Al cabo de algunos días, todos en palacio sabían que su alteza el heredero había invitado al príncipe Abur, a su alteza la princesa Meresanj y a algunos príncipes y amigos a una cacería por el desierto oriental.
En la mañana del día señalado, llegó la princesa Meresanj. Su rostro era un halo de luz y belleza que iluminaba los corazones llenándolos de alegría. Tras ella llegó su alteza el príncipe Abur acompañado por su séquito. Tenía treinta y cinco años y era de complexión fuerte y de semblante temible. Su aspecto indicaba su nobleza y valentía.
El jefe de los chambelanes de palacio inspeccionaba personalmente los preparativos para la caravana de la cacería y se ocupaba de aprovisionarla de todo lo necesario: agua, comida, armas y redes, y el jefe de la guardia escogió para acompañarla a cien soldados de la misma, al frente de los cuales puso a diez oficiales entre los cuales se encontraba Djedef. Todo ello sin contar a los sirvientes y a los ayudantes de caza. Cuando el heredero bajó a los jardines de palacio, la gran caravana se puso en marcha, encabezada por un escuadrón de jinetes con experiencia en la caza. Detrás de ellos iba su alteza el príncipe Rejaef, a su derecha la seductora princesa Meresanj, y a su izquierda el príncipe Abur, rodeados por un círculo de príncipes y princesas. Seguía a esta noble comitiva un carro que contenía los odres de agua, y otro que llevaba la comida, los cacharros para cocinar y las tiendas. Les seguían una tercera, una cuarta y una quinta que transportaban los instrumentos para cazar, los arcos y las flechas. Todos marchaban entre dos hileras de jinetes, y el resto de los jinetes de la guardia que acompañaban a la expedición iba detrás encabezado por sus oficiales, entre los cuales se hallaba Djedef. La caravana se dirigió hacia el este, dejando tras ella la floreciente ciudad y el adorado Nilo y volviéndose hacia el desierto. Dondequiera que miraran no hallaban más que un vasto horizonte inalcanzable por mucho que durara la marcha, como si fuera la propia sombra que se extendiera ante ellos a medida que avanzaban.
Era una mañana fresca. El sol estaba saliendo y su resplandor cubría la tierra del desierto con una alfombra de luz, pero la fría brisa que recorría el aire les refrescaba y reparaba… eran como cachorros entre los colmillos de una leona.
La caravana avanzaba siguiendo a los guías…
De vez en cuando, Djedef miraba a su alrededor, y a lo lejos contemplaba a la princesita que tenía subyugado su corazón, montada en su brioso corcel, inclinada sobre sus lomos como una fresca rama. Sus rasgos denotaban altivez y orgullo. De vez en cuando miraba a su hermano, hablando con él o escuchando sus palabras, y entonces veía su perfil izquierdo, que parecía la madre Isis tal como está dibujada en los templos. Observaba al joven príncipe Abur erguido, recio, hablando con ella y sonriéndole. También ella le hablaba y le sonreía, y por primera vez vio cómo aquella altivez y aquella belleza se adornaban con una sonrisa clara, hermosa y tan infrecuente como la lluvia en Egipto.
En su corazón noble y puro se infiltró la envidia ponzoñosa, y lanzó una mirada encendida al feliz príncipe. Aquel príncipe afortunado que llegó como mensajero de guerra y se había convertido en mensajero de paz y amor… Una amargura que nunca antes había experimentado se apoderó de su corazón, y se encontró hablando consigo mismo, exaltado…
¿Era posible que estuviera enamorado, y que su corazón tuviera que derretirse ante el frío de la desesperación? ¿Era comprensible que estuviera abrasándose en las llamas del amor cuando su amada se encontraba a un salto de caballo? ¿Qué valor tenía la vida? ¿Qué valor tenía la esperanza, que era la que le confería la fuerza para perseverar? Cuánto se parecía su vida a la de una rosa fresca, todavía en su capullo, golpeada por el cálido viento del verano que la arranca de su rama y la empuja hacia las ardientes arenas del desierto…
¿Qué era aquella esclavitud llamada obediencia? ¿Quién era ese tirano opresor al que llaman deber? ¿Qué significaba ser príncipe y qué ser esclavo? Aquellos nombres le subyugaban y le sumían en un abismo de dolorosa desesperación. ¿Por qué no se liberaba de sus ligaduras y se lanzaba con su raudo corcel sobre aquella orgullosa y cruel, se la llevaba por la fuerza y desaparecía en el desierto? Le decía en voz alta: «Mírame, soy un hombre fuerte y tú eres una mujer débil. Deja de fruncirme el ceño al estilo del palacio del faraón. Baja ese mentón que acostumbras a llevar tan alto, a la manera de las princesas. Aclara esa mirada tan soberbia que acostumbras lanzar de arriba abajo a tus siervos. Arrodíllate ante mí, y si es por las buenas te hablaré con amor. De lo contrario, con orgullo».
