La vida de Djedef en el palacio del príncipe no sufrió ningún cambio hasta que hubo de conocer un nuevo dolor. Aquel día, su alteza el príncipe Rejaef salió en uniforme de gran gala precedido por un escuadrón de la guardia entre cuyos oficiales se encontraba su amigo Snefru. El príncipe regresó por la noche y Snefru volvió a su alcoba al mismo tiempo que Djedef terminaba su inspección de la guardia. Era natural que le preguntase a su amigo acerca de los motivos de la salida del príncipe en aquellas condiciones, que no se daban más que en los días de fiesta. Sin embargo, le conocía y sabía que no era capaz de callarse ningún secreto y, efectivamente, apenas hubo descansado un poco, le dijo:
—¿Sabes adónde hemos ido hoy?
Djedef respondió tranquilamente:
—No.
Snefru le dijo con interés:
—Hoy ha llegado a Menfis el príncipe Abur, gobernador de la provincia de Arsina, y el heredero fue a recibirle.
Djedef le preguntó:
—¿Su alteza no es primo del rey?
—Sí, dicen que su alteza llevaba un informe sobre las tribus del Sinaí, cuyas fechorías se están multiplicando en la zona oriental del delta.
—¿Entonces su alteza es un mensajero de guerra?
—Sí, Djedef ya sabes que el príncipe hace tiempo que tenía ganas de castigar a las tribus del Sinaí y que el general Arbó estaba de su parte, pero el rey prefería esperar hasta que el país recuperara sus fuerzas después del gran esfuerzo que ha realizado en la construcción de la pirámide real. Pues bien, el tiempo de descanso ya ha pasado, y el príncipe ha pedido al rey que cumpla con su promesa. Sin embargo, dicen que su alteza real se encuentra en estos días enfrascado en la composición de un gran libro que desea que sirva a los egipcios como guía en este mundo y en el más allá, y que no está preparado para pensar en serio en la guerra. Por ello, el príncipe Rejaef ha pedido ayuda a su primo el príncipe Abur y se ha puesto de acuerdo con él para que venga a informar personalmente al rey sobre los juegos de las tribus y su desprecio por el gobierno, que se acrecentaría si no encontrasen oposición. Puesto que el príncipe ha venido, no se puede descartar una incursión del ejército en el noreste en el futuro más inmediato.
Por un instante reinó el silencio, y enseguida Snefru dijo, por hablar:
—El rey ha celebrado un banquete para el príncipe al que acudirán todos los miembros de la casa faraónica, encabezados por su alteza el príncipe y las princesas.
A Djedef le dio un vuelco el corazón al oírle mencionar a las princesas. Recordando a la seductora princesa, hermosa y orgullosa, soltó un suspiro que llegó a los oídos de Snefru. El joven le lanzó una mirada de reproche y gritó:
—¡Por Dios que no me estás escuchando!
Djedef le respondió molesto:
—¿Por qué lo dices?
—Porque suspiras como alguien que está pensando en su amor.
Su corazón latió todavía más fuertemente e intentó decir algo; sin embargo, Snefru no le dejó y, soltando una carcajada, le dijo con curiosidad:
—¿Quién es? ¿Quién es, Djedef? ¿Censuras mi interés? No voy a insistir por ahora, ya la conoceré algún día cuando sea la madre de tus hijos. ¡Qué recuerdos! ¿Sabes, Djedef?, suspiré de ese modo en esta habitación durante dos años, pasaba la noche hablando en sueños, y al segundo año me casé y ahora es la madre de mis hijos, Fana. ¡Esta habitación está infectada por el amor! Pero ¿no quieres decirme quién es?
Djedef le respondió con la energía que le dictaban las penas de su corazón:
—¡Estás soñando, Snefru!
—¿Yo, soñando? ¡Imposible!
—Es la verdad, Snefru.
—Como desees, Djedef, no insistiré más. Y ahora que hablamos de amor, déjame decirte que he oído un rumor en los pórticos del palacio del faraón. Dicen que puede haber otros motivos tras la visita del príncipe Abur, aparte de la cuestión de la guerra que te conté.
—¿A qué te refieres?
—Dicen que el príncipe tendrá ocasión de observar de cerca a la menor de las princesas, que es un ejemplo de belleza. Quizá den pronto la noticia al pueblo egipcio del compromiso entre el príncipe Abur y la princesa Meresanj.
Esta vez Djedef estaba estupefacto, pero se controló, escondió sus sentimientos y encajó el golpe con sorprendente paciencia. Su rostro no dejó ver lo que se debatía en su corazón, precaviéndose del peligro de la mirada penetrante de su amigo y de su lengua incansable y dolorosa. Se cuidó de no hacer ningún comentario a las palabras de Snefru y de no pedirle explicaciones, temiendo que su tono de voz pudiera traicionarle; se sumió en un pesado silencio como si fuera una alta montaña erguida sobre la boca de un volcán.
Snefru, no sabiendo lo que le pasaba a su amigo, se tumbó en la cama y le dijo bostezando:
—La princesa Meresanj es muy hermosa. ¿No la has visto? Es la más hermosa de todas. Es como su hermano el heredero, muy orgullosa y con una voluntad de hierro, y dicen que es la que el faraón tiene en más estima. El precio de su belleza será alto, sin duda… La belleza hace agachar la cabeza a los hombres.
Snefru bostezó de nuevo y cerró los ojos. Djedef lo miraba a la débil luz de la lámpara con dos ojos enturbiados por la tristeza y la pena, y cuando estuvo seguro de que se había dormido, se abandonó a su pasión. No pudiendo conciliar el sueño, lacerado por un intenso dolor, se levantó y, caminando de puntillas, salió de la habitación. Fuera, el aire era húmedo y la brisa fresca. Era una noche muy oscura, y las palmeras aparecían entre las tinieblas como fantasmas dormidos, o como espíritus miserables consumidos por el tiempo.