XXIV

Al día siguiente, Djedef, hijo de Bisharo, ocupó su alto cargo como jefe de la guardia del heredero. El príncipe lo había preparado muy bien y había trasladado a los grandes oficiales de su guardia a otra división del ejército, sustituyéndolos por otros. El nuevo jefe dio la bienvenida a los oficiales y, apenas se acababa de sentar en su sillón de mando en su nueva habitación, el oficial Snefru pidió permiso para entrar. El oficial entró rebosante de alegría y le hizo el saludo militar:

—General, a mi corazón no le basta el saludo oficial, y he venido a expresarte por separado mi más sincero afecto y admiración.

Djedef sonrió con cariño y dijo:

—Valoro tus sentimientos en su justa medida, Snefru, y no hace falta decir que te lo agradezco.

Snefru manifestó con emoción:

—Eso me consuela de haber perdido un buen compañero de habitación.

El joven general le replicó sonriente:

—No dejaremos de ser compañeros, Snefru, porque desde el primer momento pensé en elegirte como secretario personal.

Snefru le dijo con alegría:

—No me separaré de ti, general, ni en las alegrías ni en las tristezas.

Al cabo de algunos días, Djedef fue llamado por el heredero, por primera vez como general de la guardia. También era la primera vez que se encontraba a solas con el príncipe y que podía observar de cerca la seriedad de su carácter y la dureza de sus rasgos. El príncipe tenía la costumbre de salirse con la suya, y le dijo con interés:

—General, te comunico que estás convocado, junto con los otros generales del ejército y los gobernadores de las provincias, a una reunión con su alteza real para discutir el asunto del monte Sinaí y dar la orden de combatir a las tribus. Existe la decisión firme, después de muchas dudas, de entrar en guerra. Los hijos de Egipto serán llamados a filas de nuevo, esta vez no para construir otra pirámide, sino para acabar con los beduinos del desierto que amenazan la seguridad de nuestro feliz valle.

Djedef respondió con entusiasmo:

—Permitidme, vuestra alteza, que os felicite por la victoria de vuestra política.

Sonriendo interiormente, dijo:

—Tengo una gran confianza en tu valentía, Djedef, y te guardo una sorpresa que te alegrará. Te la comunicaré después de que se anuncie la guerra.

Djedef volvió de la reunión feliz y contento. Se preguntaba cuál podía ser aquella alegre sorpresa que le había prometido el príncipe. La verdad es que ya le había ascendido en un abrir y cerrar de ojos de humilde oficial a gran general; ¿qué noticia aún mejor le podía tener reservada? ¿Acaso su suerte le tenía reservados motivos aún mayores de alegría?

Llegó el día de la gran reunión y acudieron los gobernadores y generales del alto y bajo Egipto. En el salón del trono se encontraban reunidos los principales jefes de Egipto, como perlas de un collar, a la derecha y a la izquierda del poderoso trono, los gobernadores en una fila y los generales en otra. Los príncipes y los ministros ocuparon sus asientos detrás del trono; el heredero ocupaba el lugar central entre los príncipes y el sacerdote Jomini hacía lo mismo entre los ministros. Encabezaba la fila de los gobernadores su alteza el príncipe Abur y en frente de él estaba sentado el comandante Arbó, cuya cabeza estaba ya recubierta de canas.

El chambelán mayor de palacio anunció la llegada de su alteza real y todos se pusieron en pie. Los generales le hicieron el saludo militar, y los gobernadores y ministros inclinaron la cabeza respetuosamente. El rey se sentó y dio permiso a todos para hacerlo. Llevaba sobre los hombros un cinturón de piel de león, y con ello supieron, los que aún no estaban informados, que les había llamado para proclamar una guerra.

La reunión no duró mucho, pero a pesar de ello fue trascendental y definitiva. El rey tenía un aspecto fuerte y activo, sus ojos habían recuperado su brillo habitual y dijo a los grandes de su reino con su potente voz que inspiraba respeto:

—Gobernadores y generales, os he mandado llamar por un asunto de gran trascendencia del que depende la seguridad de la patria y la tranquilidad de nuestro leal pueblo. Su alteza el príncipe Abur, gobernador de Arsina, me ha comunicado que las tribus del monte Sinaí atacan continuamente las aldeas alejadas y son una amenaza para las caravanas de comerciantes. La experiencia nos dice que las fuerzas de la policía no tienen suficiente capacidad para librar a nuestro pueblo de ese mal, y que no tienen medios para atacar los castillos en los que se refugian sus hombres. Ha llegado el momento de destruir esos castillos y castigar a los rebeldes, librar de sus maldades a nuestro leal pueblo y hacer respetar la palabra del faraón.

Todos escuchaban estas palabras en reverencial silencio y con gran atención. El interés se podía leer en sus rostros; su buena disposición se leía en sus labios cerrados y en el brillo de sus ojos. Finalmente, el rey se volvió hacia el general Arbó y le preguntó:

—General, ¿está preparado el ejército para cumplir con su deber?

El importante general se levantó y dijo:

—Su alteza, rey del alto y del bajo Egipto, manantial de fuerza y de vida, cien mil soldados entre los del norte y los del sur, plenamente equipados, están preparados para combatir, dirigidos por generales perfectamente adiestrados, y estamos en condiciones de movilizar el doble en poco tiempo.

El faraón enderezó la espalda y dijo:

—Yo, el faraón de Egipto, Keops, hijo del dios Janum, protector de Egipto y señor de los nubios, declaro la guerra a las tribus del monte Sinaí, y ordeno que sean destruidos sus castillos, castigados sus hombres y hechas prisioneras sus mujeres. Señores, os ordeno que volváis a vuestras provincias y que cada uno mande un escuadrón de la guarnición de su región.

El faraón hizo una señal al general Arbó y este se acercó a su señor. El rey le dijo:

—Te hago saber que no quiero que haya más de veinte mil combatientes.

Luego el faraón se puso en pie. Todos hicieron lo mismo y vitorearon su nombre con entusiasmo, tras lo cual se dio por terminada la sesión.

Djedef regresó en la carroza del heredero, quien estaba inusitadamente contento y alegre. El joven dio por cierto que su alegría era debida al triunfo de su política, pues había conseguido lo que deseaba desde hacía mucho tiempo. Recordó la promesa que le había hecho y su corazón palpitó alegre y confuso. Le hubiera gustado poder recordársela, pero de todos modos el príncipe no le hizo esperar y, cuando estaban entrando en el castillo, le dijo:

—Te prometí una sorpresa: debes saber que he conseguido el beneplácito de mi padre el rey para elegirte general de la campaña que se dirigirá al Sinaí.