Deliraba, su interior hervía. Su enojo y su ansiedad no salían al exterior, y mientras la caravana avanzaba, el amor jugaba con los corazones, subyugando a todos con su magia. El vasto desierto lo presenciaba todo en su eterno silencio… ¡Qué desierto! A veces pensaba en aquel vacío, y su inmensidad lo arrebataba de aquel mar de sueños y esperanzas llenando su corazón de asombro. La caravana, en aquel magnífico desierto, era como un puñado de agua en un mar sin orillas; qué fácil de distinguir para el gavilán que gira en el aire, como un montón de pollitos… ¿Qué significaba su amor? ¿Qué significaba su esperanza? ¿A quién le importaba en la inmensidad de aquel vasto espacio? Las voces se perdían en aquel espacio infinito: ¿quién era Djedef y quién era su amor?
El relincho de su caballo le despertó de sus ensoñaciones. La caravana avanzó sin parar hasta que llegó hasta Al-Riyyan, donde acampó. Al-Riyyan era uno de los mejores lugares del desierto para la caza. De él partían las montañas de Set, de norte a sur, refugio de distintas especies buscadas por los aficionados a la caza. Desde el pie de la montaña hacia al este se extendían dos grandes colinas que rodeaban una gran porción de desierto que se hacía más estrecha hacia el este, hasta formar un desfiladero de unos veinte brazos de anchura.
Como los jefes estaban un poco cansados, los sirvientes y los soldados se apresuraron a levantar las tiendas. Otros se ocuparon de preparar los cacharros para cocinar y de encender el fuego. El trabajo procedía con interés y energía para en pocos minutos preparar un ejército entero de tiendas, amarraderos para los caballos y una cocina de campaña. Los guardias ocuparon sus puestos y los príncipes se refugiaron en la tienda grande, que se levantaba sobre una pilastra de madera chapada de oro puro… Los príncipes descansaron un rato y luego reemprendieron su actividad, preparándose para la caza.
Los ayudantes dispusieron una gran red en el lugar en el que se unían las dos colinas y el ejército se dispersó por los lados del gran triángulo dibujado por la montaña de Set y las dos colinas unidas por la gran red. Otros corrieron a la ladera de la montaña para ahuyentar a los tranquilos animales mientras los príncipes montaban sus corceles, echaban mano a sus armas y se distribuían por la explanada, preparados para la acción.
La princesa Meresanj montó en su noble corcel y se paró ante su gran tienda para observar el esperado combate entre hombres y animales… Seguía los movimientos de los príncipes con interés, y aparentemente todo le parecía demasiado lento, así que le preguntó en voz alta, sin girarse, a uno de los oficiales que estaban a su lado:
—¿Cómo es que no veo caza?
Una voz que ella conocía bien le respondió:
—Los soldados han ido a levantarla, pronto la veréis, alteza, cuando baje por la ladera de la montaña aullando, mugiendo y rugiendo.
Volvió los ojos hacia la ladera de la montaña de Set. El oficial tenía razón, y no tardó en ver rebaños de gacelas, conejos y antílopes descendiendo, cada uno a su paso, sin saber lo que les deparaba el destino. Los príncipes espolearon a sus caballos lanzándose hacia sus objetivos. La batalla empezó; la misión de los cazadores era perseguir a los animales y dirigirlos hacia el desfiladero entre las dos colinas donde les esperaba la red.
El príncipe Rejaef era el más hábil de todos; eran evidentes su ligereza, su elegancia, su total control del caballo, su habilidad para rodear a las bestias y conducirlas ante él hasta su objetivo. Nunca perdía una pieza, y agotaba a sus perros persiguiendo a sus numerosas víctimas.
El príncipe Abur también mostró su rara destreza, y causó la admiración de todos por la rapidez y la precisión de sus ataques y la ligereza incomparable de sus movimientos.
Los príncipes se divertían con su violento deporte y las horas pasaban deprisa. La cacería habría terminado con insuperable alegría si no hubiera sucedido algo terrible… El príncipe Rejaef estaba persiguiendo una gacela que huía por la ladera de la montaña; al pasar por un montículo se cruzó en su camino un enorme león que iba detrás de la misma pieza. Numerosos soldados gritaron advirtiendo a su señor, porque el príncipe no estaba preparado para un encuentro tan peligroso. Sin embargo, él era firme y decidido, y echó mano a la lanza queriendo sacarla de su funda; pero el león no le dio tiempo y, dando un gran salto, dio un zarpazo en el hocico al caballo pretendiendo alcanzar a su jinete. El caballo se quedó sin fuerzas, se tambaleó como borracho y estuvo a punto de caer. El león se agazapaba preparándose para un salto más poderoso…, los acontecimientos se sucedían con rapidez, y el príncipe consiguió desenvainar la lanza, apuntó hacia el león y la lanzó con fuerza mientras este saltaba.
