La intención del príncipe heredero de recompensar a Djedef como se merecía era firme, como si los dioses le hubieran elegido a él para allanarle al joven el camino de la gloria. Pocos días después de aquel incidente el faraón recibió al príncipe heredero en compañía del oficial Djedef, hijo de Bisharo. Fue una sorpresa para el joven, que iba más lejos de lo que hubiera podido soñar, pero fue tras el príncipe Rejaef con ánimo decidido. Cruzaron juntos largos salones con altas columnas y fuertes guardianes hasta que se encontraron ante aquel cuyo rostro es demasiado excelso para ser contemplado.
El rey estaba recostado en su trono. Su edad no se notaba más que en algunos cabellos blancos que brillaban bajo la doble corona de Egipto y en cierta flojedad en sus mejillas. También su mirada había cambiado, de la energía y decisión de la juventud había pasado a la reflexión y la sabiduría.
El príncipe besó la mano de su padre, y dijo:
—Este es Djedef hijo de Bisharo, el valiente oficial que me salvó de una muerte segura. Le he traído ante vuestra presencia como es vuestro deseo.
El rey le mostró su afecto alargando su mano, que el joven tomó y besó, arrodillándose con profundo y religioso respeto. El rey le dijo:
—Tu valentía te ha hecho acreedor de mi simpatía, oficial.
Djedef respondió con humildad:
—Su alteza, como soldado del rey no conozco objetivo más noble que el de dar la vida por el trono y por la patria.
Llegados a este punto el príncipe intervino:
—Quiero el permiso del rey para nombrar a este joven jefe de mi guardia.
El joven, que no se esperaba aquella distinción, abrió los ojos como platos. Como respuesta, el rey le preguntó:
—¿Cuántos años tienes, oficial?
—Veinte años, su alteza.
El príncipe se percató de la intención de la pregunta de su padre, y dijo:
—La edad y la sabiduría son virtudes de los sacerdotes, mi señor. En cuanto al soldado, su valentía se resiente con la edad.
El faraón sonrió y dijo:
—Como quieras, Rejaef…, eres el heredero y no me opondré a tus deseos.
Djedef se postró a sus pies, besó el cetro y el rey le dijo:
—Te felicito por la confianza de su alteza faraónica el príncipe Rejaef, general Djedef, hijo de Bisharo.
Djedef juró lealtad al rey y allí finalizó el encuentro. Djedef abandonó el palacio del faraón como general del ejército de Egipto.
Era un día de gran alegría en casa de Bisharo, y Nafa le dijo al joven general:
—Mi profecía se está haciendo realidad, general, déjame que te haga un retrato en uniforme.
Pero Bisharo gritó con su voz ronca, más extraña que nunca al haber perdido cuatro dientes:
—No es tu profecía la que ha hecho a Djedef, señor pintor, sino la tenacidad de su padre, porque los dioses han decidido que el hijo sea, como su padre, allegado del faraón.
Zaya no rio ni lloró nunca en su vida como en aquel feliz día. Recordó las tinieblas del pasado más lejano, veinte años antes. Recordó a aquel bebé cuyo nacimiento había sido objeto de tan importantes profecías, suscitando una pequeña guerra que le costó la vida a su padre. ¡Qué recuerdos!
Pero cuando por la noche Djedef se quedó solo, de nuevo le asaltó un extraño estado de tristeza y abatimiento, como si fuera una reacción a la gran alegría que le había invadido durante todo aquel día. Sin embargo, los motivos eran otros que todavía le laceraban el corazón como una llama ardiente. Mirando las estrellas del cielo, desde su ventana, dijo suspirando:
—Sólo vosotras, estrellas del cielo, sabéis lo que se esconde en el corazón de Djedef, el feliz general: unas tinieblas más oscuras que el eterno océano en el que vivís.