraordinaria fuerza.

—¿Eso es lo que tú llamas una sola palabra? No había necesidad de pronunciarla, porque ya la escuché un desgraciado día a la orilla del Nilo.

Aquel recuerdo le excitó, sobre todo cuando mencionó la orilla del Nilo.

—Y no me cansaré ni un minuto de repetirlo, alteza, pues es lo más noble que haya dicho nunca y lo más bello que jamás haya escuchado.

Ya habían llegado a la escalinata de mármol, y él, angustiado, le dijo:

—¿Ni una palabra de despedida?

Volviéndose hacia él, le respondió:

—Que los dioses te guarden, valiente general, rezaré al gran Ptah para que nuestra amada patria conozca muchas victorias de tus manos…

Luego descendió la escalinata hacia la barca con dignidad.

Djedef se quedó mirándola con ojos tristes, contemplando con el corazón palpitante cómo la barca se alejaba poco a poco… La princesa se quedó en cubierta, sin entrar en el camarote. Él tenía los ojos fijos en ella, hasta que desapareció en una curva del río.

Caminaba con pasos pesados, alicaído. En su pecho se mezclaban excitación desbocada y cólera destructiva; sin embargo, Djedef poseía una virtud que nunca le abandonaba en los momentos difíciles, y es que nunca se dejaba llevar por sus emociones hasta el punto de perder de vista sus objetivos. Su hermano Jana le había enseñado a recuperarse y a atenerse a la verdad y la justicia, y excusó la frialdad y la dureza de la princesa diciéndose que si ella no se había inclinado ante sus quejas era debido solamente a que no lo amaba, ni estaba obligada a hacerlo, ni le afectaba su amarga decepción.

Debía estarle agradecido, pues él le había dicho cosas que no se dicen a una princesa de la casa faraónica. Y ¿cuál había sido la respuesta de ella? Nada más que escucharle y perdonarle. De haber querido podría haberle ignorado como a la más baja de las criaturas. Estas reflexiones calmaron su exaltación, pero no le consolaron de su decepción, y se recluyó en un silencio triste y doloroso.

Pasó aquella tarde en casa de Bisharo para despedirse de su familia, intentando tanto como pudo aparentar la alegría y la tranquilidad a las que les tenía acostumbrados. Se reunieron en torno a la mesa para cenar, Bisharo, Zaya, Jana, Nafa y su mujer, Mana. El joven general estaba en el centro. La comida era apetitosa y bebieron cerveza. Bisharo habló sin parar durante toda la comida sin preocuparse por los pedazos de comida que volaban desde su boca desdentada. Les contó muchas historias de batallas, en particular las que había librado en su juventud, como si quisiera tranquilizar a Zaya, cuya palidez delataba el miedo que sentía:

—La carga de la guerra recae siempre en los soldados. Los generales están a salvo pensando y haciendo planes.

Djedef comprendió a qué se refería y dijo:

—Tienes razón, padre, ¿pero tus méritos en la guerra de Nubia te los ganaste siendo un modesto oficial o un gran general?

El viejo se hinchó de orgullo y dijo:

—Entonces era un modesto oficial de lanceros… Mi comportamiento en la guerra es lo que me convirtió en candidato para el cargo de inspector general de la pirámide del faraón.

La charla de Bisharo era interminable, Djedef le escuchaba a ratos, y a veces el dolor le vencía y una mirada triste aparecía en sus ojos, como si Zaya le hubiera contagiado su tristeza, porque estaba silenciosa y apesadumbrada; no comió nada y se contentó con un vaso de cerveza.

Nafa quería que la fiesta se terminara con alegría, e invitó a su mujer, Mana, a tocar la cítara y a cantar He vencido en la guerra y en el amor. Mana tenía una voz dulce y hermosa y tocaba muy bien, y la habitación se llenó con su canto seductor.

El pecho del joven ardía con un fuego que ninguno de los presentes imaginaba, y menos que nadie Nafa, pues se acercó a Djedef y le susurró al oído:

—Feliz augurio, Djedef ayer venciste en el amor, y mañana vencerás en la guerra.

El joven se quedó perplejo y dijo:

—¿A qué te refieres?

El pintor sonrió con astucia:

—¿Crees que me he olvidado del cuadro de la hermosa campesina? Qué hermosa aquella campesina del Nilo… ¿Cuál de ellas no desearía yacer junto a un oficial del ejército sobre la hierba verde que cubre la orilla del Nilo? ¡Y más si ese oficial fuera el atractivo Djedef!

Él le respondió dolido:

—Cállate, Nafa, no sabes nada.

Las palabras de Nafa le sobresaltaron tanto como la canción de Mana, y sintió deseos de huir. Lo hubiera hecho de no haber sido por su madre; la miró y vio que ella no apartaba su mirada de él. Tuvo miedo de que leyera en su corazón con sus ojos inspirados, y de entristecerla aún más con ello, así que le sonrió y avanzó hacia ella aparentando alegría y gozo.