En aquel momento el caballo cayó sin vida como resultado del golpe asestado por el león, la lanza no alcanzó su objetivo y el león resultó ileso. El magnífico príncipe cayó de espaldas y quedó desarmado a merced del hambriento león.
En aquel momento los príncipes, soldados y oficiales corrían a rienda suelta hacia el príncipe en peligro, dispuestos a dar su vida por él. Djedef volaba como un pájaro en su caballo, cruzando rápidamente la distancia que le separaba del príncipe y todos le seguían. Llegó en el preciso momento en que el león daba el salto definitivo y, sin pararse, desenvainó su larga lanza, la cogió con ambas manos, saltó en marcha del caballo y cayó como una centella sobre el airado león. Su lanza se hundió en la boca de la bestia y la arrastró hasta el suelo, con su propietario colgado de ella sin soltarla ni un momento. Los príncipes y los soldados les alcanzaron y rodearon al príncipe; lanzaron sus flechas sobre el león expirante y acabaron con él. La princesa Meresanj llegó a lomos de su caballo, estaba asustada, y en su rostro se podía leer el miedo. Cuando vio a su hermano en pie, sano y salvo, se apeó y corrió hacia él para abrazarle, exclamando desde lo más hondo de su corazón:
—Alabado sea el señor Ptah, el misericordioso.
Todos se acercaron al heredero para felicitarle, elevando oraciones de agradecimiento al dios Ptah.
El príncipe Rejaef observó su caballo muerto con evidente tristeza y después fue a ver el cadáver del león; las flechas cubrían su cuerpo como si se tratara de las púas de un erizo. Luego se percató del jinete que estaba en pie a su lado como una hermosa estatua y enseguida reconoció a aquel héroe a quien había elegido él mismo como oficial de su guardia, como si los mismos dioses le hubieran elegido pensando en aquel importante momento. El príncipe sentía por él admiración y agradecimiento; se acercó y le dijo poniéndole la mano en la espalda:
—Valiente oficial, me has salvado de una muerte cierta, y sabré recompensar tu heroísmo incomparable como te mereces.
El príncipe Abur se acercó a Djedef. Era un hombre de buen corazón y le conmovían las hazañas nobles, así que le dio un caluroso apretón de manos:
—Valiente soldado, has hecho un servicio de valor incalculable a la patria.
Luego volvieron todos al campamento. Reinaba un pesado silencio; les separaba aquel estado de perplejidad que sucede a la salvación de un peligro inminente. Durante el camino, uno de los hombres del séquito del príncipe Abur dijo:
—Los dioses no han querido estorbar el ánimo de su alteza el rey, que se ha encerrado en una cámara inhóspita para escribir un mensaje de salvación del mal y de la enfermedad para su amado pueblo. La recompensa del bien no puede ser más que el bien.
Los nobles señores reposaron y luego se les ofreció la comida y vasos llenos de vino de Maryut. El príncipe ordenó a los sirvientes que distribuyeran vasos de vino entre la tropa para celebrar su salvación. Los soldados bebieron y rezaron una oración de agradecimiento al Señor. Luego todos juntos entonaron el himno al faraón, con voces que resonaban como truenos en el aire del desierto. Se quedaron allí un rato y después se prepararon para regresar. Se levantaron las tiendas, los fardos y el botín de caza, y la caravana se marchó en el mismo orden en el que había venido, salvo que el príncipe ordenó que el oficial Djedef marchara a su lado, anunciando con ello su intención de incluirlo entre sus más allegados.
El corazón del joven palpitaba con alegría, ebrio de gloria, pues aquel era un favor que no obtenían más que los príncipes y los hombres de Estado que sobresalían. Sintió una felicidad indescriptible marchando en un ala de un círculo en cuyo centro estaba la princesa Meresanj. Se imaginaba que ella podría oír los violentos latidos de su corazón… Sin necesidad de volverse hacia ella podía ver a simple vista su hermoso rostro, lo veía en el amplio espacio que se extendía ante él, observaba su resplandor a pesar de la oscuridad que enturbiaba el horizonte, presagiando el futuro.
¡Si al menos ella le dirigiera una palabra de agradecimiento tendría suficiente gloria para toda la vida!